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Dubrovnik
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Libro electrónico242 páginas11 horas

Dubrovnik

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Novela nostálgica y con postales de infancia, donde Lucas, el protagonista, se ve enfrentado a la muerte de su madre. Entre la crueldad de la guerra servo-croata y la pérdida de memoria de su madre, Lucas decide reconstruir y reinventar la historia de su familia y, de paso, la de su propia vida.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento21 ago 2016
ISBN9789562607360
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    Dubrovnik - Antonio Ostornol

    Auster

    PRIMERA PARTE

    1

    La ciudad ha quedado en silencio. No se oyen los obuses de la artillería serbia ni los quejidos de quienes se aterran bajo su estruendo. Mi madre duerme. Según Yerko, le quedan pocos días de vida. Su estado es de sopor y respira con mucha dificultad. Por momentos abre los ojos y mira como si intuyera que ya pertenecemos a otro mundo. Cada tanto le aplico pequeñas dosis de morfina, lo justo y necesario para adormecerla. Si no fuera por la generosidad de Yerko, el médico militar del batallón asentado en la ciudad, ya no tendría cómo aplacar su dolor.

    Todo indica que la batalla ha terminado. Solo nos resta esperar. Abrumados por el avance de los serbios, los zapadores croatas volaron el puente que conduce al oriente. Ya no hay camino a Dubrovnik. Los ejércitos en la guerra son como los alacranes y, ante la derrota, prefieren su propia muerte, sentenció Yerko mientras las columnas de humo se elevaban desde el puente como fuegos de artificio en una celebración triste. Cientos de personas apiñadas miraban por última vez lo que había sido el símbolo más elocuente del progreso de la ciudad. Recordaban orgullosos que incluso el Mariscal asistió a su inauguración. Los viejos milicianos –sobrevivientes de la ocupación fascista, de las guerras civiles, de las cárceles y las hambrunas– no podían creer lo que estaba sucediendo. Entre rezos e imprecaciones, se lamentaban como niños. Lo hacían despacio, casi en silencio, dueños de una despojada dignidad.

    –No entienden lo que pasa, ese es el problema –decía Yerko en el precario francés que nos permitía compartir un café al final del día y hablar con nostalgia de París, donde él se especializó en cardiología y yo deambulé un tiempo buscando las huellas de mamá.

    Aunque nunca fue militante y en su país la convicción revolucionaria había muerto hacía rato, el llanto de los viejos partisanos lo emocionaba.

    –Treinta y cinco años de Yugoslavia socialista nos hicieron creer, incluso a los más escépticos, que la revolución era más fuerte que las viejas rencillas de serbios y croatas.

    Trasuntaba desolación. Yerko se parecía a mi madre: los ojos se le extraviaban en un pasado hecho de confusos fragmentos. Cuando nos visitaba se sentaba junto a ella y la acariciaba. Los olvidos de mamá se parecían a los de su país. Yerko lo sabía: la guerra, por sobre todo inexplicable, era como una goma de estudiante que borra los recuerdos hasta dejar la página en blanco. Su última visita fue breve. Traía la morfina y algunos víveres ocultos bajo la guerrera. Me los entregó apenas cruzó el muro que nos separa de esa calle que ahora está transformada en un sendero de escombros.

    –Aguanta cinco días –miraba hacia el oriente sin odio–. Si todavía no han arrasado esta bella ciudad, podrás llegar a Dubrovnik.

    –¿Cinco días?

    Yerko elaboraba teorías para todos los gustos.

    –Hasta de matar se cansa la gente –alzaba la voz como si estuviera dictando una conferencia en el aula magna de una universidad europea–. Con la muerte así, pegadita a tus talones –graciosamente entraba las nalgas y apretaba el culo como los perros cuando arrancan–, eres capaz de matar a tu madre; cuando el peligro se ha alejado, ya es difícil meterle un tiro a alguien.

    Parecíamos tan viejos y solo teníamos treinta años. A Yerko no le gustaba hablar de la guerra. Si le preguntaba cómo había estado su día, apenas movía la cabeza.

    –Nada, lo mismo de siempre.

    Era simple decirlo. Él sabía de qué se trataba y yo también, y todos en esa pequeña ciudad lo sabían. Hablamos de muertos que no terminan nunca de morir, niños sin sus piernas o brazos, madres caminando entre filas de moribundos buscando a sus familiares. Lo sabían genéticamente, como si la memoria del horror se les hubiese incrustado en el cuerpo. Por eso los temas de conversación eran otros. Se hablaba de las plazas en que, por pocos pesos, algo de comida o puro placer, podías conseguir una noche de amor; o de los últimos datos del mercado negro, disfrutando por anticipado el buen precio del kilo de harina o de un cartón de Marlboro, y de los subterráneos donde se bebía aguardiente casero, los viejos entonaban canciones del mar y los jóvenes hacían sonar sus guitarras, bailando rock de los setenta. Ante mi perplejidad, Yerko aseguraba que si no te has emborrachado bajo el estruendo de los misiles, no has conocido de verdad la guerra.

    –La guerra es muerte, hermano, pero también aferrarse a la vida a como dé lugar.

    Le gustaban las frases importantes, esas que suenan fuerte y se pueden grabar en bronce. Mara, en cambio, era todo lo contrario. Andaba por la vida como pidiendo perdón. Pero su timidez era aparente, una especie de estrategia para ocultar su fuerza. Digna heredera de las mujeres balcánicas, que por siglos tuvieron que sobrevivir a los infortunios, confiaba ciegamente en sus recursos. Sin ella, no habríamos sobrevivido. Desde el principio asumió la responsabilidad de la casa. Ni siquiera durante los peores bombardeos, cuando caminar por las calles era una ruleta rusa, nos faltó la mesa servida al desayuno, el café caliente y su sonrisa cómplice. Si le preguntaba cómo hacía para conseguir las provisiones, se negaba a explicar, gesticulaba vagamente con la mano, levantaba los hombros y me miraba como si fuera un extraterrestre. Si insistía, simplemente dejaba de hablar en francés y se ponía a balbucear en serbocroata.

    Nada supe de sus afanes hasta que por casualidad descubrí sus excursiones nocturnas. Me había desvelado y no podía recuperar el sueño. ¿Recordaba, trataba de entender? Da lo mismo: en ese momento, recordar o entender era irrelevante. Pero escuché un golpe y luego unos débiles crujidos. Y los golpes y crujidos a destiempo sí que eran importantes. Se me cruzó la fantasía de que la ciudad había sido tomada por asalto en medio de la noche y los soldados federales, sin dolor ni estridencias, entraban a la casa para poner fin a esta historia. La imagen de un final apacible era tan deseable, que no atiné a nada. Simplemente, escuchaba. El ruido provenía de la habitación vecina, un murmullo apenas, leves deslizamientos, partículas de aire en movimiento que alteraban la simetría de la noche. Me asomé al pasillo con cautela. Iluminada por una vela, Mara estaba de pie completamente desnuda. Sus movimientos leves parecían gestos rituales. Se veía más delgada de lo que sus ropas gruesas y de tamaños ajenos sugerían. A pesar de la musculatura reducida a lo esencial, conservaba el perfil inequívoco de una mujer. Cuando terminó de vestirse, apagó la vela y se lanzó a la calle. Esperé hasta que regresó poco antes del amanecer, con la mochila llena de provisiones.

    Ya no había misterios. Desde esa noche, me agazapaba tras la puerta a espiarla. Contemplé su cuerpo tantas veces y con tanto ahínco, que creí conocer todos sus secretos. ¿Qué hacía Mara durante esas horas? No había que ser brujo para adivinarlo. Pero no me importó. Las cosas pasaban y punto. Mara fue el lazarillo que condujo a mi madre hacia esos parajes y fue el hilo de Ariadna que me permitió seguir sus pasos. Y eso era lo único que importaba.

    Ahora Mara ya no está, es puro pasado. Hace solo unas horas abandonó la ciudad. La acompañé por la carretera hasta que desaparecieron las casas y en el horizonte solo se podía distinguir la triste columna de desplazados. En ese atardecer opaco, detenidos sobre la colina, con la ciudad destruida a un lado y el camino atestado de gente al otro, Mara fijaba la frontera de mi soledad. Nos abrazamos. Bajo las ropas estaban los cuerpos fríos. Presentí la nostalgia de las pieles que nunca volverían a encontrarse. No quise besarla a pesar de que me ofrecía con generosidad su gesto. La idea de su boca dejando el vacío en la mía, me resultaba insoportable. Tuve la sensación de que en esa pequeña ciudad croata solo quedábamos mi madre y yo. Y aunque hubiese querido unirme a esa columna de derrotados, no podía partir. Más allá de cualquier razonamiento, tenía que asistir la muerte de mamá. A fin de cuentas, a eso había venido: a rescatarla del olvido y traerla de nuevo con nosotros.

    2

    Mi nombre es Lucas y soy el hijo menor de la familia Romero. Hace cinco años mamá partió a Europa en un viaje terapéutico para recuperarse de una severa depresión y nunca más volvió. Al principio todo parecía correcto. Javiera, mi hermana mayor, habló con los médicos, convenció al resto de la familia y negoció con papá los gastos del viaje. Nadie discutió lo acertado de la decisión. La separación de mis padres era todavía una herida abierta y a mamá le haría bien tomar distancia, se decía. La partida de papá nos había dejado en total desamparo y la gran casa imaginada para albergar una familia llena de nietos, ahora parecía un enorme mausoleo. Mamá y yo quedamos como náufragos aunque, a decir verdad, el naufragio se había producido hace mucho tiempo. Papá se fue de casa antes de abandonarla, cuando supo que lo fundamental de su historia pasaba muy lejos de esa estricta vida familiar que nos enorgullecía.

    La separación ocurrió luego de un largo matrimonio de cuatro décadas. Fue una sorpresa de esas que a nadie le gusta aceptar. Para todo el mundo, mis padres eran verdaderos apóstoles del matrimonio. Pero un día apareció en la oficina de papá una dama –así se le nombró por mucho tiempo– que rozaba los cuarenta, tenía un negocio en Patronato, una clientela privilegiada entre las señoras de la rica colonia árabe de Santiago y podía pasar sin problemas por amiga de mis hermanas. Necesitaba hablar con papá para aplazar el vencimiento de unos cheques. Quizás por lo mismo –los artificios de la inteligencia son insondables– llegó a la cita vestida con sus mejores trajes y el encanto desatado. Era atractiva, de grandes ojos oscuros y un aire oriental que recordaba algún personaje de Las mil y una noches. Tenía el desplante de quien, para defender su libertad, había desechado un marido con dinero y criaba sola a dos muchachas curiosas que se asomaban peligrosamente a la adolescencia. Para mi padre, que alucinaba imaginando largas travesías por el Sahara y que, sin embargo, había construido una vida de seguridades y depósitos en moneda extranjera, la aparición de Sheila en su oficina fue encontrarse de golpe con la esposa privilegiada del harén. A partir de ese momento, la historia fue trivial. Arriesgaron cruzar sus miradas, él o ella sugirió conversar el problema con más calma y se citaron en un discreto restorán. Hablaron, se contaron sus vidas, se sintieron a gusto. Luego, quizás en forma atolondrada, ¿él o ella?, dejó su mano más tiempo del necesario en el brazo del otro, los dedos se tocaron con suavidad y terminaron en la pieza de un motel, mirándose desnudos y atónitos en el espejo. Hubo una segunda vez y una tercera y muchas más hasta que el hábito ahuyentó el peligro, las citas se hicieron periódicas y la secretaria de papá recibía más llamadas de Sheila que de mamá.

    ¿Cuándo se enamoró?, ¿en virtud de qué hechos o circunstancias fue aceptando la idea de imaginar su futuro con Sheila y abandonar décadas de padre y marido ejemplar? Es posible que en la cama no lo pasara bien con mamá y Sheila le abrió la puerta a aquellas fantasías que su sentido de las buenas costumbres le había negado. Tal vez un beso negro, el champaña bajando por el vientre hasta enredarse en el vello púbico, la posibilidad de incursionar por el chiquito sin sentir remordimientos ni culpas. ¿O simplemente fue el desafío que le planteaba una mujer más joven, enérgica y autosuficiente, que no se sometía fácilmente a su autoridad? Papá era como el padre Gatica. Siempre sermoneaba a mis hermanas: tienen que ser profesionales, no depender de sus maridos, manejar sus vidas. Sin embargo, a mamá le controlaba hasta el último peso y le pedía rendiciones de cuenta que tenían que cuadrar como si se tratara de un balance contable. A lo mejor estaba hasta la madre con eso de ser el comandante en jefe de la vida familiar y le fascinó la idea de no hacerse cargo de Sheila ni lidiar con sus cuentas ni necesidades. A Sheila no le pediría abandonar su negocio ni sus reuniones con las amigas ni su pasión por la danza del vientre, ni siquiera que dedicara menos horas a las tareas de sus hijas ni se pasara los fines de semana como chofer de taxi, acarreando niñitas de un lado a otro. Mucho menos se metería en decisiones como reemplazar el refrigerador que, a pesar de estar nuevo, no era como aquellos de dos cuerpos que revolucionaban el mercado. Definitivamente, a Sheila no le impondría el olvido de sí misma como condición para amarla. Bastaría con que le acariciara sus cabellos y que, como le gustaba decir parafraseando el título de un film japonés que era su emblema oculto, le ofreciera el imperio de sus sentidos.

    3

    A los setenta años, papá clausuró una historia familiar por la cual había trabajado muy duro. Un domingo, de madrugada, armó un pequeño equipaje –casi toda su ropa permaneció varios meses en el clóset del dormitorio– y se fue de casa. Al despertarme, encontré a mamá sentada en la terraza, mirando el jardín. Sobre la mesa, la taza de té permanecía intacta. Me acerqué en silencio. Le gustaba que la sorprendiera con mis besos en el cuello. Se enroscaba protegiéndose de las cosquillas y luego se abandonaba al abrazo. Ese día, sin embargo, no reaccionó. Blandamente se dejó besar y estiró una mano distraída que quiso pero nunca llegó a ser caricia. De inmediato supe que algo había pasado. Esperé a su lado hasta que, volviendo de algún lugar muy lejano, me habló:

    –Tu padre se fue. Ya no vivirá con nosotros.

    ¿Les ha pasado alguna vez que escuchan una frase cuyo contenido es en extremo simple y sin embargo les resulta incomprensible? Las palabras de mamá atravesaron mi cuerpo como si fuera transparente. Iba a cumplir los veinte años y me estaba quedando huérfano. Mi padre se iba y mamá se instalaba en un limbo donde no había futuro y el pasado se deshacía como un rompecabezas sin sus piezas claves. Hasta ese momento, mi vínculo con la vida familiar era periférico. Disfrutaba los privilegios de ser un hermano muy menor y tener tres hermanas que no podían prescindir del contacto diario con la mamá. Seguían presentes en nuestra vida como si nunca hubiesen abandonado sus dormitorios tapizados de peluches y muñecas. Llegaban a almorzar sin previo aviso, aparecían a mitad de mañana y se llevaban a mamá de shopping o a largas jornadas de peluquería. No era raro sorprenderlas en el estar comentando la teleserie de las siete, mientras intentaban a gritos controlar la manada de pequeños que desbordaba sus vidas. Incluso Javiera, que ejercía de primogénita con absoluta autoridad y compartía con papá la gerencia de la empresa, se dejaba tiempo para visitarnos a diario y mantener el control de todo cuanto ocurría a través del teléfono. No perdonaba los almuerzos del domingo, a los que debíamos asistir aunque nadie hubiese acordado la cita.

    Mamá tenía con mis hermanas una especie de sociedad secreta cuyos códigos eran indescifrables. ¿Eso la hacía feliz? Era difícil saberlo. A mamá le costaba hablar de sí misma. Y no crean que era una mujer tímida o poco expresiva. Todo lo contrario. Hablaba mucho, quizás demasiado. Le gustaba reírse, contar historias, relatar con todo tipo de detalles cada uno de los eventos del día, por mínimos que fueran. Pero no la escuchábamos. Todos nos sentíamos con el derecho a dejarla hablando sola en medio de una frase, poner en evidencia la torpeza de sus opiniones o, simplemente, reírnos con cierta cruel ironía de la forma en que solía confundir los nombres o el significado de las palabras. La mamá solo necesitaba hacer acto de presencia, porque siempre eran otros, sobre todo mis hermanas, quienes competían fieramente por robarse la película y ser, sin lugar a dudas, el centro de la mesa. Excepto ahora que papá se había ido de casa y ella era la protagonista de una historia que nadie quería estelarizar.

    Sentados en la terraza, mirábamos el jardín. ¿Mis hermanas ya lo sabían o yo era el único dueño de la noticia familiar más impactante de toda nuestra historia? No tuve los cojones para buscar y asumir una respuesta. Preferí agazaparme en el silencio y ver a mamá viajar cada vez más hacia dentro. No lloraba, no estaba agitada, su rostro era calmo. Cuando habló, su voz tenía la entereza de los profetas.

    –Esta casa se ha ido quedando vacía, ¿te fijas? –Estaba triste, muy triste–. Primero partió Javiera, apurada aunque nunca lo reconoció; luego Consuelo, que rezaba para encontrar un buen marido; después

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