Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Magia y muerte entre los enanos
Magia y muerte entre los enanos
Magia y muerte entre los enanos
Libro electrónico400 páginas5 horas

Magia y muerte entre los enanos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Amanda está acostumbrada a llevar una vida menos que ordinaria. Es una síquica a la que todas las noches visita el fantasma de su esposo muerto y que vive al lado de una colonia de enanos hostiles. A pesar del hecho de que los enanos varones son los que generalmente manejan los crímenes y desapariciones, las enanas de la colonia de piden que encuentre un bebé enano perdido. Luego la contratan para resolver el crimen de su partera estrangulada.

Amanda está encantada por el honor, pero no sabe aún como manejar su rebelde poder síquico.  El lado oscuro de su don trae un demonio que la ataca y la hiere.  Cuando siente que algo vivo se mueve dentro de su herida, se da cuenta de que la muerte no es el peor destino posible. También sabe que nadie puede pelear esta batalla por ella.  Debe derrotar sola al demonio.

Mientras, el sheriff del pueblo le pide a Amanda que lo ayude a resolver la desaparición de una adolescente perdida.  Acepta y al involucrarse en el caso llega un predador a su vida, un enemigo que une sus fuerzas con el demonio.  Para empeorar las cosas, el asesino de la partera también está tras ella.

Sin embargo, Amanda no tiene intenciones de convertirse en la víctima de nadie.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2016
ISBN9781507125007
Magia y muerte entre los enanos

Relacionado con Magia y muerte entre los enanos

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Magia y muerte entre los enanos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Magia y muerte entre los enanos - Erik Bundy

    Capítulo 1

    El Destino no se anunció golpeteando la puerta verde de mi cabaña con sus nudillos impregnados de mala suerte, ni se molestó en colarse por la ventana abierta del baño, así que no le presté más atención de la que le daba al aire de montaña que respiraba todos los días. Esa fue mi perdición, mi pecado. El Destino puede perdonar la avaricia, la gula, o incluso la sed de sangre, pero nunca ignora el ser ignorado. Castigó mi abandono con la muerte y con un demonio, me enyugó con la culpa como si fuera una sombra leprosa clavada en mis talones.

    La llamada del Destino llegó a despertarme una noche fresca de primavera, después de haber estado viviendo por alrededor de un año en el Sendero de la mujer que llora. Estaba en mi cama, al borde del sueño, cuando una gutural voz femenina me llamó:

    –Amanda –dijo a través del mosquitero de la ventana.

    En mi reloj despertador, en vez de haber números, había un ojo verde que me miraba luminoso. Sorprendida, lo miré de vuelta, esperando a ver si esta obvia señal revelaba su significado. El ojo pestañeó, el reloj volvió a la normalidad y los números 11:02 aparecieron brillantes. Estos números sumaban cuatro, el número de la entereza, palabra que no me describía en aquel momento.

    Totalmente despierta, me apoyé sobre un codo, me acomodé un mechón de cabello tras la oreja derecha y escuché. Tras la ventana abierta, el chillido de un mar inquieto de saltamontes descendía y aumentaba, en su estridente angustia de insectos egoístas clamando por sexo. Me quedé en silencio, esperando que ella se fuera, a sabiendas de que no debía dejarla ir. La señal me indicaba que este era un encuentro importante. Sin embargo, mi cuerpo se sentía adolorido y protestaba por la incansable necesidad de dormir. Podía volver después.

    Me llamó por segunda vez por entremedio de la maraña de oscuridad y luz de luna del bosque. Al menos no era una voz fantasmal, se escuchaba su aliento. Su entonación gutural, sin embargo, no era del todo humana; las vocales forjadas en hierro, las consonantes ancestrales y alarmantes.

    –Esta noche no –le grité de vuelta.

    –Ahora –me insistió ella.

    Golpeé mi almohada. Sentía los ojos secos como polvo, arenosos, probablemente se podían ver venas varicosas cruzándolos. Me consolaba el hecho de que pagaban en oro y, contra viento y marea, les iba a hacer pagarme un balde entero de pepitas esta vez.

    Huraña como un gato al que han rociado con la manguera del jardín, me demoré en levantarme y deseé que le salieran llagas en la boca y el interior los cachetes desinflados al dichoso corredor de bienes raíces que me había vendido la cabaña hacía un año.

    –Hay otra cosita que debería saber –me había dicho mientras me pasaba dos juegos de llaves. Sus ojos azules centellearon–. La mayoría de sus vecinos son un poco peculiares, viven en una colonia y solo salen a la superficie cuando está oscuro.

    Sabía de la existencia de los enanos, por supuesto, todo el mundo sabía, pero no tenía idea de que mi propiedad recién comprada limitaba con la tierra pactada para una de sus colonias. El corredor me había mentido por omisión. Me había timado a mí, una joven viuda, y se merecía todas las llagas que le estaba deseando.

    Cuando el corredor notó que su revelación tardía me enojó, pero no me alarmó, tiró la cabeza para atrás y le soltó una carcajada sonora al ventilador del techo.

    –Son alérgicos al sol, verá –sus ojos se agrandaron con el placer de la burla–, los paraliza, se convierten en estatuas de granito –levantó la palma de su mano abierta–. La petrificación es su forma de suicido favorita, palabra de scout; es indolora, es limpia y les ahorra a sus familias el costo de una pira funeraria.

    Me palmeó el brazo como si me quisiera hacer saber que no tenía que agradecerle el favor de haberme ubicado cerca de estos suicidas tan considerados. No me hizo mucha gracia y me alejé de su presunta familiaridad. Sourwood era una aldea en un valle aislado por montañas, un lugar donde todos se topaban con todos muy a menudo, nos veríamos de nuevo.

    –No esperes que te mande una tarjeta de navidad –le dije, golpeando su antebrazo.

    De todas formas, el corredor de propiedades estaba equivocado, al saberlo sentí satisfacción infantil. Tristan, tan alto, con esos hermosos ojos verdes, y mi vecino humano más cercano, desmintió su historia. Los enanos suicidas no se convertían en fósiles para ahorrarles el costo de una pira fúnebre a sus herederos. No, lo hacían por venganza.

    Les legaban un problema monumental a sus hijos e hijas. ¿Dónde se puede poner al tío Steen después de que se convierte en estatua? Los irascibles tíos Steen de la colonia se suicidaban, usualmente, porque se sentían ignorados e indeseados. Tras la muerte, en sus caras de granito se veían las sonrisas maliciosas de quienes sabían que tenían la atención total de sus parientes, incluso si era solo mientras encontraban un depósito permanente para ellos.

    ¿Y por qué vendría una enana a llamarme? ¿Quería que usara mis poderes síquicos, mi parasentido, para encontrar otro asesino? Ya había resuelto dos asesinatos de enanos para Brialdur, el sheriff de la colonia. Aunque él había tenido la consideración de venir a llamarme justo después de la puesta de sol, cuando aún estaba despierta.

    Una ronca tos que llamaba mi atención desde afuera interrumpió mi ensueño lleno de resentimiento. No estaba siendo buena vecina. Miré el reloj, solo vi la hora, ningún ojo ni otra señal. Bueno, no se puede ignorar a un enano tal como no se puede ignorar el flujo constante de un inodoro tapado.

    Me deslicé para levantarme de mi cama con dosel y me puse una bata blanca y peluda que me quedaba como un guante. La enana de afuera sabía que había salido de la cama, pues tenía la capacidad de escuchar una araña caminar suavemente por su telaraña hacia una mosca luchando por liberarse.

    Crucé mi living con pasitos cortos para no golpearme los dedos contra los muebles, le saqué el seguro a la puerta de la cabaña y salí presuntuosa hacia el porche iluminado por la luna. Ahí me puse los puños sobre las caderas y me paré bien plantada sobre ambos pies y con la espalda derecha, la pose de alguien dispuesta a luchar con cualquier monstruo de medio kilo que se atreviera a aparecer. Era una mujer joven y moderna, sin miedo y totalmente capaz (con spray pimienta en el bolsillo derecho de mi bata) y no me importaba quién lo supiera. La actitud lo era todo a la hora de tratar con enanos.

    Capítulo 2

    Una enana (no tenía barba) rodeó con paso firme la esquina derecha de mi cabaña en el andar sinuoso típico de su especie. Ahogué una exclamación de sorpresa: no tenía un escolta masculino. Las enanas rara vez visitaban a los humanos y nunca lo hacían sin escolta. Solo el Sheriff Brialdur tenía el estatus y la audacia suficientes como para mezclarse con un humano, sobre todo con una mujer, en sus asuntos oficiales de enanos. Así que esta visita era muy extraña y tan importante como un funeral para ella.

    Olía a hongos, como se podría esperar de quien vive bajo tierra. Usaba un vestido de cuero de cabra; una hebilla de hierro con runas en el cinturón, para protegerse de los demonios, y botas grises de gamuza que llegaban a la mitad de sus carnosas pantorrillas, sin pantimedias y probablemente sin ropa interior. Dos trenzas increíblemente negras, atadas son correas de cuero, caían oscilantes sobre sus hombros y la parte delantera de su vestido. Parecía una india Cherokee en miniatura modelando ropa de cuero para un catálogo de la época de los colonos. Traté de recordar su nombre.

    –Eres bienvenida acá –le dije, sonriendo con dulzura. Era el saludo de rigor.

    Qué mal que no existan hebillas para protegerse de las visitas de los enanos cuando quieres quedarte dormida y soñar con amantes. Pero bueno, eran mis vecinos, y mi madre trató de inculcarme las reglas de cortesía, aunque nunca me formé el hábito. Además, ahora me sentía tan curiosa como un coyote por saber la razón de su visita.

    No encendí la luz del porche porque incluso el débil resplandor de los focos blanquecinos era demasiado para sus ojos de visión nocturna. Además, ni siquiera yo necesitaba más luz, pues la de la luna fluía por los ladrillos rústicos del porche como plata líquida.

    Al recordar las dos parcas visitas de Brialdur, me susurré a mí misma, "espero tener suficiente schnapps de manzana frío".

    –¿Tú dice algo?

    Sí, los enanos tienen un oído finísimo. Tuve que dejar de murmurar para mí misma. Estaba recién en la primera mitad de los treinta y ya tenía la mala costumbre de murmurar mis pensamientos en voz alta. A los sesenta, iba a andar sermoneando cajas de cereal en los pasillos fluorescentes de los supermercados.

    La enana se detuvo frente a los tres escalones de mi porche y se paró bajo la luz de luna platinada con sus antebrazos peludos doblados bajo sus senos.

    –Espero mucho tiempo –dijo.

    Las mamás enanas no invalidaban a sus retoños con enseñanzas sobre cortesía. Mis vecinos tenían tan pocos modales como estatura.

    –Bueno –le dije–, estaba quedándome dormida. Los humanos tenemos el hábito tonto de dormir de noche.

    La cara tosca de la enana no se suavizó con una disculpa. En su lugar, sonrió como si su real majestad me hubiera hecho un favor al perturbar mi descanso.

    Me miró de arriba abajo. Aprobaría mis ojos cafés y mi larga cabellera de color castaño rojizo oscuro, ya que las rubias tenían un estatus muy bajo en su sociedad. Mi figura, sin embargo, sería muy escuálida para sus gustos, aunque yo no me consideraba flaca, especialmente en las caderas.

    –Bueno, eso ya no importa –dije–, estoy levantada.

    –Nosotros tiene necesidad de ti –dijo la enana, su aliento era fuerte, con olor a cebollas fritas y carne de ardilla.

    Me incliné hacia atrás y exhalé por la nariz para alejar la peste.  Era capaz de oler una feromona de un lado a otro de una cancha de fútbol, una de las razones por las que evitaba los deportes de estadio.

    Mi sentido del olfato se había atrofiado con frecuencia las veces que trabajé con Brialdur. Los enanos creían que el sudor es suficiente baño para ellos y su tufo rancio era capaz de derribar un zorrillo. Su olor corporal me picaba en la nariz como el cloro.

    ¡Daksin! Ese era su nombre. La había visto dos veces. Una viuda, era más rica que un dictador del tercer mundo, la recordaba bastante bien. No solo tenía la constitución de un poste de cedro, también actuaba como uno: siempre dura e intransigente.

    –Entra –le dije.

    Daksin frunció el ceño ante la entrada oscura.

    –¿Hombre adentro?

    Me reí. El fantasma de Jason había aparecido junto con mis cosas cuando me mudé a Sourwood. En la tarde, había llegado suplicante como siempre, luego se había desvanecido con la luz cuando se puso el sol. Así que no, no había ningún hombre acompañándome, no ahora. Además, el fantasma de un esposo no contaba como hombre, así como el sexo telefónico no era más que un remedo del acto real.

    A nuestro alrededor, los saltamontes aún buscaban pareja, retumbando en la noche. Como yo, Daksin era una viuda cuya cama estaba vacía, pero eso no significaba que pudiera esperar su comprensión. Como la mayoría de los enanos, creía que la moral humana se sostenía con elásticos que se rompían al primer tirón de las hormonas. Los enanos aprendían sobre el comportamiento humano de programas de TV pirateados; las telenovelas y series policíacas les dieron la idea de que éramos todos zombis sexuales.

    A decir verdad, conocía una o dos personas que calzaban con su mala impresión sobre los humanos, pero yo no era una de ellas.

    –No te hubiera escuchado llamarme –le dije– de haber estado con un hombre.

    –Humanos –dijo Daksin y echó una mirada a su alrededor como si buscara donde escupir.

    De haber habido un hombre conmigo, ella aún estaría escuchando afuera de la ventana de mi dormitorio.

    Daksin subió pavoneándose las escaleras y me dio un apretón de manos. Su corto agarre se sintió como un alicate. La guie hacia la sala y la seguí hasta adentro, ahí le pregunté qué quería beber.

    –Vino tinto.

    Así que Daksin no bebía schnapps de manzana como la mayoría de los suyos. Quizás tenía que parar de asumir que las enanas se portaban igual que los enanos.

    –No dulce –agregó Daksin como si le fuera a servir vino de una jarra barata–, tinto –repitió. No era una petición, la arrogancia estaba tatuada en sus personalidades.

    Sin apuro, arrastré los pies hacia mi cocina inmaculada y olí un roedor, su olor a humedad se asemejaba al de un calcetín sucio... otro invitado de piedra. Antes de abrir la puerta de acordeón de la alacena, di unos golpecitos sobre ella para asustar al señor ratón y lograr que se metiera en el espacio entre la cabaña y el piso. Al día siguiente, iba a encontrar su agujero de entrada para taparlo con virutilla.

    Tristan, un verdadero filósofo callejero con tendencia a dar sermones, decía que los ratones no eran problema si no te atacaban. Y sus heces no eran más que pequeños marcadores que te indicaban donde aspirar. Por supuesto, estaba acostumbrado a ser anfitrión de un montón de enanos con los cordones de las botas llenos de barro. Probablemente se sacaban piojos de la barba y se escarbaban las orejas con los meñiques.

    Jason también era más tolerante que yo con los ratones y la suciedad. Por un momento, me quedé paralizada por su pérdida y mi garganta se cerró por la pena. Esos abruptos arranques de tristeza siempre me atacaban sin advertencia.

    Jason bromeaba con que los conejos del polvo que había debajo de la cama eran mascotas que no le molestaba tener: nunca lloraban para pedir comida y no necesitaban caja de arena, tampoco te despertaban de noche por ladrarle a los mapaches que pasaban por fuera.

    Le hubiera divertido verme reemplazar la cerámica multicolor de nuestra casita, que escondía manchas, migas de comida, polvo y excremento de insectos, por madera blanca. Tenía que saber cuándo trapear mi piso, pues si esperaba vender croissants y bombones de chocolate y mazapán a la panadería local, mi cocina tenía que parecer un quirófano. Un brote de diarrea entre los clientes podía arruinar mi negocio.

    En el living, Daksin se aclaró la garganta, obviamente no le agradaba mi falta de presteza. Sus botas no paraban de moverse, rayando mi piso inocente. Me estremecí.

    Tiré la cadena de la luz de la alacena. En un estante, junto al aceite de oliva, había una botella de bordeaux con una mansión francesa impresa en la etiqueta. La tía Ida me la había regalado en mi cumpleaños. Descorché la botella, la olí para asegurarme de que el vino no se hubiera avinagrado, como le pasó a la aristocracia francesa, y llené dos tercios de un vaso de vino con grabados de enredaderas. Era un vino antiguo muy bueno como para echarlo encima de ardilla rostizada con cebollas fritas, pero no tenía nada menos que ofrecer y, después de todo, era una gran ocasión, un honor.

    Las enanas eran como yetis, tímidas y difíciles de ver. Y, como los yetis, tenían el aliento fétido, eran peludas y sus cuerpos corpulentos andaban por ahí con los ojos rojos y furia constante. Yo era una de las aproximadamente tres personas en Sourwood que había hablado con una enana. Cuando me apresuré hacia mi living, encontré a Daksin tumbada cerca de la chimenea fría, sobre el piso de madera de arce, ¿habría estado alguna vez en la casa de un ser humano?

    Tristan me había dicho que los enanos encontraban las sillas humanas muy altas. Como los animales, se estiraban sobre el piso o tan cerca de él como fuera posible. Y dijo que además siempre lograban, de alguna manera, dominar la habitación desde el suelo. De ninguna manera iba a dejar que Daksin se me impusiera en mi propia casa, no desde la altura de mi rodilla. Primero me vendería a la esclavitud.

    Daksin recibió el vino francés con tranquila dignidad, como si fuera una emperatriz que recibe una copa de su esclava.

    –¿Tú no toma?

    Me senté en mi mecedora de madera.

    –El alcohol a esta hora de la noche me sienta tan mal como si fuera ácido de batería. Dijiste que necesitabas ayuda.

    En vez de sorber su vino, Daksin metió la punta de su lengua gorda en él como una nadadora que prueba la temperatura del agua con el dedo gordo del pie. Se encogió de hombros en aprobación, bebió un poco y se relamió.

    –Esto bueno. Alguien tomó bebé llamado Jens, nosotras necesita tu ayuda ahora que perdido.

    La madre y el padre del bebé, también, estarían frenéticos de dolor y culpa. Conocía la sensación de agujero negro que causaba tal pérdida. Al menos no era un caso de asesinato, no aún, ¿el bebé estaba seguro o teníamos que encontrarlo antes de que la caricia del sol lo convirtiera en roca?

    Como solo la luz eléctrica irritaba los ojos de los enanos, encendí una vela con olor a pino, mi nariz necesitaba alivio. El suave resplandor de la vela reveló un aura alrededor de la cabeza y los hombros de Daksin, era de color naranjo eléctrico. Sorpresa, sorpresa; la reina estaba un poco nerviosa. Era muy buena fingiendo, si no le hubiese visto el aura, hubiese pensado que estaba tan tranquila como la nieve.

    Me pregunté qué tan serio podía ser ese crimen.

    –¿Crees que alguien simplemente tomó al bebé? ¿Dónde podrían esconderlo en tu colonia?

    Daksin frunció el ceño.

    –Bebé no va gateando. Nuestra colonia no pequeña, ciudad subterránea con mucho túnel. Mucho lugar para esconder bebé. Quizás encuentra, quizás no, pero para madre esto no bueno.

    Tragué y pregunté:

    –¿Será que alguien le quiere hacer daño?

    –Por qué dañar bebé –preguntó Daksin, asqueada por una pregunta tan tonta– Alguien quiere un bebé, alguien toma. Tú nos dices porqué esto pasa.

    Quizás había sido un error encender una vela después de todo, aunque su perfume ocultara un poco el hedor de Daksin y su flama revelara su aura. Ahora también veía claramente su cara, pálida como una perla. Me picaba la mano por cambiarle esa expresión de desdén de una cachetada. Nosotros no tenemos programas de TV pirateados de los enanos que puedan enseñarnos sus modos extraños. Para ella, mi ignorancia era lo mismo que la estupidez.

    –Ningún humano ha visitado tu colonia –le expliqué con dulzura de hermana.

    Daksin encogió los hombros, reconocía mi inferioridad de humana. Ahora su aura era de color morado arrogante. Para ella, no había diferencia entre un hecho y su opinión personal.

    –¿Dónde está Brialdur? –le lancé una pregunta sorpresiva.

    Los rasgos toscos de Daksin casi formaron un ceño fruncido. Miró hacia la pared, no a mí.

    –No en colonia ahora.

    La víctima del último caso que Brialdur me había pedido que resolviera era el mismísimo marido de Daksin. La suave luz del amanecer había transformado su cadáver en granito. ¿Estaría almacenado en una caverna usada junto a los sonrientes tíos Steen? ¿O Daksin finalmente le había encontrado una utilidad? ¿Había, quizás, cincelado la parte de arriba de su cabeza y para ponerle una planta?

    –Es Brialdur quien hace respetar tus leyes –insistí con mi punto.

    Daksin hizo un mohín.

    –Va a Montañas Ouachita. No vuelve en mucho, mucho tiempo, pienso.

    –¿Rebelión separatista? –mantuve un tono de voz neutro.

    La semana anterior, habían matado a dos alguaciles que trataron de entrar a una colonia en Arkansas. La mayoría de los enanos que vivían en los Apalaches, la meseta Ozark, Ouachita, las Rocallosas y otras cadenas montañosas, no se consideraban ciudadanos de los Estados Unidos, aunque por supuesto, el gobierno estadounidense insistía en decir que lo eran. Los enanos se habían establecido en las cadenas montañosas antes de que existieran los Estados Unidos. A diferencia de nuestra truculenta historia con los Nativos Americanos, la mayoría de los tratados con enanos se habían respetado, más que nada porque a los humanos no les atraía vivir bajo tierra.

    –Reunión de independencia –dijo Daksin, luego apuntó hacia mi cara con un dedo acusador–. Vimos senador en TV que dice enano inteligente como para limpiar casa, él piensa. Nosotros buenos para limpieza de abajo mueble. Enano bueno para trabajo en campo de lechuga, también.

    –No se necesita inteligencia para ser senador –expliqué–. Uno de nuestros políticos, Kissinger, dijo: El noventa por ciento de los políticos dan mala reputación al diez por ciento restante.

    Como no había defendido la inteligencia humana, Daksin se lanzó a atacarla.

    –Humano no muy inteligente. No conoce nosotros. Y envenena todo, ellos...

    Me aclaré la garganta para interrumpir. Si Daksin se cambiaba tan rápidamente al tema de los humanos destruyendo la naturaleza, la conversación se iba a convertir en un monólogo agotador. Los enanos, no en vano, creían que los estadounidenses estaban contaminándose e iban a terminar por destruirse a sí mismos. Celebraban el hecho de envenenar a los enemigos, eso era inteligente, pero comer tú mismo duraznos cubiertos con pesticidas o alimentar con arsénico los pollos en cautiverio que criabas para comértelos... eso era suicidio comunitario.

    –Humanos piensan...

    –¿El Sheriff Wyeth también va a investigar la desaparición del bebé? –como Brialdur, le caería duro como un derrumbamiento de rocas a las amateurs sin invitación.

    La risa de Daksin fue una cachetada humillante.

    –Ningún enano habla a él. Este asunto de colonia –resopló, descartando a nuestro sheriff–. Él usa uniforme.

    Cualquier adulto con uniforme, lo que incluía a los empleados postales, era enemigo de los enanos. Trataban nuestros juegos de fútbol como maniobras enemigas.

    –Bebé Jens necesita que tú ayudes a nosotras –dijo Daksin.

    Estaba usando al bebé de carnada. ¿Sabía de mi hijo secreto? Me sentí como si tuviera una trampilla bajo mis pies.

    –Brialdur no acá y otros enanos quiere esperar él. Les mostramos que enanas resuelven mejor que Brialdur.

    Brialdur confiaba en mi lealtad hacia él. ¿Cómo es que Daksin sabía que estaba dispuesta a ayudar a las enanas a probar su destreza?

    Una luz resplandeció al otro lado del ventanal, iluminando mi solario. Vi como una niebla de luminosidad autocontenida se constituía en forma humana. ¿Por qué volvía en ese momento el fantasma de Jason? Nunca me había visitado dos veces la misma noche.

    Daksin se volteó hasta que su mentón tocó su hombro derecho. Tocó las runas protectoras en su hebilla de hierro.

    –¿Fantasma de esposo?

    Aunque el ventanal estaba cerrado, sentí que la temperatura de la sala bajaba rápidamente. Frunciendo el ceño, Daksin se giró para encararme. Cruzó sus gruesos antebrazos sobre sus senos sin sostén, se encorvó hacia adelante y se frotó la parte superior de los brazos con sus manos rollizas.

    Recordé un cementerio militar verde con las cruces blancas de rutina. Los soldados levantaron las barras y estrellas de un ataúd que brillaba como si lo hubieran pulido con saliva. Doblaron la bandera con precisión militar antes de que un sombrío sargento me la presentara en la forma de un prolijo triángulo. El estruendo retumbante de los tiros que se dispararon en honor a Jason parecía estar fuera de lugar.

    Dejé mi mecedora balanceándose detrás de mí y agarré la boquilla de la aspiradora que había dejado afuera para acordarme de limpiar el piso en la mañana. Apunté al fantasma con la manguera para amenazarlo. Una aspiradora, claramente, no podía hacerle daño a un espectro, pero distorsionarlo podría molestarle un poco. Estaba dispuesta a averiguarlo.

    El fantasma no. Apuntó a Daksin y sacudió su cabeza pálida a modo de advertencia antes de desaparecer en otro resplandor.

    Dejé caer la manguera plástica y el pico metálico, que golpetearon en el suelo de arce. Daksin se sobresaltó. Me disculpé por el ruido innecesario.

    Con una sonrisa, Daksin examinó mi aspiradora, era obvio que le atraía su valor como herramienta para amenazar fantasmas. Dejó salir un resoplido. Parpadeé y me alejé del hedor del bordeaux francés y la comida medio digerida. Tal peste podría haber fumigado mi sala. Una vaharada y las cucarachas correrían hacia las paredes, buscando salidas. Las polillas se desmayarían.

    –Mi marido viene también –dijo Daksin–, nosotros le canta y fue para siempre.

    –¿Pueden hacer eso?, ¿cantarle a los fantasmas para que se vayan?

    –Gregor puede.

    ¿Acaso el arrogante Gregor sería capaz de cantarle a un fantasma humano también para que descansara? Era el cantante de la colonia, artista por una parte, folclorista por otra, amaba a las enanas y odiaba a los humanos. ¿Lo haría por mí? Aunque ese no era el momento para preocuparme por eso, había un bebé perdido. Daksin tenía que tomarse su vino. Tenía que hacer que se moviera.

    Mi cabaña se iba a ventilar mientras estuviéramos fuera. La vela con aroma a pino no había sido más efectiva contra el hedor corporal de Daksin de lo que hubiera sido una pastilla de menta en un baño público.

    –Quiero que estés más cómoda –dije antes de abrir las ventanas de par en par para que se formara una corriente de aire. No era totalmente mentira, a los enanos les gustan los sonidos nocturnos y la brisa.

    Me paré frente a la ventana, inhalando, deseando que el viento cantara una canción más fuerte. Afuera, los saltamontes enamorados zumbaban como una gaita desafinada.

    Olí, fruncí el ceño y me giré hacia Daksin.

    –Huele a sangre.

    Daksin se levantó velozmente, en un solo movimiento.

    Capítulo 3

    El primitivo olor a sangre casi me hizo sentir miserable. Recordé cómo mataban los cerdos chillones en mi infancia para tener carne para el invierno y me cerré la bata en el cuello, como si tuviera frío. Encontré consuelo en el cilindro de gas pimienta que tenía bien metido en el bolsillo derecho de mi bata.

    –Está cerca –le dije a Daksin–. ¿No escuchaste nada?

    –¿Sangre? –sus ojos negros brillaron a la luz de la vela.

    Había ignorado mi pregunta. ¿Era para ponerme en mi lugar o una diferencia cultural de cortesía?

    –Sí, fresca y salvaje –me alejé del olor empalagoso de la sangre–. Quizás un coyote cazó algo. O un gato.

    Daksin gruñó ante la mención del gato. Deslizó su mando izquierda dentro del bolsillo de su vestido de cuero donde yo sabía que tenía un cuchillo de plata, en una vaina de cuero, colgando junto a su muslo. Debía ser afilado como un bisturí. Las enanas tiraban cuchillos con la mano izquierda, los enanos con la derecha.

    –¿Tú huele esta sangre solo cuando abrir ventana?

    –Sí, y es casi tan fuerte como para causar un ataque de estornudos. Se sobrepone a otros olores, como la piel mojada y la tierra húmeda y mi vela y tu vestido de cuero.

    No mencioné las cebollas fritas, o el vino, o su olor a moho. Era mi invitada.

    Daksin se acercó a la ventana abierta y escuchó.

    –¿Sangre vieja?

    –No, fresca. No la olí cuando estuvimos afuera, cuando nos encontramos en mi porche.

    Daksin tensó la mandíbula, supe que venía una declaración.

    –Lluvia, también ella lavar todo antes que yo vengo. Sangre no ahí cuando nosotras encuentra.

    –¿Ella?

    Daksin puso cara de mártir. Mi ignorancia le causaba sufrimiento.

    –Toda tormenta con lluvia femenina. ¿Tú no sabe esto? Viento seco, masculino, y muchas veces llega con fémina, con tormenta mojada.

    Yo también sentí ligeros indicios de martirio. Había sangre afuera, que quizás indicaba peligro, ¿y ella me estaba sermoneando por el género del viento?

    Daksin se metió nuevamente la mano dentro del bolsillo izquierdo. Marchó hacia mi puerta delantera, la abrió de un tirón y se lanzó al ataque hacia el porche de ladrillos. Sobre su hombro izquierdo sostenía el cuchillo de plata con la punta en alto.

    Enormemente sorprendida por su repentina decisión y su coraje, salí rápidamente tras ella. ¿Era la sangre del niño perdido? Me quedé tras ella, sin mirar al piso, no quería ver un bebé muerto.

    Daksin se quedó mirando la muralla a nuestra derecha. Embadurnado en el revestimiento de cedro, había un círculo oscuro con algo en el centro. Enfundó su cuchillo. Después de dudar por un momento, caminó hacia el lugar y se apoyó sobre una rodilla, dos de sus dedos regordetes tocaban las runas de la hebilla de su cinturón. Entonó una frase tres veces es su lengua gutural. ¿Habían sacrificado algo?

    Como no tenía la visión nocturna de Daksin, me paré tras ella y pestañeé varias veces para aclararme la vista. El lugar en cuestión estaba un poco oculto bajo la sombra de un cerezo silvestre. Forcé la vista y logré ver un círculo pintado con sangre no muy lejos de la ventana que acababa de abrir. En el medio tenía una runa que parecía una cruz con los brazos alzados.

    Entre las flores que había bajo el dibujo, bajo un arbusto y cerca de la rodilla de Daksin, había un bulto delgado, una ardilla muerta. Un escalofrío vibró por mi espalda. Gracias a Dios no

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1