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El libro de memory
El libro de memory
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El libro de memory

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"La historia que me has pedido que te cuente no comienza con la conmovedora fealdad de la muerte de Lloyd. Comienza un día de agosto de hace mucho tiempo, cuando el sol me abrasaba la cara y yo tenía nueve años, y mi padre y mi madre me vendieron a un desconocido. Digo mi padre y mi madre, pero en realidad fue mi madre..."
La narradora de El libro de Memory es una mujer albina que languidece en la prisión de máxima seguridad de Chikurubi, en Harare, Zimbabue, donde está encarcelada por asesinato. Como parte de su apelación, su abogada le pide a Memory que escriba a una periodista americana interesada en su caso todo lo que sucedió tal y como ella lo recuerda. En su país la pena de muerte es preceptiva en casos de asesinato, y Memory escribe literalmente para salvar su vida. A medida que se despliega la narración de su vida, cuajada de un sorprendente sentido del humor, sabemos que ha sido juzgada y condenada por el asesinato de Lloyd Hendricks, su padre adoptivo. Pero, ¿quién era Lloyd Hendricks? ¿Por qué Memory no siente remordimientos por su muerte? Y, ¿sucedió todo tal y como ella lo recuerda?
Moviéndose entre las barriadas de los negros pobres y las zonas residenciales de los blancos ricos, entre pasado y presente, Memory va tejiendo un relato fascinante en el que se entrelazan el amor, la obsesión, la inevitabilidad del destino y las trampas de la memoria.
NOVELA FINALISTA DE LOS PREMIOS BAILEYS WOMEN'S PRIZE FOR FICTION Y PRIX FEMINA 2016.
Esta primera novela de Petina Gappah ofrece una historia exótica y cargada de simbolismo y emotividad, de lectura sencilla y amena, que permite adentrarse en un contexto social y cultural alejado de nuestra realidad cotidiana, pero con algunas semejanzas en la naturaleza humana que hace que podamos empatizar con la protagonista, su historia y su memoria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2017
ISBN9788491390602
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    Vista previa del libro

    El libro de memory - Petina Gappah

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    El libro de Memory

    Título original: The Book of Memory

    © 2015, Petina Gappah

    © 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    Traducción del inglés de Victoria Horrillo Ledesma

    La letra de la canción Black September de Master Chivero se ha reproducido con el permiso de Master Chivero Estate y gracias a la amable colaboración de la Zimbabue Music Rights Association.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: Lookatcia.com

    ISBN: 978-84-9139-060-2

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Dedicatoria

    Cita

    Primera parte. Calle Mharapara, n.º 1468

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Segunda parte. Summer Madness

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Tercera parte. Chikurubi

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Agradecimientos

    Este libro está dedicado con todo mi cariño a Lee Brackstone, que me trajo a casa.

    «Se mece la cuna sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una fugaz rendija de luz entre dos oscuridades infinitas».

    Vladimir Nabokov, Habla, memoria

    Primera parte

    Calle Mharapara, n.º 1468

    1

    La historia que me has pedido que te cuente no comienza con la espantosa muerte de Lloyd. Comienza un día de agosto de hace mucho tiempo, cuando el sol me abrasaba la cara y yo tenía nueve años, y mi padre y mi madre me vendieron a un desconocido.

    Digo mi padre y mi padre, pero en realidad fue mi madre. Los veo ahora como los vi entonces, el día que conocimos a Lloyd. Llevan la ropa que se ponían para ir a la iglesia los domingos o cuando íbamos a la ciudad a mirar escaparates, porque, si vas a entregar a tu hija a un perfecto desconocido, tienes que ponerte de punta en blanco.

    Mi madre luce un vestido blanco estampado con grandes amapolas rojas. Alrededor de la cintura lleva un cinturón de la misma tela, y en la cabeza un sombrero rojo con flor de plástico. El bolso y los zapatos son blancos. Mi padre viste pantalón y camisa de safari, de un color del que ya no me acuerdo. O puede que no, puede que el traje de safari se lo haya puesto yo porque era lo que solían llevar los hombres en aquellos tiempos. El pelo le brilla engominado.

    Para mí era un día de fiesta. Me había puesto mi vestido preferido, un vestidito blanco de blonda con cinturón morado, mi vestido de Navidad del año anterior. Estaba en la ciudad, lejos del alcance de Nhau, mi bestia negra del patio de recreo, que me atormentaba igual en casa que en la escuela porque vivíamos en la misma calle. Estaba en la ciudad con mi padre, que me daba la mano mientras caminábamos y me sentía feliz por tenerlo para mí sola, porque una de mis hermanas estaba en el colegio y la otra había muerto hacía poco.

    Para colmar mi dicha, una señora blanca se nos acercó en la sección de chocolates de los grandes almacenes mientras íbamos hacia los ascensores. Llevaba unas gafas cuya montura se alargaba hacia arriba en punta a ambos lados de su cara y que distorsionaban sus ojos, como si se vieran a través de una de esas botellas de leche con el tapón de oro y plata que comprábamos en las tiendas.

    —Parece un ángel. ¿Verdad que es un ángel? —dijo.

    Me dio una moneda de un dólar. La noté grande y ajena en la mano.

    Ese recuerdo me trae a la memoria otro anterior, el de una moneda de veinticinco centavos que me dio una enfermera una vez que lloré mucho cuando me pusieron una inyección en Gomo, el hospital público para pobres. Me compré dulces y Nhau me convenció para que los plantara en la calle, enfrente de su casa. Dijo que crecerían y que se convertirían en un árbol de golosinas.

    Desde la sección de chocolates de la planta baja fuimos andando hasta el ascensor. Un hombre con un uniforme marrón y una cicatriz muy grande que le cruzaba la cara anunciaba cada piso según llegábamos a él.

    —Tercera planta, juguetes, ropa de niño y cafetería —dijo cuando salimos del ascensor.

    Nos sentamos mis padres y yo a un lado de un reservado con mesa. Una abeja revoloteó un momento sobre mi vaso de refresco de cereza y luego se cayó en el líquido morado y burbujeante. Intenté que se fuera volando pero tenía las alas mojadas y pegajosas y se trastabillaba con las burbujas. Además del refresco había helado, un helado grande y complicado que me compró Lloyd (él estaba sentado al otro lado de la mesa del reservado), con un plátano enterito y rociado con bolitas de tutifruti.

    Recuerdo también las primeras palabras que me dijo Lloyd.

    —Habla, Mnemosine —dijo.

    Yo entonces no podía saber que estaba bromeando, ni que Mnemosine era otra forma de decir mi nombre, Memory. Pero quizás esté confundiendo ese momento con el segundo día que lo vi, el día que me llevó a su coche y a mi nueva vida.

    Podría empezar también hablándote de Lloyd. Podría empezar diciendo que yo no lo maté.

    —El asesinato —dijo el fiscal que expuso el caso ante la Corte Suprema— es el homicidio intencionado y contrario a la ley, de un ser humano que en el momento de los hechos estaba vivo.

    Después de que viniera a por mí la policía la noche en que murió, después de que me detuvieran y me llevaran a la comisaría de Highlands, cuando llevaba ya tres días sin comer ni beber y me había quedado ronca y se me había secado el tuétano de tanto llorar (por Lloyd, me decía yo, aunque en realidad era por miedo por lo que lloraba), después de que volvieran los sueños, les dije lo que querían oír.

    La incredulidad les hizo estallar en carcajadas.

    —Dinos la verdad, nada más. Eras su amiguita y él tu amiguito. Era un viejo ricachón y te mantenía. Dinos la verdad, que lo mataste por el dinero.

    Es curioso, las ideas tan peregrinas que se te vienen a la cabeza en un momento así. Al mirar al policía que dirigía el interrogatorio, me fijé en que, con aquellos ojos saltones, miraba como una gárgola borracha desde un edificio público.

    —O a lo mejor te obligaba a hacerle guarradas en la cama. Este es un caso serio, no es cosa de risa.

    Su risa pastosa retumbó en la sala. Los dos grandes hoyuelos que aparecieron en sus mejillas produjeron una transformación sorprendente. La gárgola se convirtió de pronto en querubín.

    —Fue por el dinero, ¿verdad? Tienen demasiado, esos blancos —dijo su compañera, una mujer recia vestida con un uniforme descolorido que parecía a punto de estallar cada vez que se movía. Ya se le había caído un botón de la chaqueta.

    Yo no podía quitar ojo a los rulos de plástico rosa de su pelo. A pesar de lo angustiada que estaba, me dio por pensar que seguro que aquellos rulos de plástico (eran de esos con pinchos que se colocaban clavándose en el pelo con afiladas agujas de plástico) ya no se fabricaban.

    —Una jovencita guapa como tú —añadió la mujer—. No estás nada mal, si no fuera por lo de… Bueno, ya sabes. Seguro que sabes valerte sola, eso no voy a negarlo. Pero, francamente, ¿por qué si no ibas a vivir con un hombre blanco así, tú sola, solos los dos en esa casona?

    Se metió el pulgar derecho en el orificio izquierdo de la nariz mientras hablaba.

    Yo repetí lo que les había dicho.

    —Vivía con Lloyd Hendricks porque mis padres me vendieron a él cuando era pequeña.

    Comprendí mientras lo iba diciendo que nadie iba a creerme, ¿y por qué iban a hacerlo si hasta a mí me costaba creerlo, si llevaba toda la vida esforzándome por comprenderlo? Desde el momento en que vi a mi madre guardarse en el sujetador el dinero que le dio Lloyd, desde el instante en que Lloyd cerró la puerta del coche conmigo dentro, no he dejado de preguntarme cómo tuvieron mis padres el valor de hacerlo.

    —Mis padres me vendieron a ese hombre —repetí.

    La agente Rulos miró al agente Hoyuelos y se rio.

    —¿De qué está hablando? —preguntó. Con el dedo índice se desprendió un moco seco del pulgar—. En este país no vendemos a los niños —afirmó—. ¿Qué estás diciendo?

    Se oyó un fuerte chirrido cuando empujó hacia atrás su silla y salió de la sala. Su voz nos llegó desde el pasillo.

    Huyai mundinzwirewo zvirimuno.

    A aquella señal suya, la habitación se llenó de policías. Mientras se agolpaban a mi alrededor riendo burlones y hablando en voz alta, comprendí que no habría forma de convencerlos. Y si no creían aquella verdad elemental, ¿cómo iba a convencerlos de que estaba diciendo la verdad sobre la muerte de Lloyd? ¿Hasta qué punto tenían imaginación suficiente aquellas personas —aquellos hombres y mujeres de uniforme marrón y gris, aquella señora con sus rulos rosas y sus costuras a punto de reventar, aquel hombre que sonreía lascivamente pensando en las guarradas que hacían los ricachones blancos— para comprender el horror que siguió al instante en que encontré muerto a Lloyd?

    Lloyd rara vez hablaba abiertamente de cómo fui a vivir con él. Cuando se refería a ese tema siempre lo hacía con eufemismos. Decía que me había «acogido», que me había «dado un hogar»: el ricachón de buen corazón que adoptaba a una pobre niña negra, el jovial Cheeryble dando techo y sustento a la desagradecida huérfana dickensiana, si no fuera porque en realidad el hombre blanco había comprado a la niña negra. Negra, claro, de no ser por lo de… «bueno, ya sabes», como había dicho la agente Rulos. Por esa peculiaridad que me convierte en negra y en no negra, en blanca sin serlo. Fue así, tal y como voy a contártelo.

    2

    Debería tener miedo. Debería tener pesadillas, despertarme por las noches empapada en sudor. Debería tener palpitaciones, falta de apetito, una cagalera constante.

    Y he tenido miedo. Aquellos primeros días, mientras esperaba el juicio y cuando me denegaron la fianza, compartí celda con Mavis Munongwa, la única mujer aparte de mí que está aquí por asesinato. Fue antes de que me dieran una celda para mí sola.

    Me tapaba los oídos cuando Mavis se ponía a gritar los nombres de los niños a los que había matado. A veces me daba miedo cerrar los ojos y quedarme dormida. Pero ni siquiera entonces el miedo me dominaba por completo. Me mantenía aislada la sensación de que nada de aquello era real. De que no era cierto. De que era demasiado absurdo para ser verdad.

    Todavía ahora me asusto a veces, pero es casi siempre en sueños cuando me asalta el miedo, y entonces siento que me ahogo y me despierto sobresaltada. Quitando esos sueños, duermo bien, o todo lo bien que puedo dormir en una cama de la cárcel, en una celda cuyas dimensiones no alcanzan las establecidas por los tratados internacionales acerca del trato humanitario y digno a los reclusos. Como bien, o al menos todo lo bien que puedo comer teniendo en cuenta lo mala que es la comida aquí.

    Estoy, sobre todo, aburrida. Todo lo que se hace muchas veces, aunque sea esperar la propia muerte, acaba por convertirse en rutina.

    Escribo esto en mi celda porque Loveness ha dejado que me traiga los cuadernos y los bolígrafos. Han pasado tres semanas desde que me diste los cuadernos y empecé a escribir. Fuiste mi primera visita del exterior. Y también, claro, la primera visita del extranjero que ha tenido cualquiera de nosotras. Incluso aquí, en Chikurubi, como en el resto de Zimbabue, valoramos por encima de todo las cosas que vienen de fuera. Bueno, puede que Synodia, la supervisora jefe, no.

    Loveness y Synodia hablaron de ti cuando me marché. Estaban muy sorprendidas porque una periodista blanca —así te llamó Loveness— hubiera venido nada menos que desde Estados Unidos solo para hablar con una asesina como yo. Synodia me quitó la tarjeta que dejaste y leyó tu nombre y tu dirección como si fueran mentiras que me había inventado solo para fastidiarla.

    —Linda Carter —dijo mientras leía la tarjeta pasando el pulgar por las letras—. ¿Quién es esa Linda Carter?

    —Es Melinda Carter —contesté—. Es una periodista que vive en Washington, en América.

    Synodia torció el gesto en una mueca de incredulidad.

    Buelinda, Buelinda —dijo, y me tiró la tarjeta—. Buashington, Buashington. ¿América se come? He dicho que si América se come. Porque si se come, vas a comértela hasta que estés harta de ella. Buamérica, Buamérica.

    Yo a estas cosas las llamo Declaraciones Sinódicas. No me cabe duda de que para ella tienen perfecto sentido cuando las formula, pero lo pierden por completo cuando las expresa en voz alta.

    Fuiste la primera visita que he tenido, aparte de mi abogada, Vernah Sithole. Mi primera visita del exterior en los dos años, tres meses, siete días y trece horas que llevaba aquí. Hasta que Vernah se interesó por mi caso, la única persona de fuera a la que veía era la mujer de la asociación benéfica.

    Fue idea de Vernah que te contara mi historia. Antes de que te mandara a entrevistarme, me dijo que tenía que escribir detalladamente todo lo que recordaba, que debía poner por escrito todo lo que pudiera dar un cariz favorable al caso.

    —Es importante para la apelación —me dijo—. Es importante porque la pena de muerte es preceptiva en casos de asesinato, y tenemos que encontrar circunstancias atenuantes. Es la única forma de cambiar la sentencia.

    Aquí las apelaciones no entran en una especie de bucle infinito como ocurre en Estados Unidos. Y no hay ninguna autoridad que conceda clemencia en el último y dramático instante. Solo dispongo de una apelación, ante el Tribunal Supremo. Vernah ha recurrido tanto el veredicto como la condena. Los jueces pueden hacer tres cosas: pueden confirmar el veredicto y mantener la condena; confirmar el veredicto y anular la condena; y —esto sería lo mejor de todo— anular tanto el veredicto como la condena.

    Fíjate, yo usando esa jerga de abogados… Me he convertido en una experta en mi propio caso. Tal vez no estaría aquí hoy si Vernah se hubiera encargado de mi defensa cuando me detuvieron, o si me hubiera representado en el juicio. En realidad, no tuve letrado. Cuando confesé que había matado a Lloyd, llevaba días sin comer ni dormir. Otro motivo por el que Vernah está convencida de que mi apelación saldrá adelante.

    Como te decía, fue idea de Vernah que te escribiera.

    —Escríbeselo a Melinda Carter —dijo—. Cuéntaselo todo, hasta las cosas que creas que ya sabe.

    No te imaginas lo raro que se me hace dirigirme a ti. Como cualquier persona que haya leído la revista para la que trabajas, conozco tu obra. Cada vez que compraba la revista, me saltaba las entrevistas con los famosos y los reportajes sobre la guerra de Irak y los escándalos financieros, y lo primero que leía cada mes era tu columna.

    Así que sé que tu carrera está volcada en sacar a la luz errores judiciales. Vernah me ha contado que has venido a pasar un año aquí para documentarte sobre nuestro tosco sistema judicial y escribir una serie de artículos.

    Verity Gutu, esa fuente inagotable de información a menudo irrelevante, me dijo que con Vernah Sithole estaba en buenas manos. Dijo textualmente:

    —Estás en buenas manos con esa abogada, la tal Sithole.

    Loveness me contó que en Gweru había defendido a una mujer que había tirado a su bebé por el agujero de una letrina. El bebé no sobrevivió. Se ahogó entre heces, orines y sudor rancio. Loveness me dijo que Vernah consiguió que la condenaran solo a un año de prisión y que suspendieran la sentencia.

    —Es una pena —declaró el juez— que la letrada haya mostrado más remordimientos que su representada.

    Hasta que llegue el aplazamiento por el que está luchando Vernah, si es que llega, escribo esto a la sombra del patíbulo. Si el Ministerio Fiscal y el Departamento de Instituciones Penitenciarias se salen con la suya, me colgarán de una cuerda hasta que el cuello se me alargue hasta el punto de romperse o seccionarse y se me abran los esfínteres y mi vida se extinga, me harán un funeral para pobres y me enterrarán en una tumba anónima.

    Hoy he estado pensando en eso que me preguntaste en nuestro segundo encuentro: en por qué ningún periodista de aquí se ha interesado por mi caso. Antes, cuando era menos descreída, te habría respondido que hay otras cosas más importantes: quién va a ganar las elecciones, quién será el próximo en gobernar, quién ha matado a su mujer con tal o cual objeto contundente, quién ganará Gran Hermano África, los resultados del fútbol y el críquet, y misteriosos sucesos relacionados con la brujería, el saqueo de tumbas, los duendes y el mal de ojo.

    En muchos sentidos me alegro de que nadie se haya interesado por contar mi historia. Al principio, cuando los periódicos informaron de la muerte de Lloyd, se centraron en mi característica peculiar como pasaba siempre en el barrio donde vivía antes de que me comprara Lloyd. Había una sinceridad brutal en cómo veían los niños a cualquiera que fuera distinto. Si veían a una persona sin piernas no decían que esa persona vivía sin piernas, o sin vista si era ciega. Gritaban hona chirema, hona bofu, «vamos a ver al tullido, vamos a ver al ciego», llamando la atención sobre cada deficiencia.

    Su actitud estaba implícitamente arraigada en el propio lenguaje. La palabra bofu pertenece a la quinta clase de sustantivos, los que denotan cosas, igual que benzi, que significa «loco». Chirema, lo mismo que chimumumu, pertenece a la séptima clase, que también denota cosas, objetos, objetos inanimados o personas incompletas o deficientes. Como murungudunhu o musope, yo me hallo, en cambio, en la primera clase de sustantivos, la de la gente normal. Pero murungudunhu es una palabra cargada de connotaciones. Como murungudunhu, soy una mujer negra imbuida no con la blancura del murungu, es decir, del privilegio, sino del dunhu, de lo ridículo y lo falso: una blancura abominable.

    Al principio pensé que poner todo esto por escrito sería difícil, pero los recuerdos inundan mi mente más deprisa de lo que soy capaz de anotarlos. Los pies de Mobhi, con la tierra de la calle Mharapara pegada a las plantas, sobresaliendo del cubo donde murió. Las filigranas de los rayos sobre las colinas de Umwinsidale. Las risas de Lloyd y Zenzo convirtiéndose en la voz del Bautista, que me ordena rechazar a Satanás. Las aguas del Mukuvisi cerrándose sobre mi cabeza mientras grito de terror.

    Los recuerdos no han dejado de llegar desde que estoy aquí. Mucho antes de que Vernah Sithole me pidiera que los anotara para ti, disponía ya de un inmenso espacio en el que no podía hacer nada, salvo pensar y recordar. Aquí no hay nada que hacer durante esas doce horas muertas entre las cuatro y media de la tarde, cuando nos encierran para pasar la noche, y las cuatro y media de la mañana, cuando suena la sirena. No hay nada que leer excepto la Biblia, y como tengo mi propia celda tampoco tengo nadie con quien hablar.

    Dejan que nos llevemos la Biblia a la celda, pero a mí Synodia no suele permitírmelo. Mi sola existencia la irrita. Odia que hable inglés, que haya vivido con blancos, que haya estudiado en el extranjero, que esté aquí por asesinato.

    Así que reflexiono sobre mi vida, reconstruyo los acontecimientos que me trajeron aquí, los reorganizo y los reformulo en un bucle infinito de posibilidades hipotéticas.

    Jimmy Blue Butter envidia mi vida con Lloyd. Envidia Summer Madness, la casa que su imaginación ha transmutado en una mansión de proporciones monstruosas. Ella no entiende que alguien que vivía en semejante mansión pueda dormir tranquilamente en un colchón en el suelo de una celda o comer pan con moho verde. No entiende que pueda estar junto a las demás arreglando los pingajos del sucio almacén que llamamos la Trapería, o que pueda pasarme horas y horas de pie en la lavandería lavando y planchando la ropa de las guardias, que se empeñan en que las llamemos con el término cariñoso de mbuya incluso cuando ejercen sobre nosotras su mezquina tiranía.

    Me gustaría decirle que la pobreza no me asusta porque la conozco y me he sobrepuesto a ella. Quiero decírselo, pero no estoy segura de que vaya a entenderlo, de que comprenda que hasta las grandes mansiones ocultan miserias. Me gustaría decirle que esas grandes mansiones ocultan, en realidad, más miserias porque en ellas caben más.

    3

    A veces todavía me acuerdo de ellos, de mi padre y mi madre. Vienen a interrumpir el ritmo de mis momentos de vigilia: aparecen inoportunamente cuando estoy en la lavandería o en la Trapería, o antes de desayunar, cuando estoy cantando himnos dirigida por Synodia. Me asaltan en el jardín de la prisión, cuando estoy pensando en otra cosa y no he requerido su presencia. Vienen con mis hermanas: Joy, a la que llamábamos Joyi, y Moreblessings, llamada Mobhi. Vienen con mi hermano Gift, a quien llamábamos Givhi.

    Hasta que te pones a escribir la historia de tu vida no te das cuenta de lo difícil que es plasmar el principio. Ojalá pudiera empezar de la manera tradicional, hablándote de mi padre y de mi madre y de cómo se conocieron y de quiénes eran sus padres y todos sus ancestros, pero no puedo. Antes de que me vendieran a Lloyd y me marchara a vivir a otro sitio, no sabía nada de ellos, excepto que eran mi padre y mi madre.

    Aquí, el ritual de la autobiografía oral consiste en presentar y dar comienzo a la narración señalando la posición que una ocupa dentro de su familia. «Soy la mayor de siete hermanos». «En mi familia somos cuatro hermanos y yo soy la menor». «Somos siete, y yo soy la mediana. Dos de mis hermanos murieron, así que solo quedamos cinco». La identidad comienza con esa frase: soy la mayor, la mediana, la cuarta, la segunda, la última.

    Así que quizá debería empezar por ahí. Éramos tres hermanos y yo fui la segunda. La mayor era mi hermana Joyi, lo cual es en realidad un error, porque Joyi era la mayor de los que vivíamos pero no la primogénita. Ese honor sagrado, el de ser el primero y concederles a mis padres el nombre por el que se les conocería desde entonces, le correspondía a Gift, mi hermano muerto.

    A mis padres los llamaban MaiGivhi y

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