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La primavera en una caja de música
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La primavera en una caja de música
Libro electrónico272 páginas3 horas

La primavera en una caja de música

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Información de este libro electrónico

Cuando Nora deja su adorado trabajo en Washington tras una gran decepción, se siente perdida. Decide viajar junto a su tía abuela Annie a tierras brasileñas, lugar de nacimiento de la mujer. Allí, las tres ancianas hermanas de su abuela le contarán la historia familiar, desvelando poco a poco sus secretos, y conseguirán que tome distancia de sus problemas.
Nora conocerá a Bruno, un ingeniero que está viviendo en la vieja casa familiar y que le hará replantearse toda su existencia, incluida la convivencia con su novio. De su mano aprenderá a amar la naturaleza tal y como él la ama, y se dará cuenta de que el amor verdadero llega cuando menos te lo esperas.

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ago 2018
ISBN9788491887201
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    Vista previa del libro

    La primavera en una caja de música - Raquel Arias

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2018 Raquel Arias Suárez

    © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    La primavera en una caja de música, n.º 202 - agosto 2018

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

    I.S.B.N.: 978-84-9188-720-1

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    A mi padre, por tanto.

    1

    Plantación Everett. Carolina del Sur

    Madrugada del 6 de diciembre de 1905

    El lamento de Elinore Everett atravesó la negrura nocturna y recorrió cada estancia de la mansión, situada de forma estratégica en medio de la plantación de algodón. El humo invadía cada estancia, cubriendo los lujosos muebles y las antigüedades como un pesado velo que comenzaba a borrar las riquezas acumuladas durante años. Los ricos tejidos y los suelos de maderas nobles desaparecían engullidos por la neblina, mientras los escasos criados que aún permanecían en la casa luchaban por huir para salvar sus insignificantes vidas.

    La dama volvió a gritar, esta vez con mayor intensidad, y sus lamentos se convirtieron en alaridos, prueba fehaciente de que el fuego sanador se había ensañado con su cuerpo.

    Nadie miró atrás, ni los criados ni su propia doncella. Se escabulleron aprovechando la noche sin luna que los ocultaba al ojo humano, no al divino que tal vez había propiciado todo aquel desastre.

    Aaron Everett yacía inerte en su propio despacho, donde se había originado el incendio. Había ardido junto a sus preciados documentos de compraventa, que tantos desvelos le habían causado. Horas antes se vanagloriaba de sus decisiones, que le habían llevado a convertirse en uno de los hombres más ricos del estado. Sus fábricas textiles le proporcionaban ingresos cada vez más elevados, otorgándole un estilo de vida lleno de privilegios.

    Las mellizas, de pocas semanas de vida, ni siquiera lloriquearon. El humo actuó como un sedante, accediendo a su dormitorio con exagerada lentitud hasta transportarlas con facilidad al otro mundo. Las cunas, desprovistas ya de vida, se consumieron entre las llamas anaranjadas, convirtiéndose muy pronto en cenizas.

    El pequeño Adrien despertó tras el primer chillido de su madre, con la frente perlada de sudor tras regresar de una horrible pesadilla. Por un momento no supo si continuaba soñando, y observó su dormitorio sin pestañear. Se incorporó en su lecho y corrió para acudir en auxilio de Elinore, pero la puerta no se abrió. Alguien se había asegurado de que estuviera bien cerrada con llave, al igual que el resto de aposentos.

    —¡Madre! —llamó, a la vez que aporreaba la gruesa madera tallada con sus puños. Comenzó a propinarle puntapiés al comprobar que nadie respondía a sus llamadas de socorro, pero se detuvo petrificado al observar el humo accediendo por la rendija inferior.

    Adrien se apartó de forma instintiva, como si aquella bruma de olor ligeramente picante le hubiese quemado la punta de los dedos de sus pies descalzos. Sin apenas comprender el grave peligro que le acechaba, se dio la vuelta y se abalanzó sobre la ventana. Tiró de ella, pero estaba atascada. Lo intentó de nuevo, hasta hacerse daño en las yemas de los dedos. Miró aterrorizado hacia la puerta. El humo la cubría casi por completo, convirtiéndola en una borrosa mancha blanquecina.

    —¡Que alguien me ayude! —gritó, justo antes de cubrirse los oídos con las manos para no escuchar más los alaridos de dolor de su madre.

    Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y se acurrucó bajo el alféizar de la ventana. Comenzó a tararear la nana que su nodriza le cantaba durante las noches de tormenta, cuando el pavor se instalaba en su cuerpecito.

    Podía vislumbrar por debajo de la puerta el juego de luces anaranjadas y rojizas que se acercaba por el pasillo. Los destellos parecían danzar, sin prisa por llegar hasta su cuarto. Tarareó con más fuerza, mientras se cubría los oídos hasta hacerse daño. ¿Dónde estaría su padre? ¿Habría sucumbido al fuego al igual que su madre? Los ojos le escocían, envuelto ya por completo en aquel humo asfixiante. Tosió, intentando que el escaso oxígeno que quedaba en aquella estancia accediera a sus pulmones. Recordó a sus hermanas, Margaret y Virginia, que dormían en otro cuarto no muy lejos de allí.

    La puerta se consumió, al igual que todo cuanto el incendio había encontrado a su paso.

    «Canta, Adrien, canta. Los temores se marcharán», se dijo a sí mismo, justo antes de desplomarse. Ni siquiera le dolió el golpe en la cabeza contra los lustrosos listones de madera del suelo; ya no podía sentir dolor alguno. Las lenguas de fuego hipnotizadoras le cegaron, pero no cerró los ojos. Quería presenciar su hipnótico baile hasta el momento en que lo atraparan.

    Cuando por fin sus párpados cayeron, apenas pudo sentir la mano que tiró de él hacia el centro mismo del incendio. Justo después, todo se volvió oscuridad.

    2

    Nueva York, mayo de 2016

    La notificación de un nuevo correo sobresaltó a Nora, que daba los últimos retoques a su maquillaje frente al espejo. Recogió el lápiz de labios en su neceser floreado, cerró la cremallera con rapidez para guardarlo en la maleta y repasó con la vista su equipaje para verificar que no se olvidaba nada en la habitación del hotel. Abrió su portátil y el buzón de correo para constatar que acababa de recibir la documentación que esperaba y sonrió satisfecha. La operación había salido a las mil maravillas, y Richard estaría satisfecho cuando supiera que aquel pez gordo al fin era suyo. Ella solita lo había conseguido, aquel cliente formaba parte por fin de la exclusiva cartera de Wilkins and Co.

    La gruesa moqueta del pasillo mitigó el sonido de sus tacones en el recorrido hasta el ascensor, que no tardó en llegar. Nora consultó su reloj de pulsera, las siete en punto. En apenas tres horas estaría volando al sur. Regresaría a casa tras unos días de duras negociaciones que a punto habían estado de costarle la salud. Últimamente se había sentido cansada, con sueño a todas horas, pero estaba segura que tras las palmaditas en la espalda que iba a recibir por parte de su jefe cuando aterrizara en Washington todos sus males desaparecerían como por arte de magia. El ascenso era suyo.

    Las puertas de acero del ascensor se abrieron ante sus ojos y el hombre que viajaba en el interior le dedicó una amplia sonrisa. Tenía que reconocer que era muy atractivo, aunque sin duda tendría por lo menos cuatro o cinco años menos que ella. Le pareció escuchar en su mente las palabras de Bridget: «Cuando salta la chispa la edad es lo de menos». Casi pudo escuchar la risa musical de su mejor amiga, a la que, según ella, ningún hombre conseguiría hacer sentar la cabeza.

    —Buenos días —saludó Nora con una sonrisa, incapaz de dejar de imaginar lo que Bridget y su calenturienta mente le recomendarían en ese momento, y se vio obligada a contener una carcajada.

    El hombre respondió con un saludo y después comentó algo relativo al tiempo, a lo que Nora no prestó demasiada atención. Ella, al contrario que Bridget, tenía un novio al que quería y con el que vivía desde hacía siete años, y desde luego no pensaba hacer ninguna tontería.

    Ya en recepción se limitó a cancelar la cuenta y después aguardó hasta que llegó un taxi para llevarla al aeropuerto, en el que no tardó en refugiarse de la incesante lluvia.

    —Al JFK, por favor —pidió Nora mientras observaba las gruesas gotas que resbalaban por el cristal de la ventanilla del coche. Todo se desdibujaba a través del vidrio, como si la ciudad entera no fuese más que una acuarela de colores pálidos. Respiró hondo y se acomodó en el asiento, que olía a limpiador de tapicerías.

    Intentó relajarse pero le resultó imposible, el conductor llevaba la música demasiado alta y su conducción no era muy suave, de modo que abrió su agenda y revisó las citas para el resto de la semana, que no eran muy abundantes. Entonces reparó en el cumpleaños de su tía abuela Annie, ese domingo, rodeado con rotulador amarillo. Le compraría un ramo de crisantemos, que le encantaban, y le llevaría una caja de galletas de mantequilla. Aquella mujer era una auténtica golosa.

    Un agudo pitido y un frenazo la sacaron de sus divagaciones y su agenda y su teléfono móvil se precipitaron hacia la alfombrilla. Los recogió y aguardó, no sin antes intentar que su corazón recobrara el ritmo normal.

    —¡Aparta tu maldito coche del medio de la calle! —vociferó el taxista con la cabeza asomada por la ventanilla. Poco le importó la lluvia que caía con fuerza sobre ellos.

    Nora intentó ver algo a través de la luna delantera, pero solo pudo observar el frenético ritmo de los limpiaparabrisas. Más adelante un coche se había detenido en el semáforo, ahora verde, y no se movía un ápice. Por eso se habían detenido de una forma tan brusca.

    —Seguro que es un estúpido que está hablando por su teléfono móvil sin pensar un comino en los demás —se quejó el taxista, justo antes de poner el freno de mano para bajar de su vehículo con cara de pocos amigos.

    Nora le vio acercarse a la ventanilla del conductor que había despertado su ira y golpear el cristal con los nudillos. Le miró mientras aguardaba y pudo ver cómo abría la puerta del coche y se echaba las manos a la cabeza tras comprobar algo. Después regresó al taxi con rapidez, justo cuando otros conductores se dirigían al lugar para saciar su curiosidad.

    —Llame a emergencias —pidió el taxista al ver a Nora con su teléfono en la mano—. Ese hombre ha muerto.

    —¿Cómo dice? —acertó a decir Nora, abrumada.

    —Haga lo que le digo, se lo ruego.

    —¿Cariño? —dijo Nora tras entrar en casa. Abandonó su maleta junto a la puerta y se quitó los zapatos con gran placer—. Ya estoy en casa.

    —Estoy en el dormitorio —respondió una voz mitigada por la distancia.

    Nora respiró hondo y sonrió levemente. Se alegraba de estar por fin en Washington. Desde el incidente con aquel hombre en Nueva York no había logrado relajarse, impactada por la desgraciada situación. Subió las escaleras del moderno loft y asomó la nariz en la habitación, donde David se estaba cambiando de ropa.

    —Hola, cariño. Te he echado de menos —musitó él, sin demorarse en abrazarla. La besó en los labios y después se deleitó en su aroma, que tanto había extrañado.

    —Y yo a ti —reconoció ella, deslizando las palmas de sus manos por la espalda desnuda de su novio—. Ha sido una semana agotadora.

    —Pero todo ha salido como esperabas. Enhorabuena, sé cuánto deseabas ese ascenso —dijo mientras la miraba a los ojos.

    —Gracias. Aunque debo confesar que ahora mismo lo único que deseo es un buen baño —soltó mientras fruncía el ceño—. No me encuentro demasiado bien. Ha ocurrido algo de camino al aeropuerto y aún estoy conmocionada —explicó de forma atropellada mientras se deshacía de su blusa.

    —¿Y qué ha sucedido? —preguntó David mientras terminaba de abrochar los botones de su camisa.

    Nora se sentó en la cama y cruzó los pies con expresión pensativa. Aquel hombre había muerto de camino al trabajo, allí, frente a sus narices, y nadie había podido hacer nada para evitarlo. Era de locos.

    —Un hombre ha fallecido al volante de su coche esta mañana. Estaba parado en un semáforo dentro de su berlina de lujo.

    David abrió los ojos, perplejo.

    —Dios mío, qué forma tan extraña de perder la vida.

    —Desde luego. Llevaba un montón de carpetas en el asiento del copiloto, así que imagino que sería un hombre de negocios muy ocupado. Supongo que habrá sido un infarto o algo parecido.

    David tomó su americana y miró hacia su novia con expresión taciturna.

    —Sería el estrés.

    Ella asintió mientras se liberaba de las medias.

    —Estas situaciones te hacen replantearte muchas cosas. Y más teniendo en cuenta que no me he encontrado muy bien últimamente…

    —Cariño, tengo que irme —interrumpió David—. El caso McAdams va a terminar con medio bufete, y Robert me hizo prometer que me pasaría esta tarde por allí para ultimar los detalles de la declaración del lunes.

    —Pero es viernes —protestó ella, arrugando el gesto. David se inclinó y la besó fugazmente.

    —Lo sé, pero esto es importante. Tú ya tienes tu ascenso, es un hecho, y yo también quiero el mío —sentenció, sonriente—. Nos veremos más tarde.

    —¿Podremos al menos ir a cenar?

    Él negó con la cabeza con lentitud.

    —No. Cuando terminemos iré a tomar un par de copas con Anthony y Brad, nos lo hemos ganado.

    Nora asintió cabizbaja y le observó recoger su maletín y esfumarse. Ella se dedicó a desnudarse y después se sumergió en el agua caliente de la bañera. Su mente se fue lejos, y por un momento consiguió relajarse y olvidar lo sucedido en Nueva York.

    Ese domingo Nora se dirigió a la floristería y compró los crisantemos para Annie. Ya se había hecho con una preciosa caja de galletas decorada, que estaba segura le encantaría. Era su ochenta cumpleaños, y por nada del mundo iba a faltar a su cita con ella. La hermana gemela de su abuela era una mujer extraordinaria que había dedicado su vida a la literatura como maestra en un instituto y como autora. En su pequeño apartamento en el barrio de Adams Morgan había dado forma a sus más de cincuenta títulos entre novelas y cuentos, y todavía le hablaba igual de emocionada cuando ponía fin a una de sus historias.

    Cuando su abuela falleció, Nora tan solo tenía siete años, y Annie ocupó a la perfección aquel papel. Soltera y sin descendencia, los hijos y nietos de su hermana Karen pasaron a ser suyos, y los trató como tal. Ahora que todos estaban desperdigados por diferentes estados la veían muy poco, pero eso no era impedimento para que ella estuviera al tanto de todo cuanto les ocurría en su vida diaria.

    El metro la dejó en su estación casi sin darse cuenta, y después recorrió caminando el trecho que le quedaba hasta Belmont Road. Observó con aire meditabundo los edificios de ladrillo visto y las alegres flores plantadas en los parterres delanteros.

    —Buenos días, Nora —saludó una sonriente Annie, con la puerta entreabierta—. Adelante.

    —Buenos días, Annie. Feliz cumpleaños —respondió ella a la vez que le entregaba las flores y los dulces.

    —Oh, cariño. Conoces muy bien a esta vieja chocha —bromeó con satisfacción mientras la guiaba hasta el saloncito del pequeño apartamento—. Por favor, siéntate. Prepararé café.

    Annie estaba tan guapa como siempre, con uno de sus vestidos de colores alegres y su cabello blanco y ondulado recogido en un moño bajo. Parecía como si la edad se resistiese a estropear su cuerpo, y Nora la recordaba igual de enérgica que cuando era niña.

    —Y bien, ¿cómo te ha ido por Nueva York? ¿Has logrado convencer a ese cliente tan importante? —dijo mientras cacharreaba en la cocina.

    —Sí. Todo ha ido fenomenal. Estoy segura de que mañana Richard me recibirá con una alfombra roja en la oficina —reconoció sonriendo. Después respiró hondo al sentir un dolor en el pecho. Hacía días que sentía cierta presión y en ocasiones incluso pinchazos, pero lo había achacado al estrés. Paseó la mirada por el aparador repleto de fotografías familiares y ralentizó su respiración en un intento de recuperarse.

    —Esa es mi niña —añadió Annie, que regresó para sentarse en el sillón frente la ventana—. ¿Te ocurre algo, Nora? Pareces cansada.

    —No es nada. Es solo que los últimos días han sido extenuantes. La presión por que todo saliera como estaba previsto, ya sabes —afirmó Nora mientras sacudía la mano.

    El viejo reloj de cuerda de la alacena dio las once, y después enmudeció de nuevo.

    —Y ahora que sin duda has conseguido tu ascenso, ¿por qué no te tomas unos días de vacaciones y me llevas a la vieja casa en la que Karen y yo nos criamos? Sabes que hace años que quiero ir allí. Christa nos recibiría con los brazos abiertos. Mi hermana es una nostálgica que sueña con vernos a todas las hermanas reunidas, y ya que Karen no va a regresar desde allá donde se encuentre, desea que Ruby, ella y yo pasemos una temporada en la casa familiar. Se siente muy sola desde que Alfred falleció.

    —Lo comprendo, pero ahora debo centrarme más que nunca en mi carrera. No es el momento de tomarme unas vacaciones. Creo que pasar una temporada en Brasil es un lujo que no me puedo permitir. ¡El tiempo es oro!

    Annie se levantó para preparar una bandeja con el café y aprovechó para colocar algunas de las galletas que Nora le acababa de regalar en un platito de porcelana decorada con delicadas peonías.

    —Puede que esta sea la última oportunidad de vernos a todas reunidas menos a tu abuela. Ya vamos teniendo una edad y…

    —Estás estupenda, no digas tonterías. Habrá muchas oportunidades en el futuro de emprender ese viaje —interrumpió Nora mientras observaba a su tía abuela servirle el café.

    —Como quieras —zanjó Annie, sentándose con su taza—. Y dime, ¿cómo van las cosas con David? Hace siglos que no os veo juntos.

    —Bien. Está inmerso en un caso complicado. El hijo de un congresista se ha metido de nuevo en problemas y su padre no quiere que ello pueda perjudicarle en su carrera política. Últimamente David solo respira McAdams —dijo ella poniendo los ojos en blanco y resoplando—. McAdams, McAdams, McAdams.

    —Vuestras carreras son muy importantes, por Dios que lo son, pero no deberíais permitir que dominaran toda vuestra vida. En ocasiones pienso que no existe nada más para vosotros que vuestros clientes, inversores para ti y tipejos de dudosa reputación para tu novio. ¿Me equivoco?

    —Por supuesto que te equivocas. Nuestro tiempo libre es escaso, pero lo disfrutamos plenamente. De hecho ya estamos planeando nuestras vacaciones de verano. David quiere que vayamos a las Seychelles.

    —De acuerdo, Nora. Me tranquiliza escuchar eso. No quisiera que perdieras de vista el verdadero valor de las cosas, y no me refiero a las materiales —añadió con una sonrisa cargada de ternura. Acarició el dorso de

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