Como un tren sobre el abismo: o contra toda esta prisa
Por Carlos Skliar
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Frente a la aceleración del tiempo, el elogio a la lentitud y a la pereza; contra la urgencia, cierta parsimonia; para disputarle el sentido a una existencia agobiada y desteñida, la reparación poética; ante la búsqueda desesperada del provecho, la celebración de la inutilidad. El ensayo de Carlos Skliar no procura el consuelo y la salvación meramente individual, que viene de la mano de falsas promesas y falsos profetas, sino las redes posibles de amistad, de soledad, de escritura y de lectura que podrían componer otra vida común para otro mundo distinto donde vuelvan a recuperar su aire palabras tan maltratadas como libertad, época, conversación, vida.
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Como un tren sobre el abismo - Carlos Skliar
I
Todo lo que acontece se desborda
Pero el ansia de repetirnos
instaura las verdades.
Toda verdad repite lo inefable,
toda idea desmiente lo-que-ocurre.
Pero las construimos
por miedo a contemplar la enorme trama
de aquello que acontece en cada instante:
todo lo que acontece se desborda
y no estamos seguros del refugio.
CHANTAL MAILLARD, Matar a Platón.
La escena se repite, es constante y vertiginosa, se ha vuelto habitual y no por ello menos extraña y angustiante: la prisa con la que el mundo convoca a los individuos para una existencia en apariencia dichosa, la celeridad y la docilidad con que parece acatarse tal invocación, la velocidad con que los principios enunciados mutan o desaparecen, y el tendal de abandonados y sin refugio que ven pasar sus vidas como si se tratara de un mal sueño, acechados por una persistente hostilidad contra todo desfallecimiento.
No es la única escena que define estos tiempos, es cierto, y podrían elegirse muchas otras, incluso del todo contestatarias, o más amables y civilizadas, pero es, quizá –en su descripción completa o en algunos fragmentos dispersos– la más decisiva para la mayoría de los individuos: el sentirse abrumados por la rapidez de la novedad, la necesidad de adecuarse a una sucesión repetida de imperativos construidos por burdos refinamientos del lenguaje y de la acción, el desprecio por la memoria del pasado y el ritual celebratorio del futuro, los cuerpos tambaleantes en el filo del agotamiento, y ni un instante –ni siquiera alguna comprensión o alguna compasión– para el dolce far niente.
Bajo las luces de neón de tiendas siempre abiertas, entre los apresurados caminantes destituidos del paseo, al borde de una alucinación mediática que asfixia las 24 horas, en un estado de sopor por la falta de descanso, frente a la tentación de un ideal determinado por el crédito y las finanzas, en medio de todas las capas superpuestas de signos que descreen del sentido trascendente hay, todavía, una larga pregunta en torno de lo humano que merece ser enunciada: ¿Qué se ha hecho de la vida en este mundo? ¿Hay vida más allá de la escena tecnocrática y lucrativa que tuerce y retuerce la mirada de la gente? ¿Acaso un mundo obsesionado por el éxito individual, a costa de verse sólo la punta de los pies y apurar la muerte, hace vidas mejores? O, inversamente: ¿Hay vidas desprendidas de ese relato que harían un mundo mejor? ¿Vidas capaces de distanciarse del mundo hostil, de simplemente negarse a él, o bien desatenderlo, vidas detenidas o lentas, rebeldes, amantes de la filosofía del instante, de la soledad, de la lectura e incluso perezosas?
Confrontar el mundo con la vida pareciera ser apenas un mero ejercicio de abstracción o de vana filosofía; y separarlos, distinguirlos, alejarlos, esto es, sugerir la idea de hacer otra vida y protegerla de ese mundo tortuoso y penoso o ni siquiera dar cuenta de él, quizá resulte una quimera, una tarea improbable o casi imposible.
Cuando el mundo es hosco, cuando se destruye a sí mismo, apresurado hasta tal punto que la niñez pierde su infancia, ya asume y se asemeja a la vida adulta, y se masacra así el tiempo de la vida, se afecta su experiencia, su aprendizaje y su narración, el resquemor resultante puede ser acallado de una buena vez por la complicidad del silencio adaptativo, pero también puede ser audible de muchos modos diferentes, incluso en su provisional mudez.
Escena: el mundo voraz. Situación: la vida inquieta. O bien: el mundo urgente y sin destino; la vida fuera, en los márgenes. O más aún: el mundo utilitario; la vida como la celebración de las inutilidades.
Una escena es un paisaje que tiende a describirse desde la lejanía, como si se tratara de la crónica de un espectador no implicado aunque quizá atribulado, sí, pero cómodamente acodado en su poltrona o desde lo alto de un páramo; allí se habla de la condición del mundo, de la sociedad, de sus avatares, de sus complejidades, de sus laberintos; se suceden los diagnósticos por doquier, se aguzan las conciencias delante de problemas tan lamentables como irresolubles, el lenguaje informativo y las opiniones especializadas agitan y calman las aguas a la vez.
Una situación, en cambio, conlleva pura afección, no hay exterioridad ni horizonte lejano, todo está aquí a ras del suelo, no hay excepción o todo es excepción, los cuerpos aún respiran y la narración –tanto posible como casi ya imposible– anhela ser una conversación sobre todo aquello que aún late en la vida.
La vida, así, como la interioridad y/o como la comunidad no gobernada totalmente por el mundo, o distante de él anidada en sus refugios de silencio, soledad, pensamiento, conmoción y rebelión.
La escritura –pero también la mirada, la escucha, la voz, la lectura– puede confundir la escena con la situación y confundirse ella misma, pues los diagnósticos sobre el mundo procuran ser idénticos a aquellos que se atribuyen a los individuos, como si se tratara de simples y dóciles cuerpos-receptores de órdenes supra-vitales.
Se espera o se insta a que de un mundo de vorágine se produzcan sin más vidas apresuradas; que un mundo tumultuoso provoque vidas tambaleantes, de pura zozobra; que un mundo únicamente centrado en la acumulación provechosa de bienes, determine sólo individuos insaciables o, al menos, desesperados por poder llegar a serlo.
La descripción de una escena tiende a asimilarse a una toma de posición: aquello que se ve, que se escucha, que se lee, redunda en una escritura de alejamiento rayana en la separación y la indiferencia; la distancia entre el mundo y la vida se vuelve abstracta y a la vez determinista: el mundo es el gran hacedor de la vida, nos hace y deshace, y no hay modo alguno de sustraerse a él y de no parecérsele aunque sea a regañadientes.
Miseria y miserables, felicidad y felices, prisa y apresurados convierten un tema complejo en subjetividades simplificadas y no hay lugar ni para los híbridos inclasificables ni para la ambigüedad caótica, ni siquiera para el desborde: el experimento social es eficaz o deja de serlo en la medida que los individuos rebalsen con sus vidas las concepciones escenográficas del conocimiento disciplinar; así, no podría haber vida que no refleje al mundo, tanto por sus exigencias de sobre-adaptación como por sus modos permanentes de conflicto des-adaptativos.
Cuando se describe la escena y se nombra a «ellos, ellas» hay una designación que se arroga omisiones y encubre puntos de vista; el «nosotros» ha sido un instrumento amenazante incluso de colonialismo; el «yo» suele ser un arma de guerra. De ese modo, las escenas puestas en su propia perspectiva tiñen sus miradas de arrogancia, sucumben delante de la palabra ahogada y exánime o, sencillamente, hablan de