Los mares de la infancia
Por Carlos Skliar
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Los mares de la infancia - Carlos Skliar
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Los mares de la infancia
(relatos)
Los mares de la infancia
(relatos)
Carlos Skliar
Editorial Fundación La HenhijaPrimera edición en formato digital:
Invierno de 2021
I.S.B.N.: 978-987-8472-13-3
© por Fundación La Hendija
Gualeguaychú 171 (C.P.3100)
Paraná. Provincia de Entre Ríos.
República Argentina.
Tel:(0054) 0343-4242558
e-mail: editorial@lahendija.org.ar,
editoriallahendija@gmail.com
www.lahendija.org.ar
Diagramación: Martín Calvo
Obra de tapa: Geraldine Schroeder
Digitalización: Proyecto451
I.S.B.N.: 978-987-8472-13-3
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
Índice de contenidos
Portada
El camino hacia el lago
Paseo al correo
Una despedida sin fin
No pude sonsacarle una palabra
Yo no lo rompí
Testimonio
La suerte de ese hombre
Anunciarse antes de entrar
Broadway, año 1923
La sutura imposible
Preferirían no hacerlo
Plenitud y planicie
Temblor de tren
No todo está a la venta
No mentirás
Todo deseo es húmedo
El regreso de la partida
Irse, antes de que llegue la noche
No me interrumpas
Declaración del ardor
Un cambio innecesario
La extrañeza de las imágenes
El diluvio anterior
Un signo sobre la arena
La llaga de la mendicidad
Esa palabra
Un golpe, o quizá dos
Un hombre sin atributos
Sonrisa en el zapato
Los mares de la infancia
El peso de la mariposa
Conversaciones imposibles
El camino hacia el lago
Aquellos días la nieve se había vuelto una presencia permanente, un manto impiadoso que recubría los suelos y los techos del poblado; todavía era posible recorrer con prisa los pasadizos de la vecindad en horas del mediodía, y los perfiles de los ventanales se ensanchaban hasta tal punto que parecían gruesas fortalezas de vitrales claros que reflejaban la única y precisa hora de luz circular en que las personas se apreciaban por sus siluetas más que por sus dimensiones.
Incluso los pájaros permanecían guarnecidos en las oquedades de los árboles que aún conservaban zonas verdes, todavía no hundidas en el misterio de unos suelos que nadie recordaba qué contenían ni hacia dónde conducían.
El lago, a cuyos pies se erguían pequeñas casas de solitarios y sedentarios, ya no estaba hecho de agua sino de la misma tonalidad enceguecedora que la tierra.
El anciano lo había comentado sin mayores rodeos unos días antes: no podría soportar demasiado tiempo más de reclusión, la vida no podría continuar así, él confinado, exiliado no por voluntad propia sino por la pereza ajena de unos hijos que se habían marchado en el verano y prometieron regresar en el invierno.
El tiempo era tan inclemente que el viejo notaba la intemperie incluso debajo de sus párpados, la calefacción no era suficiente para esos días en que la noche volvía sin haberse ido del todo, los pocos libros ya habían sido leídos nuevamente, la radio exhalaba noticias de un mundo insoportable, y no había nada para hacer salvo buscar la bebida blanca y tragarla como si fuera la poca sangre que aún restaba.
Los días no pasaban: se estancaban como rituales de la muerte apenas entrecortados por labios que sangraban de frío, y una lejana humareda de un fuego encendido cada vez a horas más tempranas anunciaba la inminencia de la poca comida hecha siempre de col y de patatas.
El olor de la tarde era insulso, como si nadie viniera a conversar o como si el musgo atrapado entre las piedras se hubiera consumido bajo el peso indolente de la gravedad de la sombra. Y la noche lo era todo: principio y fin, sin medianías.
El anciano pensaba demasiado, ¿qué otra cosa podía hacer si su cuerpo había sido abandonado sobre una silla de ruedas y la superficie que podía recorrer no iba más allá de la cocina y el cuarto? A esa edad, sus ideas no eran muchas ni variadas, pero la intensidad y la extensión anquilosada de la muerte se repetían monocordes como heridas expuestas al ritmo gutural de un viento estrepitoso que atravesaba la aldea, más preciso que un reloj de cuerdas, a las siete de la tarde.
Fue mucho tiempo después, incluso cuando el cielo ya se había saturado por el gris y tornado algo más violácea la estación del tiempo, cuando vieron que aunque las huellas no eran nítidas dejaban entrever con claridad una única y larga pisada, sigilosa y recta, a lo largo de siete metros, como un deslizamiento que mostraba, tímidamente, el inefable trayecto de ida sin regreso desde la puerta de la casa del anciano hacia el fondo de un lago todavía enmascarado por la niebla.
Paseo al correo
El hombre avanzaba muy lentamente desde su casa hasta el correo postal de la esquina, que estaba a cargo de una mujer que trabajaba sola y muy despaciosamente en la clasificación de correspondencias y remisión de cartas, que atendía sin ninguna prisa a los clientes quienes, por lo general, concurrían para enviar telegramas de renuncias a sus empleos o para recibir cédulas de notificación de despidos laborales.
La tienda, estrecha y oscura, con carteles amarillentos de niños y niñas buscadas, era un resabio de la época en que allí mismo se prodigaban jóvenes que enviaban cartas de amor a prometidas de otros pueblos, padres e hijos que esperaban con impaciencia la edición de nuevos sellos de colección, y un conjunto indefinido de señores y señoras que tramitaban giros postales para enviar dinero a familiares desperdigados por otras ciudades del país.
Desde hace tiempo que el correo se había transformado en una agencia de malas noticias, porque las buenas ya casi no existían o no eran importantes, y porque recrudecía aquella sensación según la cual ya no había nada interesante ni largo para decir a través de las cartas, y el mundo