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En carne y hueso
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Libro electrónico251 páginas5 horas

En carne y hueso

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¿Aceptarías la soledad y el dolor a cambio de conocer la verdad?

Basada en hechos reales, En carne y hueso narra los primeros años como migrante de Lyla Santana. Una periodista que renuncia a su carrera, su vida y su país para vivir en Nueva York. Su único propósito: dejarse arrastrar por las circunstancias y vivir a flor de piel cualquier cosa que le pueda ofrecer una de las ciudades más salvajes del planeta.

En carne y hueso se desarrolla a través de escenarios tan sórdidos como una olla de bazuco en Bogotá, un sex shop en Queens y las míticas calles llenas de alcantarillas humeantes de Manhattan, conduciendo al lector a través de una experiencia llena de realidad y libertad.

A través de los ojos de Lyla, Margarita Be narra además la historia de otros personajes alucinantes, que como su protagonista saltaron al vacío. Todos viajeros suicidas, dispuestos a morir, revivir y reencontrar el placer y el amoren una ciudad tan superficial como profunda y tan compasiva como cruel.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 ago 2021
ISBN9788418500572
En carne y hueso
Autor

Margarita Be

Margarita María Bedoya (Pereira, 1 de febrero de 1992). Periodista y escritora colombiana. Ha hecho radio y escrito en inglés y español para diversos medios digitales e impresos. Su blog literario Universo Excéntrico, creado en el año 2013, en el que comenzó a relatar la verdad sobre los inmigrantes en Nueva York, es actualmente seguido por miles de personas alrededor del mundo. En carne y hueso es su primera novela y segundo libro tras la antología de cuentos publicada en el año 2015, Proyecto Once.

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    En carne y hueso - Margarita Be

    Nota de la autora

    Una noche, mientras miraba por la ventana de mi studio en Sugar Hill, una voz comenzó a gritar en la mitad de mi pecho: Vete de aquí, ya tomaste todo lo que esta ciudad te debía, y tú, ya entregaste todo lo que le debías a ella.

    Solo hasta ese momento, comprendí que el motor de mi viaje jamás fue encontrarme con un ser en particular o aprender un segundo idioma. Yo había ido a Nueva York por algo más transformador, más profundo, más potente: arrancarle a esa ciudad mi primer libro.

    Hay cosas que no se perciben, ni se comprenden del todo hasta que no quedan por escrito. Sin duda lo que se vive fuera, no solo de un país si no de quien supuestamente somos, revela una verdad que en la mayoría de los casos duele casi de forma física, pero sin la cual sería absolutamente inútil y vacío vivir.

    Escribí este libro estando en España. En esa época vivía de dos en cuatro: dos horas de sueño, cuatro horas de vigilia, dos horas de sueño, cuatro horas de vigilia. Así por semanas. Sin estar muy enterada del loop del tiempo (o tal vez, más enterada que cualquiera). Escribía y luchaba por olvidar la situación en la que me encontraba: atravesando un compromiso roto, en plena pandemia, lejos de los míos, una vez más en un país desconocido, como ya me era costumbre. Por eso, este libro se editó e imprimió en España. Dejé pactado el tema editorial estando allá, antes de regresar a Colombia en un vuelo humanitario.

    Exceptuando el primer capítulo, en donde relato mi primera vez tomando Yagé o Ayahuasca y la epifanía que experimenté ese día, en las primeras páginas encontrarán pasajes similares a otros publicados en mi blog. En carne y hueso está basada en la primera mitad de mi viaje a Nueva York, que se resume en tres años aproximadamente. Aún hay muchos sucesos que se cuentan de manera acelerada, casi como levitando sobre ellos, y por eso me disculpo de antemano. Por falta de tiempo y costos de impresión fue imposible realizarlo de otra manera.

    Aunque encontrarán detalles más puntuales y profundos, los nombres serán otros y algunas cosas han sido cambiadas para que la novela esté catalogada bajo el género de Autoficción. Pero la historia en esencia, es la misma. Sus páginas rozan realidades como el racismo, la discriminación, la drogadicción, la prostitución, las enfermedades mentales, la ilegalidad y la muerte. Me vi inmersa en ellas casi de forma automática. Caminándolas sin saber, como una sonámbula en medio de la noche. Ignorando que estaba siendo entrenada para algo que sintetizó a la perfección Mario Mendoza en La importancia de morir a tiempo:

    Es preciso que el escritor ingrese en realidades inéditas, que ahonde, que penetre y que agudice de tal modo su forma de percibir que los demás podamos, después de leerlo, modificar y reinventar el mundo que nos rodea. Y para eso es preciso que el artista esté enchufado a dimensiones curiosas de lo real, que haya vivido a fondo, que conozca los límites de la euforia, de la desdicha, de la locura, de la bondad y de la entrega.

    Sobre los personajes, tengo que decir que todos son superhéroes. Cuentan con la rara habilidad de saber saltar al vacío. De caer parados. De entender que es necesario quemarse la piel del corazón a cambio de vivir. Saben que hay una enorme distancia entre el acto de vivir y el de estar vivo, y me gusta pensar que en el fondo todos somos como ellos: viajeros suicidas en una travesía por varios infiernos. Escogiendo de forma inconsciente situaciones y personas que nos queman. Todo esto con la intención oculta de cruzar esos fuegos que a través del dolor nos purifican, y en el mejor de los casos, ennoblecen nuestra defectuosa humanidad.

    Margarita Be.

    1.

    Leer la mente

    a través del tacto

    El chamán me miró a los ojos y me fulminó por dentro. Me sudaban las manos, solo podía oír su extraño canto y el silbido de los grillos nocturnos en medio de ese lugar lleno de rostros sin cara. En la mitad del círculo, una hoguera a fuego vivo inundaba el vacío del humo que me quemaba las retinas. Me habían contado que muchos se quedaban en el viaje. Que tomaban ayahuasca en un bosque, con amigos, entre risas, y de pronto morían, como si el espíritu de la selva hubiera venido a llevárselos. Me entró angustia al recordarlo, pero era demasiado tarde. Ya había viajado horas por carretera. Ya había caminado en la oscuridad por trochas resbaladizas. Ya estaba varada en medio de la nada frente a ese ser hecho de sabiduría ancestral y ápices de galaxias. Era muy, muy viejo, debía tener cien años: El pellejo de las mejillas le caía por debajo de la barbilla. Tenía en la cabeza un adorno de plumas largas de todos los colores y varios collares de semillas colgados en el cuello. Tomó una totuma partida por la mitad y la metió en una olla humeante, su mano temblaba. La totuma se llenó de un líquido oscuro y espeso que brillaba como si tuviera una capa de barniz por encima. Pegó el borde a mis labios mientras cantaba en un dialecto ininteligible y vertió el líquido en mi boca con total parsimonia, como si estuviera deseándome un buen viaje.

    El líquido era viscoso. Parecía una babosa caliente retorciéndose en mi lengua. Sabía entre ácido y amargo. Lo tragué de inmediato, pero bajó con dificultad. Se arrastró por mi garganta y me raspó la tráquea.

    Me di la vuelta y caminé varios metros. Me tumbé en el pasto. El viento mecía los árboles, creando un sonido de olas marítimas que rompían en la atmósfera. Sobre mi cabeza flotaba la luna: hacía surcos en el cielo, bailaba para mí. Yo no comprendía qué era un minuto o un segundo; como si el tiempo no pasara o yo pasara sobre él.

    Los gritos de una mujer me arrancaron de mi trance. Me levanté y caminé de nuevo. Había decenas de personas, pero ninguna conocida. Unas se cagaban y otras vomitaban: iban desesperadas por ahí reteniendo la descarga de materia oscura y, cuando no aguantaban más, se bajaban los pantalones y sacaban la mierda sobre el pasto. Lo mismo los que vomitaban o los que vomitaban y cagaban al mismo tiempo. Otros corrían aterrorizados huyendo de algo invisible. Daban vueltas en el suelo, pateaban a la nada o gritaban frases incongruentes. Otros lloraban arrodillados como si hubieran cometido un crimen atroz. Otros me miraban con ojos hipnóticos, recostados contra los troncos de los árboles; sus ojos saltaban de entre la oscuridad, me observaban, me espiaban como si abrieran un pequeño agujero entre una persiana. No sé si me analizaban o estaban perdidos en sus inquietudes con los ojos congelados en cualquier cosa y resultaba ser yo la cosa.

    Vi entonces una hamaca amarrada entre dos troncos. Y dentro de mí surgió la necesidad de llegar a ella. Cuando me senté sobre la tela suspendida, salió alguien de adentro. Era un hombre. Tenía cara de bueno. No le veía intenciones de cagar. Los dos guardamos silencio. Mi codo rozó el suyo y mis ojos se inundaron de imágenes. En las imágenes salía el hombre grabando con una cámara enorme, dirigiendo a un montón de gente, todos hacían lo que él decía frente a la cámara.

    —¿Cómo te llamas? —me preguntó.

    —Lyla.

    —¿Qué haces? —preguntó otra vez.

    —Estoy sentada en una hamaca —le respondí.

    —En la vida, me refiero.

    —Soy periodista.

    «Estás muy drogada», dijo una voz en mi cabeza.

    —Yo soy director de cine —me respondió con aire de orgullo.

    «No, no estoy drogada», le respondí a la voz.

    Concluí que no me alcanzaba el cerebro ni la humanidad diminuta que cargaba a cuestas para entender nada. Me subió miedo del estómago a las mejillas. Me levanté mirando al hombre fijamente y hui. Me invitó a regresar a lo lejos agitando su mano. No quise, tenía que encontrar mi carpa para resguardarme de los demonios que rondaban afuera. Entonces sentí unas ganas terribles de vomitar. No solo eran terribles, eran insoportables. No podía más. Me hinqué en el suelo y vomité con tanta fuerza que me pareció que el vómito me venía de la vejiga o la vagina o un lugar más arraigado y profundo que mi estómago. Al final me salió una bola pegajosa. La pude sentir rodando por mi lengua, pero no pude verla. Toqué con las manos el pasto mojado de vómito intentando encontrarla, pero no lo logré. Se la chupó la tierra.

    Seguí caminando hasta que al fin localicé la carpa y entré de un brinco, jadeando. Cerré los ojos aliviada. Solo quedaba la oscuridad y un sonido de armónicas retumbando en un eco lejano. Me llené de calma y vinieron flotando hasta mis oídos algunas frases incomprensibles. Una mujer las estaba susurrando, me encantaban, me excitaban. «¿Es inglés?», reí para mis adentros. Me pareció que la mujer era yo.

    En la mañana me ordenaron ir a la maloca. Nos sentamos en dos filas: mujeres en una, hombres en otra. Me quité la blusa dejando mis senos expuestos. Detrás de mí, dos chamanes bailaban y oraban, y con un ramo de hojas me pegaban en la espalda. El más anciano bebió un líquido transparente y lo escupió sobre mi espalda. Me golpeó otra vez con las ramas, y el líquido y la tierra se mezclaron sobre mi piel formando una mixtura pantanosa. Me sentí liviana. Algo que cargaba sobre la espalda se fue para siempre. Ese día, sin saberlo, yo había recibido dos mensajes encriptados sobre mi futuro próximo: el primero me había llegado en la carpa, con los ojos cerrados. El segundo a través de un codo, la parte más infame y olvidada del cuerpo. Y, sin embargo, ese canal de piel reseca e inaccesible a la lengua me reveló por primera vez la colosal red energética que habitamos… en la que no existen muros de ningún tipo y la carne no separa nuestras almas.

    2.

    Masticar mariposas

    Tres meses después

    Mamá quería que me fuera a Estados Unidos como lo había decidido mi hermana hacía dos meses. Le preocupaba que fumara marihuana varias veces al día. Le preocupaba mi futuro, aunque hubiera sido ascendida de curso cuando era niña. Aunque me hubiera graduado de la universidad con veintiún años y trabajara haciendo periodismo y se le llenara la boca diciendo que su hija era periodista. Cada vez que revisaba mis cosas, encontraba rastros de hojitas verdes y lloraba, y yo intentaba comprenderla, aunque no me saliera del todo. Me insistió tanto que un día desperté y me sonó la idea. Se me antojó llenar los pulmones con otro aire. Me pareció que sí, que estaba destinada.

    Un mes más tarde, mis compañeros organizaron una despedida. Compraron vino tinto barato del que mancha los dientes y marihuana. Cuando la jefa se fue, pusimos música a todo volumen, bebimos el vino directo de la caja hasta que la punta se volvió una masa púrpura y nos fumamos el porro que había armado Dennís. Como siempre, tuvimos que abrir las ventanas para expulsar el humo y evitar que el olor se colara en el resto del edificio. Sentados en esas sillas ruñidas por los ratones, que estarían allí desde los años 80, compartimos esa caja ensalivada llena de vino dulce mientras Dorian y yo nos reíamos recordando todo lo que me había dicho cuando recién entré a trabajar:

    —¿Dónde compró el diploma? ¡Niñita mimada de universidad privada! ¡Ridícula! ¡Pseudointelectual!

    Siempre por meter la pata con los textos que escribíamos. Pero es que Dorian estaba loco, había vivido en las calles, tenía los dientes renegridos por todo el bazuco que se había fumado y, sin embargo, tenía una mente prodigiosa. Sus ideas parecían salidas de un grifo: le venían a chorros y eran brillantes. Cada vez que Dorian me insultaba, me retaba a acusarlo con doña Morita. Nunca lo hice. Me reía en su cara y seguía con lo mío. Cuando supo que no me rompería tan fácil como las tres periodistas que me antecedieron, me regaló unos aretes de plumas que les compró a unos hippies en el centro. Se dedicó a enseñarme todo lo que había aprendido sobre periodismo digital en la Universidad de Columbia después de salir de las calles, comer de la basura y vivir explotándose los granos que le salían en la piel por culpa del bazuco. Además del vino, Dorian trajo una torta de chocolate con una mariposa dibujada en azúcar pulverizada y, cuando me la entregó, me dijo: «Lyla, no vuelva, aquí no hay nada».

    Lo siguiente que hice fue comprar dos billetes de avión, dos maletas y cambiar a dólares lo que sobró de mis ahorros. Luego me despedí de casi todos mis amigos y, sin planearlo, el último día le tocó a El-que-vuela. Lo conocí en la revista en la que trabajé un año antes de graduarme. Al vernos por primera vez, se desató una explosión kármica que traíamos a cuestas desde hacía varias vidas. Al comienzo nunca hablábamos porque la sección que él dirigía estaba muy alejada de la mía. Pero todo cambió dos meses más tarde en la fiesta empresarial: lo vi de lejos, parado en una esquina con sus amigos, y me coloqué cerca de él actuando como si hubiera terminado a su lado por pura coincidencia. Se estrelló conmigo, me tomó de la mano y me sacó a bailar. Me besó en la mitad de una canción suavecita y toda la noche se convirtió en ese beso. Cuando abrimos los ojos, ya estaban las luces prendidas y los meseros barriendo el confeti. Tomamos un taxi y le pedimos al conductor que acelerara hasta el máximo porque queríamos sacar la cabeza por la ventanilla y sentir el viento de la madrugada golpeándonos la cara.

    Viajamos por casi todo el país y, cuando regresábamos, escuchábamos Hombres G recostados en una alfombra vieja llena de cojines de colores tierra que tenía en lugar de muebles. Allí pasamos nuestra primera Navidad: cocinando natillas y fritando buñuelos, luego El-que-vuela me vendó los ojos y apareció frente a mí con una bolsa enorme de regalos que incluían figuritas de gatos con puntos de colores, lápices con olor a eucalipto, una mochila, una agenda y una nota que decía: «Gracias por llegar a mi vida».

    En su cumpleaños robé las llaves de su casa para que varios amigos entraran clandestinamente y llenaran con globos el piso del lugar, incluyendo la alfombra. Fue tan grande su sorpresa que pensó que se le habían metido los ladrones.

    El día previo al viaje llegué a su casa a las seis de la tarde y nos recostamos en su alfombra, jugando a buscarnos entre los cojines y la música. No hablamos de la ruptura. No hubo reproches ni lágrimas. Solo una energía tibia que se movió en espiral alrededor de su cuerpo y el mío mientras nuestras caras se encontraban y nuestros besos se transformaban en una sola masa de gratitud y nostalgia.

    No quisimos separarnos hasta la madrugada. Nos quedamos dormidos, pero mi cerebro despertó para recordarme que me tenía que ir. Me levanté suavecito, lo cobijé, lo miré dormir por un rato, le acaricié las mejillas y le di un beso en la frente. «Esto es amar», pensé, luego llamé a un taxi y salí con mucho cuidado de no hacer ruido. Me fui deseando no haberme despertado.

    Miré el reloj, las 2:00 a. m. Cuando llegué a casa, todavía tenía dos horas para dormir antes de subir al avión.

    En el aeropuerto me puse nostálgica. Caminábamos hacia la puerta de embarque cuando comencé a sentirme una sentenciada a muerte dirigiéndose a la silla eléctrica. Iba hacia una nueva vida y, sin embargo, aquella nueva vida podría ser lo más terrible o lo más glorioso que me pasaría. Mi madre no contuvo las lágrimas, y papá, con su fortaleza inherente, me dijo que no podían acompañarme hasta el abordaje. Se perdieron entre la gente y a mí me dolió el pecho, pero luché contra mí misma y logré abordar sin derramar ni una

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