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Lurel
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Libro electrónico188 páginas2 horas

Lurel

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Información de este libro electrónico

Lurel, el joven capitán pirata hijo de un corsario, planea obtener el botín más grande que un bucanero pudiera desear. Su mente estratega siempre está en todos los detalles... Su tripulación confía en él, sabe que el éxito depende de seguir al pie de la letra las órdenes de su capitán. ¿Pero acaso Lurel ha previsto todas las vicisitudes por las que deberá pasar durante su travesía? ¿Planeó que su pasión lo llevase tan cerca del amor?

Su historia se entremezcla fugazmente con la magia de una hechicera, con una reina poderosa que ordena perseguirlo, con un inefable capitán de la corona que destilará todo su odio sobre él y aquello a lo que ama.

Conocerá además, a un viejo capitán pirata, que dice estar a punto de retirarse del oficio, y con el que compartirá parte de sus viajes. Y finalmente, la historia de Lurel se entremezclará con la de una joven mujer que rompe los paradigmas y lo llevará hacia giros inesperados en sus aventuras.

IdiomaEspañol
EditorialNoelia Zeman
Fecha de lanzamiento21 abr 2022
ISBN9789878843964
Lurel
Autor

Noelia Zeman

Noelia nació en Buenos Aires, Argentina. Estudió en la UBA y actualmente trabaja en el área de sistemas.Desde pequeña se ha dedicado a contar historias. Comenzando con sus producciones literarias escritas desde los trece años, como parte de su amor por los textos.Lurel es la primera novela que ha escrito y ha decidido publicar como libro electrónico.

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    Entretenida historia que atrapará a los amantes del género. Aventura, pasión y hechicería combinados en una trama ágil y sin pretensiones. Ideal para evadirse por un rato de la rutina.

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Lurel - Noelia Zeman

Lurel, ¿con qué otra palabra podría comenzar la historia?

De cabellos negro azabache, casi lacios con apenas ondulaciones. Ojos cafés, mirada penetrante y enigmática. Las más de las veces no podía discernirse que pensaba, cuando clavaba sus intensos ojos en ti.

Su padre, bueno… Su padre adoptivo, había sido un corsario de la corona toda su vida.

Pero luego de su muerte, Lurel que había sido educado en las mejores escuelas, gracias a las concesiones de la reina por los indispensables servicios brindados por su padre, ya no había querido seguir ese camino.

Una muerte trágica que había desencadenado en su hijo, el rechazo a la vida de corsario y a la corona en sí.

A partir de ese entonces, el muchacho había decidido elegir su propio camino. Y con sus grandes conocimientos sobre el mar, el manejo de tripulación y de la vida de un corsario, es que había decidido convertirse en pirata, en capitán del viejo barco, otrora de su difunto padre.

Un galeón robusto de doce cañones de catorce libras, con una eslora de veinte metros de largo que le permitía alcanzar una velocidad máxima de poco más de diez nudos.

La reina, evidentemente… sabía de las andanzas del joven, pero en honor a la memoria de su padre, jamás había dado la orden de perseguirlo. Su real majestad hacía la vista gorda con las pequeñas contravenciones de Lurel, y frente a las eventuales quejas que recibía del joven, ella fruncía el ceño y hacía un ademán con su mano, indicando que de eso no se hablara más. Con el tiempo los funcionarios de su corte, comenzaron a filtrar directamente cualquier denuncia contra Lurel, de modo que ni llegaban últimamente a oídos de la reina.

En el fondo, ella se sentía responsable por haber dejado huérfano a Lurel, cuando apenas era un púber.

Lurel, a sus actuales veintisiete años, se jactaba de salir airoso de todos los saqueos en ultramar y en las islas de la corona, a su antojo.

Con un gran ímpetu y osadas acciones temerarias, se había hecho de una creciente fama en el ambiente. Se decía que el carácter de Lurel era ambivalente, que su trato podía ser tanto como la caricia de un guante de terciopelo o bien como acariciar una navaja. Una dualidad peligrosa, y curiosamente versátil.

Cuando no estaba de aventuras, solía descansar en la isla Mariette, un pequeño rincón ubicado en un archipiélago de más de 100 islas, que entre sus formaciones incluía cayos y algunos atolones.

Descansaba a menudo en la posada del Ángel. Luego de beber algunas rondas de cerveza o de un vino especiado y levemente agrio, que era la especialidad de la casa. Solían acompañarlo a la habitación las meseras Amatista o Topace.

Ambas mujeres, se ganaban cada noche un pago extra por sus servicios prestados a los hombres que las solicitaban luego que cerraba el bar de la posada. Pero en el caso de Lurel, jamás habían cobrado un céntimo por yacer con él.

El joven era codiciado por sendas mujeres. Con un cuerpo bien proporcionado, una piel trigueña obtenida fruto de pasar varias horas bajo el sol, cuando se hacía a la mar. Con un cabello suave y fuerte… y sus buenos modales, aprendidos de los institutos a los que su padre lo había enviado; era difícil que una mujer se le resistiera a sus encantos. De hecho, jamás había pensado en pagar por compartir la cama con alguna. Se jactaba de ser versado en diferentes técnicas amatorias, aprendidas mientras recorría los puertos de cientos de ciudades junto a su padre, lo que le había permitido darse con diversas clases de féminas. Diferentes culturas, diferentes gustos, diferentes deseos…

Sus atracos se caracterizaban por ser ingeniosos y minimizar los combates sangrientos. En contraposición a sus pares, quienes parecían ensalzarse con extensas peleas sanguinarias, como parte del rito pirata en el proceso de obtención de tesoros.

El joven, ciertamente rompía con varios estereotipos. Pero no por ello era menos temido por otros piratas, más crueles, más curtidos en el arte de la batalla. Cada vez que algún filibustero había intentado quedarse con su botín, no había dudado en usar la fuerza letal, finalizando despiadadamente con la vida de quien hubiera osado traicionarlo.

Aquella noche, sobre las arenas aún cálidas abrasadas por el sol durante las largas horas de los días veraniegos; se encontraba allí parado con sus botas de cuero de media caña, pantalones negros ceñidos, una camisa clara holgada, los cabellos sueltos al viento y con aquél aro de plata circular en el lóbulo de su oreja derecha que era su distintivo. La luz de la luna creciente perfilaba el contorno de su nariz romana. Mirando al mar, con sus ojos café perdidos en la lejanía, así se encontraba urdiendo un nuevo plan, un plan aún más avezado del que nunca había concebido hasta ahora. El mar se arrebujaba en la orilla, con el agua casi negra, en contraste con la blanca espuma de las olas. Se debatía entre idas y venidas, ya la marea crecida. Lurel sentía la brisa en su rostro, el aroma de la sal y las pequeñas gotas adhiriéndose a su piel. Era una persona que anhelaba sentir, sentir a cada palmo de su vida. Dos pasos más atrás, no hubiera percibido las gotas en su rostro, dos pasos más adelante, el mar hubiera humedecido sus botas. Estaba en el punto exacto de sentirlo todo, exactamente como él quería; y mientras las sensaciones lo invadían, era que él forjaba en su mente aquella locura colosal.

Había que pensar cada detalle, cada posible contratiempo. Cada recurso, como mover cada pieza y anticipar jugadas en el tablero de ajedrez. Ciertamente Lurel era un gran estratega. Aun con sus veintisiete años. Sus muchos viajes, sus incontables aventuras y argucias aprendidas de su padre, junto al vasto conocimiento brindado en el instituto educativo… era lo que lo hacía único.

Por eso sus hombres lo seguían, una tripulación de poco más de una veintena de piratas navegaba el Cruz de María.

Ya la próxima semana los vientos estarían a favor para zarpar rumbo al puerto lejano que el joven capitán tenía en mente.

Los días subsiguientes hubo que reunir a su tripulación, que se hallaba desperdigada en el archipiélago. Algunos se encontraban disfrutando de los placeres de la isla Mariette, otros se hallaban en otras islas exóticas cercanas, buscando satisfacer sus instintos de maneras diferentes a lo que podía ofrecer Mariette.

La centena de islas estaban habitadas por toda clase de seres, usualmente alejados de la vida citadina. No acostumbrados a las normas sociales imperantes en aquel siglo, buscando vivir con estilos completamente diversos. Habían llegado a esas islas olvidadas, y hoy brindaban servicios a bucaneros, corsarios, piratas y filibusteros… y algún que otro marino de la flota de la corona que buscara experiencias diferentes. Allí todo se ofrecía sin tapujos, una economía al margen de la corona, a sabiendas que existía. Pero aunque se trataba de una región alejada dentro de los dominios de la corona, la verdad es que los guardias de la misma siempre habían permitido que fuese una zona liberada, a cambio de lo que aquel sitio les ofrecía, permitiéndoles alimentar continua y cadentemente su morbo. Así era posible la paz.

CAPÍTULO 2

Lurel solicitó a su contramaestre que se encargara de abastecer todo lo necesario para veintiocho personas durante dos semanas y media de viaje.

—¿Veintiocho personas? ¿No seríamos veintiséis? Había retrucado el contramaestre frente al pedido de su capitán.

Lurel le lanzó impertérrito una mirada helada por toda respuesta.

En ese momento James, el contramaestre deseó haberse tragado sus propias palabras. Dio media vuelta y se retiró cerrando las puertas de la habitación de Lurel. Evidentemente el comentario le había resultado impertinente a su capitán, quien no pensaba revelar el motivo de la diferencia en la cantidad de tripulantes.

Esa noche Lurel, llegó a la posada del Ángel, con la mejor de sus sonrisas y pidió que lo sirvieran sus camareras favoritas: Amatista y Topace.

Les hizo traer una jarra del vino especiado de la casa y una fuente de faisán a la cazadora.

Una vez que le sirvieron hizo sentar a ambas chicas, una a cada costado. Bebieron, comieron, se rieron hasta que las velas ardieron.

Sin ninguna discreción subieron tambaleándose los tres a la habitación del joven.

Una vez que el capitán cerró la puerta tras de sí, y se dio la vuelta, las chicas ya se habían tirado a la cama, se habían comenzado a quitar la ropa y comenzaron a llamarlo con gestos insinuantes.

—Primero lo primero, queridas damas… —les dijo Lurel mientras se les acercaba.

—Topace… Amatista… saben que son mis preferidas ¿no?

Amatista sonrió, y Topace asintió con la cabeza.

—Bien, pues preciso que me acompañen junto a mi tripulación, en un viaje. Tengo en mente tomar el tesoro más grande jamás soñado por un pirata. Y sería imperioso que pueda contar con ustedes dos, mis discretas y leales damas.

Ambas se rieron tontamente, un poco por el alcohol, y un poco por las palabras llenas de florituras que usaba el joven capitán.

—Y por supuesto… habría una justa compensación para ambas en oro —aclaró Lurel, con gesto cómplice.

Demás está decir, que ambas mujeres aceptaron sin pensárselo demasiado.

Al día siguiente debería hablar con Timothy Deron, el dueño de la posada.

Pero esa noche, tenía dispuestas a dos bellas mujeres, que por supuesto debía satisfacer para cerrar el trato, y que también estaban anhelantes por complacerlo.

—¡No, no y no! ¿Por qué no te llevas a Antonia o a Perla? —habría protestado Timothy a la mañana siguiente, cuando Lurel le habló de llevarse por un tiempo a Amatista y a Topace.

Desde luego el joven capitán, quería mantener los buenos términos con el dueño de la posada; en la que además tenía asignada de forma permanente una de las mejores habitaciones. Por lo cual le permitía a Timothy el derecho a réplica.

Por supuesto, el posadero sabía que tenía esa pequeña ventaja, y pretendía aprovecharla al máximo… porque también sabía que no podía negarle nada al capitán. Solo se trataba de una negociación y ver a cambio de qué, Lurel terminaría llevándose a sus mejores chicas.

—Mira Timothy, sabes que preciso exactamente a Topace y a Amatista, sino no te las estaría pidiendo. Pero desde luego, te daré un apropiado y justo resarcimiento…

Una sonrisa de alivio, afloró en los labios del posadero. Así es como Lurel, sabía que ya lo tenía y que lo próximo a ofrecer sería lo que cerrara definitivamente el trato.

Un tonel de vino fino, obtenido de unos contrabandistas… añejado en roble, según los entendidos una muy buena cosecha. Y una bolsa de monedas de oro, fueron el broche de oro para el cierre del trato con Timothy.

Al día siguiente, al amanecer zarparían. Lurel debía cerciorarse que todo estuviese preparado tal cual lo ordenado. Había arreglado que las chicas tuviesen la noche libre, así podrían descansar y levantarse aun antes del alba.

—James, las provisiones están todas listas y a bordo del Cruz de María?

—Sí, capitán.

—¿Y el toro de hierro para la proa?

—También, mi capitán.

—¿Las velas rojas con el león instaladas y las blancas lisas empacadas?

—¡¡Por supuesto, capitán!!

—¿Y los hombres?

—¡¡Todos y cada uno de ellos más dispuestos que nunca, capitán!!

Lurel durmió en el barco, su camarote era cómodo. El frescor del mar, el sonido de las olas y el barco meciéndose, lo hacían tener un sueño reparador desde que era niño.

Una cama de roble, sábanas de satén natural, almohadas de pluma de ganso. Un escritorio repleto de cartas náuticas, una butaca con cojines aterciopelados. Brújula, catalejos, pluma y tintero. Una pequeña biblioteca con algunos volúmenes de novelas e historia del mundo que Lurel atesoraba. Aquél era su hogar en el mar, su centro de reposo.

Ya con los primeros albores, los marinos fueron subiendo al barco, algunos aún con cara de dormidos. Pero todos se veían serenos, esa serenidad que tan bien conocía Lurel, que se lograba solo luego de un buen tiempo en tierra reponiendo todo lo que había faltado en un viaje largo en barco. Comida, descanso, buena compañía, placeres… había incluso quien tenía familia en algún cayo perdido de los alrededores.

Aún faltaba uno de sus grumetes… debía estar llegando de un momento a otro con Amatista y Topace.

Por su mente surcó la idea, que se estuviera demorando por fornicar con una u otra…

Pero pronto barrió la idea de sus pensamientos. Al final del callejón esquivando algún charco hediondo, venían los tres. El grumete con cara larga, cargando los bultos de ambas mujeres; y ellas sonrientes y radiantes como luego de haber tenido una buena noche de descanso. Eso le sobró al capitán, para confirmar que sus sospechas habían sido infundadas.

—Lo siendo capitán, es que ambas señoritas no lograban decidirse que vestido sería el más apropiado para el viaje.

—Y por eso trajimos unos cuantos —agregó Amatista sonriente.

—¡No hay más que decir! Aborden y muéstrales su camarote —respondió Lurel.

Dio la orden de levar anclas, y zarparon hacia el este.

Cada uno tenía un rol. Era una tripulación relativamente pequeña. Había viento a favor, según lo previsto… así que partían ya con un buen augurio.

Lurel se quitó su camisa, conservaba muñequeras de cuero atadas, para evitar que se le escaldasen los brazos con el manejo de las cuerdas del barco. Ayudó a desplegar las velas junto a sus hombres, siempre amó

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