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Malena: Una tragedia argentina
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Libro electrónico438 páginas5 horas

Malena: Una tragedia argentina

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En 1974, Edgardo D. Holzman integró el grupo de abogados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA que visitó Chile a un año del golpe de Augusto Pinochet. Más tarde, en marzo de 1981, cuando trabajaba en el departamento de idiomas del FMI, le tocó oficiar de intérprete de Roberto Viola, sucesor de Jorge Videla, durante su visita a Washington, invitado por el entonces presidente Ronald Reagan. Esas dos experiencias contrapuestas movieron a Holzman a escribir una novela sobre los derechos humanos y explorar lo ocurrido durante la última dictadura argentina, resaltando la dimensión universal del capítulo más oscuro de la historia reciente de nuestro país.

El resultado es Malena. Una tragedia argentina, un thriller literario ambientado en 1979 en Buenos Aires y Washington, D.C., que funciona como una poderosa máquina del tiempo capaz de transportarnos a esos años y devolvernos la sensación de asombro y espanto que solo pueden sentir los testigos directos de lo más atroz. Sus dos personajes centrales, rivales en el amor, son un militar argentino y un intérprete norteamericano, ambos condenados al silencio y atrapados en un dilema moral.

Escrita con mano maestra y un amor por el detalle que recrea una Buenos Aires tan oscura como vibrante, esta novela reconstruye la intrincada red de alianzas, mentiras y complicidades, tanto locales como internacionales, que hizo posible el terrorismo de estado y es, por encima de todo, un extraordinario ejercicio de memoria y conciencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 dic 2020
ISBN9789874063779
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    Malena - Edgardo D. Holzman

    1979

    PRIMERA PARTE

    1

    Malena canta el tango…

    Diego sonrió. Extendió el brazo para abrazar a Inés y, atravesando con la mirada la pista de baile, buscó a la orquesta. La voz ronca que desgranaba los versos familiares pertenecía a una mujer joven con un vestido azul de lentejuelas. Al advertir su mirada, ella le devolvió la sonrisa.

    –Les pediste que lo tocaran… –le dijo Diego a Inés, y deslizó el pulgar por su espalda hasta escondérselo en la axila.

    –¡Pará! –susurró ella, riendo y bajando el brazo de golpe–. Te juro que no dije nada. «Malena» les gusta a todos.

    Pero «Malena» era su tango, el primero que habían bailado juntos una tarde lluviosa en el esplendor decadente de la confitería Ideal. Desde entonces, Diego tenía la sensación de que «Malena» era un tango escrito para el deleite privado de los dos. Le parecía casi un sacrilegio oírlo sonar ahí, delante de toda la gente que llenaba el Club Español, en pleno corazón de Buenos Aires. Y sin embargo, era por ellos –por esa concurrencia de tangueros que bailaban y cenaban– que había traído a Inés ahí esa noche: para exhibirla. Un gesto infantil. Y peligroso. ¡Cómo se le ocurría dejarse ver con ella en esa milonga pituca! Alguien podía reconocerlo y dar parte al coronel Indart. Al coronel le encantaría enterarse de que el capitán Diego Fioravanti, su protegido, tenía una novia que nunca había mencionado. El coronel Indart querría saber quién era.

    Ante la idea, un escalofrío le recorrió la médula. Se había jurado no hacer estas cosas, no abusar de su suerte con Inés ni exponerla a que la relacionaran con él. Pero esa noche había roto el juramento, dejándose llevar imprudentemente por el anhelo de sentirse normal, aunque solo fuera por unas pocas horas, de aflojar la vigilancia y hacer de cuenta que eran una pareja corriente que salía a divertirse, libres de ir donde les diera la gana, de encontrarse con cualquiera, sin temor a ser reconocidos.

    Y en cada verso pone

    Su corazón…

    La letra resonó en su cabeza. Con un suspiro, Diego ciñó el abrazo hasta que juntaron sus cabezas, sintió el aliento de Inés en las mejillas y lo invadió su aroma, y la voz quebrada de Malena, sus ojos oscuros como el olvido, los envolvieron en su mundo de callejones, en el frío del último encuentro, en el hechizo del tango.

    Sus piernas se entrelazaban y separaban por instinto, adivinando las intenciones del otro. Atrás había quedado la hesitación de sus primeros bailes juntos. Ahora era la música la que dictaba sus entreveros, los cortes, quebradas y giros que ella leía en el lenguaje de su torso y ejecutaba con el estilo y la entrega de una tanguera de alma. Él se había dado cuenta de ese don desde el principio, aunque ella no parecía consciente de poseerlo: la sensibilidad para bailar el desconsuelo que es el tango. Lo había percibido en la intimidad de su mirada, en la punzante energía de su cuerpo sensual y estilizado. Pero no había imaginado que florecería tan rápido.

    Sus barridas y firuletes arrancaron los primeros bravos, y varias parejas se apartaron para darles más espacio o dejaron de bailar para mirarlos. Diego sintió elevarse el pulso de la música, como solía ocurrir cuando la orquesta descubría bailarines excepcionales en la pista. El piano, el contrabajo y los violines siguieron al bandoneón, marcando con firmeza el contrapunto.

    Puente y calesita, cadena y molinete. Diego se adelantó y la presión de su mano en la espalda de Inés cortó su ocho adornado. Él pivotó en el centro de la figura y ella se le enroscó, punteando apenas el parqué para acariciarlo después con suaves pasos circulares de una gracia tensa y exquisita.

    La voz de la cantante se apagó y ellos acabaron con el floreo de una sentada, mientras la ilusión de la figura se disolvía en dos acordes vibrantes. Estaban solos en la pista, cosechando el aplauso. Inés se ruborizó.

    Camino a la mesa, Diego consultó su reloj. Era casi la hora. El coronel Indart quiere que lo llame a las once en punto, le había dicho el sargento Maidana. Era la primera vez que el coronel le ordenaba presentarse a esa hora. Y Maidana le había dado el mensaje a último momento, justo cuando Diego salía del cuartel para ir a encontrarse con Inés. Diego no sabía qué podía significar eso; lo que sí sabía era que nadie hacía esperar al coronel Indart.

    Tras llenar las copas con el torrontés que se enfriaba en la hielera, Diego volvió a ojear el reloj. Las manecillas del Tissot de su padre parecían recriminarle que siguiese demorando en cumplir la orden recibida. La orquesta se había tomado un descanso. Bajo los cielorrasos pintados y sus elaboradas molduras, el murmullo de las conversaciones y el tintinear de los cubiertos volvieron a imponerse. Él agitó un poco el vino y bebió un largo sorbo, pero el nudo de su estómago no cedió. Dijo:

    –Tengo que hacer un llamado.

    –Un llamado –dijo Inés con mirada desconfiada.

    Diego mostró las palmas de las manos:

    –Simple rutina. Enseguida vuelvo –dijo tratando de templar la voz.

    Ella había abierto la boca para seguir inquiriendo pero justo llegó el mozo con su saco negro, delantal y corbata moñito, portando dos menúes. Diego se levantó, abandonó la sala, bajó las caracoleantes escaleras art nouveau y fue hasta el teléfono público que había junto al célebre restorante de la planta baja del Club Español. Levantó el tubo. No había línea. Lógico. ¿Y qué esperaba? En este país, ni siquiera un gobierno militar podía hacer funcionar los teléfonos. Maldijo el aparato y golpeó un par de veces la carcasa de metal, que al final dio tono. Tuvo que poner un segundo cospel para comunicarse con el cuartel. Le dio la extensión de Maidana al operador.

    Imaginó a Maidana en su oficinita, el cuarto sin ventanas asignado al encargado de la instrucción de combate en una esquina del gimnasio, rodeado de sus trofeos de artes marciales.

    –Sargento Maidana –gruñó la voz con ligero acento cordobés. Diego apretó el tubo. Antes de conocer a Maidana, la tonada cordobesa siempre le había resultado simpática.

    –Habla el capitán Fioravanti, sargento –dijo Diego.

    –Sí, capitán. Se atrasó.

    –Tuve una complicación –dijo Diego.

    –¿Rubia o morocha? –rio ásperamente Maidana–. ¿Ahora dónde está?

    –En el centro, en un bar –mintió Diego.

    –Capitán, el coronel Indart quiere que venga.

    La mano de Diego apretó aún más el auricular:

    –¿Qué, ahora?

    –Ahora. Van a mandar un coche a recogerlo. Lo va a esperar en el Club.

    Diego sintió una puntada en el estómago. ¿Cómo sabía Maidana que estaba en el Club Español? ¿Lo estaban siguiendo?

    –El Club… –dijo.

    –El Club Atlético –completó Maidana, arrastrando las palabras. Diego sabía que la cara poceada de Maidana estaría sonriendo con sorna. Solo los no iniciados necesitaban que se les aclarase de qué Club se trataba. Oficialmente, lo que se daba en llamar Club Atlético era el sótano del edificio de intendencia y mantenimiento de la Policía Federal. Extraoficialmente… Diego sintió un escalofrío. Indart quería que se subiera al coche en el Club Atlético. El mensaje del coronel era cada vez más claro y tajante.

    –En la esquina de Paseo Colón y… –empezó a decir Maidana.

    –Sé donde es.

    Hacer más preguntas no tenía sentido. Maidana era un mensajero.

    –Lo veía venir –Inés alzó los ojos al techo cuando él se lo dijo–. ¿Tendrías al menos la cortesía de explicarme por qué te tenés que ir, cuál es la terrible urgencia?

    Diego hizo ademán de tomarle la mano pero ella la retiró y la apoyó en la mesa. El pianista ya había vuelto a su asiento y calentaba los dedos con un fraseo de «Malena».

    –Perdoname –se disculpó Diego–. Es obvio que de haberlo sabido no te habría invitado a bailar.

    –Pero nunca sabés, claro. O, si sabés, no podés decirlo. Todo es un gran secreto, hasta tu dirección o tu número de teléfono. Y vos esperás que yo dé un taconazo y grite ¡sí, mi Führer! Enterate: yo no fui a la escuela de obediencia canina, o comoquiera que la llamen tus milicos.

    Su boca era una furiosa mueca pintada de rouge, pero el tono forzado delataba una mezcla de resentimiento y preocupación. Inés no soportaba que él fuera militar. Sus misteriosos quehaceres abrían una grieta entre ellos, y la posibilidad de que lo convocasen en cualquier momento enturbiaba sus encuentros. La culpa era toda suya, él lo sabía.

    –Mirá –dijo–, esto va a cambiar pronto, te lo prometo. Voy a dejar el ejército.

    Inés arrugó un lado de la boca.

    –Decís eso una vez por mes. Es pavloviano.

    Él frunció el ceño.

    –Te lo dije: lleva tiempo. Necesito una razón irrefutable. Y creo que ya la encontré. Voy a pedir la baja médica.

    Inés lo miró preocupada:

    –Pero estás bien, ¿no?

    Él arrimó su silla a la de ella y, con su mejor sonrisa, se le pegó.

    –No me pasa nada. Pero… –Diego bajó la voz, aunque la orquesta había subido el volumen– si le encuentro la vuelta, quizás consiga que me den de baja.

    Ella, vacilante, lo miró fijo.

    –Te lo iba a decir ni bien presentara los papeles.

    Sabía que no debía dejar entrever ni el menor atisbo del plan que podía rescatarlo y poner fin a la inseguridad. Pero Lucas le había asegurado que lo tenía todo calculado, y en Lucas se podía confiar. Era un médico respetado. Hacía meses que venía estudiando la enfermedad, observando a pacientes en el hospital, para ver cómo simular los síntomas y liberar a Diego antes de que el coronel Indart lo pusiera definitivamente entre la espada y la pared. Estar bajo el mando de Indart ya le había producido suficientes cicatrices.

    –No puedo contarte nada más –susurró Diego bajo el rumor de la música–. Confiá en mí. Y no digas ni una palabra. Podría arruinarlo todo.

    Él se dio cuenta de que ella quería creerle pero dudaba a la vez. Se levantó.

    –Me tengo que ir. Consigo un taxi y vamos.

    –Te vas vos –dijo Inés, con repentina dureza y mirando hacia la orquesta–. Yo me quedo acá, disfrutando del vino y de la música. Después voy a cenar algo y puede que baile con alguno de estos caballeros.

    Diego esperó un taxi delante del Club Español, contemplando a los emperifollados que ingresaban en su popular restorante dispuestos a pasar un buen rato, como si en el país no pasara nada. Él también había venido con esa intención. Su mirada trepó por las tejas, los elaborados frisos y los herrajes de la fachada iluminada hasta la broncínea figura alada de la cúpula. Había visto muchas veces este edificio modernista de rasgos moriscos en libros de diseño, en revistas y películas, y siempre acababa pensando en lo diferente que debió ser aquella Argentina de 1911, cuando Henry Folkers, un holandés, lo diseñó para la próspera comunidad española, muchos de cuyos nietos preferirían ahora que sus abuelos se hubieran quedado en Europa.

    Se quitó el saco y se lo colgó del hombro, tratando de saborear las sobras de su malograda velada civil. La ola fría que había fustigado Buenos Aires dos días atrás había remitido y la noche templada lo sorprendió con sus augurios primaverales. Una suave brisa llegada del río de la Plata meció los jacarandás a lo largo y ancho de la 9 de Julio. Miró hacia el norte donde, a una media docena de cuadras, erecto como un enorme símbolo de fertilidad, el obelisco se recortaba contra el cielo estrellado, dominando la ciudad palpitante. Qué coherente con la actualidad que el «monumento al falo» presidiera Buenos Aires. Tres años después de la muerte de Perón y la defenestración de su inoperante esposa, los militares, con su culto al machismo, gobernaban el país a puro vergajo.

    Inés lo preocupaba. Se había puesto como una fiera y él, aun sabiendo que le convenía callar, había terminado por confesarle que iba a solicitar la baja. La confidencia la había ablandado, compensando un poco la velada trunca. Pero ahora se arrepentía de habérselo contado. Cuanto menos supiera, mejor.

    Un taxi venía hacia él con la señal roja de Libre encendida entre el techo amarillo y la carrocería negra, la radio a todo volumen. Lo paró y se subió.

    –Buenas noches –dijo, tratando de imponerse a la radio.

    –Buenas noches, señor.

    –Paseo Colón y Garay, por favor.

    Diego habría jurado que el chofer lo había escudriñado velozmente en el retrovisor antes de bajar la banderita. En la guantera, una calcomanía rezaba: yo quiero a mi argentina, ¿y usted?

    El locutor de la radio cacareaba noticias sobre una delegación de alto nivel encabezada por el almirante Rinaldi, el actual canciller, que había llegado a Washington para suavizar las relaciones con el gobierno de Carter. El chofer soltó un bufido y apagó la radio.

    –Otra vez chupándoles las medias a los yanquis –dijo.

    –Supongo que Rinaldi no quiere ponérselos en contra –dijo Diego.

    –Seguro –se burló el hombre–. Pero no es lo mismo abrirse de brazos que de piernas. El Carter este no tiene ni idea de lo que pasa acá.

    Y vos sí, pensó Diego. Acarició con el pulgar el anillo de su mano izquierda, grabado con los laureles y el sol naciente del ejército argentino. Ojalá con solo frotarlo pudiera convocar el espíritu de su dueño original, su abuelo, el sargento primero Arambillet. Su abuelo se había ganado las cartas enmarcadas y las condecoraciones que la tía Finia seguía exhibiendo en la pared, debajo del sable y junto a una vieja y borrosa foto en la que el abuelo lucía una barba descuidada y un uniforme astroso y polvoriento. Pero el abuelo Arambillet había muerto hacía mucho tiempo; Diego tenía que arreglárselas solo. Cualquiera fuera la razón por la que el coronel Indart lo requería esta vez, tenía que aguzar todos sus sentidos. Quizás fuese pura rutina, otra falsificación urgente, un pasaporte o un certificado de defunción. Diego se mordisqueó el labio inferior. La salida estaba tan cerca. Solo unos pocos días más, le había dicho Lucas.

    Media cuadra antes de llegar al Club, Diego le dijo al taxista: «Acá nomás está bien».

    El Ford Falcon verde esperaba pegado al cordón de la vereda, delante de la sombría fachada del Club Atlético. No había ningún otro vehículo estacionado a ambos lados de la calle. Diego distinguió los uniformes oscuros de los policías apoyados en la pared, con las Uzis cruzadas contra el pecho. Mientras subía al asiento trasero del coche, la piel de gallina le erizó la nuca.

    –Dios es argentino, padre –dijo el coronel Indart frente a la ventana abierta de su despacho, contemplando el parque bañado de luna que rodeaba el cuartel general del Regimiento 1 de Infantería, Primer Cuerpo de Ejército. Las cigarras elevaban sus coros desde los lapachos florecientes de rosa que, de día, eran un hervidero de jilgueros. El coronel Indart aspiró el dulce aire nocturno y le sonrió al padre Bauer.

    –Amén, coronel –le correspondió sonriente el sacerdote desde su sillón orejero, ubicado como de costumbre junto al escritorio del coronel–. Una noche espléndida para servir a Dios y a la Patria.

    Diego, firme en el centro de la habitación, se mantuvo a la espera. El aroma del pasto recién cortado no lograba imponerse a la fina colonia del padre Bauer. Como siempre que acudía al despacho del coronel, Diego dirigió la mirada al retrato en óleo que colgaba junto a la ventana, con su pequeño crespón de terciopelo negro pegado al marco. La mirada fresca e inteligente, el cabello dorado y la sonrisa luminosa de la señora Indart en sus años mozos. El coronel se había hecho traer el cuadro al despacho después del funeral y lo había puesto en la pared como recordatorio constante del asesinato. Que alguno de sus subordinados, pero Diego en especial, no compartiera su sed de venganza era una posibilidad que no parecía entrar en la cabeza del coronel.

    –¿Es todo, señor? –preguntó Diego, con las manos a la espalda y la mirada impasible.

    –Sí, capitán. –El coronel volvió sus acuosos ojos azules hacia él. El tiempo estaba labrando entradas en el pelo del coronel, agrandando su rostro carnoso–. Le repito: se trata de una operación sencilla. Los prisioneros son tres subversivos quebrados que cooperaron con el gobierno y vamos a permitir que abandonen el país. Ustedes los tienen que llevar al aeropuerto de Ezeiza y meterlos en un vuelo comercial rumbo a Brasil. ¿Entendido?

    –Sí, señor.

    –Muy bien. Usted maneja el primer coche, capitán. Salen en cinco minutos. El padre Bauer ya habló con los prisioneros.

    El capellán repasó la perfecta raya del pantalón de su pierna cruzada y asintió:

    –Conversé un poco con ellos después de nuestra fiestita de despedida. Ahora voy a bendecirlos antes de que salgamos. Yo también vengo –añadió con una sonrisa dirigida a Diego.

    –Y capitán –completó el coronel Indart con mirada penetrante–, nada de armas. Eso va para todos.

    –Entendido, señor.

    –Bien. Usted a menudo me oyó decir que la guerra contra la subversión hay que librarla en muchos frentes. Su trabajo en la sección de documentación ha sido muy valioso, capitán. Pero esta va a ser su primera misión operativa, la oportunidad de sumarse a sus compañeros en las trincheras, por así decir. Confío en usted plenamente. Viene de una honrosa estirpe militar. Su abuelo sirvió a la Patria con valor. Sé que va a saber estar a la altura. Vaya nomás.

    Diego saludó y abandonó el despacho.

    Los tres vehículos esperaban fuera. Al pasar por la sala donde se había organizado la reunión, Diego vio algunas botellas, vasos de papel, globos y las flores que algunos familiares de los prisioneros habían mandado de Brasil, donde estarían esperando el vuelo. Frunció el entrecejo: a lo mejor los soltaban a los tres.

    En el vestuario no había nadie. Ingresó la combinación de su armario, se quitó el saco y lo reemplazó por la campera de cuero que guardaba dentro. Con rápidos movimientos empuñó la semiautomática, verificó el cargador y la guardó en el bolsillo interior de la campera. Nada de armas, había dicho el coronel, pero ¿y si todo era un montaje para simular un enfrentamiento con la guerrilla en el que no solo morirían los prisioneros sino también algunos militares, en aras de la verosimilitud periodística? No sería la primera vez.

    Fuera, bajo la ambarina luz del acceso para vehículos, el sargento Maidana y su perrito faldero, el cabo Elizalde, esperaban junto a la puerta trasera abierta del primer coche. La cara de Maidana, seca y poceada como un cascarón de almendra, se inclinó para saludarlo. Diego devolvió el saludo. Ellos también iban calzados, estaba seguro. Se sentó al volante.

    El padre Bauer salió del edificio acompañado por dos hombres y una mujer. Sin esposas, sin capuchas, tal como había dicho el coronel. Los prisioneros, dedujo Diego, rondarían los veintipocos años, aunque incluso en esa penumbra pudo observar que el pelo de la mujer, llovido sobre sus hombros, era cano. Parpadeando, la mujer lo miró con recelo antes de meterse cautelosamente en la parte trasera del tercer coche, con un guardia a cada lado. A uno de los dos hombres lo situaron en el segundo coche, y el padre Bauer condujo al otro hasta el primer vehículo. Diego sintió un ligero sudor en la frente.

    –Yo me siento adelante –dijo el padre Bauer. El prisionero iba atrás, entre el sargento Maidana y el cabo Elizalde. Diego ajustó el espejo retrovisor para captar a Maidana y el prisionero, un joven esmirriado de ojos hundidos y labios exangües apretados en pétreo silencio. Se dejó caer en el asiento y clavó la mirada al suelo.

    Cuando arrancaron, en la falda de Maidana sonó un walkie-talkie. El sargento contestó:

    –En camino. Cambio.

    Salieron por un portón del predio del regimiento al bulevar arbolado de la avenida Bullrich, que al igual que todas las calles lindantes con instalaciones militares estaba custodiada por casetas blindadas y soldados armados. Había carteles a intervalos regulares que conminaban a los conductores a no detenerse ni descender de sus vehículos en ningún punto del perímetro, pues los centinelas tenían órdenes de disparar.

    El coche dejó atrás el barrio de Palermo. Tal como le habían ordenado, Diego enfiló hacia el aeropuerto de Ezeiza. Es solo un viaje al aeropuerto, había dicho el coronel. Tal vez. Diego quería creerle, y por ahora nada parecía indicar lo contrario: los prisioneros no estaban ni esposados ni encapuchados y hasta les habían organizado una despedida. Pero ¿por qué manejaba él en vez de Maidana o Elizalde? ¿Y por qué lo habían mandado llamar para impartirle las órdenes a último momento? Su brazo apretó el bulto del arma que ocultaba en el bolsillo.

    La ciudad les iba abriendo paso. Ya circulaban por Mataderos, cerca del acceso a la General Paz. El tráfico y el alumbrado público menguaron en esa barriada humilde en la que se alternaban plantas frigoríficas y manzanas de casitas con mínimos jardincitos delanteros. Diego puso las luces largas, iluminando los troncos encalados de las hileras de árboles plantados en angostas veredas. Había bolsas de basura esperando la recogida en cestas colgadas fuera del alcance de perros y ratas. El olor fétido de los mataderos invadió el coche. El padre Bauer sacó un pañuelo perfumado y se lo llevó a la nariz.

    –Cómo puede haber gente que viva acá… –masculló.

    El aparato volvió a sonar. Esta vez, en lugar de la voz de Maidana, Diego oyó un golpe y un gemido de dolor procedentes del asiento de atrás. Miró por el espejo. A la luz de los faros del tráfico en dirección contraria vio como el prisionero, sangrando, forcejeaba con el sargento, que empuñaba un arma. El cabo Elizalde, a su vez, le pegaba en la cabeza con su propia pistola. Diego dio un respingo al sentir la sangre tibia salpicándole la nuca y los hombros, y por una fracción de segundo su pie se hundió en el acelerador. Casi enseguida, el forcejeo cesó.

    –Listo –dijo Maidana. Uno de los coches se les puso a la par, tocó un bocinazo y aceleró. Los otros dos coches, comprendió Diego, también se habían ocupado de sus prisioneros y se lo hacían saber a Maidana.

    –No los pierdas –dijo el padre Bauer. Diego lo vio usar el pañuelo para limpiarse la sangre del prisionero de la mejilla y el abrigo.

    –¿Y el aeropuerto…? –Diego sabía que la pregunta era inútil.

    –Nuevas órdenes del coronel –dijo Maidana desde el asiento trasero. El padre Bauer asintió.

    Diego sintió que el sudor le bañaba el tórax. Todos sabían de antemano cuáles eran las órdenes verdaderas. Todos menos él. Él era el monigote. Y no debía estar armado.

    Tensó las manos en el volante y mantuvo el pie en el acelerador, siempre detrás del coche que se dirigía al sudeste, adentrándose en el partido de La Matanza, más allá de los límites de la capital, donde los suburbios industriales pronto dejaron paso a zonas apenas pobladas que no supo reconocer. Veinte minutos más tarde, los tres coches llegaron a un amplio descampado rodeado de bosques. El doctor Bergman, oficial médico de la unidad, los estaba esperando; su silueta se recortaba nítidamente contra los faros encendidos de su pick-up entoldada.

    –Tráiganlos –voceó el doctor.

    Diego apagó las luces y el motor y salió del coche como los demás.

    –Hace calor –dijo el padre Bauer–. No vas a necesitar la campera.

    El sacerdote estaba parado junto a la puerta abierta del coche y su cara, fuera del alcance de la lamparita interna, permanecía en sombras.

    Diego dudó. Luego, sin decir palabra, se quitó la campera y la dejó, con la pistola enfundada en el bolsillo, en el asiento del conductor.

    Los guardias sacaron de los coches los cuerpos exánimes de los prisioneros y los tumbaron sobre el pasto, dentro de los dos óvalos gemelos que dibujaban los faros de la camioneta. Las cigarras cesaron su canto. Diego trató de apartar la vista de los tres bultos tirados en el pasto. Vio al doctor Bergman hurgar en su maletín de cuero negro, extraer una jeringa y llenarla con un líquido rojo.

    Hubo unos instantes de profunda quietud. Era como si cada uno de los presentes sintiera la presencia de la muerte. Diego se mantuvo un paso por detrás del grupo que rodeaba al doctor, lo vio clavar la aguja en el pecho de uno de los dos hombres y apretar el émbolo, volver a llenar la jeringa y repetir la operación con el otro hombre.

    Diego permaneció inmóvil, la vista clavada en los cuerpos iluminados por los faros. Cuando el doctor tuvo lista la jeringa para la mujer, sintió que un lamento le nacía en las tripas y moría en su garganta.

    De repente, la mujer gimió y volvió en sí. Diego no pudo ver sus ojos pero los imaginó muy abiertos de pánico mientras sacudía sus cabellos grises y gritaba:

    –¡No! ¡Ayúdenme, por favor! Soy Beatriz Suárez…

    El doctor le tapó la boca con una mano y le clavó la aguja encima del pecho izquierdo. Ella se resistió durante un segundo pero al instante dejó de moverse. El doctor esperó un momento antes de extraerle la hipodérmica y ponerse de pie. Posó la mirada en los tres cuerpos y después en Diego y los demás.

    –Tres menos –dijo–. Tírenlos en la camioneta.

    2

    Por fin, Solo volvería a ver a Inés. En cuanto terminara su jornada de intérprete del almirante Rinaldi, el canciller argentino de visita en Washington, lo enviarían a Buenos Aires por dos semanas enteras. Y, quién sabe, quizás tendría ocasión de reconectarse con la mujer que una vez estuvo convencido sería su esposa.

    Desde que una tal Doris lo había llamado de la OEA para ofrecerle el trabajo, llevaba una semana sin pegar ojo de tan excitado que estaba. El momento no podía ser menos oportuno: estaba en plena pelea por la custodia de sus hijos gracias a la demanda judicial de Phyllis, su ex mujer. Pero la perspectiva de volver a ver a Inés superaba cualquier reparo. El intérprete habitual de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA estaba enfermo, le explicaron a Solo, y le pidieron que no dijera nada hasta que la embajada argentina expidiera su visa. Cosa que ocurriría aquel mismo día. Iba a ser su primera visita a la Argentina en dieciséis años, desde que regresara a EE.UU. tras el naufragio en el que había muerto su padre. Estaba ansioso por contárselo a Alberto, aunque últimamente su amigo apenas hablaba de su país de origen. Solo sospechaba que Alberto no estaba muy contento con el derrocamiento militar de la democracia peronista, por deplorable que esta fuera, hacía ya tres años.

    Alberto lo había pasado a buscar para ir juntos al trabajo. Su amigo metió tercera y la cabeza de Solo dio un sacudón hacia atrás. Manoteó la hebilla del cinturón y ajustó como pudo la correa. Aunque su propia catramina estaba en el taller y el servicio de autobuses desde Alexandria al Distrito era un martirio, antes que dejarse conducir por Alberto quizás habría sido preferible el despilfarro de un taxi. Alberto, aferrado al volante, oteaba el asfalto como un vigía en la nave de Magallanes.

    A la distancia, el Distrito de Columbia yacía bajo la mortaja de lechosa contaminación que venía acumulándose desde el amanecer. Cual vanguardia del ejército de empleados públicos que asaltaba a diario la capital del país, funcionarios madrugadores atravesaban raudos el aire viscoso en dirección a sus puestos en el cuadrante noroeste de la ciudad. Alberto y él engrosaban la marea suburbana que inundaba todas las autopistas para acabar vaciándose en la urbe.

    –¿Te acordás de Serge, el traductor francés de mi oficina? –preguntó Alberto–. Acaba de volver de una reunión en Buenos Aires. Le pedí que ubicara a nuestra común amiga.

    –Nuestra común amiga… –repitió Solo, tratando de aparentar desinterés. Sabía que Alberto se refería a Inés y sintió el pellizco secreto de sus propias ansias. Un día más y partiría a verla. Como decían en Argentina, ya tenía un pie en el estribo.

    –Sí –dijo Alberto–. Vamos, muchachos, está verde. Despierten.

    Solo esperó a que Alberto completara la información pero al final no se pudo contener.

    –Muy bien, Serge ubicó a Inés. ¿Y…?

    –No, nada. Supuse que te interesaría saberlo.

    Solo golpeteó nerviosamente el felpudo con el zapato. Alberto sonrió.

    –Manda saludos. Está viviendo con sus padres, trabaja media jornada y estudia traducción literaria. Preguntó por vos. Sabe que te divorciaste de Phyllis.

    –La verdad es que aún no se acabó –dijo Solo mirando a su amigo–. Phyllis acaba de presentar una demanda de tenencia compartida.

    –Yo creía que eso se había resuelto cuando se divorciaron.

    –Yo también. Todavía le estoy pagando a mi abogada, además de las últimas facturas médicas de mi madre.

    Lontano da questa casa stia il medico e l’avvocato –sentenció Alberto.

    Elegí un carril de una vez, pensó en decirle Solo. Avanzaban por el George Washington Parkway. Retazos de niebla cubrían algunos tramos del Potomac, aferrándose al frondoso verdor de sus orillas antes de disiparse cielo arriba en la húmeda luz que bañaba las cúpulas de Georgetown. Un par de remeros en sus esquifes, como agujas blancas suturando un cuerpo marrón, surcaban la superficie del río. Con una leve sacudida, el enorme coche de Alberto aceleró y los botes quedaron atrás, convertidos en lejanos zapateros de agua que trazaban estrías en el caramelo.

    –¿Y Lisa y John? ¿Saben que su madre quiere la custodia compartida? –preguntó Alberto, mesándose el cabello cano que empezaba a ralear.

    No apartes las manos del volante, por favor, pensó Solo cuando el vehículo se montó brevemente sobre la línea divisoria de la autopista. Alberto se hacía viejo. Las manos se le habían llenado de pecas, cada día le aparecía una arruga nueva en la cara y parecía angustiado. El avance progresivo de la degeneración macular lo estaba jubilando anticipadamente de su puesto de jefe del departamento de idiomas en la OEA. Ya había dejado de dar clases en Georgetown. Pero lo que urgía era que dejara de manejar.

    –No les dije nada –se encogió de hombros Solo–. Tienen seis y cuatro, son demasiado chicos para preocuparse por esas cosas. A veces la pesco a Lisa haciendo de madre y protegiendo a su hermanito. Ya sufrieron bastante.

    Ocho meses atrás, Phyllis se había ido de casa, dejando a sus hijos y al desconcertado Solo con la única explicación de que no podía seguir con él y que necesitaba reordenar su vida a solas. Cuando él le preguntó si había un tercero, ella se negó a contestarle. Poco después, tras una larga lucha contra el cáncer, fallecía la madre de Solo. Saturnina, su vieja ama de casa, había sido la única noticia buena en un año desastroso: se quedó a vivir con él y los niños y lo ayudó a adaptarse a su nueva condición de padre y madre a la vez.

    Jefferson, Washington, Lincoln… Una tras otra, las señales de las salidas para los monumentos fueron quedando atrás. Autobuses llenos de peregrinos de todo el país, con sus bermudas, sus gorras de béisbol y sus chaquetas con nombres de colegios, departamentos de bomberos o equipos de bowling empezaban a vaciar su carga en los altares de la nación. El coche de Alberto cruzó el Potomac y rodeó la deprimente mole del Kennedy Center, agazapada en su montículo como un luchador de sumo sobre un taburete. En la avenida Pennsylvania, flanqueada por barricadas de grúas y martinetes ocupados en las obras del subterráneo, tuvieron que reducir la marcha a paso de hombre.

    –Otra vez los estudiantes iraníes –dijo Alberto, señalando los grupos de manifestantes que se dirigían a la Casa Blanca con carteles e imágenes del Shah en los que se leía: «Reza Pahlevi, criminal» y «Marioneta americana». Ya no usaban las máscaras que Solo recordaba como su distintivo antes de que el Shah huyera de Irán y su policía secreta fuera desmantelada. Alberto meneó la cabeza–. Llevan veinticinco años protestando.

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