Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El verano de nunca acabar
El verano de nunca acabar
El verano de nunca acabar
Libro electrónico263 páginas3 horas

El verano de nunca acabar

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"El verano de nunca acabar" es una sátira sobre el frentismo patrio que trata con la misma irreverencia y el mismo afecto a rojos y fachas, carcas y progres. Una novela feroz, hilarante y bienintencionada para lectores de cualquier pelaje.
Ochenta años después de la Guerra Civil, una familia de la izquierda caviar y otra de la derecha ultramontana descubren con horror que han heredado una finca a medias. No queda más remedio que entenderse con esos otros. Entre negociaciones fallidas, intentos de estafa, rencores y garrotazos, Chaplin, un okupa amante de las tradiciones y Jimena, una broker con vocación de saltimbanqui, serán la última y disparatada posibilidad de reconciliación de las dos Españas.
Aborda desde el humor un tema muy serio: enfrentameinto entre las llamadas dos Españas que parece lejos de superarse.
Libros de arena
Desde el primer momento (la publicación de sus esquelas en el ABC y El País, respectivamente), el lector encontrará una hilarante sucesión de situaciones y encontronazos plagados de tics propio de las dos ideologías enfrentadas: la caza contra el karma, la religiosidad de misa de nueve contra el laicismo más recalcitrante, el broker contra el okupa, los taurinos contra los anti… Toda una caricatura del frentismo contada a ritmo trepidante que se lee del tirón y sin perder nunca la sonrisa.
Paisaje urbano
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2017
ISBN9788491390640
El verano de nunca acabar

Relacionado con El verano de nunca acabar

Títulos en esta serie (35)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El verano de nunca acabar

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El verano de nunca acabar - Margarita Melgar

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    El verano de nunca acabar

    © 2016, Margarita Melgar

    © 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: Lookatcia

    Imagen de cubierta: Getty Images

    www.harpercollinsiberica.com

    ISBN: 978-84-9139-064-0

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Dedicatoria

    El verano de nunca acabar

    Agradecimientos

    A mis hermanos

    18 de junio de 2016, 23:30h. Residencia Parquenuevo. Azotea.

    27 °C, 57 % de humedad, cielos despejados, brisa moderada.

    La luz de la luna bañaba el edificio y se mezclaba con el fulgor azulado del rótulo de neón. Parquenuevo, decía, pero por un desafortunado diseño de las letras se leía «Pardehuevo». La azotea, desierta salvo por ellos dos, parecía una isla suspendida entre el mar y el cielo, con pararrayos en vez de palmeras y con el rumor lejano de la M40 como un oleaje suave. Hasta el aliento mecánico del compresor del aire acondicionado se convertía en brisa si desconectaban sus audífonos. Claro que si los desconectaban tampoco oirían la voz de Fred Astaire que sonaba desde el iPad.

    Heaven, I’m in heaven, and my heart beats so that I can hardly speak…

    Carlos cogió la botella de champán. Pilar pensó que estaba guapísimo, con su camisa de lino granate de cuello Mao y esa barba de curtido lobo de mar. Ella llevaba un chal con flecos que recordaba al ondeante vestido de plumas de Ginger Rogers en Sombrero de copa, ese que a Fred Astaire le hacía pensar en un pollo perseguido por un coyote.

    And I seem to find the happiness I seek when we’re out together dancing cheek to cheek…

    Pilar sujetó las dos copas intentando controlar el temblor que, por primera vez en mucho tiempo, no era solo por el párkinson. Era, sobre todo, ilusión: una ilusión desbordante que hacía brillar sus ojos verde gris. «Oceánicos», los había llamado él desde el primer día.

    Oh I love to climb a mountain and to reach the highest peak but I don’t enjoy it half as much as dancing cheek to cheek…

    El descorche del champán resonó como una bomba en el marcapasos de él y en los implantes bucales de ella, pero no derramaron ni una gota.

    —Por el futuro —brindaron.

    Porque Carlos y Pilar eran igual de viejos que de optimistas. Faltaba poco para el ochenta aniversario de su flechazo, y su amor era tan grande y apasionado como aquel lejano primer día. Que durante setenta y nueve años y medio no se hubieran visto el pelo no restaba ningún mérito a la tenacidad de su romance.

    Carlos abrió los brazos, invitándola a bailar.

    Dance with me I want my arms about you…

    Pilar dudó si descalzarse —sus sandalias de medio tacón no eran las más adecuadas para la pista de baile, y no quería romperse otra vez la cadera—, pero finalmente pensó que la fortuna ayuda a los valientes y se acercó a él con confianza. Juntaron sus mejillas, con los ojos cerrados. Al principio solo se balanceaban un poquito, sin levantar los pies del suelo, luego se animaron a dar un paso lateral a la izquierda, otros dos a la derecha. Bailaron suavemente entre los pararrayos y alrededor de la antena parabólica. Se fueron viniendo arriba.

    The charm about you will carry me thorugh to heaven…

    Él hizo un par de pasos de claqué, ella giró como una peonza escuálida, haciendo revolotear su vaporoso chal, y volvieron a abrazarse al borde del terrado. Un giro, y otro giro, y ella se inclinó hacia atrás y casi describió un medio círculo con su espalda, con la mano derecha de él en su talle, sobre el fino vestido de verano. Se quedaron así unos instantes, la mirada oceánica de ella en la sonrisa de él, inclinándose a besarla. Justo cuando sus labios se rozaban a ella le patinó un tacón, él trastabilló, ella se le escurrió del abrazo, él intentó sujetarla pero solo pudo agarrar un puñado de flecos de su chal, y los dos se precipitaron al vacío. Un vuelo de cuatro pisos que los mató en el acto.

    I’m in heaven… La voz de Fred Astaire, desde el iPad, seguía sonando después del porrazo.

    19 de junio de 2016, 02:50h. Residencia Parquenuevo. Apartamento 14.

    Santoral del día: Mártires san Gaudencio y san Culmacio, obispo y diácono, amigos y compañeros en la vida y en la muerte.

    La enfermera les abrió la puerta del apartamento asistido de Pilar con aire solemne. Porque la ocasión lo requería, y también porque le había impresionado el uniforme de gala de la Armada que llevaba José Antonio, con guantes y todo: era que le habían avisado en mitad de la cena oficial por la jubilación del almirante García-Cascajosa.

    José Antonio, su mujer Victoria y su hija menor, Jimena, se acercaron a la cama con un sigilo innecesario: por mucho ruido que hicieran, Pilar Santamaría y Quiñón de Barros, condesa de Vega de Patos, ya no iba a despertarse.

    Al llegar junto a la cama, José Antonio no pudo contener un bufido de sorpresa: embadurnada de maquillaje, su madre era un híbrido entre indio arapahoe y transformista de cabaré.

    —Pero qué cojones… —empezó a decir.

    La esteticista de Parquenuevo, en la que no habían reparado hasta el momento, dio un tímido paso al frente, casi tragándose el chicle. La habían despertado justo después del doble batacazo, y había hecho lo que había podido por dejar a la difunta presentable. En la residencia no pensaban decir a la familia que la buena mujer se les había caído de la azotea: el médico de Parquenuevo era muy creativo con los certificados de defunción, y además el cuerpo no estaba tan chafado como el de Carlos. La versión oficial sería que había muerto durante el sueño y que se habían dado cuenta enseguida porque no dejaban de velar por sus residentes ni un segundo.

    —Mi suegra no usaba un pintalabios tan chillón —murmuró Victoria, que detestaba el conflicto y lo veía venir.

    La maquilladora, sin arredrarse, se acercó a la cama.

    —Uy, eso se arregla con un poco de papel de váter —dijo, y puso manos a la obra.

    José Antonio pegó otro respingo al oír la palabra «váter», que era espantosa en todas partes pero más a la cabecera de su madre muerta. Antes de que pudiera reaccionar, la chica se detuvo dándose cuenta de su error: solo había conseguido extenderle ese rojo furioso hasta la barbilla, y ahora parecía una vampira que hubiera muerto del empacho en plena cena.

    —Mejor déjela como la encontró —le dijo Jimena. Y la esteticista pensó que para eso tendría que tirar a la vieja por la ventana.

    Enseguida empezó la ronda de llamadas. Como Pilar había tenido siete hijos y casi treinta nietos, hubo que hacer tantas que el móvil de Jimena se quedó sin batería, y tuvo que seguir con el de su abuela. No le dio por fisgar, y por eso no vio que las últimas llamadas entrantes y salientes eran todas de un tal Carlos, con quien también tenía un chat de WhatsApp y una partida empezada de Apalabrados.

    —Yo ya firmaba. Irte al Cielo mientras duermes… —dijeron varios de sus primos, para consolarse y consolarla.

    —Solo nos queda despedirla con la misma serenidad con la que vivió y murió.

    19 de junio de 2016, 11:00h. M40.

    63 aniversario de la ejecución en la silla eléctrica de Ethel y Julius Rosenberg, primeros civiles condenados a muerte por espionaje durante la implacable caza de brujas del macartismo.

    Jean Pierre tenía una mano en el volante y la otra sobre la morena rodilla de su marido, Ravi, que llevaba bermudas. La verdad, no sabía qué hubiera hecho sin él. Ravi se había ocupado de todos los detalles prácticos: organizar el viaje desde Formentera, hablar con otros padres de la escuela para que se quedaran al pequeño Ganges, hacer las maletas… Afortunadamente, en la residencia Parquenuevo les habían facilitado todos los trámites; el cadáver de su padre ya iba hacia el crematorio y ellos se habían podido llevar las pertenencias del difunto, incluyendo su Skoda 110 de color rojo, el deportivo de la Checoslovaquia comunista que en la familia llamaban cariñosamente Sputnik. Jean Pierre suspiró un poquitín porque se sentía igual que ese coche: aparentemente aerodinámico pero en realidad viejo, un cacharro con demasiados kilómetros. Se preguntaba si, llegado el momento, sería capaz de despedirse de la vida con el mismo valor con que lo acababa de hacer su padre.

    Porque, por supuesto, ni él ni Allegra se habían creído ni por un momento lo de que la fatal caída hubiese sido un accidente.

    —Típico de Carlos, ¿no? Libre y al mando hasta el final —había dicho su hermana cuando le comunicó la noticia. A ella la había pillado en Georgetown, dando unas clases.

    —Sí. Ahora empieza a tener sentido todo ese rollo de irse a una residencia de ancianos.

    Jean Pierre se imaginaba perfectamente a Carlos caminando con decisión hasta el borde de la azotea, detenerse apenas un segundo para aspirar por última vez un buen trago de esa vida que había apurado como nadie, y lanzarse al vacío con una sonrisa. Hasta se había vestido con sus mejores galas para la ocasión, ¡qué tío!

    —Este coche es altamente contaminante, ¿no? Fíjate qué humazo más negro vamos soltando —dijo Ravi.

    Jean Pierre miró por el retrovisor y luego a su marido, de reojo. Conociéndolo como lo conocía, ya se veía aparcando en un área de servicio y llamando a un taxi. Llevaban juntos quince años, desde que coincidieron en el ashram de Swami Chaudhuridutta, en Rishikesh. Jean Pierre había llegado hasta ese templo de la sanación físico espiritual tras un derrumbe nervioso. Ravi, que era londinense de padres hindúes, acababa de licenciarse en Matemáticas en Cambridge, y había viajado a la India deseando que el encuentro con sus orígenes consiguiese lo que los números primos no habían hecho: llenar ese hueco interior. Y así fue. Jean Pierre llenó todos sus huecos y los dos regresaron a Occidente henchidos de amor y medicina holística. Siete años después, la llegada de su hijo Ganges los convirtió en una familia y en los líderes de la campaña antivacunas del archipiélago balear.

    Ravi acercó la mano a la nuca de Jean Pierre, que dudó por un momento si iba a hacerle un champisaje, el masaje ayurvédico de cabeza, o si le iba a agarrar de los pelos y exigir que frenase inmediatamente. Pero solo le acarició, sonriendo con dulzura.

    —Bueno, es muy de Carlos, lo de tener muchos humos… —dijo.

    Jean Pierre se lo agradeció besándole la mano. Que Ravi pasara por alto un delito ecológico decía mucho de su amor por su suegro. Aceleró un poco. Allegra ya había llegado a Madrid y estaba esperándole para empezar con los preparativos de la despedida que Carlos Ochoa, su padre, se merecía: por todo lo alto, tal como él vivió y murió.

    21 de junio de 2016, 10:30h. Residencia Parquenuevo.

    Audio GPS, voz de señorita amable pero firme: «Por favor, dé la vuelta ahora».

    Por el camino, Alfredo le había ido cantando los temas a Carmen con la misma entonación monocorde y levemente acelerada con la que tiempo atrás le había recitado, por ejemplo, la cuarta trebeliánica y la enajenación de los bienes fideicomitidos, que eran cosas que tenían que saberse los notarios. Ella insistía en que esta vez no hacía falta que memorizara los temas por orden y completos, que bastaba con practicar los tests. Pero doce años de oposiciones le habían dado a Alfredo —aparte de presbicia y que le clarease el pelo— rigor y disciplina: él solo sabía estudiar en serio. Ya iba por el tema tres, que empezaba: «El conductor no está solo en la vía y debe compartirla con todos aquellos usuarios que también tienen derecho a usarla. El conductor deberá adoptar las precauciones necesarias cuando se aproxime al resto de usuarios especialmente cuando estos sean niños, ancianos o impedidos».

    Al llegar a la residencia, Carmen le ofreció aparcar el coche para ir practicando, pero él no quiso arriesgarse. Desconfiaba de ese viejo Clio al que le sobraban pegatinas de la ITV y le faltaban tapacubos. Temía que, con lo gafe que era, en cuanto él se pusiera al volante se acabara de descuajeringar.

    Ella le ajustó el nudo de la corbata. Se había puesto el traje nuevo porque hasta para entregar las copias simples de un par de testamentos, con sus correspondientes minutas, había que dar buena impresión.

    —Qué pesado eres con lo de gafe, cari.

    Pero él insistió:

    —¿Y lo de Alhorín del Cerro cómo lo explicas?

    Ahí Carmen pareció dudar, pero se repuso enseguida y lo empujó hacia la recepción repitiendo su estribillo favorito: «Ya-verás-que-todo-irá-bien-cari-ya-verás».

    —Están muertos los dos —les dijo la recepcionista.

    Ya había gastado todos los eufemismos para explicarles que no podía avisar a don Carlos Ochoa ni a doña Pilar Santamaría. Pero Carmen y Alfredo seguían en pie ante el mostrador, petrificados, ella con las carpetas bajo el brazo y él apuntando a la recepcionista con una de sus flamantes tarjetas de visita.

    Carlos Ochoa y Pilar Santamaría habían sido los primeros y hasta el momento únicos clientes de su pionera notaría en los confines de una dehesa. Los dos ancianos habían firmado allí unas cuantas transacciones y sus últimas voluntades. Y al parecer seguidamente habían caído fulminados. El plan de repartir tarjetas entre los demás abueletes no parecía el mejor en aquellos momentos: Alfredo sintió que ya lo miraban como el notario de la muerte. Pero Carmen logró reiniciarse en su modo animoso y preguntó por el contacto de los familiares de Carlos y Pilar. La minuta por unos testamentos no era nada del otro mundo, pero menuda era ella con los impagos. La recepcionista lo lamentaba, pero no estaba autorizada a dar ese dato.

    —Es muy importante, señorita, no sabe lo importante que es —interrumpió Alfredo, absolutamente conmocionado.

    A Carmen le extrañó que compartiera sus ansias por cobrar, pero lo entendió cuando Alfredo la agarró de los hombros y dijo:

    —El testamento vital, cari, el testamento vital.

    Y es que Carlos y Pilar también habían firmado sus disposiciones para los últimos momentos de su vida, que incluían instrucciones para sus sepelios.

    —Lo siento pero no está en mi mano… —empezó a decir la recepcionista.

    —¿Pero no sabe ni dónde los entierran?

    —Esperen, esperen un momentito…

    La recepcionista sacó de debajo del mostrador El País del día anterior, y pasó unas cuantas páginas hasta encontrar la esquela de Carlos y señalársela con el dedo.

    —¿21 de junio? ¡Eso es hoy! ¿Dónde está Benasque? —A Alfredo le temblaba la voz de la ansiedad.

    —A 140 kilómetros de Huesca —le contestó Carmen. Por algo había trabajado seis años en el call center de Grúas Pancol mientras él estudiaba.

    —Pues hay que ir a Huesca. Ahora. Pero ¿y con Pilar qué hacemos? ¿No está ahí la esquela de Pilar?

    —¡Pero cómo va a estar ahí, qué cosas tienes! —le contestó ella, y preguntó a la recepcionista si tenía más periódicos.

    —No recibimos ninguno, este está aquí porque se lo dejó ayer una visita que…

    —¡Joder! ¡Alfredo, dame tu teléfono!

    Alfredo obedeció la orden aunque no le encontrase sentido: su chica siempre sabía lo que se hacía. Carmen siempre tenía razón. Esta vez también; después de cuatro tecleos le puso la pantalla ante los ojos: era la página de las esquelas del ABC y ahí estaba la de Pilar.

    —¿Cómo lo has sabido? —preguntó él, derretido de admiración.

    —Pues porque era condesa. Si no tenía esquela en el ABC es que no estaba muerta. ¡Me voy a Benasque! Tú te encargas del entierro de ella, espero que sea cerquita, vas en autostop o en BlaBlaCar o como quieras. Si coges un taxi, pide el recibo, que es desgravable.

    —Pero… —empezó a decir Alfredo.

    —Corre. ¿Llevas el teléfono cargado, no? Pues si te pierdes me llamas.

    Un minuto después, el Clio cruzaba casi derrapando la verja de la residencia, mientras Alfredo releía la esquela de la condesa de Vega de Patos. No decía nada del entierro, pero solo tuvo que buscar el teléfono de la parroquia de Cristo Rey Triunfal, preguntar por el párroco, explicarle la situación, volver a llamar en un rato para darle tiempo a que se enterara de dónde la enterrarían, buscar la dirección en Google Maps, coger un autobús interurbano y caminar dos kilómetros. Mientras andaba, pensando que tenía que aprobar el carné de conducir y que tenían que comprar otro coche, cayó en la cuenta de que Carmen se había llevado en el bolso los testamentos vitales con las instrucciones para el entierro. Pero confiaba en que a los familiares de Pilar les bastara su palabra.

    21 de junio de 2016, 18:00h. Entre la cumbre y la cripta.

    De Sun Tzu, El arte de la guerra: «Que la velocidad sea la del viento subterráneo y el ser compacto como lo es un bosque». (Traducido tal cual del chino).

    Con su sombrero de paja y un foulard rojo de seda al cuello, Allegra parecía una campesina que no hubiese cogido una hoz en su vida y que seguro olía a perfume. Estaba apoyada en el Sputnik, el único coche autorizado para llegar hasta el borde mismo del precipicio a pesar de las quejas de Ravi, que lo consideró un atentado innecesario contra la Madre Naturaleza. Allegra encendió un pitillo. Adoraba al marido de su hermano porque ella era muy de adorar a todo el mundo, pero a veces le daban ganas de arrancarle de las manos el hang —le costó aprender cómo se llamaba ese tambor metálico que parecía un ovni enano—, y golpearle repetidamente en la cabeza con él. Dio una calada profunda y miró la urna cubierta con la bandera republicana que habían dejado sobre el capó. Seguro que a Carlos le habría gustado estar ahí de verdad, y no solo de cenizas presente. Hacía un día radiante y todo era

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1