63 señoritas condenadas a la desolación
Por Erika Zepeda
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Erika Zepeda
Estudió Letras Hispánicas, así como violín clásico y popular. Como autora de libros para niños y jóvenes ha obtenido el Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada, con Historias galliniles o la extraordinaria historia de siete gallos que se trepan a un árbol, y el Premio El Barco de Vapor, con Instrucciones para convertirse en pirata. En 2016 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2016 por 63 señoritas condenadas a la desolación.
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63 señoritas condenadas a la desolación - Erika Zepeda
Primera edición, 2016 (Tierra Adentro, 978-607-745-439-7)
Segunda edición, 2021 (UANL)
Zepeda Montañez, Erika Marcela
63 señoritas condenadas a la desolación.
Monterrey, Nuevo León, México : Universidad Autónoma de Nuevo León, 2021.
(Narrativa)
130 páginas ; 14x21 cm
ISBN: 978-607-27-1481-6
Literatura mexicana — Siglo XXI
CLC: PQ7298.436.E6466 .S47 CDD: 867.7 Z37 .S47
Rogelio G. Garza Rivera
Rector
Santos Guzmán López
Secretario General
Celso José Garza Acuña
Secretario de Extensión y Cultura
Antonio Ramos Revillas
Director de Editorial Universitaria
© Universidad Autónoma de Nuevo León
© Erika Zepeda
Padre Mier 909 pte. esquina con Vallarta, Monterrey, Nuevo León, México,
C.P. 64000. Teléfono: (81) 8329 4111 / e–mail: editorial.uanl@uanl.mx
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Impreso en Monterrey, Nuevo León, México
Para Juan M. Frausto, quien ahuyenta mi propia desolación.
Quién sabe qué pensará de todo esto
ahora que está muerta.
Andrés Caicedo, Angelitos empantanados
Señorita #i
Ella se fue volando en medio de millones de luces. Todos dicen que eran luciérnagas, yo sé que eran ángeles.
Señorita #2
Se sabía inmune a la sorpresa y al mismo tiempo condenada a la cotidianidad. Es por eso que no le preocuparon ni la lluvia que parecía interminable, ni los avisos de huracán que no paraban en la televisión. ¿Qué podría pasarle a ella?, ¿qué podía hacer una lluvia frente al escudo de la rutina? Convencida de eso, Antonia se hizo una taza de café muy caliente (tal como le dijo su madre que se preparaba) cambió el canal de la televisión, no quería ver programas sensacionalistas en los que alarman a la población sin ningún sentido. Pero fue inútil, en todos los canales los conductores, algunos con paraguas y atrapados en la lluvia, hablaban de un evento catastrófico que jamás ocurrió, por lo menos en ese punto del país. Antonia apagó la pantalla, dio un trago al café y, ahora un poco menos convencida, decidió telefonear a su marido.
—Hola, cariñito.
—Antonia, estoy en plena junta, sabes que no debes llamar a estas horas —la voz de su marido siempre sonaba fría, como si estuviera atrapado en una enorme habitación vacía.
—¿Ya estás en camino, cariñito?
—Unas horas más, Antonia. ¿Pasa algo?
—No, creo que no. Pero llueve mucho y pensé…
—Creo que algo así puedes resolverlo tú misma, ¿no?
—y el cariñito colgó.
Miró por la ventana hacia la calle y los vecinos de enfrente sacaban de la casa maletas empapadas; Antonia no los saludó y cerró la cortina de nuevo. ¿Sería posible que algo grave estuviera sucediendo y ella como si nada tomando un café? Se consoló pensando que nada grave podía suceder, ese tipo de cosas le pasan a los demás pero jamás a ella; hacía mucho la vida le dejó claro que la rutina era lo único que le daría. Cuando era niña, Antonia soñaba con ser astronauta o por lo menos exploradora de selvas en países lejanos; pero muy pronto entendió que sus opciones eran limitadas, tendría que conformarse con llegar a ser una bella señorita de manos delgadas y cabello rubio.
Suspiró mientras daba otro traguito más al café.
Después, en lugar de iniciar la exploración de los mares del Norte asistió a fiestas programadas para que le presentaran a los mejores prospectos. Futuros abogados, futuros doctores, futuros arquitectos. Su madre seleccionó al mejor del último grupo para ella.
Afuera, las patrullas de policía y las ambulancias pasaban sin parar.
Luego, de manera irremediable tuvo que casarse, en la mejor de las bodas, claro, sin sobresaltos, o sorpresas. Aun al caminar hacia el altar no se sentía nerviosa, no la entusiasmó tampoco la noche de bodas ni las posteriores noches de sexo que con el tiempo se hicieron cada vez más espaciadas.
Alguien tocaba a la puerta, aunque con el ruido de la lluvia era difícil escucharlo del todo. Antonia se tomó su tiempo para atravesar el largo pasillo de pisos brillantes y las salas de espejos.
—¡Señora Antonia, señora Antonia!
Al abrir se encontró con su vecina empapada por completo y con una cara de susto que jamás había visto en su vida.
—¿Quiere irse con nosotros?
—Le agradezco mucho, pero espero a mi marido que llegue del trabajo…
—¿Qué dice?, ¡aquí no se puede quedar, esto es peligroso!
—No corro ningún peligro. Además, mi marido ya viene en camino…
—¿Y los niños, qué pasará con ellos? Sería una enorme irresponsabilidad hacerlos pasar peligros con estas condiciones.
—Ellos tampoco pasan peligro. Que tenga una adorable tarde.
Y Antonia cerró la puerta de un golpe. La vecina estuvo a punto de convencerla al hablar de los niños, ¿y qué tal si ellos no son inmunes como yo? ¿qué tal si ellos sí pueden vivir sorpresas y sobresaltos?
, se preguntó mientras recorría la casa fría y llegaba hasta la habitación donde dormían los gemelos. Los encontró tranquilos, acurrucados en sus camas y a media luz, ahí nunca podrían llegar los temores del mundo, ni terremotos o inundaciones. Antonia entendió que eran dignos herederos de su madre, y ya adivinaba sus vidas repletas de rutina y sin un solo sobresalto.
De nuevo tocaron a la puerta, y aunque los golpes retumbaban en toda la casa, Antonia no se dio más prisa, incluso se detuvo un momento frente al espejo de la entrada para acomodarse el peinado.
—¡Es ella y tiene a dos niños en la casa! —la vecina gritó a todo pulmón en medio de la torrencial lluvia, acompañada de un par de bomberos fornidos.
—¡Pero qué barbaridad, si están todos mojados!
—respondió azorada Antonia.
—¡Señora, tiene que evacuar de inmediato la zona!
—Pero, ¿qué pasa?
—El huracán, la lluvia, la presa… ¿no ha visto todo en la televisión?
—¡Tiene a dos niños, tiene a dos niños! —chilló la vecina, y Antonia se mordió los labios mostrando algo de desesperación, pero se reprendió a sí misma de inmediato para luego sonreír.
—¿Qué les parece que les prepare a todos un chocolate caliente? No es por presumir, pero hago el mejor del mundo.
—¡Señora, por favor, no hay tiempo!
Sólo en ese momento dudó Antonia. Por primera vez en la vida le pasaba algo extraordinario: saldría de casa con los niños cubiertos en cobijas, se empaparía, subiría al camión de bomberos, y en medio de sirenas y luces rojas llegaría a algún refugio en donde la podrían entrevistar los mismos periodistas que ya llevaban mojados horas y horas. Por primera vez perdería el control…
—¡Señora, tiene que reaccionar!
El bombero ya no terminó la frase, y junto con su compañero y la mujer que chillaba fue arrastrado por una ola que llevaba árboles, arbustos, bicicletas y hasta camiones de bomberos. Antonia cerró la puerta, suspiró decepcionada de haber perdido la única oportunidad de sobresalto e imaginó a los muertos que esa ola llevaría; pensó en ellos como muertos hermosos, ¿acaso existía otra forma de imaginarlos? Muertos flotando en medio del Atlántico y rodeados de nenúfares al estilo de Monet, sus cabellos enredados entre las plantas acuáticas, por siempre deslizándose entre la más pura belleza.
Regresó a la cocina, miró por la ventana la devastación de la calle, sospechando que pasaba lo mismo en toda la ciudad. Aunque estaba segura de que la ola de lodo y muertos hermosos se dividiría en dos frente a la puerta de su casa, aterrada ante la enorme fuerza de un escudo de aburrimiento y rutina.
Señorita #3
Ana encendió el celular y comprobó que ya eran las once de