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Historias para no dormir
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Historias para no dormir
Libro electrónico158 páginas1 hora

Historias para no dormir

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Información de este libro electrónico

Su respiración rasposa, como el asma de un viejo bandoneón, se detuvo al abrir el enigmático libro. Al principio parecía un juego porque murmuraba historias, pero enseguida fue un laberinto que gritaba misterios. Sus hojas en blanco lo confundieron con sus visiones. Su magia avanzaba, frenética, creando lugares que despierto jamás encontraría. El muchacho habló, pero su voz no provenía de su garganta. Eran sueños arcaicos, fantasías que le permitían vislumbrar un mundo vertiginoso que a cada instante ponían a prueba su vigilia y su cordura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ene 2023
ISBN9789878730646
Historias para no dormir

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    Historias para no dormir - Oscar Enrique Falcão

    cover.jpg

    OSCAR ENRIQUE FALCÃO

    Historias para no dormir

    Falcão, Oscar Enrique

    Historias para no dormir / Oscar Enrique Falcão. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-87-3064-6

    1. Relatos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

    CDD A863

    EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

    www.autoresdeargentina.com

    info@autoresdeargentina.com

    Tabla de contenidos

    Martes 13

    Una llave

    Había un secreto entre los dos

    La Providencia

    Demasiado tarde

    Morir junto a ti

    Y El Milagro ocurrió…

    El maestro

    Respuestas en el agua

    El Espíritu del bar

    La foto

    La taza vacía

    Federico

    Vivir de viaje

    El arriero

    Lunes otra vez

    Asesino

    Historias para no dormir

    Epílogo

    Para mi señora, como mi primera lectora,

    y para Bety, como mi correctora incansable y desinteresada,

    que han contribuido con la concreción de este libro.

    No puedo dejar agradecer, también,

    a todos mis afectos incondicionales que soñaron conmigo

    aún sin percibir el sueño.

    Prólogo

    Maximiliano Méndez balbuceaba una y otra vez: historias para no dormir. Era un rumor arisco y persistente que interrumpió los resoplidos de Laura Lombardi. La muchacha se despertó víctima de un acceso de pánico y mientras se horrorizaba, un alud de pensamientos se derramaba sobre ella. En ese momento abandonó la almohada con sus sentidos en alerta, por decirlo de alguna manera, e irguió su cabeza con asombro escudriñando dentro de la reverberación de las palabras. No, no era posible que estuvieran soñando el mismo sueño.

    El susurro, que Laura distinguía entre los ruidos monótonos y estridentes que abarrotaban su cabeza, sonaba como una marcha militar que aturdía su razón. Eran compases insistentes que acompasaban la caravana de figuras formadas por cuadros a medio terminar, arabescos surrealistas por doquier, y fotos sepias… salvo una, que mostraba una barca encallada, desarmada y abandonada. La escena era bastante utópica, o más bien tétrica por la paleta de color usada, todo era blanco, azul y un oscuro violeta que oficiaba de negro. Se concentró en las siluetas tridimensionales. Las imaginó como a dos sobrevivientes que no pudieron concretar su travesía. Eran muñecos sin rostro que no se movían... Tal vez anunciaban la caducidad de su existencia terrenal, pero eso no importaba porque un repicar de agudas trompetas la torturaba. Y entre todo ese cambalache, la frase: historias para no dormir se repetía rebotando en su cabeza.

    El repiqueteo dentro de su cráneo era claro. Sí, no había dudas, la voz era suya. Era una secuencia de vocablos que decía cosas indiscutibles, pero a la vez eternas y contradictorias. Ese barullo clamaba dentro de su cerebro, deformándolo, carcomiéndolo. Sin embargo, lo mantuvo oculto en su interior. Claro, debía silenciar ese coloquio discordante. No iba a preocupar a su novio. No, de ninguna manera. Al día siguiente salían de viaje hacia el sur y el conductor nunca debe tener miedo de lo que vendrá.

    Respiró como pudo hasta que por fin se esfumó la parálisis de sus emociones. Entonces se sintió serena. Bueno, poco importaba la pesadilla porque el alba ya estaba presente. Se levantó compungida por lo sucedido y sin chistar preparó el desayuno, café, leche, tostadas, manteca… Apuraban la partida, de modo que yendo y viniendo, aceleraron el trámite, gesticulando, mientras apretujaban los bolsos dentro del auto. Él casi no se percató, cuando ella guardó en el asiento trasero, sobre el bolso celeste de los cosméticos, un enigmático libro azul.

    Su novio no tenía secretos con ella, pero las sucesivas premoniciones nocturnas la enviaron hacia ese cabo suelto. No fue su imaginación, porque cuando fue a la vieja casa de Maximiliano, y rescató la llave de la pieza del fondo, encontró a ese viejo mamotreto mágico en el último estante, en donde nadie podría encontrarlo…

    Sí, era un compendio antiguo del cual ignoraba su existencia, y del que supo la ubicación por los reiterados sueños. Los pormenores surgieron noche tras noche como los capítulos de una novela. El mandato era claro: llevarlo en el viaje. La precisión pasmosa de sus delirios nocturnos y la duda la condicionaron para tomarlo, aunque no sabía por qué debería acarrearlo…

    Enero llegó. Un viaje, un inicio soñado, aunque el itinerario hasta Junín de los Andes en un solo tramo, más que ambicioso era peligroso. Interminables horas para llegar a la zona cordillerana, pero era un pasaje de ida que valía la aventura. Empezaron a moverse muy temprano por un pavimento deteriorado, en el que había que tener más cuidado con las banquinas destruidas que con las densas zonas de niebla. Sí, eso fue al principio. Pero con la ceguera blanca, totalmente blanca, llegó el pánico.

    En un santiamén la muralla fosforescente los asaltó, y con su densa textura transformó su sensación de seguridad en un estado de alucinada lucidez. Fue un suplicio inesperado, un martirio que duró más de lo pensado, aunque se diluyó en forma repentina. A cada lado, la ruta afloraba en una inmensidad de llanuras rectas que fundían su verdor en el horizonte. Por encima de esa pasmosa prolijidad, los animales pastaban junto a fardos redondos esparcidos en forma simétrica como peones en un tablero de ajedrez.

    Maximiliano se frotó los ojos al divisar a lo lejos encima de una lomada un rebaño silvestre de guanacos. Recordó el episodio cerca de la Cueva de las Manos y reconoció a la muerte en esos seres de expresiones ingenuas. La actitud inquieta y curiosa de las bestias amarronadas, invulnerables al tiempo y al desastre no los engañaba. Para ellos eran más que exóticos pobladores de esos parajes, eran también el recuerdo de lo que casi fue. No, no podía verlos sin sentir miedo…

    Volvieron de su pánico cuando contemplaron a los camélidos silvestres en fuga. Sus elegantes huesos huían de ellos como si la muerte los acompañara en su automóvil.

    El reloj se movía al compás de las nubes, y ya pasado el temor inicial, Maximiliano necesitaba algo que lo despertara. Hizo rezongar la bombilla a modo de juego. Sí, igualito a un niño pequeño. Lo mates dulces y la música ochentosa ya no surtían efecto en mantener abiertos sus párpados inestables.

    —Amor, mirá lo que encontré en la pieza del fondo —dijo Laura a su novio para iniciar el interrogatorio.

    Maximiliano al principio se asustó, pero como pasa con los muertos, con el tiempo se vuelven buenos. Claro, el transcurrir de los meses había mitigado su rechazo por el misterioso libro azul. Sí, el mismo que escondió en la vieja pieza de su abuela… Aunque pensándolo bien en ese interminable viaje al sur podría necesitar de sus historias. Aquella vez había visto cómo funcionaba, y aunque pareciera un compendio de hojas sin contenido lo escondió por miedo a sus revelaciones. Pero ¿cómo llegó a manos de su novia? Ah, esa es otra historia…

    —Lo encontré en lo más alto de la estantería, no sé cómo llegó ahí —prosiguió la chica con un tono sarcástico que dejó a Maximiliano con la boca abierta. Y con respuestas sin aclarar, ambos se hicieron los distraídos en medio de un silencio cómplice. Laura tomó el toro por los cuernos y se decidió a hablar.

    —Sí, me vas a decir que las hojas están en blanco, pero en la tapa dice con claridad: Historias para no dormir y eso es lo que necesitás ahora.

    La aparición del texto fue inesperada. Y ante la sorpresa del muchacho su novia abrió la tapa texturada, dura y barroca, y por un instante se quedó muda. Maximiliano atento a la ruta, se impacientaba al no escucharla, y cuando la relojeó, se asustó por sus facciones petrificadas. Su blancura, nívea como el papel, la diagnosticaba a priori muerta, pero un movimiento la resucitó.

    —Veo, sí, imágenes difusas, trazos que se empiezan a corporizar ¡esto es maravilloso! contiene un mundo de sabiduría, el índice tiene infinitos cuentos de infinitos temas —dijo la muchacha con su sonrisa iluminada.

    —¿En serio?, contame una historia. Sí, alguna anécdota del Banco —dijo Maximiliano, desafiándola a que contara algo del trabajo, aún sin creer que pudiera manejar el oráculo literario. Nunca dejó de observar el oscuro trazado vial, pero la imagen surrealista se metió en su cabeza. Laura, el libro y él habían formado una red neuronal. Trazos virtuales que se corporizaron en sus mentes rarezas sin color, similares a una desintegración celular.

    Desintegración celular

    Óleo sobre papel. 2007.

    Martes 13

    Adalberto Núñez Mañay, el guardián del archivo fue seguramente el primer empleado del Banco Provincia. Dicen que desde tiempos inmemoriales trabajaba entre los ficheros del último piso de la sucursal San Martín. Sí, allá, cerca del cielo…

    Su guardapolvo gris oscuro siempre andaba entre los papeles amarillentos y entre los interminables biblioratos desvencijados, aunque nadie lo veía con frecuencia. Era como un santo, porque cuando alguien no encontraba algún documento gritaban desde abajo para implorar su ayuda. Todos le pedían a él, con las manos en alto, como si desde allá arriba supiera dónde estaban todos los papeles perdidos.

    Demóstenes Cardozo empezó un 13 de marzo en su nuevo trabajo. Sí, justo llegó un martes 13, peinado a la gomina, con su corbata nueva, y con los zapatos tan lustrados que resplandecían como charol. Era un hombre de piel apagada y seca que parecía no tener sangre. Sin embargo, las cejas desentonaban con la blancura de su rostro haciendo juego con la oscuridad de su corbata.

    La inmensa fachada de la institución bancaria lo intimidaba, por eso caminó con cautela hacia sus compañeros. Atravesó el hall central, como si el mármol le lastimara los pies, y cuando se enfrentó a ellos se presentó con palabras formales y concisas.

    Pero con solo decir que lo habían asignado al archivo, un silencio tácito se insinuó en el grupo, una inmensa quietud que no tenía que ver con un silencio físico se esparció. Fue una fracción instantánea que destruyó el tiempo, seccionándolo, desintegrándolo, y sin que nadie le explique el

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