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Pompeyo muerto
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Libro electrónico334 páginas5 horas

Pompeyo muerto

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Teresa debería estar tomando café alistándose para ir al gimnasio; pero no es así, está secuestrada en una casa de seguridad bajo la custodia de El Chulo. “Si quieres vivir, solo tienes una tarea que hacer: escribir la historia de tu familia”, le dice. A ella no le queda más que complacerlo y, en hojas que le facilitan, narra los años en que su pad
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2022
Pompeyo muerto
Autor

Marcela García Machuca

Marcela García Machuca es periodista y narradora. Ha colaborado en diversos medios impresos, entre ellos El Norte, tanto como reportera como coeditora de la sección de Cultura. Ha sido docente en el sistema del ITESM. Pompeyo muerto, su primera novela, fue finalista del Premio Primera Novela de Amazon México.

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    Pompeyo muerto - Marcela García Machuca

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    Primera edición UANL, agosto 2021


    García Machuca, Marcela.

    Pompeyo muerto.

    Monterrey, Nuevo León, México : Universidad Autónoma de Nuevo León, 2021.

    320 páginas ; 14x21 cm (Narrativa)

    ISBN: 978-607-27-1351-2

    Literatura mexicana — Novela — Siglo XXI

    CLC: PQ7298.431 .P66

    CDD: 863.7.23 .G37 P66


    Santos Guzmán López

    Rector

    Juan Paura García

    Secretario General

    José Javier Villarreal

    Despacho de la Secretaría de Extensión y Cultura

    Antonio Ramos Revillas

    Director de Editorial Universitaria

    © Universidad Autónoma de Nuevo León

    © Magali Velasco

    Publicado mediante acuerdo con VF Agencia Literaria.

    Padre Mier 909 pte. esquina con Vallarta, Monterrey, Nuevo León, México,

    C.P. 64000. Teléfono: (81) 8329 4111 / e–mail: editorial.uanl@uanl.mx www.editorialuniversitaria.uanl.mx


    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluido

    el diseño tipográfico y de portada— sin el permiso escrito por el editor.


    Impreso en Monterrey, Nuevo León, México

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2022.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    A Max y Cuca, a Jerjes y Diego.

    Los primeros me contaron y los segundos me escucharon.

    Me despertó el frío. No. Me despertó la tristeza: soñaba con el frío que debe tener mi hija en su tumba.

    Sé que piensan que no duermo por la culpa, que en silencio me acusan de haberla matado –hasta yo misma lo hago–. Deberían saber que no tengo remordimientos, obedecí a todo, a las circunstancias, a lo que sabía de él, a mi amor por ella.

    Pero, es cierto, no descanso.

    La mañana que la enterramos fue la más fría del invierno: todos esos semblantes raídos y desencajados por el dolor, ellos de imaginar las heridas que cubría el maquillaje, yo de recordar en su rostro vivo, aquel que muchas tardes contemplé cuando de niña tomaba la siesta o cuando al llegar de la universidad se quedaba dormida en la sala y se le llenaban las mejillas de gotitas diminutas, como un durazno tibio.

    Pero esa mañana su piel estaba helada y sus poros tapados. Desde entonces, el frío y su rostro son como un sinónimo.

    Han pasado muchos años desde que estuve en su lugar, en el umbral de la muerte, ese risco solitario del dolor. Pero mi cuerpo rodó al suelo de los vivos; el suyo, al abismo inevitable de cada uno, que a ella la esperaba antes que a mí.

    Hoy envejezco con la desdicha de haber sobrevivido y el decoro de haber hecho lo correcto –mientras, adentro, este despeñadero no me abandona–.

    *

    Esta madrugada tropecé con uno de los sillones de la sala; hace dos noches me sucedió lo mismo; me enojé y reprendí a la chica del aseo, en la casa de una señora mayor no deben mover los muebles, pero el sillón estaba ahí, en su lugar de siempre, fui yo quien se desubicó. Y hoy volvió a ocurrir lo mismo.

    Poco a poco empiezo a sentir que la casa deja de pertenecerme, que no me deslizo por ella con la naturalidad de alguien que ha vivido ahí más de cuarenta años, que no me acomoda tanto; con frecuencia pienso que las ventanas son demasiado grandes; también he notado que me molesta el roce de las sábanas, hasta de las más viejas, y tengo días preguntándome si los candiles que adoro le van bien a la sala.

    Incluso, mi propio cuerpo parece que no es mío; ayer sentada en el tocador quise alcanzar el cepillo y, en lugar de eso, mi brazo se extendió hacia el alhajero. Hasta puedo decir que mi espíritu deja de pertenecerme; de un tiempo a la fecha me invade el miedo cada vez que me paro frente al sendero de piedras que baja hasta los rosales, me detengo unos segundos y doy el primer paso, aterrada.

    Yo, que tanto gocé de la vida y de sus placeres como de mi cuerpo, que fui su esclava, que me estremecí y reí a carcajadas; que me levanté mil veces del hoyo más negro o de la borrachera más larga siempre fuerte y fresca, rabiosa e inflamada, de pasión o de ira. Yo: no me reconozco.

    Hasta he vuelto a leer Memorias de Adriano para justificarme: ... mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo, como si quisiera consolarme pensando; a todos nos pasa, no hay nada innoble en reconocer las miserias de la vejez, las trampas del miedo, la oscuridad cada vez más larga.

    No estoy enferma, estoy cansada, agotada de estar despierta tantos años. Cada vez duermo más, pero duermo menos. A media tarde me despierto con el teléfono en la mano y el número de mi hijo, como si al pensar en lo que voy a decirle me trajera todas las cosas que están detrás de él y de mí, y una me llevara a otra más densa y más pesada hasta llegar al sueño. Y por las noches, lo contrario: me asombra encontrarme alerta esperando que algo pase, que me hable alguna voz, que vea alguna luz.

    Mi gran diferencia con el Adriano de Yourcenar es que él consideraba que su espíritu aún tierno se quedaría huérfano sin su cuerpo. Yo, en cambio, sé que este cuerpo viejo es lo más noble que tengo.

    La sierra

    Septiembre, 2010

    La luz inaugural del día develaba el Cañón del Huajuco. Poco a poco el sol se asomaba por el cerro e iba descubriendo los colores de la sierra frente a él; aparecían las ásperas rocas naranja y rosa pálido de sus partes más altas. Abajo, neblina. Qué enormes montañas tenemos, le había dicho su hijo un año atrás cuando regresó de estudiar fuera, mira, aquí hay más montaña que cielo.

    Suspiró en silencio. En esa gran garganta de paredes escarpadas al poniente y onduladas al oriente por el plegamiento del Cretácico, donde antes hubo un mar que señorearon mosasaurios y archelones, era donde Teresa, apenas una caña pensante en el universo, un milagro más de la evolución y hoy un homo sapiens maltrecho, había vivido los momentos más felices de su vida y los más miserables también.

    Volvió a suspirar, si es que a eso podía llamársele un suspiro. La sierra es hermosa, pensó, o quizá fue solo una reacción al color y la luz que se asemejó a un pensamiento. Amo verla al amanecer; tan distinta a sí misma: cuando viajamos a Xilitla¿hace cuánto fue?, los niños tenían nueve y siete años–, el sol iluminaba su otra ladera en verde y azul grisáceo, y como de este lado es seco, la piedra desnuda refleja solo los colores del sol, igual que si la cubriera un polvo de espejos minúsculos. Amo esta sierra por sus dos laderas, nunca dejará de maravillarme, ni siquiera hoy. Cómo pueden ser los accidentes de la Tierra tan majestuosos, y los del hombre, tan desdichados.

    Cerró los ojos y dormitó de nuevo unos segundos, pero sus agruras la despertaron. Regresó a la única experiencia de belleza que se le permitía en los últimosdías, el pequeño pedazo de la Sierra Madre Oriental que alcanzaba a asomarse desde ese ángulo de la casa donde estaba secuestrada.

    Cuántas veces le dijo a Rodrigo, quisiera poder quedarme en la casa a ver la sierra, verla nada más, sin hacer nada. Miles. Siempre estaba con cosas qué hacer, hasta los fines de semana, ya fuera remodelando algo en la finca, la alberca, la palapa, el asador, o recibiendo visitas. Entonces, aunque todos dijeran, qué afortunados son de vivir acá en el campo, han de ver el amanecer, escuchan las chicharras en la tarde, persiguen luciérnagas en la noche, no, nunca podía hacer nada de eso, al menos, no ella. Ni siquiera los últimos años, después de dejar su trabajo de jornada completa, cuando decidió a los cuarenta retirarse y dedicarse a sí misma, aun así, siempre estaba ocupadísima: no eran ya los hijos, la escuela o sus clases de la tarde, ellos eran cada vez más independientes; era todo lo demás, las otras pequeñas cosas que le ocupaban el día, la semana; el súper en primer lugar, antes podía hacerlo cansada a las ocho de la noche y ahora le quitaba toda la mañana, a veces varias mañanas, pues seguido olvidaba algo; y luego, el gimnasio, el club de lectura, la clase de pintura, algún cafecito, sobre todo acompañar a su madre, a su hermana o a Rodrigo, a escoger recámara nueva, ir al festival de los sobrinos, surtirse de trajes y corbatas. Era como si tuviera deudas de convivencia con todos por tanto tiempo que pasó dedicada al trabajo.

    La verdad es que solo ahora, encerrada contra su voluntad, podía apreciar con calma la sierra y descubrir que de este lado por las mañanas se veía rosa y naranja.

    No sé si me da gusto o me da miedo saber que empieza el día, cavilaba. No sé si esto va a terminar, si va a mejorar o empeorar. Hace rato que no sangro de la boca, está secale dolía mover los labios, tocárselos con la lengua era una actividad temeraria, temía que el minúsculo ruido de ese roce pudiera despertarlo–. Las treguas no son muy largas y no sé qué demonios le siga a esta paz. Hace tiempo que el tiempo, en lugar de regirse por la entrada y salida del sol, depende del ánimo que este desgraciado traiga.

    Al menos estoy cuerda, podría estar peor, y eso porque no me ha golpeado en la cabezavolvió a arriesgarse e intentó mojarse los labios, el lado derecho superior estaba hinchado y, aunque se lastimaba, sentía un extraño placer al palparlo con la lengua–, hay gente que soporta más, incluso mujeres que por gusto propio están así.

    Sé que quisiera matarme, que le encabrona que le sostenga la mirada, por eso me dio la trompada ayer. Quizá todo esto se reduce a que me aborrece, a que soy rica, a que soy educada, a que tengo, o tuve, lo que él no.

    No era un descubrimiento. Una mañana, estando en una despedida de soltera en el Club Campestre, se lo preguntó por primera vez. Era como si estuviera en una realidad frágil y quebradiza, igual que Mr. Anderson en Matrix cuando empieza a dudar: sabía que algo no estaba bien. Ella y sus amigas se tomaron fotos al llegar frente al monumental arreglo de flores del vestíbulo, Teresa se veía espléndida, traía un jumpsuit larguísimo que la hacía ver súper alta, era color beige nacarado, y estrenaba una pulsera laqueada de cuerno de vaca que había traído de la India y, como estaba bronceada y tenía tiempo haciendo pesas rigurosamente cinco días por semana, sus brazos se veían torneados; el cabello le brillaba como a una chiquilla, el óvalo de su cara todavía era perfecto, las mejillas estaban en su lugar, su sonrisa era plácida, no tenían ninguna preocupaciónera sábado, todos se levantaban tarde y ahí tenía a Sarita para cualquier cosa–. Fue a la hora del postre, cerca de mediodía, frente a un plato repleto de macarons de colores, pequeños pays, brownies y un vaso de dulces picantes, cuando se lo preguntó, ¿y si esto está mal?, ¿si tras esa amabilidad de los meseros en realidad les chocamos porque nos servimos todo esto y luego dejamos la mitad?, ni modo que ellos junten lo que sobra y se lo lleven a su casa; no, la anfitriona de la fiesta se lleva lo que quedó en la barra; lo de nuestros platos ya está manoseado, lo deben botar... ¿o lo juntan ellos?, es que da lástima tirar estos brownies enteritos… ¿Cómo saben que no tengo gripa?, ¿cómo se los van a llevar a su esposa? Amor, mira, esto es lo que dejó una señora en su plato, se veía muy sana, cómetelos sin problema. Teresa miraba toda la coreografía de meseros atareados y amigas gritonas y resplandecientes como si ella estuviera atrás de un vidrio: algunas llamaban para avisar que iban demoradas o para que las muchachas del aseo las esperaran con el sueldo, otras arreglaban la salida de las hijas por la noche, una iba a acompañar a la suya a comprar zapatos de última hora. Poco a poco todas iban tomando sus bolsos con monogramas en piel y colores, dejando los postres intactos para tomarse fotos contra el ventanal. ¡Ándale, vente!, le dijeron. Ella miró al mesero que no sabía si servirle más café o no. ¿Quiere que se las tome yo, señora?, dijo con amabilidad. Está bien, contestó. Teresa se paró al lado de ellas, colocó su bolso sobre su antebrazo y echó mano a la cintura para alargar la figura. Alguien debe de odiarnos por esto, pensó.

    Y porque cambiamos de carro cada dos años, porque pedimos que vuelvan a planchar la camisa, porque exigimos que la comida esté en su punto y el carro bien aspirado, porque no queremos que en el semáforo nos limpien el parabrisas. Y por nuestros esposos que llegan al trabajo saludando como muy buenos patrones pidiendo cosas imposibles a sus empleados, pero no les suben el sueldo hasta que no vienen los pobres a pedírselos con un culebrón que no tendrían que contar ni inventar–¡necesitan más dinero porque les pagas una miseria!, punto–; y por nuestros hijos que se ponen muy salsa cuando un guardia les dice que no pueden pasar a un lugar, o cuando un agente de tránsito les pide su licencia, ¡no sabes con quién te metes!, ¡no sabes quién es mi papá!

    Este cabrón tiene motivos de sobra, lamentó de vuelta en sí.

    Como seguramente cualquiera cuando se siente amenazado, en una situación como la suya y hasta menor, ella buscaba explicaciones; aceptaba que no había sido buena gente siempre; luego, todo lo contrario, se justificaba, he hecho lo mejor que he podido; después, otra vez se sentía culpable. Sin embargo, lo que sucedía en Monterrey era otra cosa, una simple diversificación de insumos del crimen organizado: con el ejército encima, trasladar la droga se había vuelto peligroso para los cárteles, cada día era más costoso, y el precio de venta tenía un límite. Solo podían conseguir más recursos mediante el secuestro, la extorsión y el robo de autos.

    —No se clave, señora, son negocios —le había dicho uno de ellos.

    Serán negocios, pero yo no aguanto más —pensó y un par de lágrimas aparecieron en sus ojos—.

    Si antes era fuerte e inteligente, ya no lo soy más, estoy cansada, aturdida, enferma, sin imaginación, sin una pizca de adrenalina o esperanza. Vivo en la oscuridad, en esta cotidianidad lóbrega y sucia que he vuelto mía, como a él. No hay nada que no sea él, que no empiece y termine en él, a quien ya conozco como a mí, como a mi estómago o mi piel, sé cómo va a reaccionar, cómo va a lastimarme, cómo va a arrepentirse. ¡Y de qué me sirve!, para qué quiero entender la psicología de este hijo de puta, si nada útil he conseguido. Una de las lágrimas se había detenido en el borde de su mejilla.

    No puedo engañarme, no puedo escapar y no tengo nada. No comprendo por qué llegué aquí, por qué ha ocurrido esto y por qué sigo en este lugar.

    Sorbió los mocos que le provocó el diminuto llanto; se detuvo, podía hacer ruido y despertarlo.

    Por fuera soy un harapo sanguinolento. Por dentro, solo Dios sabe. Al principio pensé que me iba a morir de hambre, luego, de tristeza. Cómo llegaron las cosas a este punto. En la cara no quiero ni pensar, me preocupa el ojo izquierdo, a veces veo borroso. Mi piel y mi cabello están resecos, mi vientre, hundido, mi brazo derecho tiene cada vez menos fuerza. Mi cuello y mi espalda se han acostumbrado al dolor permanente, vivo encorvada. Hace días que no voy al baño, tengo acidez y reflujo por tantos vómitos. Perdí mi menstruación y mis uñas. No me parezco a mí.

    Me llamo Teresa Carvajal Romero, tengo cuarenta y seis años, mis cuatro extremidades enteras, y creo que hoy es el día setenta y ocho de mi secuestro.

    *

    El hombre que la custodiaba, el Chulo, dormía al lado de ella humedeciéndole la nuca con su respiración. Teresa tenía que esperar a que él se despertara con la llamada de las ocho para que la desatara, aunque hacía tiempo que nadie llamaba. Esos minutos eran los peores, le resultaban esperanzadores y desesperanzadores a la vez. Contemplar la sierra desde el pedazo de ventana no tapiado la distraía imaginando el mundo de afuera, pensaba cómo cada centímetro de luz que ella percibía en el paisaje equivalía, en la lejanía, a un microcosmos, al recibimiento del sol en cada matorral y cada chachalaca, y cómo ese efecto de vida se iba reproduciendo en miles de seres animados e inanimados en la medida que el amanecer avanzaba; imaginaba su luz revelando de a poco las macetas de su casa, la pérgola y las enredaderas, casi podía ver, como si estuviera ahí, a sus perros retozando en el talud del jardín, a los muchachos alistándose para la escuela. Pero al desprender su mirada de ese lienzo fosforescente, e ir bajando la vista y ajustarla a la corta distancia de dos metros sobre la pared mohosa del cuarto donde la tenían, y luego sobre su colchón, la desesperanza se apoderaba de ella. ¿Cuánto llevo en esta posición?, ¿qué será mejor, moverme y despertarlo, o aguantarme y evitarlo? Pasaba largos minutos con cavilaciones sobre pequeñas acciones que se convertían en angustias mayúsculas, ¿seguirá enojado?, ¿se enoja por mí o porque no pasa nada?, ¿se habrán cansado de buscarme?, ¿pensarán que estoy muerta?

    El resto del día transcurría mejor si el Chulo se iba, se quedaba sola en el interior de la habitación tratando de mover cada una de las partes de su cuerpo o probando la tensión de las sogas que a veces, al final, terminaban más apretadas que al principio; también fantaseaba con la comida que le traería, con idear un plan para huir, o nomás dormitando, aunque trataba de evitarlo para no estar despierta de noche cuando él la acompañaba. Nunca había apreciado tanto el sueño y la soledad.

    Los secuestros que ocurrían ya por todas partes, para bien o para mal, se resolvían en unos días. Teresa tenía más de dos meses ahí y habían dejado de tomarle fotos. Sabía que sin pruebas de vida podrían considerarla muerta. Y ahí adentro las cosas solo empeoraban¿cuándo se ha sabido que mejoren?–, al principio, el miedo y la confusión, después el juego de la comida, luego el ataque y ahora, todo esto con él. Esa cercanía con su secuestrador era un arma de dos filos.

    Hacía unas noches el Chulo había tenido la infausta idea de mudarse a su cama, una base de maderas desiguales con una colchoneta vieja. Afuera del cuarto había un sofá, donde hasta hacía poco el guardián en turno debía pasar la noche sentado y alerta. Para entonces, ya ninguno de ellos iba a cuidarla, solo el Chulo, que se había emperrado con ella, la maltrataba, pero quería dormir a su lado.

    La casa no tenía más de ochenta metros cuadrados, era una pequeña estancia de fin de semana con cocina, un vestíbulo con una tele, un cuarto y una alberca vacía en medio de un jardín de unos mil metros cuadrados, descuidado, enmontado, con una alta barda perimetral y dos perros amarrados, una vieja casita de campo abandonada debido a la ola de violencia de los últimos meses en la región, que hacían de los suburbios y las localidades rurales alrededor de Monterrey, tierra de nadie. Teresa no lo sabía con certeza, solo había salido de la habitación una vez, y el resto del tiempo la puerta siempre estaba cerrada. Lo que alcanzaba a ver cuando la abrían era la pared de un pasillo y un pedazo de la estancia.

    Sabía que estaba en el campo por los ruidos habituales que identificaba. Los últimos años había vivido en una finca campestre en Santiago, la llamaban Los Encinos; conocía el sonido de la bomba de agua, de las chicharras, de las chachalacas. Calculaba que debía estar cerca de su casa ya que alcanzaba a ver su misma sierra.

    Hacía meses que la policía municipal de Santiago había desaparecido; tiempo atrás se había empezado a rumorar que trabajaban para un cártel, y entre la limpia que empezó a hacer el ejército, las ejecuciones de las otras bandas y luego el asesinato del alcalde, el pueblo se había quedado a la buena de Dios. La policía estatal tampoco era de fiar, sobre todo por incompetente, y porque tampoco estaba limpia. A los ojos de la gente, los militares parecían ser los únicos buenos del cuento, al menos patrullaban las calles y los caminos, las personas los saludaban o los bendecían al topárselos. Bastaba con verlos a los ojos: eran unos niños, esos pobres chicos que rondaban la ciudad vestidos con trajes militares, subidos en convoyes que no se separaban por miedo a ser emboscados, apenas hacía poco andaban descalzos cargando leña en alguna sierra del sur del país, soñando con unirse al ejército para tener tres comidas al día; las ideas de la patria, respeto y salvaguarda eran nuevas para ellos, nunca antes se sintieron parte de nada, nadie los respetó y jamás supieron qué era estar a salvo. La mirada de los mayores era difícil de descifrar, habían crecido obedeciendo órdenes y estaban entrenados para morir o matar. Era lo que había. Y en la llamada guerra contra el narco, todos eran inexpertos, y las labores de inteligencia, incipientes, contradictorias, oscuras. Para colmo, sobre la casa donde ella estaba nadie había reportado nada.

    Santiago era un pueblo peculiar, enclavado entre dos serranías verdes que cruzaban ríos todavía cristalinos. Del lado del cerro, el Cañón de Huajuco tenía cientos de fincas de verano con piscinas, donde la vegetación natural de huizaches y mezquites había sido sustituida por árboles frutales, palmeras y bugambilias, y del lado de la sierra había cabañas entre cascadas de agua fría, pinos, higueras, manzanos y perales. Décadas atrás algunos millonarios compraron hectáreas boscosas que amurallaron para tener sus propios Alpes; tenían de vecinos a los pobladores de rancherías y congregaciones humildes, y también modestas casas de fin de semana que algunos clasemedieros pudieron construir por lo baratísimos que eran los terrenos en ese municipio. Uno de esos predios fue comprado por el padre de Teresa a precios de risa cuarenta años antes, y las hijas construyeron ahí sus casas alrededor de una alberca común. La sociedad regiomontana todavía acostumbraba o intentaba tener a la familia cerca, así era la de Teresa. Lo común en las ciudades mexicanas es que los ricos vivan entre ricos, los pobres entre pobres y la clase media entre los suyos; solo en el campo cohabitan todos los estratos sociales.

    Distinto a otros pueblos de Nuevo León, que en las últimas décadas habían sido abandonados por la falta de trabajo, donde sus hombres primero y luego familias completas emigraron a las ciudades o a Estados Unidos, Santiago fue creciendo. Su cercanía con Monterrey, el paisaje y ambiente provinciano atraían a miles de visitantes que impulsaron una economía de fines de semana tan robusta como para mantener fuentes de trabajo todo el año.

    De eso quedaba muy poco, de la noche a la mañana la gente despertó en el estado más inseguro del país. Monterrey era azotado por la lucha de los cárteles que se disputaban la plaza; entre los ajustes de cuentas, los tiroteos y los secuestros del narco, la delincuencia común se disparó y esos principiantes fueron reclutados por los grupos fuertes, aquello era agua revuelta e hirviendo. El campo era peor, los ranchos que habían sido productores del mejor ganado de México, se habían convertido en campos de entrenamiento de sicarios y de exterminio. El país había dejado de ser solo el tránsito de la droga para volverse sede de todo tipo de operaciones.

    No era extraño que en la casa donde estaba Teresa no se oyeran más que los perros y los grillos, toda esa zona estaba desolada. La gente dejó de ir a sus fincas y de paseo a la Presa de la Boca o a los ríos que tanto se buscan en esos veranos de infierno, imposibles los días de campo, el senderismo, las bicis de montaña o el rapel. Nadie salía de noche por la Carretera Nacional, todos tenían instrucciones de no hacer paradas en las tiendas de conveniencia, ni debajo de los pasos a desnivel. Los que pudieron se fueron a vivir a otro estado o fuera del país. Los que se quedaron se acostumbraron a vacacionar lejos, de ser posible, o a aniquilar por completo de sus vidas el esparcimiento al aire libre, a esperar lo peor de la noche. De un día para otro los amigos se habían vuelto desconocidos. Se acabaron los fanfarrones, nunca más ni los más modestos volvieron a hablar de un buen negocio, de una herencia resuelta, de un giro recibido. Las familias se volvieron clanes que susurraban sus bienes y sus planes.

    De modo que esa casa campestre, como muchas otras propiedades que se llenaron de hierba o fueron invadidas por posesionarios o arrebatadas a la mala, tenía al menos

    dos años

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