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Un millón de amigos
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Libro electrónico183 páginas2 horas

Un millón de amigos

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Con los niños no se juega.

Esta es la pequeña historia de un niño pequeño. La historia de Paquito Solsona, un chiquillo huérfano y sin amigos al que le gustaría despegar del suelo y volar para liberarse de la angustiosa situación en la que se encuentra.

Y es que, internado en un colegio de frailes, Paquito Solsona se siente entre la espada y la pared y sin escapatoria posible, pues dos personas están firmemente decididas a acabar con su vida: un misionero con ínfulas de biógrafo, de una parte, y un religioso pederasta del centro educativo, de otra.

Al primero le sobrecoge su aspecto, sus blancos movimientos, su tristeza y, sobre todo, la languidez con la que canta la canción Yo quiero tener un millón de amigos, lo que le convence de que se halla ante la criatura más triste del mundo, esa criatura a la que lleva años y años buscando a fin de relatar su vida para, de esa forma, alcanzar la gloria literaria. Por ello le pide al niño que se confiese, que le hable de él, de sus inquietudes, de sus ideales, de sus ilusiones, de sus penas... De lo contrario, no dudará en acabar con su vida de manera violenta para que sean los periódicos los que indaguen sobre su vida y le suministren los datos que necesita. Pero si relata su experiencia, será su abusador quien se tome la justicia por su mano.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 mar 2019
ISBN9788417772017
Un millón de amigos
Autor

Javier Osés

Después de haber trabajado en casi todos los medios impresos de La Rioja, de ser corresponsal de ABC y de haber dirigido en Vitoria El Periódico de Álava, Javier Osés, seudónimo de Luis Javier García, periodista nacido en la localidad riojana de Villar de Torre, decidió dar el salto a la literatura. Su primer libro, un repaso a los cien años de historia del café Moderno de Logroño, se agotó en apenas un mes y medio, y su novela El estudiante de San Millán enamorado, editada a finales de 2017 para celebrar el 20 aniversario como Patrimonio de la Humanidad de los monasterios de Yuso y Suso, fue extraordinariamente recibida y se ha convertido en el regalo más demandado por los turistas que visitan estos cenobios donde se escribieron las primeras palabras en castellano. Un millón de amigos es su segunda novela.

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    Un millón de amigos - Javier Osés

    Un millón

    de amigos

    Un millón

    de amigos

    Javier Osés

    Todos los personajes de esta novela son ficticios, así como las situaciones descritas y los lugares que se mencionan.

    Un millón de amigos

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417772543

    ISBN eBook: 9788417772017

    © del texto:

    Javier Osés

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedico esta novela

    al niño que una vez fuimos

    y al que hemos ido corrompiendo

    a lo largo de nuestra vida.

    Yo solo quiero mirar los campos.

    Yo solo quiero cantar mi canto,

    pero no quiero cantar solito.

    Yo quiero un coro de pajaritos.

    Quiero llevar este canto amigo

    a quien lo pudiera necesitar.

    Yo quiero tener un millón de amigos

    y así más fuerte poder cantar.

    Yo quiero tener un millón de amigos

    y así más fuerte poder cantar.

    Inicio de la canción

    Yo quiero tener un millón de amigos,

    de Roberto Carlos.

    1

    El confesionario del misionero Anastasio Palomino era un confesionario normal y corriente, como hay miles por el mundo. Unos más grandes y otros más chicos. Unos con más virguerías decorativas y otros más funcionales. Pero un confesionario, a fin de cuentas. Una especie de cajón de madera con un ventanillo agujereado para escuchar los pecados de los fieles que se apartaban de la senda de la virtud. Pero para él, tan cotilla como era, un cotilla empedernido hasta niveles patológicos, su confesionario era más. Mucho más. Una joya. Un torrente de información impagable. Un aguacero de datos, fechas y sucesos. Una mina. Un caudal inagotable de confidencias. De primicias. Y de chismes. Chismes que paladeaba como si fueran yogures de albaricoque. Y, después de paladearlos y paladearlos y paladearlos, de entre todos los chismes que le contaban, el misionero los cribaba y seleccionaba los más jocosos o estrambóticos y, con ellos, escribía biografías. Biografías sin parar, una detrás de otra. A velocidad de crucero. Apasionantes biografías novelizadas. Historietas llenas de misterio, de sorpresa y de intrigante suspense que gozaban de gran éxito en los países de la América hispana.

    Se le conocía con el grandilocuente nombre del Arlequín de Tucumán, pues ese era el seudónimo con el que firmaba sus obritas. Unas obritas tan amenas y chispeantes que, en un frenético mercadeo diario, pasaban de mano en mano, de padres a hijos, de tíos a sobrinos, de amigos a amigas… Era el no va más. Se reeditaban continuamente, se leían a voz en grito en plazas ante un público entregado, en los lavaderos vecinales, en las cantinas o en los recreos escolares. Y servían de materia prima para alimentar las tramas de las telenovelas y radionovelas que, a la hora de la siesta, suministraban las emisoras locales todos los días de la semana, sin respetar ni los sábados ni los domingos ni mucho menos la Fiesta de la Independencia.

    Lo cierto y verdad es que el fraile se daba buena maña para enganchar al lector desde la misma tapa, con títulos tan chocantes como La mujer que dio de mamar a diez gatos antes de partirles las patas; Los niños ciegos de la pajarería; El extraño robo de las jirafas azules; Caga más un buey que cien golondrinas; El mandril que llegó a capitán general de los tres ejércitos; ¿Te enseño las bragas?; Ay, Eloísa, Eloísa, que me vas a matar a sustos. Los más veteranos eran títulos ya legendarios en el imaginario popular y en los suplementos literarios de los domingos. Exitazos. Auténticos bombazos que habían disparado a Anastasio Palomino a una fama literaria tan alta, tan alta, que propiciaba que todo el mundo sintiera el impulso de acercarse a él para besarle las mejillas o el anillo de plata o las uñas que se asomaban por los bordes de sus sandalias, pero muy principalmente para narrarle sus pensamientos pecaminosos, sus pecadillos o las meras tentaciones de su vivir diario. Porque los feligreses gemían secretamente de placer cada vez que se veían retratados en las andanzas que salían de la pluma del fraile misionero, cada vez que se sentían protagonistas de un guion ideado para hacer estallar, como una carcasa de fuegos artificiales, la imaginación de unas personas deseosas de abandonar la rutina en la que naufragaban sus vidas cotidianas. Y, además, el misionero les gratificaba con la gentileza añadida de mantener en el anonimato, en el más absoluto de los anonimatos, sus identidades verdaderas, modificando para ello los nombres y los apellidos y los apodos, maquillando sus rasgos físicos, haciendo crecer sus narices a capricho, pintando de polvo rojo pimentón un pelo negro o rasgando unos ojos que eran tan redondos como las ruedecillas de una máquina de afeitar eléctrica. Así que, cuando llegaban los días de las confesiones, los viernes y vísperas de fiestas, el confesionario de Anastasio Palomino se llenaba hasta reventar de unos feligreses que nutrían una fila que daba dos vueltas a su iglesia. Y es que todos querían ser los primeros o los segundos o los terceros en hablar. Y hasta llegaban a inventarse las historias que contaban o a exagerarlas para que el religioso no las desdeñara por anodinas.

    Con el tiempo, a Anastasio Palomino los feligreses ya no le referían los desaguisados que habían cometido, de pensamiento, obra u omisión, contra los mandamientos que vienen en el catecismo ordenados del uno al diez, sino que cualquier cosa valía con tal de que tuviera gancho y fuera un anzuelo apetitoso para los lectores. Así que para él obtener material dramático era coser y cantar. Hombres y mujeres, niños y niñas, ancianos y no tan ancianos, todos, todos estaban deseosos de contarle sus historias. Todos menos aquel tipo tan escurridizo que apareció el día siguiente al terremoto. De ese desgraciado terremoto que, de repente y para desconsuelo general, hizo saltar las gallinas por los aires, arrugó las casas como si fueran acordeones pinchados, pringó el cielo del color de la arcilla y el aire de un dulzón aroma a manzanas demasiado maduras.

    Apareció como por sorpresa. Como caído del cielo.

    Su atildada figura destacaba en medio de la desolación, del caos, de la destrucción, en medio de la muerte y de los gritos de socorro, de los gritos de auxilio, de los gritos de desesperación de las víctimas del terremoto. Resaltaba por su aspecto saludable y tranquilo, por sus mofletes sonrosados y por su cabello peinado con agua de colonia. Su vestimenta era la de un dandi de gustos refinados.

    Había llegado haciendo compañía a las moscas de los terremotos. A esas moscas azules tirando a verdes. Y, en cuanto reparó en su presencia, Anastasio Palomino sintió una hipnótica tentación de conocer detalles de su vida, su historia, sus impulsos. Quería saber qué buscaba en un escenario tan desdichado y tan sobrado de calamidades, ¿qué le había traído hasta allí?, hasta ese lugar donde la naturaleza se había vuelto tan loca pero tan tan loca que a los pájaros se les caían las hojas y a los árboles las plumas.

    —Señor, ¿necesita confesión? —le preguntó.

    —No, gracias —le contestó el dandi forastero.

    —Venga, no sea tímido. Desahóguese. Cuénteme sus cuitas. Refiérame aspectos de su familia, de sus sueños o de cualquier cosa que ocupe sus pensamientos o que sea el centro recurrente de sus fijaciones.

    —No, gracias —le contestó, mostrando los primeros síntomas de incomodidad.

    Pero, a pesar de estas negativas, Anastasio Palomino no se dio por vencido. Le fascinaban los retos. Los desafíos. Los imposibles. Más que a un tonto un paquete de tizas. Así que comenzó a seguir a aquel tipo de un lado para otro, de puntillas, por entre los escombros y la polvareda que había dejado el terremoto, por entre los cadáveres amoratados de personas y de perros y de burros para pasear a los turistas.

    —¡Señor, señor, escuche!

    —Pero, por el amor de Dios, déjeme en paz de una vez. Y es que le estoy empezando a coger hasta manía.

    Ciertamente, vestía ropas de ciudad. Gastaba un sombrero de ala ancha que le daba un aire distinguido, levemente inclinado hacia un lado. Y tenía las uñas más pulcras que se habían visto por esas latitudes en mucho tiempo. No hablaba con nadie. Él caminaba bajo un sol tan apagado que parecía el culo de un caldero de hierro y Anastasio Palomino lo seguía de cerca.

    Cuando la tierra dejó de temblar, lo primero que había hecho Anastasio Palomino había sido correr hacia su capilla para comprobar si el confesionario, su pertenencia más preciada, había sufrido algún desperfecto. Y sí, la cúpula vidriada lo había aplastado en su caída libre. Lo había hecho papilla. Lo había reducido a leña como si fuera un puesto de castañas. Y Anastasio Palomino gimoteó. Gimoteó en silencio, para no alborotar. Y después salió a las calles devastadas por el seísmo para ofrecer su auxilio a quien lo pudiera necesitar. Iba de aquí para allá. Desenterraba muertos para, después de lavarlos, peinarlos y vestirlos con ropa de domingo, volverlos a enterrar. Daba la extremaunción a los moribundos, confesabas a los heridos graves y consolaba a los magullados de poca importancia en tanto llegaban los retenes de Cruz Roja para vendar sus heridas y soldar los huesos rotos.

    Pasados los momentos de mayor desconcierto, Anastasio Palomino se impuso la tarea de elaborar un censo de supervivientes.

    Dada su condición de cotilla enfermizo, la labor, lejos de causarle agotamiento, fue muy gratificante para él. Caminaba dando saltitos de conejo. La escena era dantesca. Las casas de madera, más pintadas que la cara de una puta, estaban descuartizadas, había jaulas abolladas con loros blasfemando dentro de los alambres y los ancianos caminaban sonámbulos de un lado para otro con el cuerpo cubierto de polvo, como si fueran estatuas de cemento escapadas del taller de un escultor local. De un árbol seco colgaban cuatrocientas palomas que alguien había ahorcado en sus ramas para tratar de aplacar los flatulentos ardores de la tierra. También se veía a gente, a mucha gente, con colchones a la espalda, colchones de lana de alpaca o de vicuña o de llama, en busca de una yacija donde ponerse a dormir y a soñar, a soñar que el terremoto había sido un sueño, solo eso: un sueño sin pies ni cabeza.

    En su labor de rastreo, su mejor arma de detección eran sus orejas de sabueso. Cuando en medio del cataclismo escuchaba unas toses o un murmullo o quejidos o niños llorando, se detenía y trataba de localizar su procedencia. La primera vez, las señales de vida provenían de una chabola hecha con adobes y uralitas, llamó a la puerta y, cuando un paisano asomó su cabeza, le preguntó:

    —Hola, buenos días, Dondino, ¿cuántos han quedado de su familia?

    —Pues el mayor y yo. A mi mujer todavía la andamos buscando; la hemos oído gemir al amanecer con un llanto apenas audible, pero todavía no sabemos bien a bien dónde está. Y al bebé se lo llevaron al hospital para pasarlo por los rayos X y le atamos un lazo azul al tobillo para que no nos lo cambien por otro más feo o con menos dientes que el nuestro.

    Eso le dijo Dondino y él apuntó en su libreta: «Un adulto, un joven todavía menor de edad y un bebito al que le están haciendo los rayos X con un lazo atado al tobillo. Un lazo azul. ¿O verde? No, no, azul, azul».

    A media mañana, su libreta sumaba cuarenta y seis adultos y doce niños y jóvenes y bebitos que habían sido internados en las salas de rayos X.

    Así estuvo horas y horas. Todo eran facilidades. Pero cuando llegó aquel tipo que tenía pintas de ser un dandi de postal es cuando se sucedieron los problemas.

    —Señor, ¿necesita una confesión brevecita? —le dijo.

    —Pero ¿no le he dicho que no o es que no hablamos el mismo idioma?

    —Venga, no sea tímido. Brevecita, brevecita. Una confesión tan brevecita como el suspiro de una rana.

    —No, gracias. No, gracias. No, gracias. No, gracias. ¡No, gracias! Se lo repito tantas veces porque parece que usted está sordo, más sordo que un gato de escayola.

    Y, como quiera que el tipo continuó su camino, el frailecillo lo siguió, sorteando de puntillas vigas tronchadas, vadeando ovejas descuartizadas y tapándose las narices cuando chapoteaban en aguas estancadas. Así fue como llegaron ante una hermosa casa colonial que se mantenía milagrosamente en pie y en la que entró aquel tipo. El misionero se quedó fuera. Y, cuando el forastero se asomó a una balconada de la casa, Anastasio Palomino insistió desde la calle.

    —Brevecita, brevecita. Una confesión brevecita. Venga, compadrito, anímese.

    —Váyase, por el amor de Dios; me está poniendo de los nervios. Ya me duele hasta la cabeza.

    —Apenas preciso unos datos, compadrito, fíese de mí, unos datos tan solo: saber cuál es su nombre y, ya puestos, también sus apellidos, y si usted me quiere regalar la cifra de su edad, pues allá usted. Y si está usted casado o sigue soltero o enviudó o corrió a la parienta. Y si tiene hijos y si trabaja en

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