TROPICAL BOREAL
Llegué a Culiacán a mediados de septiembre, pocos días después de que lo hiciera Diego Armando Maradona para dirigir a los Dorados, el equipo de futbol local (en una ciudad de filiación beisbolera, cuyos Tomateros acaparaban la memorabilia del lugar, desde la tienda de souvenirsdel aeropuerto hasta puestos en los centros comerciales). Su presencia reciente había levantado un pequeño alboroto en la cotidianidad de la capital sinaloense. En el hotel en el que me hospedé –y que, al decir de muchos, también se alojaba él, o se había alojado, según otras versiones– se podían ver grupos de argentinos ajetreados y equipos de televisión transmitiendo junto a la piscina, para una cadena de deportes que reproducía de manera simultánea una televisión en el extrañamente solitario bar del hotel.
Antes de aterrizar, las nubes aborregadas se cernían sobre un cielo claro y sombreaban las vastas y llanas extensiones de tierra lista para la cosecha que rodean la ciudad.
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