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Una isla como tú: Historias del barrio
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Libro electrónico207 páginas3 horas

Una isla como tú: Historias del barrio

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Información de este libro electrónico

Escalas los siete pisos hasta el oasis de la azotea, donde puedes pensar al ritmo de tu propia banda. Notas discordantes suben con el tráfico de las cinco, se suavizan con un bolero al ocaso. En compañía de las palomas observas a la gente allá abajo, que fluye, en corriente, cada uno está solo en medio de la multitud, cada uno es una isla como tú.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 may 2016
ISBN9786071636003
Una isla como tú: Historias del barrio

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    This is a series of 12 stories about a group of Puerto Rican high school kids growing up in New Jersey.I kept having flashbacks to Winesburg, Ohio as the stories referred to characters in other stories, but generally liked the book and the style. It’s interesting to see someone from the outside then the inside. I thought the style was a little uneven, and she could have used a better editor to tighten things up, and I didn’t always feel the characters were authentic teens, a comment I heard echoed in the amazon.com reviews. But some of the stories, "White Balloons" and "Arturo’s Flight" in particular, were very well crafted. I loved "Bad Influence", but it felt more like the beginning of a novel, since I was just getting into the characters when it ended.

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Una isla como tú - Judith Ortiz Cofer

COFER

La mala influencia

♦ Cuando me mandaron a pasar el verano en casa de mis abuelos en Puerto Rico sabía que iba a ser extraño, aunque no sabía qué tan extraño. Mis padres me dieron a escoger entre un retiro para niñas católicas y la isla, con los papás de mi madre. Vaya opción. Podía elegir entre desayunar, comer y cenar con las Hermanas de la Caridad en un convento perdido en medio del bosque —alejado del hermoso centro de Paterson, Nueva Jersey, que era donde yo quería pasar el verano—, o arroz y frijoles con los viejos en el campo, en la isla de mis padres.

En toda mi vida había visto a mis abuelos sólo una vez al año, cuando íbamos a pasar dos semanas de vacaciones con ellos y, a decir verdad, siempre estaba en la playa con mis primos y dejábamos que los adultos se quedaran sentados tomando su café con leche, sudando y contando chismes de gente que yo no conocía. Esta vez no iban a estar mis primos para juntarme con ellos; faltaban casi tres meses para que el resto de la familia tuviera vacaciones. Iba a ser un verano largo y caluroso.

¡Qué digo caluroso! Cuando me bajé del avión en San Juan era como si hubiera abierto la puerta de un horno. De inmediato quedé empapada en sudor y sentí como si estuviera respirando agua. Para empeorar las cosas, me encontré con papá Juan, mamá Ana y una docena de personas ansiosas por abrazarme y hacerme un millón de preguntas en español… que no es mi mejor idioma. Los otros eran vecinos, sin nada mejor que hacer que venir a recogerme al aeropuerto en una caravana de autos. Mis amigos de Central High School se hubieran muerto de risa de ver a las mujeres abanicándose los rostros brillosos mientras se peleaban por cargar mis maletas y por quién se iba a sentar junto a quién en los autos, para recorrer el trayecto de quince minutos hasta la casa. Alguien me puso una bebita morena y regordeta en el regazo y, aunque traté de ignorarla, se me acurrucó como un koala y se durmió. Sentí cómo se inflaba y desinflaba su pequeño pecho y acompasé mi respiración a la suya. Me senté en el asiento trasero del auto subcompacto sin aire acondicionado de papá Juan, entre doña Fulana y doña Zutana, y empecé a practicar el zen. En el avión había leído en una revista sobre una técnica para bajar la presión sanguínea concentrándote en la respiración, así que decidí intentarlo. Mi abuela se volvió con una expresión preocupada y dijo:

—Rita, ¿tienes asma? Tu mamá no me lo dijo.

Antes de que pudiera responder, todos empezaron a hablar al mismo tiempo y a contar historias de asmáticos. Seguí respirando profundamente, pero no me sirvió. Para cuando llegamos a casa de mamá Ana, tenía un dolor de cabeza terrible. Me excusé con mi comité de recepción, le entregué la bebita húmeda a su abuela (era una bebita muy linda) y me fui a acostar al cuarto donde papá Juan había dejado mis cosas.

Por supuesto que no había aire acondicionado. La ventana estaba abierta de par en par, y justo afuera, encaramado en la barda que separaba nuestra casa de la de los vecinos como por veinte centímetros, había un gallo colorado. Cuando lo miré, empezó a quiquiriquiar a todo pulmón. Cerré la ventana, pero aun así lo oía; luego alguien prendió una radio, bien fuerte. Metí la cabeza debajo de la almohada y decidí suicidarme, sudando a morir. Debo haberme quedado dormida, porque cuando abrí los ojos vi a mi abuelo sentado en la silla afuera de mi ventana, que otra vez estaba abierta. Le acariciaba las plumas al gallo, y parecía susurrarle algo al oído. Al fin se dio cuenta de que me había despertado y estaba sentada en la orilla de mi cama de cuatro postes, que se hallaba como a tres metros del piso.

—Estabas soñando con tu novio —me dijo—. No era un sueño agradable. No, creo que no era muy bueno.

Magnífico. Mi madre no me había dicho que mi abuelo estaba senil. Pero había soñado con Johnny Ruiz, quien era una de las razones por las que me habían enviado a pasar el verano lejos de casa. Decidí que se trataba de una simple coincidencia. Pero ¿qué no tenía derecho a mi intimidad? ¿Acaso no había cerrado la ventana de mi cuarto?

—Papá —dije decidida—, creo que tenemos que hablar.

—No hace falta hablar cuando puedes ver el corazón de la gente —dijo, poniendo al gallo en el marco de mi ventana—. Éste es Ramón. Es un buen gallo y tiene a las gallinas felices y poniendo, pero tiene un problemita del cual ya te darás cuenta. No sabe distinguir la hora muy bien. Para él, el día es noche y la noche es día. Le da igual, y se pone a cantar cuando le da la gana. Ahora que esto en sí no es malo, ¿entiendes? Pero a veces molesta a la gente. Entonces tengo que venir a calmarlo.

No podía creer lo que escuchaba. Era como si estuviera en un episodio repetido de Viaje a las estrellas en el que la realidad es controlada por un extraterrestre y no sabes, sino hasta el final del programa, por qué te están pasando cosas tan raras.

Ramón saltó al cuarto y después a mi cama; extendió las alas y se puso a quiquiriquiar como loco.

—Te está dando la bienvenida a Puerto Rico —dijo mi abuelo. Decidí irme a sentar a la sala.

—Te preparé un té especial para el asma. —Mamá Ana entró con una taza de un brebaje verde que olía a rayos.

—No tengo asma —traté de explicarle. Pero ya me había puesto la taza en las manos e iba camino al televisor.

—Ya va a empezar mi telenovela —anunció.

Cuando empezó el tema musical, con unos violines que sonaban como gatos apareándose, mamá Ana subió el volumen al tope. Siempre he sospechado que todos mis parientes puertorriqueños están un poco sordos. Se sentó en la mecedora junto al sofá en donde yo estaba acostada. Todavía me sentía como un fideo mojado, por el calor.

—Tómate tu guarapo antes de que se te enfríe —insistió, con la mirada clavada en la pantalla del televisor, donde una muchacha lloraba por algo.

—Pobrecita —dijo con tristeza mi abuela—. Ese miserable de su marido la dejó sin un centavo, y tiene tres criaturas y otra en camino.

—Dios mío —refunfuñé. En serio que iba a ser como La dimensión desconocida. Ninguno de los viejos podía distinguir entre la realidad y la fantasía: papá con su lectura de sueños y mamá con sus telenovelas. Tenía que hablarle a mi madre para decirle que había cambiado de idea sobre el convento.

Pero, para eso, primero tenía que encontrar un teléfono: la telefónica todavía no les vendía a mis abuelos el concepto de las telecomunicaciones. A ellos les bastaba con escribir cartas y mandar un telegrama cuando alguien se moría. El teléfono más cercano estaba en casa de una vecina, una simpática señora gorda que te miraba mientras hablabas. El verano pasado había tratado de hablarle a una amiga desde allí. En la misma habitación de donde hablé se desarrolló otra conversación: un comentario paralelo de lo que la nieta entendía que yo decía en inglés. A ambas les había parecido que escucharme era una buena oportunidad para que ella practicara el inglés. Mi madre me explicó que no lo hacían por maldad. Era sólo que la gente en la isla no sentía la misma necesidad de privacía que las personas en el continente. Los puertorriqueños son más amigables. Para ellos, tener secretos entre amigos es una ofensa, me dijo.

Mi abuela me explicó los problemas de la mujer de la telenovela. Se había tenido que casar porque se enamoró de un villano que la obligó a probarle su amor. Tú sabes cómo. Después la había encerrado, separándola de su familia. ¡Ay, bendito!, exclamó mi abuela cuando el malvado marido volvió a casa y empezó a exigir su comida y una muda de ropa. Dijo que iba a salir con los muchachos. Pero no. A mi abuela no la engañaba. Tenía otra mujer. Estaba segura. Le habló a la mujer que lloraba en la pantalla:

—Mira —le aconsejó—, abre los ojos y date cuenta de lo que está pasando. Hazlo por tus hijos. Deja a ese hombre. Vuelve a casa con tu mamá. Es una buena mujer, aunque la has herido y está enferma. Quizá sea cáncer. Pero verás que los acepta, a ti y a los niños.

—¡Aaaay! —gemí.

—Siéntate y tómate tu té, Rita. Si no te mejoras para mañana, tendré que llevarte con mi comadre. Prepara los mejores laxantes de yerbas en toda la isla. De todas partes vienen a comprarlos, porque la mayoría de la gente padece por tener el sistema tapado. Lo limpias como una cañería, ¿entiendes? Lo echas todo fuera y luego te vuelves a sentir bien.

—Me voy a acostar —anuncié, aunque apenas eran las nueve: mucho antes de mi hora acostumbrada de ir a la cama. Desde mi cuarto oía a Ramón.

—Buena idea, hija. Mañana Juan tiene que hacer un trabajo en la playa, una mujer cuya hija no quiere comer ni levantarse de la cama. Creen que es cosa espiritual. Tú y yo iremos con él. Tengo antojo de cangrejo, y podemos agarrar algunos.

—¿Agarrarlos?

—Sí, cuando salgan de sus hoyos y caigan en nuestras trampas. Nos llevamos unas cazuelas y los cocemos allí mismo, en la playa. Vas a ver qué sabrosos.

—Ya me voy a acostar —repetí como zombi. Agarré vuelo desde la puerta y me eché a la cama, vestida. Afuera de mi ventana, Ramón quiquiriquiaba; la vecina gritó: Ana, Ana, ¿crees que lo vaya a dejar?, y mi abuela le respondió: No. Pienso que no. Si está perdida por él.

Cerré los ojos y traté de transportarme a mi cuarto, en casa. Cuando tenía mi propio teléfono, a veces le hablaba a Johnny en la noche, a escondidas. Él tenía práctica de basquetbol por las tardes, así que no podíamos hablar más temprano. Estaba desesperada por estar con él. Jugaba en el equipo de la Eastside High School y era un muchacho muy popular. Así fue como nos conocimos: en un juego. Había ido con mi amiga Meli, de la Central, porque su novio también estaba en el equipo de la Eastside. Aunque él era anglo; en realidad era italiano, pero parecía puertorriqueño. Ninguno de los dos se moría por conocer a nuestros padres, y ellos no nos dejaban salir con ningún muchacho a cuyos padres no conocieran, así que Meli y yo teníamos que ir a verlos a escondidas después de los juegos.

El que un muchacho te invite a salir no es un concepto que los adultos del barrio capten. Se supone que debes conocer a un muchacho del barrio, y sus padres y los tuyos debieron haber ido juntos a la escuela, y todos saben todo sobre todos. Pero Meli y yo íbamos bien, hasta que Joey y Johnny nos invitaron a pasar la noche en casa de Joey. Los Molieri andaban de viaje, así que estaríamos solos. Meli y yo pasamos días hablando sobre esto, hasta que se nos ocurrió un plan. Era arriesgado, pero creímos que podríamos salirnos con la nuestra. Cada una dijo que iba a pasar la noche en casa de la otra. Lo habíamos hecho muchas veces y nuestras madres nunca hablaban para confirmar que estuviéramos ahí. Sólo nos decían que llamáramos si teníamos algún problema. Bueno, pues resultó que a la mamá de Meli le dieron unas agruras tremendas y pensó que era un infarto, así que su marido llamó a mi casa. Por poco le da un infarto de verdad cuando se enteró de que Meli no estaba allí. Llamaron a la policía y despertaron a todos nuestros conocidos. Cuando la hermanita de Meli soltó el nombre de Joey Molieri, bajo presión, los cuatro salieron de inmediato hacia el lado oeste de Paterson, a las dos de la mañana, y al llegar empezaron a golpear la puerta como desquiciados. Los muchachos pensaron que era una redada contra drogas. Pero yo sabía, y cuando vi el rostro aterrorizado de Meli, supe que ella también sabía lo que nos esperaba.

Después de eso nos pusieron bajo arresto domiciliario y ni siquiera nos dejaron usar el teléfono, lo cual me parece que es ilegal. En fin, fue un verdadero lío. Así fue como me dieron mis dos opciones para pasar el verano. Y como era de esperarse elegí la mejor: tres meses con dos viejos locos y un gallo demente.

Lo peor de todo es que ni siquiera me lo merecía. Mi madre me interrogó sobre lo que había pasado entre ese muchacho, como ella lo llamaba, y yo. Nada. Acepto que lo estaba pensando. Johnny me había dicho que yo le gustaba y que quería invitarme a salir, pero que por lo general salía con chicas mayores y se acostaba con ellas. Al parecer se había puesto de acuerdo con Joey sobre lo que nos iban a decir, porque Meli y yo intercambiamos apuntes en el baño de la escuela, y a ella le había dicho lo mismo.

Pero nuestros padres nos habían caído cuando aún lo discutíamos. ¿Lo haría? ¿Tener un novio como Johnny Ruiz? Puede salir con cualquier chica, blanca, negra o puertorriqueña. Pero me dijo que era muy madura para tener casi quince años. Después del embrollo, pude hablarle a escondidas una noche en que mi madre olvidó desconectar el teléfono y guardarlo bajo llave, que era lo que había estado haciendo cuando me dejaba sola en el departamento. Johnny me dijo que mis papás estaban locos, pero que me daría otra oportunidad cuando volviéramos al colegio en el otoño.

—Mañana nos levantamos temprano. —Mi abuela estaba parada en la puerta de mi cuarto. Había entrado sin llamar, por supuesto—. Nos vamos a levantar como los pollos, para que podamos agarrar los cangrejos cuando el sol los haga salir. ¿Está bien?

Luego se vino a sentar en la cama, lo cual no fue muy fácil porque era casi de su tamaño.

—Me da mucho gusto que estés aquí, mi niña. —Me agarró la cabeza y me plantó un beso en la mejilla. Olía al café con leche hervida y azúcar que los nativos beben por litros, a pesar del calor. Estaba pensando que a mi abuela se le había olvidado que ya casi cumplía quince años y que tendría que recordárselo.

Pero luego se puso seria y me dijo:

—Cuando tenía tu edad conocí a Juan. Nos casamos al año siguiente y empecé a tener hijos. Ahora están todos regados por los Estados Unidos. ¿Alguna vez te conté que quería ser bailadora profesional? A tu edad ya ganaba concursos y viajaba con una orquesta de mambo. ¿Tú bailas, Rita? Deberías, ¿sabes? Es difícil estar triste cuando tus pies se mueven con la música.

Me sorprendió bastante lo que me contó mamá Ana sobre sus aspiraciones de ser bailadora y su boda a los quince años, y hubiera querido que me contara más cosas, pero en ese momento papá Juan también entró a mi

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