Cocos y hadas Cuentos para ninas y ninos
Por Julia de Asensi
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Publicados por primera vez en 1899, los cuentos de Cocos y Hadas tienen esa ternura y esa magia infantil que los hace intemporales.
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Cocos y hadas Cuentos para ninas y ninos - Julia de Asensi
978-963-526-911-2
El coco azul
Teresa era mucho menor que sus hermanos Eugenio y Sofía y sin duda por eso la mimaban tanto sus padres. Había nacido cuando Víctor y Enriqueta no esperaban tener ya más hijos y, aunque no la quisieran mas que a los otros, la habían educado mucho peor. No era la niña mala, pero sí voluntariosa y abusaba de aquellas ventajas que tenía el ser la primera en su casa cuando debía de ser la última.
A causa de eso Eugenio no la quería tanto como a Sofía; ésta, en cambio, repartía por igual su afecto entre sus dos hermanos.
Cuando Teresa hacía alguna cosa que no era del agrado de Eugenio, él la amenazaba con el coco y pintaba muñecos que ponía en la alcoba de su hermana menor para asustarla.
Teresa tenía miedo de todo y sólo Eugenio era el que procuraba vencer su frecuente e incomprensible terror.
No se le podía contar ningún cuento de duendes ni de hadas, ni hablarle de ningún peligro de esos que son continuos e inevitables en la vida. Los padres se disgustaban con que tal hiciera, y sólo su hermano procuraba corregirla por el bien de ella y el de todos, esperando aprovechar la primera ocasión que se presentase para lograrlo.
Rompía los juguetes de su hermana sin que nadie la riñese y Sofía había guardado los que le quedaban, que aun eran muchos y muy bonitos, donde Teresa no los pudiera coger.
-El día que seas buena te los daré todos, le decía.
-Y cuando seas valiente yo te compraré otros, añadía Eugenio.
Teresa se quedaba meditabunda durante largo rato, sin hallar el medio de complacerles.
No tenía ella la culpa de ser tan miedosa, bien hubiera querido vencer sus temores para evitar las burlas de sus hermanos y de sus amigas. Si salía a paseo, tenía que volver a su casa antes que anocheciera y era preciso llevarla a sitios muy concurridos. Si un hombre la miraba, creía que le iba a robar; si un perro corría a lo lejos, se figuraba que era un animal desconocido y de colosal altura. Si se despertaba de noche y veía por la entornada puerta la luz de la lámpara de una habitación próxima, imaginando que había fuego en la casa, saltaba con precipitación de la cama pidiendo socorro.
No podía estar sola jamás, ni ir a buscar ningún objeto a otro cuarto sin que la acompañasen.
En su misma alcoba tenía que dormir una buena mujer que había sido su nodriza y continuó después al servicio de los padres de Teresa. Quería tanto a la niña que dormía muy poco para poder vigilar su sueño, despertarla si le atormentaba alguna pesadilla o acostarla con ella si estaba desvelada por el miedo.
Habiendo caído enferma la madre de Teresa y no bastando los criados de la casa para velar por si algo se ofrecía, mientras acompañaban a la paciente su marido y otras personas de la familia, forzoso fue que la nodriza entrara también en turno para aquel servicio. Ella se quedaba vestida junto a la cama de la niña que, sabiendo que estaba allí a su lado, no tenía cuidado de ningún género.
Una noche, el padre de Teresa llamó desde fuera a la antigua criada, que se apresuro a salir.
-Hay que ir a la botica, le dijo su amo, se ha concluido una de las medicinas y dice el doctor que es preciso traer más.
La excelente mujer comprendió que no podía desobedecer aquella orden; miró a la niña, que dormía con la mayor tranquilidad, se abrigó