La linterna de los muertos: (y otros cuentos fantásticos)
Por Álvaro Uribe
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La linterna de los muertos - Álvaro Uribe
Álvaro Uribe (ciudad de México, 1953) estudió filosofía en la UNAM. Fue agregado cultural en Nicaragua y consejero cultural en Francia. Durante su primera estancia en París, entre 1978 y 1984, editó la revista bilingüe Altaforte. Posteriormente fue coordinador de colecciones editoriales en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Entre 1999 y 2005 fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha publicado las novelas La lotería de san Jorge (1995, 2004), Por su nombre (2001) y El taller del tiempo (2003), que mereció el I Premio de Narrativa Antonin Artaud en 2004. Traducido al francés, al inglés y al alemán, Álvaro Uribe es también autor de libros de relatos y ensayos. En la actualidad es asesor editorial de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM.
LETRAS MEXICANAS
La linterna de los muertos
ÁLVARO URIBE
La linterna
de los muertos
(Y OTROS CUENTOS FANTÁSTICOS)
Primera edición, 1988
Segunda edición (revisada y aumentada), 2006
Primera edición electrónica, 2015
Ilustración de la portada: intervención digital
sobre Le philosophe en méditation, de Rembrandt.
Fotografía del autor: Norma Patiño
D. R. © 2006, Álvaro Uribe
D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-3239-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Filósofo meditando
El séptimo arcano
El evangelio del hermano Pedro
La linterna de los muertos
La audiencia de los pájaros
El rehén
La fuente
El último sueño de Simón
A
TEDI LÓPEZ MILLS
En vano es vario el orbe. La jornada
Que cumple cada cual ya fue fijada.
J. L. BORGES, El oro de los tigres
FILÓSOFO MEDITANDO
SENTADO en un extremo de la amplia estancia parezco sostener la escalera con mi meditación. A mi derecha, los postigos abiertos de la única ventana dejan pasar una luz intensa que me ilumina solamente a mí. Sobre la mesa de anchos tablones de madera hay un libro abierto, un tintero seco, un candelabro con la vela apagada y un fajo de amarillentos folios que nadie ha tocado durante largo tiempo. Prefiero darle la espalda y dejar que mi cabeza apunte hacia el suelo. Veo a mi mujer que enciende atávica una hoguera. Debe conservarla así para recalentar su vientre. Fuego de chimenea alumbra las entrañas de ésa y de todas las mujeres. Adivino —acaso invento— que ella se vuelve y ve cómo mi frente desprovista de cabellos refleja un rayo de luz espesa que escurre por mis barbas. Tal vez ella vea también cómo de mis piernas reposadas se desprende el piso. No quiero o no puedo responder a su mirada. Atrae mi atención el silencio del gato echado en el suelo: el mismo silencio de todos los gatos que han acompañado mis días de estudio y de páginas vacías. A mi izquierda, casi sorpresivamente, la escalera permanece; aún gira sobre sí misma y se hunde en lo negro. Semejante al conocimiento, a la profunda imposibilidad de conocer. El camino de mi pensamiento arranca en la luz y pierde los colores en cada escalón. Todo mi cuerpo está laxo: sé que no es necesario moverme y que la escalera es una trampa de peldaños falsos. La única manera de remontarla consiste en no percatarse de que uno la remonta. Como el gato y como mi mujer. Le basta necesitar algo, el bonete que nunca consigo distinguir del concepto del bonete, para que ella suba con pies seguros y fácilmente regrese a coser ante el hogar. Mientras tanto, yo me ocupo en resistir las embestidas del sueño. Antes transcribía todas mis ideas. Para sacar de la pluma un poco de vigilia. Es verdad: yo quería meditar. Pero la meditación es como una hija bastarda del pensamiento y nace sólo cuando el pensamiento consigue ejercitarse sin palabras. Me tomó mucho tiempo desarrollar esta habilidad. Ya era viejo cuando medité por primera vez, y mi triunfo me exigió tal dispendio de energía que no bien había comenzado a despojarme de ideas cuando caí en el más profundo de los sueños. Repetí la experiencia; otra vez mi cuerpo gastado fue incapaz de aferrarse a la vigilia. Ni siquiera logré soñar. No había olvidado mis sueños: simplemente, indudablemente, recordaba una inmensa nada blanca, si el sueño duraba poco, o una inmensa nada negra, si el sueño se prolongaba. Todo mi trabajo conduce a la nada. Al silencio y a la nada luminosa de mis sueños, que son intransferibles como todas las verdades. A veces me siento como el gato y pienso que también él se dedica a ejercitar sus pesadillas. Imagino que tiene una vida doble. Sueña primero que trepa por una fingida escalera y sabe que para volver al sueño deberá trepar despierto por la escalera veraz. El único peligro para el gato deriva de soñar que está dormido; si despierta estará inclinado por el peso de la especie a dormir de nuevo para ratificarse, si el término es válido para un felino. Y entonces volverá a estar dormido, y si en esa ocasión ocurre que el pobre gato vuelve a soñar que duerme, ya no hay remedio: acolchonado en su tranquilidad continúa durmiendo durante siete vidas, hasta que por fin consume la séptima y sueña inevitablemente que está muerto. En completo silencio. Sin ruido, como el de los pies que ahora oprimen los escalones. Sube mi mujer a buscar algo; usa la escalera sin darse cuenta. Interrumpido, me pregunto por la tenue consistencia de los pasos sobre los peldaños y por la mullida consistencia del gato sobre las baldosas. No es cierto, me digo; no es cierta la existencia de ustedes dos. Tampoco es cierto que no sea cierto. Cómo decirlo. Cómo decir que yo pongo la mesa y el plato en que ahora me sirves, pongo en mi boca la palabra amable con que me doy por enterado de las tuyas, pongo esa luz tímida que desaparece por la ventana y pongo también los muros gruesos de nuestra casa. No lo sabes o finges ignorarlo cuando me dejas de nuevo en mi silla y me concedes el tiempo necesario para imaginar que mis ojos fatigan un libro. Requiero después tu ayuda para levantarme. Apoyado en tu hombro paciente remonto el caracol dudoso de la escalera y me tiendo por fin en la cama. Escucho tu respiración satisfecha o resignada y me interno en la soledad de la noche. Quisiera repetir el sueño de ayer. Quisiera, aunque sea una falacia, soñar otra vez en la amplia estancia iluminada por la luz de la ventana y de la chimenea, en las pesadas baldosas y en la puerta cerrada; en que todo eso está ahí, firme, en silencio, sin que nadie lo compruebe. No sé si aún me demoro en la cama o si estoy sentado a la mesa, sosteniendo la escalera con mi meditación.
EL SÉPTIMO ARCANO
In memoriam J. C. y J. S.
1
NUNCA pude contarle a don Mateo la historia de mi deuda con Dionisio. Cuando los hechos eran aún recientes hubiera sido una impertinencia tocar el tema. Cuando ocurrieron otros hechos más gratos que redimían la historia, la desaparición de uno de los protagonistas hizo que, de nuevo, tuviera que postergarla. Y ahora que la historia parece completa y que sus pormenores no lastimarían a nadie, don Mateo ya está de vuelta en México.
Los hechos empezaron el año pasado. Yo acababa de instalarme en París con una magra beca para continuar los estudios de filosofía que aún me permiten sobrevivir sin trabajar. La única persona que conocía era don Mateo. En México don Mateo había sido mi maestro, en el sentido en que, salvadas las diferencias filosóficas y mis inclinaciones sexuales, Sócrates lo fue de Alcibíades. En París, adonde llegó unos meses antes que yo para disfrutar de un año sabático, nos tomó poco tiempo hacernos amigos.
Se acercaba el mes de agosto, en el que todo está cerrado por vacaciones. El próximo receso de la Biblioteca Nacional dejaría a don Mateo en libertad de viajar despreocupadamente por Europa. Me pidió, como si yo fuera el que hacía el favor, que me quedara en su casa durante el mes en que él estaría ausente. Todo me estaba permitido: dormir en la recámara de don Mateo, sentarme a su escritorio y consultar los muchos libros que albergaba el estudio, usar el tocadiscos en la estancia. A cambio de estas prerrogativas que me parecían palaciegas, mis únicas obligaciones consistirían en mantener limpio el departamento, regar las plantas y, por encima de todo, cuidar el gato. Una semana después, con una pequeña maleta en la que cabía holgadamente mi ropa de verano, salí con alivio de la pobre mansarda que había alquilado.
Fue la primera vez desde mi llegada un par de meses antes que me sentí bien en París. En mi vida cotidiana en un barrio de la ribera derecha, cerca del cementerio del Père Lachaise, la ciudad era fragmentaria y distante: un rompecabezas que se completaba a su propio arbitrio a la salida de cada estación del Metro, un sueño luminoso y gregario del que tarde o temprano terminaba por despertar sin más compañía que mis recuerdos en la vigilia estrecha y oscura de mi habitación. El departamento de don Mateo, a dos cuadras de la iglesia de Saint-Germain-des-Près, me trasladó a una nueva ciudad continua y hospitalaria en la que todo estaba al alcance de una breve caminata, pero también una ciudad fiel a la que podía sustraerme sin remordimientos pues sus colores y sus voces seguían llegándome por las ventanas y para recuperarlos me bastaba con franquear de nuevo la puerta.
Mientras estuve en casa de don Mateo traté de ir a diario al Louvre. Diez minutos de caminar por la calle en donde vivía me dejaban a la orilla del Sena, frente al museo. Llegaba antes de que abrieran las puertas y entraba con los primeros turistas. A más tardar a mediodía los cuadros quedaban sepultados bajo una avalancha de cabezas que se precipitaban a leer los títulos, a ver de cerca una pincelada, a tomar una fotografía. Entonces yo regresaba a la calle. Algunas veces caminaba un rato en los muelles del río o erraba frente a los escaparates del bulevar Saint-Germain, pero casi siempre volvía directamente a casa de don Mateo a trabajar. Digo trabajar como podía haber dicho: entretenerme. Uno de los cuadros que iba a ver al Louvre me había sugerido un cuento y aunque nunca me había atrevido en el género no podía dejar de escribir.
Sé que mis palabras no darán ni siquiera un remedo de lo que se experimenta al ver esa tela, pero describirla es indispensable en esta