Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Nuestro es el cielo
Nuestro es el cielo
Nuestro es el cielo
Libro electrónico418 páginas4 horas

Nuestro es el cielo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Todos tenemos que tomar decisiones.
Y algunas de ellas nos conducen al desastre.
Rob Coates está hundido. Antaño felizmente casado con Anna y padre de Jack, su precioso hijo, se halla ahora sumido en el alcoholismo y a duras penas consigue salir adelante. Dirige una página web de fotografía, We Own the Sky, donde cuelga fotos panorámicas de lugares que visitó con su familia, y lucha por olvidar el pasado. Poco a poco iremos descubriendo de qué huye Rob: de la espantosa enfermedad de Jack, del naufragio de su matrimonio y de su obsesión por salvar a su hijo a toda costa. Obligado a afrontar cómo afectaron sus decisiones a sus seres queridos, Rob habrá de encontrar la manera seguir adelante sin Anna y Jack, de perdonarse a sí mismo y de regresar a la vida.
Nuestro es el cielo es una novela desgarradora y vitalista acerca del amor entre marido y mujer y entre padre e hijo. Trata acerca de cómo intentamos dar sentido a lo que no lo tiene y plantea una cuestión central: qué harías tú si tuvieras que enfrentarte a lo inimaginable. ¿Hasta dónde llegarías para salvar a tu hijo? El debut literario de Luke Allnutt emociona e invita a la reflexión, y nos muestra a través del despertar de su protagonista que, cuando todo se ha perdido, lo que queda es el amor.
Con talento literario e intensidad dramática, esta historia trágica acerca del amor de un padre que desafía toda razón despega en la primera página y ya no pierde altura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 mar 2018
ISBN9788491392200
Nuestro es el cielo

Relacionado con Nuestro es el cielo

Títulos en esta serie (35)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Nuestro es el cielo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Nuestro es el cielo - Luke Allnutt

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    Nuestro es el cielo

    Título original: We Own the Sky

    © 2018 by Luke Allnutt

    © 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    © De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: Calderónstudio

    Imágenes de cubierta: Shutterstock

    I.S.B.N.: 978-84-9139-220-0

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Dedicatoria

    Primera parte

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Segunda parte

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Tercera parte

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Epílogo

    Agradecimientos

    Para Markéta, Tommy y Danny

    PRIMERA PARTE

    1

    Leyó con ahínco antes de marcharse. En su sillón favorito, el de respaldo duro; y en la cama, apoyada en un montículo de almohadas. Los libros rebosaban de la mesilla de noche y se amontonaban por el suelo. Prefería las novelas de detectives extranjeras, en las que se zambullía con los labios pudorosamente fruncidos y el semblante rígido e inmóvil.

    A veces me despertaba de madrugada y veía la lámpara todavía encendida y la nítida silueta de Anna sentada con la espalda bien recta, como le enseñaron que había que sentarse. Fingía que no se daba cuenta de que me había despertado incluso cuando me giraba hacia ella. Seguía con la mirada fija en el libro, pasando páginas como si estuviera hincando los codos para un examen.

    Al principio fueron autores escandinavos, los sospechosos habituales: Henning Mankell, Stieg Larsson. Luego fue más allá: pasó a la novela negra alemana de los años cuarenta y a una serie tailandesa ambientada en Phuket en la década de 1960. Las portadas me resultaban familiares al principio: la grafía y los diseños característicos de las grandes editoriales. Pero al poco tiempo fueron haciéndose más esotéricas, con grafismos de aire extranjero y encuadernaciones variopintas.

    Y luego, un día, se marchó. No sé dónde estarán ahora esos libros. Los he buscado desde entonces, por si alguno se había quedado en mis estanterías, pero no he encontrado ninguno. Imagino que se los llevó todos, guardados en una de sus bolsas de basura clasificadas por colores.

    Los días que siguieron a su marcha son una neblina. Un recuerdo anestésico. Cortinas corridas y vodka a palo seco. Un silencio inquietante, como cuando los pájaros enmudecen antes de un eclipse. Me recuerdo sentado en el cuarto de estar con la vista fija en un vaso, preguntándome si los dedos de vodka se medían en vertical o en horizontal.

    Había una corriente que soplaba por toda la casa. Debajo de las puertas, por las rendijas de las paredes. Creo que sabía de dónde venía. Pero no podía ir allí. No podía subir al piso de arriba. Porque aquella ya no era nuestra casa. Aquellas habitaciones habían dejado de existir, como si unos adultos cargados de secretos las hubieran declarado territorio prohibido. Así que me quedaba abajo, en aquella casa vieja y muerta, y la corriente me helaba el cogote. Ellos se habían ido y el silencio se desangraba colmándolo todo.

    Sí, estoy seguro de que le encantaría verme ahora mismo, arrebujado en este oscuro rincón de un pub de mala muerte: solos yo, una tele parpadeante y un tipo que finge ser sordo para vender llaveros de Disney que brillan en la oscuridad. La puerta del pub tiene un agujero, como si alguien hubiera intentado echarla abajo de una patada, y a través del plástico tembloroso que lo cubre alcanzo a ver a unos chavales que pasan el rato en el aparcamiento, fumando y haciendo piruetas con una vieja BMX.

    «Te lo dije». Ella no lo diría en voz alta (tenía demasiada clase para eso), pero lo llevaría pintado en la cara: la curvatura casi imperceptible de una ceja, el asomo de una sonrisa.

    Siempre le parecí un poco tosco, como si no pudiera sacudirme de encima mis orígenes obreros. Me acuerdo de cuando le conté que mi padre solía pasar los sábados por la tarde en el salón de apuestas. Ese regocijo cortés, esa sonrisilla condescendiente. Porque en su familia nadie iba nunca al pub. «¿Ni siquiera en Navidad?», le pregunté una vez. No, contestó. Podían tomarse una copita de jerez después de las comidas, pero eso era todo, nada más. Preferían salir a la calle a pedir para obras de caridad al son de una campanilla.

    Ya es de noche y sin embargo no recuerdo que haya salido el sol. Fuera ruge el motor de un coche y unos faros barren el pub como el reflector de una cárcel. Vuelvo a la barra y pido otra pinta. Varias cabezas se vuelven hacia mí, pero yo no miro a nadie, evito las miradas, los gestos inescrutables.

    Sentado en un taburete, de cara a la puerta, hay un pescador corpulento. Está contando un chiste racista sobre una mujer que se enrolla con un tipo y se depila el pubis, y me acuerdo de que oí contar ese mismo chiste una vez después del colegio, en un callejón del este de Londres en el que la gente tiraba revistas porno y latas de Coca Cola vacías. Los parroquianos le ríen la gracia, pero la camarera se queda callada y se aleja. En la pared, detrás de ella, hay varios carteles de chicas medio desnudas y recortes de prensa enmarcados, del día posterior al 11 de Septiembre.

    —Cuatro libras diez, cielo —dice la camarera al ponerme delante la cerveza.

    Me tiemblan las manos y no acierto a sacar el dinero de la cartera. Las monedas se desparraman sobre la barra.

    —Perdona —digo—. Tengo las manos frías.

    —Sí, ya —contesta—, fuera hace un frío que pela. Espera, ya lo hago yo.

    Recoge el dinero y luego, como si fuera un jubilado achacoso, me lo pone en la palma de la mano contando moneda por moneda.

    —Ya está —dice—. Cuatro libras diez.

    —Gracias —respondo un poco avergonzado, y ella sonríe.

    Tiene una cara amable, de las que escasean en sitios como este.

    Cuando se inclina para vaciar el lavavajillas, doy un largo trago a mi petaca de vodka. Es más sencillo que pedir un chupito con cada pinta. Si no, se dan cuenta de que eres un borracho y no te quitan la vista de encima.

    Vuelvo a mi mesa y me fijo en una chica sentada en el otro extremo de la barra. Antes estaba sentada con uno de los hombres, un amigo del pescador, pero el tipo se ha marchado, se largó haciendo rechinar los neumáticos de un coche tuneado. La chica parece haberse arreglado para salir: minifalda, camiseta corta de lentejuelas y las pestañas muy tiesas y negras.

    Observo a la camarera para asegurarme de que no está mirando, le doy otro tiento al vodka y noto ese ronroneo familiar, esa felicidad triste y mezquina. Miro a la mujer sentada a la barra. Está bebiendo chupitos; grita a la camarera, que parece amiga suya. Al reírse casi se cae del taburete y recupera por los pelos el equilibrio y el aliento.

    Le entraré dentro de un rato. Cuando me haya tomado un par de copas más.

    Echo un vistazo a Facebook entornando los ojos para ver la pantalla. Mi perfil es un erial: no hay ni una foto, solo una silueta de hombre, y nunca le doy a «me gusta» ni hago comentarios, ni felicito a nadie por su cumpleaños, pero aun así entro todos los días: paso las páginas, juzgo, paso las páginas, juzgo, opacos ventanucos a las vidas de personas que ya no conozco, con sus amaneceres y sus puestas de sol, sus viajes en bicicleta por las Tierras Altas, su inagotable desfile de pad thai y tostadas con aguacate en Instagram, la incomprensible ufanía de sus cenas con sushi.

    Respiro hondo y tomo un trago de cerveza y otro de vodka. Me dan lástima. Todos esos fantoches abonados a la tragedia, con sus banderas tricolores y sus banderas arcoíris, cambiando su foto de perfil según la causa con la que toque comulgar cada día: la de los refugiados o la de las víctimas del último atentado terrorista en algún lugar dejado de la mano de Dios. Sus hashtags y sus sentidos comentarios acerca de la necesidad de «dar» porque una vez ayudaron a construir una escuela en África en su año sabático o besaron, con su boca de dientes blancos como perlas, la mano atezada de un mendigo.

    Cambio de postura para poder ver a la chica de la barra. Ha pedido otra copa y se está riendo, casi cacarea mientras mira un vídeo en su móvil; señala la pantalla intentando llamar la atención de la camarera.

    Vuelvo a mi teléfono. A veces me obligo a mirar las fotos de los hijos de otras personas. Es —imagino— como la necesidad de rascarse una costra recién formada, de no cejar hasta que brota el rubor metálico de la sangre. El puñetazo en el estómago que siento al ver a los recién nacidos; niños mellados que empiezan el colegio con sus mochilas y esas chaquetas que siempre les quedan grandes; y luego las vacaciones en la playa, con sus castillos de arena y sus fosos, y sus helados vertidos accidentalmente en la arena. Zapatos grandes y zapatos pequeños alineados sobre el felpudo.

    Y luego están las madres. ¡Ah, esas madres de Facebook! ¡Cómo hablan!, como si ellas en persona hubieran inventado la maternidad, como si fueran las creadoras del útero, tratando de convencerse a sí mismas de que son distintas de sus madres porque comen quinoa y llevan trencitas en el pelo y tienen un tablero en Pinterest con propuestas de manualidades para niños recalcitrantes de menos de cinco años.

    Regreso a la barra y me acerco a la chica borracha. Bien empapado en alcohol, me siento mejor y ya no me tiemblan las manos. Sonrío y ella me mira de arriba abajo, tambaleándose en su taburete.

    —¿Te apetece una copa? —pregunto jovialmente, como si ya nos conociéramos.

    En sus ojos empañados aparece un destello de sorpresa. Hace un esfuerzo por ponerse derecha, por no seguir medio recostada en la barra.

    —Ron con Coca Cola —dice volviendo a balancearse y, mirando para otro lado, se pone a tamborilear sobre la barra.

    Mientras pido las bebidas, finge que hace algo con el teléfono, pero desde donde estoy alcanzo a ver la pantalla y solo está pasando al azar aplicaciones y mensajes.

    —Me llamo Rob, por cierto —digo.

    —Charlie —contesta—. Pero todo el mundo me llama Charls.

    —¿Eres de aquí?

    —Nacida y criada en Camborne —responde girándose para mirarme—. Pero ahora vivo aquí, en casa de mi hermana.

    Sus ojos son como lenguas de lagarto: se proyectan hacia mí cuando cree que no estoy mirando.

    —Seguro que nunca has oído hablar de Camborne, ¿a que no?

    —Hay minería, ¿no?

    —Sí. Aunque ya no. Mi padre trabajó en South Crofty hasta que cerraron la mina —cuenta, y entonces noto que tiene acento de Cornualles: esa inflexión que tiende a difuminarse, esas erres sutiles y ensortijadas.

    —¿Y tú?

    —De Londres.

    —Londres. Qué bonito.

    —¿Lo conoces?

    —He estado una o dos veces —responde, y mira otra vez hacia el otro extremo de la barra antes de dar una profunda calada a su cigarrillo.

    Es más joven de lo que pensaba: unos veinticinco años, con el pelo castaño rojizo y rasgos suaves, como de niña. Tiene un punto de voluble, un algo impreciso que no logro identificar pero que va más allá de la bebida y de las ojeras que ciñen sus ojos. Parece fuera de lugar en el Smugglers, como si se hubiera escapado de un banquete de bodas y hubiera venido a parar aquí.

    —Entonces, ¿estás aquí de vacaciones?

    —Algo así.

    —¿Y te gusta Tintagel? —pregunta.

    —He llegado hoy mismo. Mañana iré al castillo. Me alojo en el hotel de aquí al lado.

    —Entonces, ¿es la primera vez que vienes?

    —Sí.

    Es mentira, pero no puedo hablarle de aquella vez que estuvimos aquí los tres al final de un húmedo verano inglés, abrigados contra el viento, con los chubasqueros puestos encima de los pantalones cortos. Recuerdo cómo brincaba Jack por el césped de al lado del aparcamiento y el miedo que tenía Anna de que se acercara demasiado al bordillo («La mano, Jack, dame la mano»). Recuerdo que subimos por el camino empinado y retorcido que llevaba a lo alto del acantilado y que luego, de repente, el tiempo nos concedió una tregua y, casi como en una escena bíblica, cesó la lluvia, se abrieron las nubes y apareció el arcoíris.

    «¡Arcoíris, arcoíris!» gritaba Jack brincando a la pata coja, primero con una pierna y luego con la otra. Las hojas bailoteaban a su alrededor como duendes de fuego. Entonces fue como si alguien le tocara o le susurrara al oído: se quedó muy quieto y contempló a través de la columna de luz que hendía las nubes cómo se difuminaba el arcoíris en el cielo azul.

    —¿Estás bien?

    —¿Qué? Sí, estoy bien —contesto, y doy un sorbo a mi pinta.

    —Parecías distraído.

    —Perdona.

    No dice nada. Se bebe la mitad de su ron con Coca Cola y agita el hielo del vaso.

    —No está mal, Tintagel —dice—. Yo trabajo en el pueblo, en una tienda de souvenirs. Mi amiga trabaja aquí. —Señala a la camarera de rostro simpático.

    —Es un pub agradable.

    —Está bien. Aunque es mejor en fin de semana, y los martes hay karaoke.

    —¿Tú cantas?

    Suelta un bufido suave.

    —Canté una vez, y nunca más.

    —Es una lástima, me gustaría verte cantar —digo con una sonrisa y le sostengo la mirada.

    Se ríe y me devuelve la sonrisa antes de apartar la mirada con timidez.

    —¿Quieres otra? —pregunto—. Yo voy a pedir otra.

    —Entonces, ¿no vas a seguir bebiendo de ahí? —Estira el brazo y me palmea el bolsillo de la chaqueta buscando mi petaca.

    Me fastidia que me haya visto y, mientras pienso qué contestar, me toca el brazo blandamente.

    —Hombre, no lo haces con mucha discreción. —Echa un vistazo a su reloj y, al darse cuenta de que no lo lleva puesto, mira la hora en el móvil—. Bueno, vale —dice, y se ríe mientras lucha por bajarse del taburete con su falda estrecha.

    La miro ir hacia los aseos —un viaje que anuncia con aire pudibundo— y veo el perfil de sus bragas marcado en la falda y la huella del taburete en sus muslos.

    Cuando vuelve huele a perfume y se ha retocado el maquillaje y recogido el pelo. Pedimos unas copas y nos ponemos a hablar y a trasegar alcohol. Nos turnamos para beber a morro de la petaca y luego empieza a enseñarme vídeos de perros en YouTube, porque su familia se dedica a la cría de ridgebacks, y vídeos de cámaras de seguridad callejeras, de peleas, de gente a la que dejan KO en plena vía pública, porque un colega suyo de Camborne —dice— hacía kick boxing, aunque ahora está en la cárcel por agresión.

    Cuando levanto la vista, todo a mi alrededor es un borrón indistinto, un cedé rayado; las luces están encendidas y oigo el áspero gemido de un aspirador. Me pregunto si me he quedado dormido o me he desmayado, pero Charlie sigue a mi lado y veo que estamos bebiendo vodka con Red Bull. La miro y me sonríe con ojos húmedos de borracha y se echa a reír otra vez y señala a su amiga la camarera, que está pasando la aspiradora a la moqueta con el ceño fruncido.

    Y entonces, tras una breve farsa en la que afirma que debería irse a casa, salimos del pub y echamos a andar cogidos del brazo por la calle mayor desierta, riéndonos por lo bajo y chistándonos el uno al otro. Subimos a trompicones la escalera del pisito que tiene encima de la tienda de souvenirs donde trabaja. Al llegar arriba me mira formando con la boca un corazón y siento un arrebato de deseo alcohólico, la atraigo hacia mí y empezamos a besarnos mientras le meto la mano bajo la falda.

    Al acabar, nos quedamos tumbados en su colchoncito individual, en el suelo, sin mirarnos a los ojos, la cabeza hundida en el cuello del otro. Después de abrazarnos durante un intervalo de tiempo que considero razonable, recorro el pasillo en busca del cuarto de baño. Busco a tientas el interruptor de la luz y descubro que no es el del baño, sino el de la habitación de un niño. La habitación de Charlie está casi vacía, sin amueblar; esta, en cambio, parece el escaparate de una tienda de muebles. Una lámpara en forma de avión que se refleja en la gigantesca pegatina decorativa de la pared. Cajas llenas de juguetes apiladas con esmero. Una mesa con lápices de colores y papeles amontonados. Y, clavados en un tablón de corcho, varios diplomas: uno de fútbol, otro de yudo y otro por ser la superestrella del cole.

    Al lado de la cama hay una lamparita nocturna y no puedo evitar encenderla. Veo cómo proyecta en el techo sus lunas y estrellas de color azul pálido. Me acerco a la ventana, aspiro el leve olor a suavizante para ropa y a champú infantil. En el rincón hay una linternita amarilla como la que tenía Jack. La cojo, palpo el plástico duro, la goma resistente, los botones grandes, hechos para los dedos torpes de un niño.

    —Hola —dice Charlie, y doy un respingo, sobresaltado. Su tono es casi interrogativo, aunque no del todo.

    —Perdona —balbuceo, sintiéndome de pronto sobrio, y empiezan a temblarme las manos—. Estaba buscando el baño.

    Me mira las manos y me doy cuenta de que todavía sostengo la linterna.

    —Es de mi niño —dice. Una luna proyectada por la lámpara desfila por su cara, bailando—. Esta noche se ha quedado a dormir en casa de mi hermana, por eso he podido salir de fiesta. —Endereza un papel y unas ceras, colocándolos simétricamente respecto al filo de la mesa—. Acaba de estrenar la habitación —añade, y guarda algo en el cajón de la mesilla de noche—. He tenido que vender un montón de cosas mías para pagarla, pero ha quedado bien, ¿verdad?

    —Es preciosa —contesto, porque es verdad, y ella sonríe y nos quedamos así un rato, mirando los planetas y las estrellas que bailan por la habitación.

    Sé que quiere preguntarme algo: si tengo hijos, si me gustan los niños, pero como no quiero responder la beso y noto aún el sabor a vodka y a tabaco. Creo que no se siente a gusto besándome allí, en la habitación de su hijo, así que se aparta, me quita la linterna de la mano y la coloca con cuidado en la estantería. Apaga la lámpara nocturna y me conduce fuera de la habitación.

    De vuelta en el colchoncito, me besa cariñosamente en el cuello, como se besaría a un niño para darle las buenas noches y luego se aparta de mí y se queda dormida sin decir palabra. Su costado desnudo está al aire y hace frío en el cuarto, así que estiro el brazo y la arropo remetiéndole la colcha por debajo del cuerpo, y me acuerdo de Jack. «Bien arropadito, como un bichito en su capullito». Apuro el contenido de la petaca y me quedo tendido a la luz pálida y ambarina, oyéndola respirar.

    2

    Por la mañana hace frío, pero ha salido el sol, y echo a andar desde el aparcamiento dejando atrás la tienda de souvenirs Magic Merlin y los tablones callejeros que anuncian la ruta del rey Arturo y ofertas de té con leche, dos por el precio de uno. Con el equipo cargado a la espalda, bajo por una hondonada arenosa y cruzo la pequeña pasarela de piedra que comunica la isla con tierra firme. A mi derecha, un manto de hierba, roto por los agujeros de los conejos y algún que otro manchón de arena, desciende suavemente hasta el borde del acantilado.

    No he dormido en casa de Charlie. Se removió cuando me marchaba y me la imaginé con un ojo abierto, fingiendo que dormía, esperando a oír el chasquido de la cerradura. La casa de huéspedes estaba solo unas puertas más allá. Se me ha hecho raro dormir en un hotel viviendo tan cerca, pero quería poder beber sin tener que preocuparme de coger el coche para volver a casa.

    Subo por el camino pedregoso, la cabeza dolorida, el regusto a Red Bull todavía pegado al aliento. Aflojo el paso a medida que aumenta la pendiente. Subo por la empinada escalera de madera que lleva a las ruinas con la bolsa de la cámara como un peso muerto colgado del hombro. Cerca del borde, noto el relente del mar y me paro a descansar y a contemplar cómo sube la marea a toda prisa, arrasando sin miramientos los castillos de arena y las algas depositadas en la playa por otra pleamar.

    Sigo subiendo por la cuesta, hasta el antiguo puesto de vigilancia. No hay turistas aquí arriba, solo el viento y el chillido de las gaviotas. Busco un trozo de suelo llano y pongo encima el tablón de madera para afianzar el trípode y lastrarlo; así será más fácil que no se vuelque. Coloco la lente y la cámara, y pruebo a ver si gira como es debido.

    Las condiciones son perfectas. El mar, la arena y la hierba tienen unos colores tan vívidos, tan reales, que a la luz de la mañana parecen los colores de un arcoíris pintado por un niño. De espaldas al mar, observo la curvatura natural de las colinas, su lento declive hacia el valle, hacia la ciudad de los souvenirs de pacotilla. Es un lugar de una intensidad arrolladora. Desde aquí arriba, casi puede uno estirar el brazo y palpar la tierra, sentir sus abultamientos y sus concavidades, como si estuviera leyendo braille.

    Se está levantando el viento y sé que debo empezar cuanto antes. Hago las primeras fotos panorámicas mirando hacia el noreste, hacia el cabo, y luego, poco a poco, voy girando el disco del trípode, parándome a intervalos regulares para hacer una ráfaga, hasta completar los 360 grados.

    Cuando cesa el suave chirrido de la cámara, echo un vistazo a la pantalla LCD para comprobar que están todas las fotos; luego recojo mis cosas y vuelvo al aparcamiento.

    La casa está aproximadamente a una hora en coche siguiendo la costa. El pueblo parece desierto cuando lo cruzo. La tienda de la esquina sigue con el cierre echado, clausurada por ser temporada baja. Dejo atrás la iglesia y continúo por la carretera sinuosa que cruza las dunas hasta más allá de la caseta de información turística y luego subo por la pista de tierra, rumbo al borde del acantilado y a la casa.

    No fue únicamente su aislamiento lo que me atrajo de ella, sino su exposición, el hecho de que estuviera completamente a merced de los elementos. Encaramada a un saliente rocoso justo enfrente de St. Ives, al lado de la bahía, es el único edificio visible en estos contornos. No hay ningún refugio, ninguna cañada que interrumpa el soplo feroz del viento del Atlántico. Cuando la lluvia azota las ventanas y el viento se niega a ceder, la casa cruje y se estremece y da la impresión de que va a desmoronarse y a precipitarse al mar.

    Nada más cruzar la puerta me sirvo un buen vaso de vodka. Luego subo a mi despacho en la planta de arriba, me siento a mi mesa y me quedo mirando por la ventana abuhardillada que da a la bahía. Abro mis perfiles en OKCupid y Heavenly Sinful para ver si tengo algún mensaje. Hay uno de una tal Samantha, una mujer con la que hablé hace un par de semanas.

    Hola, ¿qué tal? Desapareciste de repente. ¿Todavía te interesa quedar?

    Miro sus fotografías saltándome el muermo de los zapatos de charol, los paraguas viejos, las alas de aviones y los capuchinos con corazones de espuma, hasta que veo una en la que está de vacaciones en algún sitio y entonces me acuerdo de que es guapa: una morena menudita con pinta de tímida.

    ¡Creía que eras tú quien había desaparecido! Sí, me encantaría quedar.

    Conecto la cámara y empiezo a descargar las fotos que he hecho en Tintagel. Cuando acabo, les echo un vistazo y me alegra comprobar que están bien alineadas y que apenas tendré que retocarlas. Las introduzco en el programa de edición que he creado y el software empieza a juntarlas fundiendo los píxeles como células de tejido cicatricial.

    La luz es impredecible. Algunos días, cuando salgo con la cámara, creo que es perfecta y sin embargo las fotos salen borrosas o sobreexpuestas. Hoy, en cambio, es perfecta de verdad. El mar centellea y la hierba de los acantilados es tan verde y tirante como los cantos de una mesa de billar. A lo lejos, veo la tenue silueta de la luna.

    Cuando el programa acaba de procesar la vista panorámica y las fotografías aparecen enlazadas como un pequeño tapiz de Bayeux, recubro la imagen resultante con una capa de código para que la gente pueda agrandarla, reducirla y voltearla a su gusto. Una vez hecho esto, subo la imagen a mi página web: We Own the Sky.

    Me sorprende que la página esté teniendo tanto éxito. Empezó siendo un pasatiempo, algo con lo que entretenerme por las tardes. Pero el enlace empezó a circular por los foros de aficionados a la fotografía. Me escribían preguntándome por la técnica y el equipo que utilizaba, y la página apareció mencionada en un artículo del Guardian sobre la fotografía panorámica. Sencilla pero bellísima, comentaba el redactor del artículo, y sentí un extraño arrebato de orgullo.

    La gente me pregunta a veces en los comentarios o en los correos que me mandan qué quiere decir We Own the Sky y si hace referencia a algo. Y la verdad es que no sé qué contestar. Porque desde que me marché de Londres esas palabras no han parado de resonar dentro de mi cabeza sin que yo sepa por qué. Cuando salgo a dar un paseo por las dunas o me siento junto a mi mesa a contemplar el mar, las repito en voz baja: nuestro es el cielo, nuestro es el cielo. Me despierto oyéndolas y, antes de quedarme dormido, escucho esas cuatro palabras como si fueran un mantra o una oración aprendida de niño.

    La imagen ha acabado de cargarse y yo sigo mirando por la ventana y bebiendo vodka mientras espero que suene el pitido. Tarda un poco más de lo normal. Diez minutos, en vez de cinco. Y entonces, ahí está: un comentario, el primer comentario, siempre de la misma persona.

    Swan09.

    Precioso. Un trabajo excelente, sigue así.

    Sus comentarios son siempre de ese estilo: «precioso», «encantador», «cuídate». Y siempre llegan tan pronto, nada más colgar la imagen, que imagino que tiene establecida una especie de alerta.

    Es ya noche cerrada y antes de irme a la cama me sirvo otro vodka. Noto el tirón del sueño, el efecto anestésico del alcohol y deseo acelerarlo, que venga a mí cuanto antes.

    A veces me gusta pensar que es Jack quien comenta las fotografías. Sé que las reconocerá porque son siempre de sitios donde él estuvo, de paisajes que vio con sus propios ojos. Box Hill, el London Eye, un mirador en South Downs. Y ahora Tintagel.

    Para asegurarme de que se acuerda, de que no olvida los sitios donde hemos estado, le dejo mensajes, párrafos escondidos en el código, invisibles para los buscadores y legibles únicamente para el ojo del programador y —espero— también para el suyo. Son, supongo, las cosas que le diría si pudiera hablar con él. Las cosas que le contaría si ella no se lo hubiera llevado.

    TINTAGEL

    te acuerdas, jack, de cuando volvimos al aparcamiento y tú te habías caído en unas zarzas y te habías hecho daño. las dos manos, papi, las dos manos, pequeños verdugones rojos en las palmas. te besé los dedos para que no te doliera y tú me abrazaste y frotaste la cara contra mi cuello. me acuerdo, no puedo olvidarlo. tus besos como susurros secretos. las pecas rojizas de tu cara. tus ojos cálidos, como la parte menos honda de una piscina.

    SEGUNDA PARTE

    1

    —No tienes pinta de ingeniero informático —dijo.

    Un poco achispado, me había puesto a hablar con ella en la barra de un pub de Cambridge. Fue en esa especie de limbo que sucede a los exámenes finales, antes de que salgan los resultados: días ociosos y soleados, apurando nuestros últimos días de estudiantes.

    —¿Lo dices porque no llevo maletín ni una camiseta de El señor de los anillos?

    Ella sonrió, no con crueldad, sino con comprensión, como si hubiera oído bromas como aquella referidas a sí misma. Cuando se volvió hacia la barra para intentar pedir una copa, le lancé una mirada de reojo. Era menuda, con

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1