Una madrugada sin retorno: Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola 2018
Por Jaime Romero
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Una madrugada sin retorno - Jaime Romero
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Rectoría del Centro Universitario
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Coordinación del Corporativo
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Dirección de la Editorial Universitaria
Primera edición electrónica, 2018
© 2018, Jaime Romero de la Luz
D.R. © 2018, Universidad de Guadalajara
Editorial Universitaria
José Bonifacio Andrada 2679
Col. Lomas de Guevara
44657 Guadalajara, Jalisco
www.editorial.udg.mx
01 800 UDG LIBRO
ISBN 978 607 547 218 8
Conversión gestionada por:
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Hecho en México / Made in Mexico
Índice
Presentación
Vía láctea
¿Quién soy yo para juzgar?
Un beso en los labios
Lo subjetivo de las distancias
De vuelta a la sociedad
Puro instinto animal
Cruda de domingo
Aplausos para el cantante
Amor de verdad
Un poema en la oscuridad
Una madrugada sin retorno
Presentación
El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura UdeG y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.
La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.
La obra ganadora de esta
XVII
edición es Una madrugada sin retorno de Jaime Romero (Ciudad de México, 1975). El jurado estuvo integrado por Carlos Manuel Velázquez, Fernanda Melchor y Pedro Paloú, quienes otorgaron por unanimidad el premio por tratarse de una voz sólida, con tramas bien construidas y por ser un trabajo consistente a lo largo de las once historias que lo conforman. Destaca su voluntad por encontrar el misterio detrás de situaciones cotidianas y por el buen manejo del lenguaje
.
Vía láctea
Me estaba quitando las botas cuando llegó la mujer de don Marcelino a tocar la puerta. Eran unos golpes fuertes que hacían sentir su urgencia en la lámina. Mi señora y mis dos chamacos estaban bien dormidos, pues ya era tarde. Yo venía llegando de dejar un pasaje a la terminal de autobuses y, para que no se me despertaran, me levanté rápido para ir a abrir.
—Buenas noches, doña —dije un poco molesto—. ¿Qué se le ofrece a estas horas?
—Buenas noches, Jacinto —respondió la señora y, ante mi sorpresa, de buenas a primeras me extendió tres mil pesos en billetes de quinientos—. Mi marido está muerto y quiero que lo lleve a Huitzuco con sus familiares —se me enchinó la piel al oír eso.
Acepté los billetes porque estaba en apuros económicos y, además, porque a don Marcelino tenía bastante tiempo de conocerlo; cada inicio de mes pasaba por él a su casa y lo llevaba a la minera de Mezcala donde trabajaba. Se había venido a vivir a tres calles de mi casa cuando se juntó con esta señora. Dejó a su familia en Huitzuco. Los hijos de don Marcelino nunca aceptaron una nueva mamá. Como le ayudaba con sus herramientas me pagaba bien. Le causaba gracia que yo hubiera estudiado historia en la Universidad Autónoma de Guerrero y por no titularme tuviera que trabajar por mi cuenta como transportista. A mí me parecía más gracioso que un amigo que había estudiado periodismo haya terminado vendiendo periódicos y revistas en un puesto cerca del Centro de Salud. En fin, sin hacer ruido me puse una chamarra y, como contagiado por el desasosiego de aquella mujer, agarré las llaves de la camioneta y nos dirigimos a su hogar.
Ella iba sentada a mi derecha, enfundada en un suéter negro y con los ojos enrojecidos. En silencio dimos vuelta por Valerio Trujano y ahí, a dos calles, estaba su casa. Aunque estaba cerca, me pareció una eternidad.
—¿Y de qué murió don Marcelino? —me atreví a averiguar con curiosidad casi morbosa.
—Estaciónese lo más cerca que pueda —en vez de contestarme, aseveró la señora cuando llegamos—, aunque se suba un poco a la banqueta.
Al alumbrar el sitio con las luces de la camioneta, algunos perros empezaron a ladrar. Pero cuando vieron a la señora bajar, como si le tuvieran miedo, los animales agacharon las orejas y chillando se hicieron a un lado. Al notar las luces apagadas del interior de la casa, me agarró un miedo canijo, de esos que hasta dan ganas de ir al baño. La señora entró, encendió la luz y, acomodándose el suéter, serenamente me invitó a pasar. Yo no me animaba del todo y me quedé en la entrada, sobándome las manos como si hiciera frío.
—¡No se quede ahí parado y venga a ayudarme! —gritó ella mientras movía unas sillas de madera que estorbaban el paso en medio de un pasillo.
Entré cauteloso. Dos cortinas largas y rojas me produjeron ahogo. ¿De qué habrá muerto don Marcelino?, ¿por qué quiere que lo lleve yo y no un servicio de funeraria? Me puse alerta. Entré hasta la puerta de la recámara.
—Ahí está mi marido —me dijo la señora—. Lléveselo ahora mismo.
Me llené de sombras al ver un cuerpo completamente envuelto en una cobija de cuadros, tendido sobre la cama. Encima de una cómoda había un veladora ardiendo que iluminaba algo más oscuro que no alcanzaba a iluminar el foco. Ya iba yo a decir algo, pero las palabras se me atoraban como si se me amontonara el pensamiento.
—Está muerto, vea usted —aseveró la señora, como si en vez de decírmelo a mí se lo dijera a ella misma para terminar de convencerse.
—¿Y de qué murió? —volví a preguntar.
—¡Eso a usted no le importa! —reaccionó la vieja con enojo— ¿Se lo va a llevar o no?
Yo no me quería meter en problemas. Un muerto en el carro no es cualquier cosa, así que atiné a decir:
—Pues si no me dice de qué murió, lo lamento mucho pero no voy a llevarlo a ninguna parte.
La señora, un tanto contrariada, se quedó mirando al piso rojo.
—De tristeza —respondió al fin ella y, mientras se persignaba, se sentó en una silla al lado del difunto—. Murió de pura tristeza.
Por supuesto me pareció una respuesta ridícula. ¿Pero quién soy yo para juzgar? El corazón se me ablandó cuando vi a la mujer ponerse las manos en la cara y estallar en llanto. Como un reflejo me busqué la cartera en la chamarra para devolverle el dinero a la doña, pero ella se levantó y me dijo:
—No tenga usted preocupación —y se limpió las lágrimas—. Hágame el favor de llevarlo con su familia. Yo ya estoy vieja y quiero quedarme sola. Allá sus hijos se van a hacer cargo. Ya está todo arreglado. Usted es de su entera confianza.
Al escucharla me pareció sincera. De un pañuelo que traía bajo el brasier sacó un nuevo manojo de billetes.
—Tenga estos dos mil pesos más por el favor. Usted ya sabe dónde vive la familia de mi marido. Vaya nada más. Allá lo están esperando sus hijos. Mi esposo se lo va a saber agradecer. Esa fue su última voluntad.
Mi esposo se lo va a saber agradecer
, me quedó retumbando esa frase en la mente. Agarré el dinero y me encomendé a la virgen de Guadalupe, que nos miraba desde un cuadro en la pared. Conocía bien a la familia de don Marcelino: gente trabajadora. Por ellos no me preocupaba. Me daba más miedo la propia señora y, por supuesto, también que me fuera a agarrar la policía. Pero me quedé pensando: ¿Cómo será la forma en que agradece un muerto?
—Está bien —le dije a la señora que se había ido a parar junto al muertito—, le voy a hacer el viaje, pero déjeme ver por última vez a don Marcelino.
La señora agachó la mirada y, con serenidad, le destapó la cara al difunto. Me acerqué. Lo primero que me impactó fue que tenía los ojos bien abiertos como si se aferrara al mundo de los vivos. ¿Con qué rapidez lo habrá sorprendió la muerte que ni le dio tiempo de cerrar los ojos? Aunque un poco gris verdoso, don Marcelino se veía igualito a la última vez que lo vi: con su bigote ancho, sus patillas recortadas a pata de cabra y una