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La ópera en mil vivencias
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Libro electrónico785 páginas12 horas

La ópera en mil vivencias

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Información de este libro electrónico

En 1952, Mario Hamlet-Metz asistió a su primera ópera, Carmen, en el Teatro Municipal de Santiago, con Ramón Vinay como Don José. Ese primer deslumbramiento fue el inicio de un itinerario que por más de sesenta años lo ha llevado a visitar incesantemente los más importantes escenarios del mundo para escuchar a los exponentes grandes, medianos y menores de la lírica. Muy pocas personas podrían igualar el asombroso balance de todo cuanto ha visto y oído a lo largo de una vida dedicada a la pasión por la ópera.
Escrito sin pretensión ni tecnicismos y con la sencillez de quien domina soberanamente la materia —con sutiles toques de humor— La ópera en mil vivencias es un compendio fascinante de sus innumerables experiencias y anécdotas para entregar una visión crítica, amena y accesible de las producciones y los personajes que configuran el universo de la lírica mundial.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ago 2016
ISBN9789567402564
La ópera en mil vivencias

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    La ópera en mil vivencias - Mario Hamlet-Metz

    © 2016, Mario Hamlet-Metz

    © De esta edición:

    2016, Empresa El Mercurio S.A.P.

    Avda. Santa María 5542, Vitacura,

    Santiago de Chile.

    ISBN Edición Impresa: 978-956-7402-55-7

    Inscripción N° A267604

    Primera edición: julio 2016

    ISBN Edición Digital: 978-956-7402-56-4

    Edición general: Consuelo Montoya

    Asesor editorial: Francisco José Folch

    Diseño y producción: Paula Montero W.

    Fotografías: archivo personal Mario Hamlet-Metz

    Fotografía portada: Teatro La Fenice de Venecia

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Todos los derechos reservados.

    Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de Empresa El Mercurio S.A.P.

    Índice

    Presentación

    Introducción

    Capítulo 1. Quando ero paggio (1952-1961)

    Capítulo 2. De los Andes a los Apeninos (1962-1967)

    Capítulo 3. Abbandonar la patria (1967-1972)

    Capítulo 4. La música puede cambiar el mundo... es una escuela de paz (1973-1977)

    Capítulo 5. Das Leben braucht Musik. Musik is Freude (1977-1982)

    Capítulo 6. La vida sin música es simplemente un error, una fatiga, un exilio (1982-1986)

    Capítulo 7. La musique est la poésie de l’âme (1987-1991)

    Capítulo 8. Musik ist eine heilige Kunst (1992-1995)

    Capítulo 9. Oh, rimembranza... (1995-1999)

    Capítulo 10. El canto es la luz de la palabra (2000-2003)

    Capítulo 11. La música es la lengua de las emociones (2004-2011)

    Capítulo 12. Quando cantava Caffariello (2015)

    Índice onomástico

    Índice de obras

    Teatros, anfiteatros, cines, salas de concierto, auditorios

    Querido Mario:

    Es una tarea muy agradable la de analizar el fascinante y valioso contenido de este itinerario tuyo, tan exclusivo, personal y analítico. Muy pocas veces uno se topa con un crítico/admirador de la voz humana tan justo y objetivo en sus apreciaciones. Tu acertado juicio, tu lealtad inquebrantable al talento indiscutible (Callas, Zeani, Caballé, Sutherland, Sills, Nilsson, Bergonzi, Domingo, Bruson, R. Raimondi y tantos nombres más, pasados y presentes) y tu conocida severidad al denunciar el mal gusto y lo chabacano hacen de ti un profesor intelectualmente humano muy especial. La similitud de nuestros gustos y también nuestras discrepancias no han hecho sino reafirmar nuestra estrecha amistad.

    Bravo, Mario. Tus lectores disfrutarán sin duda de tu pasión cantabile en éste, tu allegro itinerario.

    Tito Capobianco

    Florida, Estados Unidos

    Carissimo Mario:

    Davvero tu potresti scrivere molti libri data la tua immensa esperienza acquista viaggiando per il mondo; inoltre, sin da quando eri ragazzo, sei stato presente e coinvolto in tanti eventi del mondo dell’opera.

    È bello anche solo sentirti parlare di tutto quello che hai visto e vissuto ed il modo come trasmetti le tue esperienze, sempre così entusiasta, tanto da arricchire gli orizzonti e l’anima di chi ti ascolta.

    Ammiro il tuo perfetto giudizio, il tuo equilibrio nei tuoi commenti, la tua conoscenza delle opere più antiche fino alle più moderne e dei cantanti più importanti sia del secolo passato che degli attuali.

    Ti auguro che questo libro ispiri i giovani appassionati e che questi seguano le tue arme. Ti conserverò nel mio cuore per l’eternità.

    Grazie, tesoro

    Virginia Zeani

    Presentación

    La relación que Fundación Ibáñez-Atkinson tiene con la música se remonta más allá de su propia existencia, cuando sus fundadores —en conjunto con la Corporación de Amigos del Teatro Municipal— comenzaron a buscar y detectar jóvenes talentos para apoyarlos en el desarrollo de sus carreras. Éste fue el camino que sentó las bases de la institución y a través del cual la familia Ibáñez Atkinson se dio cuenta del poder que tiene la música y como se puede transformar en una poderosa herramienta de superación y desarrollo que llegue, incluso, a cambiar vidas.

    Es por esto que, como institución, nos hemos propuesto hacer todo lo que esté a nuestro alcance para tener un país donde la música tenga un papel fundamental en el desarrollo de la cultura y la formación de las personas. Creemos firmemente en la necesidad de incentivar el aprendizaje musical en niños y jóvenes como un medio para entregar educación y herramientas para la vida.

    Dedicarse a la música —vivirla y gozarla— es abandonarse a la posibilidad de que los más poderosos sentimientos, que habitan en el interior de una persona, afloren y permitan desarrollar al máximo un talento, una pasión, y así concretar los sueños. El canto lírico y la ópera exigen la mayor concentración y disciplina, tanto para el artista, a la hora de su ejecución, como para el auditor; y alcanzar el mayor

    grado de perfección en esta actividad permite trascender a las inquietudes y problemáticas de la vida diaria, debido a que el resultado de esta tan anhelada excelencia es sinónimo de belleza.

    A través de la música, Fundación Ibáñez-Atkinson busca generar y apoyar instancias que promuevan la formación integral y educacional de las personas, con especial énfasis en niños y jóvenes, y favorecer con esto al desarrollo cultural del país. Por lo mismo, al encontrarnos con la obra de Mario Hamlet-Metz de inmediato nos percatamos de que sería un valioso aporte al patrimonio universal de la música y de la ópera en particular. Con el presente libro, no sólo los amantes versados en esta disciplina, sino también músicos, estudiantes de canto y operáticos en general, podrán encontrar contenido de gran valor histórico con un marcado carácter coloquial, en un texto carente de pretensiones y tecnicismos.

    La ópera en mil vivencias es mucho más que un texto de consulta o de apoyo a la audición; se asemeja a la bitácora de viaje de un testigo privilegiado de la historia de la ópera y de sus protagonistas de los últimos sesenta años. Todo narrado por un personaje dueño de una experiencia inigualable, tanto por su alto nivel intelectual y académico, como por las anécdotas y experiencias que lo han llevado a escribir esta obra.

    Nos enorgullece haber sido parte de una empresa como ésta. Colaborar con el nacimiento de un objeto que documenta parte de la historia de nuestro país y del mundo es, sin lugar a dudas, otra oportunidad de aportar a la cultura.

    Estamos seguros de que La ópera en mil vivencias dejará una huella significativa a nivel cultural en nuestro país, logrando enriquecer la perspectiva del lector al entregarle datos novedosos, obtenidos de primera fuente, en una conversación amena y sencilla con el autor.

    Fundación Ibáñez-Atkinson

    Introducción

    Hace ya una veintena de años, gracias a una gestión de la sección cultural de la embajada de Marruecos en Washington, me invitaron a hacer una gira por ese fascinante país norafricano con el propósito de llevar en el futuro a estudiantes en viaje de estudios. Se suponía que íbamos a ser un grupo de participantes con el mismo propósito, pero por alguna razón terminé siendo el único beneficiado con un recorrido, en auto privado, por todos los sitios turísticos más conocidos, con la particularidad de que mi chofer-guía era profesor y se esmeró en explicarme la historia y la idiosincrasia de lugares y poblaciones en forma detallada y docta. No me hizo caer en ninguna trampa de compras, y además me llevó a su casa, en medio de la ciudad antigua de Fez, donde compartí una agradable cena con su numerosa familia. Entre ciudad y ciudad, mientras atravesábamos el desierto, en los momentos en que se producían esos silencios inevitables, fui invadido por el deseo de poner por escrito mis andanzas por el mundo de la ópera. Las ideas me llovían. No podía tomar nota por el movimiento del auto, pero en las noches, en mi habitación, lo hacía detalladamente. Esas páginas sueltas, que terminaron en un cajón de mi escritorio, y en las que registraba lo que se me viniera a la memoria, sin orden ni cronología alguna, marcaron el principio de esta empresa a la que me estoy lanzando con gran entusiasmo después de todo este tiempo.

    Por tratarse de una especie de diario de vida, he optado por el estilo conversacional, simple y directo. En cuanto al contenido, no pretendo hacer una obra de erudición, ni de historiador, ni de estadístico. Para eso están los especialistas y los científicos. Tampoco pretendo decir verdades absolutas porque en el mundo del arte éstas no existen. Mi única pretensión y posible ventaja sobre otros aficionados, colegas críticos y autores, es haber visto y oído más ópera en vivo y en más teatros que la mayoría. En las décadas de los 70 y 80, hubo años en que vi ochenta o noventa funciones, algunas de ellas excepcionales, otras rutinarias o insatisfactorias. Bastaba seleccionar, ordenar y consultar. Para ello usé, antes que nada, los programas de sala que he conservado religiosamente desde mi primera incursión en un teatro de ópera, por allá por 1952. Al volver a abrirlos, me encontré con talones de entradas, notas al margen, autógrafos e informaciones ya leídas y asimiladas en el pasado. A ello se sumaron mis propias investigaciones, artículos, charlas y críticas en una serie de publicaciones, mi relación personal con diversos artistas y las notas de Marruecos, por supuesto. Todo me sirvió y todo lo aproveché.

    Quisiera responder por adelantado a la pregunta lógica que podrían hacerse los lectores de cómo diablos puede uno haber visto tanto y en tantas partes. Muy sencillo. En primer lugar, pasé de soltero a solterón, de modo que no tenía responsabilidades que me ataran a mi hogar. Además, escogí una profesión de poco lucro, pero con bastante tiempo libre, que nunca sufrió limitaciones porque siempre me negué rotundamente a postular o a aceptar puestos administrativos. Como producía más que otros (número de alumnos en clase, publicaciones, conferencias), las autoridades universitarias me daban carta blanca.

    A ellas les debo gran parte del éxito de mi vida profesional. Pero mi deuda mayor es con mis amigos líricos, cuyo cariño, aprecio, sinceridad, confianza, hospitalidad y camaradería me han acompañado física y espiritualmente la vida entera y han contribuido a hacer de mí una persona más completa intelectualmente y un mejor ser humano. Ellos son los que me han estimulado, y en muchos casos insistido en que dé forma de libro a mis vivencias líricas, y es a ellos a quienes dedico esta obra de todo corazón. La lista es larga y abarca tres continentes:

    Falconi-Concha, Concha-Paeile, Álvarez, Álvarez-Bulacio,Tesi, Castelli, Zeani, Bruson, Verrett, Benois, los Tascheri-Del Peso, los Bustos-Lara, Aybar, Marin, los Cruz-Coke-Carvallo, los Showalter, Lenoci, Cantilo son sólo algunos. A Walter Pizarro, compañero de colegio y de universidad, amigo de la vida entera y reconocido traductor y editor para quien el idioma castellano no tiene secretos, le estoy profundamente agradecido por haber leído el texto meticulosamente y haberme hecho valiosas e indispensables correcciones y sugerencias. Del mismo modo, vaya un agradecimiento muy especial a mi gran amigo Mario González, quien sacrificó muchas horas para ayudarme en la selección de tanto material gráfico acumulado a lo largo de seis décadas. Alan Mackenzie, quien se esmeró en hacer los contactos necesarios para lograr esta publicación, merece una mención especial entre estos reconocimientos. Por último, quisiera expresar mi infinita gratitud a los miembros del directorio de la Fundación Ibáñez-Atkinson por haberse interesado lo suficiente en este proyecto como para hacerlo fructificar. Sin su generoso auspicio, esto no habría sido posible.

    Florida, Estados Unidos

    Capítulo 1

    Quando ero paggio

    ¹

    (1952-1961)

    Un domingo de septiembre del año 1952, me levanté temprano para ir a hacer fila, por la calle San Antonio, en la boletería de galería del Teatro Municipal de Santiago. Ese día se cantaba la que habría de ser mi primera ópera, Carmen, con la estrella máxima de la lírica chilena de ese entonces, el tenor Ramón Vinay, quien triunfaba en los escenarios internacionales y regresaba cada cierto tiempo a su país natal, donde era recibido como un héroe. Las funciones de Vinay eran muy publicitadas y las entradas se agotaban rápidamente, con justa razón. Era imposible no impresionarse con ese gran tenor cuya voz pastosa, de timbre baritonal, era fácilmente reconocible y cuya presencia escénica era nada menos que monumental. Este primer gran impacto que Vinay causaba fue, en mi caso, de gran transcendencia y muy duradero. Su Don José era avasallador, tanto en su etapa de seducción en los dos primeros actos como en su amarga y trágica decadencia en los últimos dos. Años más tarde, haciendo recuerdos de Vinay con la gran mezzosoprano estadounidense Risë Stevens, su frecuente compañera de tablas (y admiradora) en el MET, ésta me decía que durante el dúo final, la intensidad y violencia del tenor chileno era tan real, que la hacía verdaderamente temer por su vida. Su Carmen en las funciones de Santiago era Laura Didier, una joven debutante chilena, quien emigró a Italia, se casó con un industrial de apellido Gambardella, y tuvo una carrera honorable en los teatros del sur de la península itálica, donde cantaba bajo su nombre completo, Laura Didier-Gambardella. Esta joven mezzosoprano también acompañó a Vinay en la segunda ópera que cantó en 1952, Samson et Dalila (Sansón y Dalila). De ésta, solamente recuerdo cómo la voz del tenor, de imponente figura, llenaba la sala a la vez como líder aguerrido de su pueblo y como víctima. El estentóreo Si bemol final se grabó en mi memoria auditiva y me sirvió como punto de referencia todas las veces que oí a un tenor en ese papel. Ese mismo año, después de la partida de Vinay, vi mi primer Il trovatore (El trovador), con Mario Pasquetto, Marcela de la Cerda, Mario Plazaola y la debutante Marta Rose. De esta función, recuerdo con claridad los agudos de Pasquetto, que eran su fuerte, y la voz de la Rose, de caudal y calidad apreciables.

    Vinay volvió a Chile como tenor en 1956 y cantó Carmen, Pagliacci (Payasos) y Otello, rol en que era sencillamente insuperable. Muchas veces me he preguntado el porqué de mi entrada e inmediata afición (adicción) por la ópera a tan temprana edad. Tal vez los orígenes se encuentren en casa, donde la música clásica se escuchaba con frecuencia. ¿Cómo olvidar el cuidado que había que tener con esos frágiles discos de setenta y ocho revoluciones por minuto que venían en álbumes de formato de libros encuadernados? Hoy parece increíble: ocho discos para una sinfonía de Beethoven, veinte para la Tosca de Gigli, la Caniglia y Armando Borgioli. Con el mismo cuidado, se guardaban en esos álbumes de color café claro, cada uno de los discos, aisladamente, y cuando se tocaban, generaban exclamaciones de placer: Vesti la Giubba de Caruso, Cortigiani de Ruffo, Nessun dorma de Fleta, Caro nome de la Galli-Curci, diversas arias de Rossini por la Supervía, el brindis de Lucrezia Borgia por la Matzenauer, la inimitable Furtiva lacrima de Tagliavini y tantos otros. Otra explicación plausible es la formación escolar en mi colegio, el Instituto Nacional, de donde salieron muchísimas figuras de primera importancia en la vida política, profesional y cultural de Chile. En el Instituto te enseñaban a pensar con claridad cartesiana, a discutir con mente abierta, a ser tolerante de otras razas y creencias, a apreciar civilizaciones, culturas y manifestaciones artísticas nacionales y extranjeras con entusiasmo e imparcialidad. Profesores de gran integridad formaban nuestra mente y estimulaban nuestro interés por el deporte, el arte, los idiomas y las ciencias. Algunos de ellos influyeron enormemente en mi vida personal y profesional. El profesor de música era también miembro de la entonces naciente Orquesta Filarmónica, y cuando le decía que iría al teatro se esmeraba en proporcionarme material o información útiles. El de historia y geografía era tan exigente que, cuando años más tarde emprendí rumbo a tierras lejanas, me parecía reconocer lugares que ya había visitado. El de francés, mi querido don Osvaldo Arenas, quien enseñaba como si estuviera haciendo algo de transcendental importancia, influyó en mí a tal punto que, llegado el momento de decidirme por una carrera, opté por seguir sus pasos.

    Una vez iniciada, la adicción a la ópera llegó en forma casi instantánea y persistente. Había que escucharla donde y a la hora que fuere. Las temporadas en el Municipal eran cortas, al igual que las del Teatro Carlos Cariola o Satch (Sociedad de Autores Teatrales de Chile) que las precedían. Este último estaba ubicado en la calle San Diego, a pocas cuadras del colegio, lo cual me permitía escaparme, filtrarme clandestinamente en la platea, asistir a ensayos y acercarme a los artistas y directores musicales. Estas temporadas de la Satch me sirvieron mucho para aprender gran parte del repertorio normal que, gracias a mi facilidad para los idiomas y al sentido de la música misma, asimilaba con rapidez. Allí vi, entre otras, mi primer Rigoletto, con Genaro Godoy, barítono chileno quien, tras regresar de Italia poco después de la Segunda Guerra Mundial, había tenido su momento de gloria al cantar La bohème (La bohemia) con Gigli en 1948 y luego, con Vinay, en Samson et Dalila (1952); debo admitir, muy a mi pesar, que en la Satch Godoy asumió la parte del bufón mantovano en forma bastante penosa. Paciencia. Poco sabía yo que me lo encontraría en la universidad donde, con voz siempre impostada, enseñaba latín e historia dando, con frecuencia, muestras de su carácter temperamental en arranques de ira, sobre todo cuando algún ablativo absoluto no se usaba o se traducía como corresponde. Gracias a mis buenos resultados en el ramo de latín y a mi afición por la ópera, Godoy me tenía cierto aprecio y le estuve eternamente agradecido por haberme dejado salir unos días antes del final de curso, cuando partí en mi primer viaje a Europa, en enero de 1962. Godoy vivía en una de las residencias que había en el campus mismo. Si él era un personaje, su esposa lo era mucho más, al menos por lo que se percibía: sin ningún cuidado por su persona ni por lo que pudiera pensarse de ella, doña Eugenia Pirzio-Bivoli, hija de un general italiano di nobile stirpe, solía pasearse por los jardines del Instituto Pedagógico como si estuviera en trance, sin mirar ni saludar a nadie, murmurando, cual personaje salido del fondo de alguna laguna misteriosa o de las brumas de los highlands escoceses, con la mente obviamente ocupada en pensamientos profundos que con toda seguridad nada tenían que ver con las labores domésticas propias de la esposa de un catedrático y cantante.

    Durante una función de Il barbiere di Siviglia (El barbero de Sevilla) en la Satch, el octogenario maestro Enrique Giusti hacía gestos desesperados hacia la platea indicando que tenía frío, lo cual no era inusual para una sala mal calefaccionada en el invierno santiaguino. Al comprender lo que quería el maestro, salí de la sala, fui a su camarín y atravesando el foso donde la orquesta estaba tocando las rápidas fusas de la partitura, le entregué su abrigo, que no vaciló en ponerse allí mismo, mientras dirigía. Giusti pensaba que las risas del público se debían al humor de la ópera (!). Otro artista digno de mención en este período inicial de mis vivencias líricas fue Marcelo Saxton, gran músico y conocedor de la técnica de canto, a quien escuchamos como barítono en el Municipal (Marcello, Silvio, Alfio) y, para nuestra gran sorpresa, como tenor en la Satch (Manrico). Marcelo fue también compositor: familiares, amigos y alumnos suyos asistimos entusiásticamente al estreno de su ópera El camino del Inca en el auditorio del Liceo Manuel de Salas (1980). Un sintetizador hacía las veces de orquesta y la música, de inspiración claramente verdiana, llamaba la atención por el brío de las numerosas cabalettas. Al poco tiempo, me llegó una carta a Estados Unidos preguntándome si podía hacer llegar la ópera al MET y les respondí que primero la orquestaran y luego me mandaran una grabación, lo que nunca ocurrió: el inca se quedó en el camino.

    Las escenografías en la Satch eran las del Municipal, adaptadas a un escenario más pequeño y menos profundo. El banquito blanco del jardín de Gilda se usaba también en Andrea Chénier, en Il trovatore y en el tercer acto de La bohème; el escritorio donde Gerard redactaba la sentencia de Chénier era el mismo en que Lucia firmaba su fatídico contrato nupcial y Rodolfo escribía artículos para Il castor. En una oportunidad, Floria Tosca se suicidaba saltando a un vacío demasiado poco profundo que la obligó a doblarse en dos, con lo que reveló su apreciable derrière que, en toda su redondez, hizo las veces del sol que comenzaba a surgir en la Ciudad Eterna. Pero la cosa no terminaba allí: en su vehemencia, los cuatro soldados encargados de aprehender a la diva asesina se lanzaron al Tíber detrás de ella y lograron rescatarla exhibiéndola orgullosamente al público justo antes de que cayera el telón. Las risas se confundieron con los aplausos.

    En la Satch también se hacía una breve temporada de zarzuelas, a la que asistíamos los líricos y numerosos miembros de la colonia española, que a menudo no podían reprimirse y entonaban, al unísono con los solistas, algún trozo conocido: Dónde vas con mantón de Manila era el preferido...

    La última vez que estuve en ese teatro fue para uno de esos conciertos de fin de año que organizaba doña Carmen Cuevas, profesora de guitarra y de canto, en que presentaba orgullosamente a sus alumnas (el equivalente de las famosas revistas de gimnasia que se hacían en los colegios). En el concierto, la edad de las niñas fluctuaba entre los siete y los setenta.

    Las otras tres grandes fuentes de aprendizaje lírico que teníamos los aficionados de la década del 50 eran la radio, el cine y las grabaciones discográficas. Había en Santiago una emisora llamada Radio Prat, con estudios en la calle Santa Lucía, en la cual Jorge Dahm, hombre culto, divertido, vividor, gran caricaturista, amante de la ópera y gran amigo, tenía un programa entretenidísimo en que, antes de hacer escuchar algún aria, la explicaba con conocimiento y gran sentido del humor. Dahm hacía imposible cambiar de sintonía. Su programa era un must. Lo era también otro programa de la Radio Corporación, a la que llegaban unas enormes bobinas proporcionadas por el USIS, con óperas completas provenientes del Metropolitan Opera House de Nueva York. Las óperas se transmitían los días domingo en la tarde y nos obligaban a volver a casa corriendo después de la matiné de los cines para escucharlas religiosamente. Esas transmisiones constituían ya palabras mayores en términos líricos y nos permitieron escuchar por primera vez directa o indirectamente a los regulars del MET como Björling, Tucker, Peerce, Warren, Merrill, Zinka Milanov, Risë Stevens, Roberta Peters y también a otros favoritos como Del Monaco, Di Stefano, Siepi, Bastianini, Fedora Barbieri, Giulietta Simionato, Antonietta Stella y, por supuesto, a la Callas en Lucia di Lammermoor.

    De igual importancia que la radio era el cine. En Chile teníamos el privilegio de importar películas de todo el mundo, con una censura bastante liberal, que fijaba límites de edad pero que generalmente no modificaba la acción, como sucedía en otros países latinoamericanos. Así fue como vimos películas francesas o italianas de contenido bastante risqué que se alternaban con esas proyecciones fantasiosas y lujosas que llegaban de Hollywood. Los cines de barrio ofrecían en esa época, los días lunes, funciones populares en que se daban dos o tres películas antiguas a precios módicos. A veces, estas populares favorecían a los líricos. En una sesión, por ejemplo, se podía ver La viuda alegre, con Jeanette Mac Donald y Maurice Chevalier; La bohème, con Jan Kiepura y Marta Eggerth, y Divine armonie (Armonías divinas), con las voces de Gigli, Cebotari, Tassinari, Gobbi y Granforte, dirigidos por Tullio Serafin, filmada en 1938. En otra, podían pasar Carnegie Hall, recargada de superstars de la música clásica, orquestal y lírica; La valse de Paris (El vals de París), con la glamorosa Yvonne Printemps interpretando música de Offenbach y actuando junto a Pierre Fresnay, el actor francés de voz inconfundible, y Adorable coqueta, con Jane Powell y un Lauritz Melchior que ofrecía estentóreos agudos aún a su avanzada edad.

    La década del 50 fue de lo más prolífica en estas producciones operísticas filmadas y otras en que predominaba el canto. A modo de recuerdo, cito unas cuantas. Más de un lírico joven no las habrá visto o no sabrá de su existencia: I pagliacci, con Gina Lollobrigida, fue la primera y su éxito fue tal, que se dio alrededor de dos años seguidos. Las voces eran de Onelia Fineschi, Galiano Masini, Tito Gobbi y Gino Sinimberghi. En el año 1951 hubo cuatro, la más importante de las cuales, en cuanto a su influencia, fue sin duda El gran Caruso, con Mario Lanza. Lanza entusiasmaba porque además de la hermosura, brillantez y claridad de su voz, ofrecía interpretaciones cargadas de sinceridad y energía. Esta película, que vi varias veces, está en la base misma de mi fervor por el género lírico, base compartida con muchos amigos y, según hemos sabido posteriormente, por gente tan famosa como Plácido Domingo y José Carreras. En una de las primeras grabaciones de Celeste Aida de Domingo cuesta establecer la diferencia con la misma aria cantada por Lanza. La respuesta italiana a la película de Lanza vino el mismo año 1951 con El joven Caruso, que trata de la vida napolitana del joven tenor antes de que se hiciera famoso. Mario del Monaco actuaba junto a Gina Lollobrigida y Ermanno Randi. La tercera fue Los cuentos de Hoffmann, película inglesa de buena categoría como producción, con Moira Shearer y varios cantantes desconocidos. Y la cuarta fue una libre adaptación de la historia de El holandés errante que llevaba el título Pandora and the Flying Dutchman (Pandora y el holandés errante), con la sensualísima Ava Gardner y James Mason.

    El año 1953 nos dio ocho películas relacionadas con ópera o temas musicales. Aida y La favorita tenían como protagonista a la debutante Sophia Loren. En la versión filmada de la ópera de Verdi, la parte le llegó después de haber sido rechazada por Renata Tebaldi y por Gina Lollobrigida. En ella se escuchan las voces de la joven Tebaldi, y las de Campora, Bechi (actuación de Afro Poli) y Paolo Neri. En La favorita, cantaban Palmira Vitali Marini, Paolo Silveri, Gino Sinimberghi y Alfredo Coletta. En el Teatro Windsor se estrenaba una hermosa producción de Madama Butterfly en la que parecían haberse dado cita líricos de todas las edades, con Ferruccio Tagliavini, Clara Petrella y Giuseppe Taddei. Luego vinieron Melba, con Patrice Munsel, La belle de Cadix (La bella de Cádiz), comedia musical francesa con la hermosa Carmen Sevilla y Luis Mariano, tenor de voz pequeña pero muy agradable, favorito en el ambiente del music hall parisino. Y como si esto fuera poco, el bienamado Giuseppe Di Stefano aparecía en Canto per te (Canto para ti), una película rodada exclusivamente para él, y en Puccini, suntuosa producción diseñada por Claude Renoir, con Gabriele Ferzetti, Marta Toren, Nadia Gray y Paolo Stoppa, en la que se oía a Beniamino Gigli y que constituyó el espectáculo inaugural del nuevo y flamante Cine Pacífico.

    El año 1954 nos trajo dos películas italianas tan encantadoras como fantasiosas: Casta Diva, que seguía libremente las andanzas de Bellini, nos hacía escuchar las voces de Caterina Mancini, Gianni Poggi, Giulio Neri y Dino Formichini; por su parte, Casa Ricordi narraba la vida de dos generaciones de la famosa editorial. Gabriele Ferzetti, Danièle Delorme, Nadia Gray, Marta Toren, Marcello Mastroianni, Maurice Ronet y Paolo Stoppa figuraban entre los protagonistas principales. Además de esas dos películas, nos llegó al Cine Astor la versión filmada del musical Carmen Jones, con Dorothy Dandrige, Harry Belafonte y Pearl Bailey. La voz que se oía como Carmen era la de la joven Marilyn Horne, a quien no habíamos escuchado nunca antes y que pronto se transformaría en uno de nuestros ídolos.

    En 1955, se produjeron por lo menos cuatro películas impactantes. La primera fue Melodía interrumpida, un dramón hollywoodense que narraba la vida de Marjorie Lawrence, con Eleanor Parker y Glenn Ford; en ella escuchamos, también por primera vez, la cautivadora voz de Eileen Farrell. La segunda fue Serenade, con Mario Lanza. La novedad era el repertorio que cantaba: Caballero de la Rosa, Fedora, La arlesiana, Otello y el dúo de esta última con Licia Albanese. La tercera, proveniente de la RAI (Roma), fue, si no la primera, una de las primeras filmaciones de una ópera en vivo y en directo. Se trataba del Rigoletto verdiano, en cuyo elenco sobresalía la estupenda y juvenil Gilda de Virginia Zeani, a quien veríamos en Chile dos años después. La última de la serie fue La donna più bella del mondo (La mujer más hermosa del mundo), en la cual Gina Lollobrigida, junto a Vittorio Gassman, nos ilustraba episodios de la vida de Lina Cavalieri. Lo curioso era que la Lollobrigida cantase el Vissi d’arte con su propia voz. Para no pecar de fastidioso, termino esta lista con una película que, aunque no tiene que ver directamente con la ópera, fue demasiado popular para no ser mencionada. Me refiero a El último cuplé, con Sarita Montiel. La Montiel era tan hermosa y cantaba con tanta gracia y garbo, que pareció que todo Santiago enloquecía. La película duró una eternidad en cartelera y cuando la artista se presentó en el Teatro Avenida, en Buenos Aires, fuimos varios los chilenos que llegamos hasta allí, todos medio enamorados de ella. Salimos encantados del espectáculo. En su estilo, era una verdadera diva.

    En lo que se refiere a grabaciones discográficas, las pocas que se conocían en Santiago se podían adquirir casi exclusivamente en una tienda de discos ubicada en la galería del Teatro Astor cuyo propietario era un señor Renard, apasionado de la ópera y admirador incondicional de Victoria de los Ángeles. La mayoría de las grabaciones eran del sello RCA, como La bohème y La traviata (La extraviada) dirigidas por Toscanini, ambas con Jan Peerce y Licia Albanese; el Otello de Vinay, también dirigido por Toscanini; Il trovatore y Aida con Björling, la Milanov y Warren; y Carmen, con Peerce y la Stevens. En el sello Columbia había un Pagliacci con Tucker y Lucine Amara y un excelente Faust (Fausto) con Cesare Siepi, Eleanor Steber y Eugene Conley, el tenor de agudos espectaculares que había compartido honores con la Callas en ese histórico I puritani (Los puritanos) que transformó a la cantante grecoamericana en diva de la noche a la mañana. De la Callas, en sello Angel, estaban Norma con Filippeschi, Rossi-Lemeni y Ebe Stignani; I puritani y Lucia di Lammermoor, con Di Stefano y Panerai. Estas tres últimas fueron mis primeras grabaciones de una colección que fue y ha seguido aumentando con el paso del tiempo; lo curioso es que no tuve que comprar ninguna de las tres, ya que me fueron regaladas por un operático y querido amigo a quien le cargaba la Callas. Gracias a este irreverente amigo, me inicié en el culto de la Divina. Cuando salió La sonnambula (La sonámbula), la misma persona me dijo que los agudos eran de la Schwarzkopf, quien, después de todo, ya se los había prestado a la Flagstad en disco (!). Cabe destacar que en aquel tiempo de transición de los discos setenta y ocho a LP salieron a la venta varios recitales y también la ya mencionada Carmen Jones en esos pequeños y poco prácticos discos de cuarenta y cinco revoluciones. La colección comenzó a adquirir cierta envergadura gracias a mis visitas a Buenos Aires, donde la Casa Piscitelli (que, según he sabido, todavía existe) ofrecía una gran variedad de discos de ópera que en Chile no se conocían todavía. Fue entonces cuando compré Un ballo in maschera (Un baile de máscaras) de la Callas, La Sonnambula de Tagliavini, La forza del destino (La fuerza del destino) de la Tebaldi, Del Monaco y Bastianini, la Lucia de la Pons y Tucker, y recitales de Nicola Rossi-Lemeni, Callas lírico-coloratura y Franco Corelli, en dúos con Giangiacomo Guelfi. Una pariente que regresaba de Europa me trajo la Tosca de la Callas, Di Stefano y Gobbi, que fue y seguirá siendo mi grabación preferida de esa ópera. Parece que no soy el único que piensa así, pues esta Tosca se sigue vendiendo como pan caliente medio siglo después de haber sido grabada y es, efectivamente, la grabación de ópera más reeditada y, por ende, más vendida en la historia de la industria discográfica.

    Pero volvamos al teatro. En 1954 conocimos a Juan Peyser, un maestro de origen alemán radicado en Chile, quien no ocultaba para nada su afiliación a la masonería chilena y se declaraba campeón de la causa mozartiana en nuestro país. Por algún tiempo, Peyser fue muy activo en la difusión musical, especialmente de óperas alemanas; él nos hizo descubrir, a los jóvenes, dos obras importantes: Hansel y Gretel de Humperdinck y Die Zauberflöte (La flauta mágica). La primera, con reparto nacional, nos hizo sonreír a lo largo de todo el espectáculo, no porque cantasen mal, sino porque físicamente los dos niños (Matilde Broders y Delia Durán) se veían bastante más adultos que sus afligidos padres. En la obra de Mozart, llamaron la atención la clase del tenor Eugenio Valori, importado de Argentina para cantar la parte del príncipe Tamino, y, en especial, la participación de Victoria Espinoza como Reina de la Noche. Sus agudos límpidos, la agilidad y la precisión de la coloratura eran francamente admirables y sorpresivos viniendo de una cantante prácticamente inexperta. En temporadas sucesivas, Victoria cantó Micaela (1955) y en su aria del tercer acto, nos regaló un agudo cristalino que se nos quedó grabado en la mente hasta el día de hoy. Luego vinieron La traviata y Madama Butterfly, después de lo cual salió de Chile, se cambió de nombre dos veces y no hizo la carrera que prometía en sus inicios. Mientras la parte musical de aquella Flauta mágica era más que correcta, no faltó el detalle involuntariamente cómico en la dirección de escena: la Reina de la Noche bajaba de lo alto, cubierta sólo con un velo negro (si la ópera hubiera sido Salomé, habría sido el sexto de los siete) en una luna menguante que rebotaba en el escenario como un balón, en el mejor estilo del burlesque; luego, la cascada que se veía mientras los amantes pasaban la prueba de los elementos, había sido conectada al revés, de modo que el agua subía en vez de caer y mojaba escenario y cantantes por igual. En aquella Carmen de 1955, recién mencionada, la protagonista era una mezzosoprano argentina de nombre Moncha Dois. Sucedió que a doña Moncha se le olvidó el tra la ra la con el que comienza su seductora danza exclusivamente dirigida al soldado que salía de prisión por culpa suya. Carmen se puso las castañuelas y no supo seguir. La apuntadora le gritaba en vano y la cantante, desesperada, se dirigió a ella, también a gritos: ¡La nota no, las palabras, maestra!. Todo esto duró como medio minuto (una eternidad) mientras el público gozaba. Detalles anecdóticos como éstos hubo muchos durante esos años de formación; nos hacían reír, pero también nos ayudaban a agudizar nuestro espíritu crítico a medida que íbamos aumentando nuestros conocimientos. El ciclo Peyser se completó en 1956, con una producción de Le nozze di Figaro (Las bodas de Fígaro) en la que participaban todos los estudiantes o egresados del Conservatorio, incluso la eminente Clara Oyuela, quien hacía de directora de escena y también cantaba el rol de Susanna. La única extranjera del elenco era Nilda Hofmann (la Condesa).

    Una impactante y sorpresiva novedad nos esperaba todavía en 1955 con la llegada al Municipal de Santiago de una compañía teatral estadounidense, hacia el final de una gira mundial, con una atrayente producción de Porgy and Bess (Porgy y Bess) concebida por Blevins Davis y Robert Breen, que tenía un elenco enteramente de color (ningún nombre conocido) y una escenografía muy realista en que se recreaba a las mil maravillas el sórdido ambiente sureño de Catfish Row, dentro de la cual cantantes, coro y hasta una cabra de campo se desplazaban libremente.

    Con toda la buena voluntad que había en la Municipalidad de Santiago (patrocinadora de la lírica tanto en el Teatro Municipal como en la Satch) y en otras entidades como el Instituto Chileno-Italiano, la Casa Cultural de Ñuñoa, las óperas en forma de concierto que organizaba Felipe Ravinet en el Teatro Antonio Varas o aquellas óperas de cámara auspiciadas por la Pontificia Universidad Católica en la Sala Camilo Henríquez, hay que reconocer que en ese entonces no se contaba ni con cantantes chilenos residentes ni con directores musicales o de escena cuyo desempeño, en general, pasara más allá de una mera corrección, por lo que había que recurrir a artistas del Teatro Colón si se quería alcanzar un nivel artístico más alto. Así sucedió con Nilda Hofmann, Blanca Rosa Baigorri, Tota de Igarzábal, Eugenio Valori, Nino Falzetti, Rafael Lagares, Victor Damiani, Giulio Viamonte, Victor de Narké, Italo Pasini, etcétera. Los maestros Juan Emilio Martini, Reinaldo Zamboni y Carlos Malloyer se llevaron merecidos aplausos, como también Tito Capobianco, un joven y visionario director de escena que llegó a Chile por allá por 1955, se casó en Santiago, se asoció íntimamente con todo el rico ambiente teatral chileno y contribuyó grandemente al mejoramiento y modernización de la parte escénica de los espectáculos líricos antes de partir hacia el Viejo Mundo y Norteamérica.

    A propósito de ese ambiente teatral, la mayoría de los jóvenes amantes de la ópera éramos también aficionados al teatro y corríamos a los estrenos del recién inaugurado Teatro Antonio Varas, donde había un grupo bastante numeroso de actores y directores de gran talento y dedicación. Pedro de la Barra, Pedro Orthus, Agustín Siré, Roberto Parada, Rubén Sotoconil, Carmen Bunster, María Cánepa, Marés González, María Maluenda y Bélgica Castro eran algunos de los miembros del que fuera inicialmente el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, antes de cambiar de nombre varias veces. Además de muy buen teatro, el Experimental hacía labor didáctica, con un extenso repertorio que iba de Calderón de la Barca, Shakespeare y Molière hasta Pirandello, Anouilh y Brecht. Este sólido grupo teatral rivalizaba con el del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, fundado por la apreciadísima Gabriela Roepke, que ofrecía un repertorio que, pese a ser igualmente atractivo, era un poco más limitado. Pero había también otras compañías teatrales de calidad, formadas curiosamente por matrimonios que decidían el repertorio y actuaban en los roles protagónicos: Américo Vargas y Pury Durante, en el Teatro Moneda; Miguel Norero (actor y tenor) y Susana Bouquet (actriz y soprano), en el mismo Moneda; Lucho Córdoba y Olvido Leguía, en el Teatro Imperio; y en el Teatro L’Atelier, a un costado del Cine Rex (el cine más moderno de Sudamérica, como se lo anunciaba), se nos daba a conocer teatro existencialista de Sartre y Camus. Todos ellos contribuyeron enormemente al desarrollo de las artes teatrales en Chile. En lo personal, hicieron crecer y madurar mi naciente pasión por el teatro y la lectura.

    Para los miembros de mi generación fue importante también el radioteatro, que entre las décadas del 40 y del 70 gozaba de enorme popularidad. Cuando llegábamos al colegio en la mañana no se hablaba de las tareas, sino de lo que había sucedido en el último episodio de Facundo Ramírez, el bandido de la montaña y para qué decir cuando salió la adaptación de Adiós al Séptimo de Línea. El tema era obligado y el que no estaba al día era considerado poco menos que traidor. El repertorio abarcaba toda una gama de obras, principalmente del teatro europeo, hábilmente adaptadas y actuadas con verdadera pasión. El gran escenario del amor, con Mirella Latorre y Emilio Gaete en la Radio Agricultura competía con Escenario en el aire en la Radio Cooperativa Vitalicia, y con Cine en su hogar, que contaba con otra pareja famosa, Elba Gatica y Osvaldo Donoso, en la Radio Minería. Por ese entonces, mi profesor de castellano era Juan Godoy, que además de enseñar las reglas de la sintaxis era novelista, de esos que por falta de reconocimiento entre colegas escritores o jurados literarios terminan amargándose y, en su caso, dándose a la bebida. Godoy acababa de publicar su novela El gato de la maestranza y, mientras él dormitaba, asignaba a un alumno la tarea de leer en voz alta para toda la clase, página tras página, la que él mismo llamaba su obra maestra. Ese alumno resulté ser yo, lo cual resultó ser más útil de lo que imaginaba. La Radio Minería quedaba a pocas cuadras del colegio, en la calle Moneda. Mi curiosidad por comprobar si los rostros de los actores que hacían radioteatro correspondían a las voces que ya me eran familiares me llevaba hasta allí todas las veces que podía y a medida que me iban conociendo me dejaban entrar al estudio mismo donde esas voces tan características comunicaban con gran elocuencia toda clase de sufrimientos atroces. Concentradísimo, compartía plenamente ese sufrimiento. Fue allí donde conocí a Shenda Román, esa gran actriz chilena que pasaba con envidiable naturalidad de la comedia a la tragedia, del teatro al cine, deteniéndose ocasionalmente en el terreno del radioteatro. Shenda me veía sentado en un rincón del estudio y cuando un día fui a saludarla y a manifestarle mi admiración, me preguntó si yo sabía leer y que de ser así me podrían usar como voz juvenil cuando se necesitara. Con ella, corría de la Radio Minería a la Yungay, que funcionaba en los bajos del Teatro Central donde más tarde se abrió el Cine Huérfanos; desde allí, las ondas radiales también transportaban a los hogares santiaguinos extorsiones, intrigas, traiciones, engaños y otras pasiones que causaban profundas y prolongadas penas de amor. Mi debut fue en unas escenas de la adaptación de Resurrección, de Tolstoi. Luego vino La casa de Bernarda Alba, Martín Rivas y otras pocas. Nunca habría podido rivalizar ni con el Doctor Mortis, ni con los gritos tarzanescos de Julito Yung, ni con los exageradísimos sollozos de Doroteo Martí, ni con las banalidades de Eduardo de Calixto, alias Celedonio, de modo que mi carrera en el radioteatro quedó en pañales. Ya más crecidito, le perdí la pista a Shenda, pero supe que a su regreso del exilio había creado su propia escuela de arte que bautizó con el nombre de Pedro de la Barra, su mentor.

    Aunque la presencia de Vinay fue lo más destacado de la temporada de 1956, también tuvimos ese año la oportunidad de escuchar a Hernán Pelayo, un apuesto barítono chileno que estaba haciendo carrera internacional como cantante de radio y cabaret, pero que también figuraba en temporadas centro y norteamericanas de ópera, opereta y zarzuela. En el invierno de 1956 actuó en el Goyescas y participó en un concierto en honor a Ramón Vinay, quien pareció entusiasmarse a tal punto con la voz del joven colega, que le prometió intervenir en su favor donde y cuando pudiese. La efusividad del gran Vinay nos pareció, a los aficionados, bastante exagerada; la hermosura del timbre y la intuición musical de Pelayo eran innegables, pero junto con ellas se detectaba fácilmente una técnica imperfecta, especialmente en lo que se refiere al fiato y, además, una tendencia al crooning, característica de los cantantes que usan micrófono y cuyo repertorio preferencial es más liviano que el de la ópera. Con el paso de los años, estos defectillos fueron haciéndose más notorios, como pudimos comprobarlo cuando cantó el papel de Giorgio Germont junto a la hermosa Mary Costa, la última vez que el barítono se presentó en Chile, casi veinte años más tarde.

    En 1957, el Teatro Municipal cumplía cien años y para celebrar tan importante ocasión como correspondía, la Municipalidad de Santiago decidió tirar la casa por la ventana, trayendo primero, en colaboración con la Sociedad de Conciertos Iriberri de Buenos Aires, al conjunto Opera di Camera di Milano (anunciada acá como visita de la Piccola Scala) con cantantes nuevos para nosotros, pero muy conocidos en Italia, como Maria Minetto, Ilva Ligabue, Mirella Adani, Florindo Andreolli, Alessandro Maddalena y Giorgio Taddeo. Gracias e ellos, expandimos nuestros horizontes líricos con un repertorio que nos era desconocido: Il maestro di cappella (El maestro de capilla), de Cimarosa; L’osteria portoghese (La hostería portuguesa), de Cherubini; Rita, de Donizetti; La finta semplice (La falsa ingenua), de Mozart. Conversando con la Ligabue y con el bajo Maddalena tiempo después, recordaron el cariño con que se les había recibido en Santiago y las copiosas cenas a las cuales se les invitaba en el restaurante La Bahía, famoso en esa época por sus ostras grandes y frescas.

    Esa corta temporada italiana fue seguida por otra, más larga (desde principios de septiembre hasta mediados de octubre) y de mayor envergadura, organizada por el empresario Renato Salvati y que nos dejaría, a los jóvenes hambrientos de ópera, ampliamente satisfechos. Era como estar en otro planeta, desde la Tosca inaugural hasta el concierto de despedida. Este Salvati era un zorro viejo, hábil y astuto. Para despertar la curiosidad e interés de los abonados, anunció que entre los famosos cantantes que participarían en la temporada figuraba la soprano Florida Norelli, que tenía la voz de la Tebaldi y el temperamento de la Callas. Wow! Bueno, al final resultó no sólo que la Norelli no vendría a cantar, sino que ni siquiera se le vio como persona. No había necesidad de tal engaño, ya que de todos modos las entradas se agotaron. In illo tempore, los que pertenecíamos a la nueva generación de apasionados habíamos dado un paso hacia adelante (o hacia el lado, si lo tomamos al pie de la letra), abandonando la galería donde había que hacer fila para cada función, para abonarnos en el anfiteatro, de preferencia, en los así llamados tambores, donde, según los habitués, las voces se escuchaban mejor que en ninguna otra localidad del teatro. Durante los intervalos, juzgábamos severamente a los cantantes y emitíamos opiniones categóricas como si fuéramos expertos; no había término medio: o el tenor y la soprano eran buenos o no tenían idea. Más de una barbaridad habremos dicho (después de todo, estábamos todavía en pleno período de formación), pero lo pasábamos muy bien y, lo que es más importante, todos nosotros, sin excepción, sentíamos que el aguijón del bichito que nos había picado pocos años atrás, estaba cómodamente instalado en lo más profundo de nuestro ser y no tenía la menor intención de moverse de allí. En la Tosca inaugural, debutaban en Chile Ferruccio Tagliavini, quien para muchos de nosotros era un ídolo, y Giangiacomo Guelfi, cuya atronadora entrada a la iglesia de Sant’Andrea della Valle nos dejó estupefactos. El rol protagónico femenino era interpretado por la soprano chilena Claudia Parada, quien volvía a su tierra natal por primera vez desde su partida rumbo a Italia hacia 1950. En su caso, el proverbio de que nadie es profeta en su tierra perdió su validez. Su Tosca fue calurosamente recibida, como lo fueron, también en esa temporada, su Magdalena di Coigny y su Mimí, que cantó con el ya legendario Bruno Landi. Gracias a su hermano Renato (compañero de colegio y futuro compadre) y a su hermana Maritza (gran amiga de toda la vida), logré conocer a Claudia personalmente y lo que empezara como un simple pedido de autógrafo, terminó resultando en una larga y hermosa relación de íntima amistad. En la casa de su madre en la Avenida El Bosque y en compañía de su familia, las anécdotas líricas italianas, narradas por una persona que las estaba viviendo en carne y hueso, eran increíblemente interesantes para un novicio como lo era yo a los diecisiete años. Las de mayor interés eran las de la Callas, a quien ella veneraba y de quien hablaba como de una amiga. En las tres décadas que sucedieron a la del 50, seguí con atención la carrera de Claudia y la vi evolucionar vocal y teatralmente, desde su época de soprano lírica hasta los últimos años en que cantaba como mezzosoprano. En su departamento milanés comprobé que su amistad con la Callas era real, pues le hablaba con frecuencia por teléfono, especialmente durante los últimos años de su vida, cuando la gran diva padecía de soledad y depresión. En Italia comprobé también cómo su musicalidad, seriedad, dedicación, perseverancia y profesionalismo le habían granjeado el respeto y admiración de colegas y de directores de orquesta y de escena. En una oportunidad me encontraba en Florencia cuando fui invitado a unos ensayos del Maggio Musicale Fiorentino, que estaba preparando una gira al Festival de Edimburgo. Primero, Leyla Gencer y Shirley Verrett cantando el dúo de Maria Stuarda (María Estuardo) era todo lo que podía desear un apasionado. La experiencia de oír y ver de cerca a la Gencer imprecando a la "figlia impura di Bolena" fue única. Pero también lo fue la satisfacción de Claudia cuando el maestro, confiando en su musicalidad, le dijo que no había necesidad de que siguiera ensayando la dificilísima parte de la soprano en el Il prigioniero (El prisionero), de Dallapiccola, pues se notaba que la dominaba. Y no es tampoco el menor de los méritos de Claudia haber cantado Aida y Amneris, Leonora y Azucena, Maria Stuarda y Elisabetta, Anna Bolena y Seymour. El último de sus éxitos, que tuve el gusto de presenciar y aplaudir, fue su interpretación de Charlotte junto al gran Werther de Alfredo Kraus. Curiosamente, el ciclo se completaba con la misma ópera que había cantado antes de irse a Italia, hacía más de treinta años.

    Ferruccio Tagliavini estaba en la última fase de su carrera cuando llegó a Chile en 1957. En la Tosca se le veía en dificultades, rojo por sus esfuerzos de emitir agudos. ¡Pero con qué clase cantaba y cómo decía cada frase, una verdadera lección de canto! Mejor estuvo vocalmente en Manon y en Faust, ambos títulos cantados junto a Virginia Zeani, la estrella absoluta de la temporada. Hermosa, espigada, con una voz cálida, homogénea en todo el registro y con una habilidad interpretativa superior, la Zeani causaba un impacto profundo con sólo verla aparecer en escena, aun antes de dar la primera nota. Los que la vimos bajándose de la diligencia de Amiens todavía comentamos, medio siglo más tarde, cómo quedamos embrujados, hipnotizados ante tal belleza. El verde de sus ojos era como el violeta de los ojos de la Taylor, es decir, único. El dúo del primer acto fue seguido de un aplauso cerrado, estrepitoso. El sueño de Des Grieux y el adiós a la "petite table" fueron de lo mejor que habíamos escuchado en teatro. Esos amantes se reunieron nuevamente en el Faust de Gounod y lo hicieron de maravilla, esta vez acompañados del admirable Nicola Rossi-Lemeni, esposo de la Zeani en la vida real. Los tres dieron lo mejor de sí, y eso era muchísimo. Rossi-Lemeni tenía una personalidad magnética que se imponía con su sola presencia, y para nosotros, los aprendices, era casi increíble estar asistiendo a funciones con un artista de tal envergadura. A él lo vimos también como Don Basilio, rol con el que demostró su versatilidad y sentido del humor. A la Zeani le faltaba todavía ofrecernos su personaje favorito, Violetta Valery, con el cual había conquistado los escenarios de todo el mundo. El teatro deliraba. El estreno de esta Traviata coincidía con el de la película Giant, con la Taylor y Rock Hudson. Dejé el cine para el día siguiente, tal como había hecho hacía poco cuando me pareció haber traicionado a mi ídolo James Dean por ir a ver Carmen en vez del estreno de Rebelde sin causa. Mi entusiasmo, por no decir pasión, por la Zeani fue en aumento una vez que empecé a seguirla por los teatros europeos. La voz, que ya de joven tenía cuerpo, fue engrosando naturalmente, y una hábil aplicación de su técnica esencialmente belcantista le permitió pasar de los roles ligeros a los más pesados sin dañar el instrumento, que nunca perdió su firmeza, su claridad o su extensión: de Manon a Manon Lescaut, de la Desdémona rossiniana a la verdiana, de Alzira a Aida, de Elvira a Fedora, de Blanche a Magda Sorel. En casi todas tuve la fortuna de verla y admirarla. Ya se había retirado de los escenarios, principalmente por acompañar a su amado Nicola a enseñar en la Universidad de Indiana en 1983, cuando tuve la ocasión de estar con ambos después de una función de La Gioconda, en la que él hizo la puesta en escena, en casa de la protagonista, otra querida soprano amiga, Gilda Cruz-Romo. Tanto Nicola como Virginia tenían gratos recuerdos de su estadía en Chile. De hecho, cuando llegaron a Santiago, ella estaba encinta de cuatro meses. Cuando me mudé a Florida hace unos diez años, cuál no fue mi sorpresa al descubrir que la Zeani, ya viuda, vivía a media hora de mi casa. Hice el contacto y ahora nos reunimos regularmente a charlar y a cenar. Sus ojos conservan su belleza, y su mente, a los ochenta y nueve años, está clara como agua de vertiente. Una velada escuchando las anécdotas de una estrella indiscutible de la lírica, que ha cantado con todos los grandes, es una experiencia impagable. En sus clases magistrales, verla enseñar con tanta energía y entusiasmo a su edad es estimulante. Últimamente, me ha tocado acompañarla a diversos homenajes que le han hecho en una serie de instituciones y he tenido el honor de presentarla en todas ellas. Le estaré eternamente agradecido, primero por haberme dado tanto como artista y luego por haberme ofrecido su grata hospitalidad y su sincera amistad.

    Un domingo en la mañana, hojeando el diario mientras desayunaba, leí un aviso en el que se anunciaba la audición de la ópera Aida en una grabación comercial importada recién salida, con la Callas, Tucker, la Barbieri y Gobbi. ¡Qué me dijeron! Me vestí rápidamente para llegar puntualmente, a las 11 a. m., a una sala adyacente a una parroquia en la calle Avenida Matta esquina de San Diego, donde varias personas ya instaladas en unas incómodas butacas hablaban de temas líricos. Terminada la audición, me tocó presenciar lo que para mí fue una fascinante discusión sobre las virtudes y defectos de los cantantes. Que si la Callas o la Tebaldi, que si Tucker o Del Monaco, que si Bechi o Gobbi, que si la Barbieri o la Stignani. Por supuesto que no me perdí una palabra de tal discusión y me quedé hasta el final, cuando me atreví a acercarme al organizador del evento para preguntarle si habría más audiciones de ese tipo y me contestó que el domingo siguiente se oiría el Rigoletto con Björling y la Peters. Pero también me dijo que si me interesaba la lírica, pasara por su boliche, una oficina que quedaba en un segundo piso en la calle Santo Domingo esquina de Puente, donde se reunían los operáticos a escuchar y discutir grabaciones antiguas y modernas. ¡Qué importantes resultaron ser para mí esas audiciones y mis frecuentes pasadas por el boliche de Patricio Rivera! Gracias a ellas conocí a una gran parte de los que llegarían a ser mis amigos más queridos, algunos ya desaparecidos, como el mismo Patricio, Sergio Lira (el que me regalara las grabaciones de la Callas), Aliro San Martín (fanático del repertorio verdiano italiano, pero también del wagneriano, inusual en este grupo), el pintoresco Salvador Misraji (gran coleccionista, que cuidaba sus discos setenta y ocho al punto de levantar la aguja cada vez que se llegaba al agudo final, por temor a que el disco se rayara) y el bonachón don Virginio Tesi, padre de mi querida Liù, quien se indignaba cada vez que oía un disco de la Galli-Curci o de María Barrientos, cuyo tipo de voz no soportaba. Con muchos de los restantes habitués del boliche sigo en comunicación cibernética constante y los veo personalmente cuando y cuanto puedo hacerlo durante mis estadías anuales en Santiago, cuyo motivo principal es justamente pasar el tiempo con viejas amistades. Todos ellos contribuyeron a mi temprana educación lírica y lo siguen haciendo hasta hoy, como sucede con Miguel Planas, futuro cantante y escritor; Mario Barrientos, quien terminaría en Estados Unidos cantando como tenor; y Gonzalo Bustos, quien ha llegado a ser una autoridad mundial en Caruso y a quien agradezco tanto el haberme enseñado con paciencia y entusiasmo a apreciar en su justa medida al gran tenor napolitano. Su esposa María Angélica Lara es también una operática de vieja cepa y recuerdo haberla conocido en casa de un amigo común escuchando el Don Carlo (Don Carlos) con la Tebaldi, Bergonzi y Fischer-Dieskau. Angélica fue testigo de la violencia con que fueron recibidos mis comentarios bastante negativos, tanto de la soprano, quien, a mi juicio, había grabado esa ópera cuando sus agudos ya eran fijos y calantes, como sobre el admirado barítono alemán, quien, al cantar Verdi, me parecía fuera de su elemento.

    Había en Santiago también otro grupo de operáticos que se reunían semanalmente en casa de Arturo Alessandri Rodríguez. Don Arturo era un fanático que viajaba constantemente por el extranjero con el único propósito de ver algunas funciones y escuchar a algunos cantantes, cuidadosamente seleccionados antes de partir. Anfitrión generoso y hospitalario, observador agudo y exigente, compartía, al regresar de cada viaje, experiencias y anécdotas con sus encantados discípulos, todos más jóvenes pero igualmente ávidos de ópera como él. Con algunos de los miembros de este grupo trabé una estrecha y duradera amistad en años sucesivos, especialmente con Sergio Aybar, culto conocedor de voces y rangoso anfitrión; Orlando Álvarez, cuyo libro Ópera en Chile, publicado póstumamente, es una obra de referencia fundamental en la materia; Denis Mac Auliffe, con quien me veía cada vez que pasaba por Roma, ciudad que, gracias a su informada y amena compañía, aprendí a conocer mucho mejor que si la hubiera visitado solo; y Carlos Cruz-Coke, cuya entrega a la causa de la ópera y cuya lealtad como amigo eran totales y absolutas.

    La temporada de 1959 empezó con viento en popa, no en el Municipal, sino en el Antonio Varas, donde el Instituto de Teatro de la Universidad de Chile montó Die Dreigroschenoper (La ópera de tres centavos), de Bertold Brecht y música de Kurt Weill, espectáculo meticulosamente preparado y muy bien logrado en el cual música y teatro se amalgamaban a la perfección. La dirección musical estaba a cargo de Héctor Carvajal; participaron en ese estreno santiaguino grandes figuras del teatro chileno de ese entonces, como Carmen Bunster, María Cánepa, Shenda Román, Franklin Caicedo, Héctor Duvauchelle y Roberto Parada. En agosto hubo un acontecimiento artístico que merece ser mencionado: la visita a Chile de Marlene Dietrich, la legendaria estrella que, consciente de su figura escultural aún a su edad, no hacía ningún esfuerzo por ocultar sus piernas mientras cantaba en el escenario del Teatro Central. Gracias a una amiga alemana de mi madre, a quien yo llamaba cariñosamente tía Erna, que conocía íntimamente a la Dietrich desde su juventud (la hija de Erna se llamaba justamente Marlene), pude ir al camarín y escuchar de cerca esa voz profunda, casi de barítono, haciendo algunos recuerdos poco inteligibles del Berlín de los años 30. Desgraciadamente, sus manos habían perdido firmeza y, vanidosa como era, quería ocultarlo, por lo que se negó a firmar autógrafos. Paciencia.

    Poco después empezó la gran temporada lírica en el Municipal. Digo gran porque entre el 15 de septiembre y el 20 de octubre se presentaron siete óperas del repertorio normal más una chilena, Sayeda, del compositor Próspero Bisquertt. Los directores musicales fueron los argentinos Juan Emilio Martini y Reinaldo Zamboni, a los cuales se sumó el chileno Juan Matteucci; para la dirección escénica se importó a Tito Capobianco, conocido nuestro; y los elencos estaban formados por cantantes extranjeros y nacionales. A

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