Cuentos sin antifaz
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Cuentos sin antifaz - Lina María Pérez Gaviria
vida...
Silencio de neón
Nos cubre un ala tenebrosa y dulce;
es una sombra –amor–, una celada...
Amanda Berenguer
La excesiva sonrisa del hombre Marlboro lo embistió. No había manera de evadirla. La valla publicitaria ocupaba su espacio visible. Y lo invadió la mirada arrogante y segura del fumador. La sentía dirigida solo a él en ese juego íntimo y morboso con las fotografías callejeras con las que acostumbraba distraerse; reconocía el truco visual a medida que se movía lentamente en el denso tráfico. Cómo le molestaba ese invulnerable aplomo del hombre retratado. Y esas praderas de ensueño por las que cabalgaba en su ámbito de mentiras e invitaba a saborear el placer del mundo Marlboro. La parálisis en la vía sería de unos veinte minutos. Otras veces estaba mejor dispuesto para enfrentarlo, pero hoy no. Había calculado cada palabra, cada gesto para que las cosas salieran según lo planeado. Apagó el auto y se rindió ante la ofensiva altanera y forzosa del cartel. Decidió desafiar al hombre que desde sus dos dimensiones planas lo seguía observando. Es solo una fotografía, se dijo, es nadie, no lo conozco, no tiene nombre, y si lo tiene, no es el de Fabricio Marroquín. Continúe usted, señor Marlboro, fume todo lo que quiera, no, gracias, yo no fumo; y mire usted: esta caótica ciudad, nada tiene en común con sus praderas mentirosas y su cielo azul. Y esa sonrisa Hollywood no logra conmoverme, y su ceño arrogante a lo far west no me afecta. A ver, porque, ¿quién es usted para meterse en mi mundo que sí es real? En su paisaje ilusorio no existen reglas distintas a las de su perspectiva plana en la que el sol brilla 24 horas, y en ella, su espíritu también plano, no tiene alternativa diferente a la de continuar sin alteración la misión de persuadir el lento suicidio vía Marlboro.
–No me prestas atención, Fabricio –rezongó Adelaida–. Te hablaba sobre la agenda apretada que me espera en México.
Fabricio la había escuchado aburrido, hasta que una tregua de la monótona verborrea le permitió olvidarla del todo para distraerse con la valla publicitaria. El impacto de la voz de su esposa interrumpió su diálogo con el fantoche del cigarrillo y retornó a su propio paisaje desolado. Enfrentó a la mujer con la que había compartido apaciblemente los últimos once años. Tenía planeado emplear el trayecto entre su casa y el aeropuerto para confesarle su amor por Meliana. Se había llenado de coraje pero la arrogancia del hombre Marlboro frustró su cometido y se trastabillaron las palabras. Le pidió un divorcio civilizado.
La respuesta de Adelaida fue un silencio radical que lo dejó desarmado frente al otro silencio, el del fumador altivo de neón. Las facciones de su mujer parecían de cera pero su temple no se desmoronó. Después de unos minutos sin fin, repitió en un eco tardío:
–Un divorcio civilizado...
–Adelaida, esto no es fácil para mí... Las cosas se dieron a pesar de... –la pradera y el cielo azul del anuncio que escondía la congestión urbana no aliviaron su desasosiego. La fortaleza de su esposa lo desarmó. Hubiera preferido calmar su llanto a claudicar ante su gesto arrogante con el que pretendía salvaguardar esa cosa inasible llamada dignidad. También habría soportado una diatriba sobre la infidelidad, el engaño, la desolación. Pero Adelaida no es de las mujeres que se conduelen con facilidad. Él lo sabía sin ambages.
–Esas cosas suceden –el tono era evidentemente cínico pero mesurado–. No hay lugar para rencores ni recriminaciones –a Fabricio le incomodó esa compostura. La alusión a los acuerdos legales no pareció alterarla. Y hasta agradeció que se lo contara, que su prima Meliana era así, algo desvergonzada, como la mayoría de los jóvenes; le aseguró no ser de las que se dejan acorralar por los celos–. Al fin y al cabo los matrimonios cumplen sus ciclos –se impuso de nuevo el silencio. Fabricio pensó que no tenía razón para asombrarse. Adelaida era de una pieza, sin sentimentalismos. Se sintió indefenso ante la reacción de su mujer, pero había pasado lo peor. Pronto mandaría al diablo sus aprehensiones, y con Adelaida en México, la disolución de su vínculo tomaría un curso legal rutinario. Reanudó la marcha del auto dejando atrás al presumido del cigarrillo con sus volutas estáticas.
De regreso a su casa desde el aeropuerto quedó atrapado en el intenso tráfico de las seis de la tarde. No experimentó contrariedad sino alivio. Podía reflexionar, desembarazarse de la desazón. Y entonces la vio más insinuante que otros días. Iluminada de neón, semidesnuda y voluptuosa, la mujer del aviso enorme de Johnnie Walker le ofreció un vaso de whisky. Y no solo quiso aceptarlo, sino meterse en ese espacio creado para ella, acariciarla, besarla, llamarla con un nombre que no fuera el de Adelaida ni el de Meliana. Confesarle su deseo de quedarse para siempre con ella en esa realidad de dos dimensiones en la que podría, una y otra vez, recibirle el vaso de cristal; tal vez embriagarse con ella, poseerla sin reservas y apropiarse de esa sonrisa de estudio de fotografía. A ella no tendría que mentirle, ni esconderse, ni hacer promesas que estuvieran más allá de sus prejuicios, de sus miedos. Le hablaría sobre la encrucijada que hasta ese momento lo condenó a poner a prueba su temple con el atropello de incertidumbres y certezas, deleites y temores. Parecía una boba de pasarela, un fraude de carne y promesas de silicona, pero tendría alguna neurona para comprender que había sido educado para un compromiso matrimonial vitalicio. Desde la aparición de Meliana, todas sus convicciones, la comodidad de una existencia de afectos mullidos se había venido abajo. La bocina del automóvil detrás del suyo lo sacó de su trance y emprendió la marcha bajo la mirada cómplice de la mujer con su vaso extendido a la nada.
Había transcurrido más de una hora desde que dejó a su esposa en el aeropuerto y la oscuridad traía un aire de renovadas redenciones. Dedicó un instante para pensar en Adelaida antes de tomar la decisión de olvidarla del todo; lo irritó el recuerdo de su compostura imperturbable con la que esperó la llamada a abordar el avión. Admiraba de ella su inteligencia, su agudeza y mesura para solucionarlo todo. No tenía quejas de su mujer. En once años de apacible matrimonio nunca había pensado en terminar su unión. Adelaida era, además, una reconocida etnóloga de lo cual él se había sentido orgulloso.
–No olvides cerrar la calefacción y cuidar las plantas –le dijo ella con tono acostumbrado–. ¡Ah! dejé algunos alimentos preparados y una torta de vainilla en el horno, en estos momentos resulta discordante, pero es esa de vainilla que tanto te gusta –y le reiteró antes de subir al avión su deseo de terminar su matrimonio sin adversidades. La actitud de su esposa, si bien parecía razonable, despertó en él un sinsabor que no se disipó con la erótica fantasía de la mujer del whisky. Y ese mismo sinsabor lo seguía perturbando cuando entró a su casa y contempló a Meliana. Había puesto velas de aroma en la sala, copas de vino y música suave. Conocía el repertorio de ternuras y audacias amorosas en las que siempre caía prisionero, dulcemente prisionero.
–Por fin nos deshicimos de ella –lo abrazó morbosamente después de depositar los dos platos de torta. Ella tomó el suyo y comenzó lentamente a saborearlo–. Haremos el amor como salvajes, pero antes, brindaremos por nosotros y por una larga estadía de Adelaida en México –con el plato ya casi vacío, procedió a liar un pase de polvo blanco que él rechazó. Fabricio no probó su pastel. No estaba para vainillas ni éxtasis artificiales, ni las euforias desbocadas de Meliana. Sentía una urgente necesidad de sosiego, de poner en orden sus impresiones. Le turbaba la forma impasible con la que Adelaida escondió cualquier asomo de aflicción. Eludió esa sospecha punzante de los últimos meses, con la cual estaba convencido de que su esposa supo del engaño y fingió ignorarlo. Adelaida se había marchado, disfrutaba de la compañía de Meliana y ya no había motivo para afligirse.
Meliana se sumía lentamente en su mundo narcotizado. Insinuó una sonrisa y cerró los ojos un tanto vidriosos. Se entregó a una placidez indefinible y con movimientos lerdos acomodó su amodorrado cuerpo en posición fetal. Fabricio la observó arrobado y le pareció conveniente aplazar el sexo. Desde su primer encuentro, cinco meses atrás, tuvo que soportar, a su pesar, sus rituales apremiantes al consumir cocaína. De un lánguido tono de voz salían frases deshilvanadas... la prima sosa ya no estorbará...
, México es una ciudad para exilados...
. Mientras Meliana se sumía en el letargo causado por el soporífero, Fabricio recordó aquel martes de abril, cuando ella se metió sin remedio en su vida.
–No la quiero aquí por muy prima tuya –alcanzó a decirle a su mujer con la esperanza de escapar de los estragos causados por el primer impacto de su apariencia desparpajada–. No parece una mujer desvalida como para no quedarse en un hotel.
–Es solo por unos días. Cuando termine el documental regresará a Medellín. Se harán buenos amigos y un pequeño cambio en nuestras vidas nos hará bien –insistió Adelaida.
Esa noche, de aquel martes insidioso, de aquel abril disparatado, a la hora de la comida, Fabricio ya estaba cautivado por ella; se sintió dominado por un flechazo certero y letal como si en su aliento, en sus gestos, viniera enredada una maldición. La intensidad de la fascinación por Meliana convirtió a su esposa en un ser invisible, un fantasma menor. Su desenvoltura fresca y jovial era una briosa cascada de voz y piel y olor y palabras y señales voluptuosas que conmocionaron su mundo estrecho y monógamo.
–El documental está casi terminado –Meliana hablaba a Fabricio clavándole los ojos–. Faltan las entrevistas de consumidores callejeros de droga. Pretendemos sumarlo a las campañas para derrotar el flagelo de los narcóticos; me refiero, para aquellos que constituye un flagelo –sus palabras quemantes lo devoraban al igual que su mirada descarada y que un Fabricio indefenso correspondía en medio del eco de las historias