Mujer mirando al mar
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Ricardo Gómez Gil
Ricardo Gómez Gil nació en un pueblo de Segovia en febrero de 1954. Su familia emigró a Madrid, donde se crió y ha vivido desde entonces. Hasta que se dedicó a la escritura, pasados los cuarenta, trabajó como profesor de matemáticas.Además de leer y escribir, le gusta el cine, la fotografía, pasear y escuchar música. «Me repugnan la injusticia y la barbarie. Odio a los que promueven la guerra. No comprendo cómo permitimos que haya hambre en el planeta. Desprecio a quienes se enriquecen a costa ajena», confiesa en su página web.Su obra ha sido merecedora de varios premios, como el Premio Juan Rulfo-Unión Latina (1996), Premio Ignacio Aldecoa de Cuento (1997 y 1998), Premio Ciudad de Mula (1998), Premio Nacional de Poesía Pedro Iglesias Caballero y el Premio Felipe Trigo de Novela (1999), Premio Hucha de Plata, de FUNCAS-Hucha de Oro y Premio de cuentos La Felguera (2001), Premio Alandar de Literatura Juvenil (2003), Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor (2006), Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra (2006) y, últimamente, el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2010, además de diversos accésits y menciones como finalista de otros tantos.
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Mujer mirando al mar - Ricardo Gómez Gil
mujer
mirando
al mar
ricardo gómez
premio gran angular 2010
Contenido
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Créditos
i.
Hace tiempo encontré en el Rastro de Madrid una vieja carpeta roja, de tamaño cuartilla. Me llamó la atención que, entre otros puestos de libros ajados y revistas deslucidas, este ofreciera fotos y postales antiguas, unas en sepia y otras de colores desvaídos. El vendedor clasificaba su mercancía en cajones de madera divididos en casillas, donde postales y fotos se ordenaban siguiendo un extraño criterio: madrid, españa, mundo, puestas de sol, dibujos, animales, adultos... Eran cientos y se vendían baratas. Habría pasado de largo de no haber observado cómo a mi lado un hombre mayor sostenía un montón en sus manos e iba eligiendo algunas, que separaba del resto.
Pronto vi que su criterio de elección era singular. No miraba la imagen, sino que comprobaba si estaban escritas o no. Apartaba las que contenían algunas letras, una dirección, una firma o un sello. Me sorprendió que ese hombre buscase postales usadas. Allí, en el dorso de esos rectángulos de cartulina, se escondían destellos de vida que me gusta imaginar como fuente de inspiración. Le observé un rato mientras disimulaba, pasando tarjetas al azar, sin perder de vista sus manos. Si encontraba una que tenía un largo texto escrito, la leía atentamente y la apartaba.
Con olfato de perro viejo, los vendedores del Rastro diferencian a la legua entre curiosos y clientes. Cuando me cansé de atardeceres y amaneceres y mis dedos fueron a la fila contigua, el comerciante se acercó a reordenar el montón en que yo había husmeado, como si considerase mi curiosidad una molestia para su negocio. Cruzamos los ojos apenas un segundo y percibí su mirada hostil. ¿Por quién me toma?, pensé. ¿Creerá que soy un holgazán que no sabe apreciar el valor de imágenes y palabras antiguas? ¡Más que él!, me dije.
Por un instante me sentí tentado de buscar para mí unas cuantas postales escritas, pero tuve la sensación de que sería un robo. Ese hombre había llegado primero y a él se le había ocurrido antes la idea. Le miré con envidia. ¿Quién firmaría aquellas tarjetas? ¿Desde dónde se habrían remitido? ¿Sus destinatarios seguirían vivos? ¿Contendrían importantes noticias, o eran saludos triviales de parejas, hijos, padres o amigos en viajes felices?
Pensé rápido que mi codicia era absurda. Yo no colecciono postales; en realidad, no soy coleccionista de nada. Lo que hago cuando voy por la calle, miro a alguien o leo una noticia, es buscar detalles que utilizar en cuentos o fragmentos de novelas. A veces, un nombre, una fecha o una carta dan para mucho, porque tirando de ese hilo puedo imaginar un cuento. Ese hallazgo, que es más una búsqueda que un encuentro, es lo que algunos llaman inspiración, y yo veía esas postales como un montón de grava en el que cribar.
Pero otro había llegado primero...
Caí en que esa escena era motivo de un cuento, si le dedicaba imaginación y tiempo. ¿Quién sería ese hombre que husmeaba entre tarjetas viejas? ¿Buscaría una que nunca le llegó? ¿Reconocería entre esos montones alguna postal enviada por él mismo? ¿Qué haría con ellas? El asunto prometía como semilla. Cuando muriese, sus herederos encontrarían una caja con tarjetas escritas por personas que no reconocerían y se las venderían al peso al vendedor del Rastro, lo que daría lugar a un ciclo infinito de ventas y compras, una parodia de la vida. Me di por satisfecho con ese embrión literario. Me alejé del cajón esquivando al hombre, y fui a parar a un extremo de la mesa en el que se exhibían láminas, carteles, trasnochados calendarios...
Y la carpeta.
No puedo explicar por qué esa carpeta deslustrada llamó mi atención, pero supongo que estaba predispuesto a adquirir cualquier cosa, como los compradores compulsivos que una tarde se aburren, piensan que necesitan unos pantalones, salen de tiendas y vuelven por la noche con un absurdo taco de billar. Quizá tratara de demostrarme que podía salir de allí con un hallazgo original, o tal vez quería aclarar al vendedor que no solo era un mirón. El caso es que cuando vi la carpeta la deseé y quise llevármela. Estaba lejos de sospechar que contuviese un tesoro, cuando en aquel momento me conformaba con encontrar un par de piedrecitas de colores. Podría presumir diciendo que fue intuición, pero no se trató de eso. Fue de las raras ocasiones en las que el deseo se alió con la fortuna.
La carpeta no era exactamente roja, sino de un color ladrillo virado al marrón por una indefinible suciedad antigua en la que pude distinguir huellas de unos dedos manchados de grasa y diminutas cagadas de mosca. Una esquina parecía roída por los ratones y las gomas originales habían desaparecido. En su lugar, una ancha banda elástica la recorría de este a oeste, y en su superficie se leía escrito a pluma: Cartas. Gaspar Baraona. 1954.
Sabía que el vendedor me vigilaba y me consideraba un intruso, así que aparenté la serenidad de un experto interesado en antiguallas. Cuando tuve la carpeta entre mis manos, me pareció asombrosamente ligera. Retiré la goma con la sensación de quien abre un viejo armario en casa ajena y sabe que va a encontrar abrigos de gente muerta. Al desplegar las solapas vi un puñado de cuartillas dobladas al centro, de papeles terrosos, mecanografiadas en una desvaída tinta negra. Debían de ser veinte o treinta, y tuve la sensación de que hacía mucho tiempo que nadie aireaba aquellas hojas. Una colección de cartas de medio siglo atrás, imaginé.
Pensé rápidamente que aquello podría ser un material valioso, quién sabía si con nombres o anécdotas que pudiera utilizar en algún cuento. Volví a cerrar la carpeta y pregunté al vendedor cuánto pedía por ella.
Trescientos, respondió.
Me pareció un insulto. Cada postal se vendía a sesenta céntimos, y el precio de las láminas oscilaba entre uno y diez euros. Pedir trescientos euros por aquel puñado de papel viejo era una forma de expulsarme de su puesto, humillándome además. Consideré ofrecerle cincuenta, lo que me parecía ya un precio desorbitado por algo que quizá no tuviese ningún valor, y estuve a punto de marcharme, pero pensé que no tenía prisa y, sobre todo, que debía irme de allí dejando claro que no era solo un curioso. No me costaba trabajo examinar el contenido de la carpeta. Además, me fijé en que el buscador de postales tendía al vendedor el montón que había seleccionado, para que echase la cuenta. Una vez acabase con aquello, pondría los ojos sobre la carpeta que, esa sí, había descubierto yo antes.
Intrigado por saber por qué el