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Hijos malditos
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Libro electrónico169 páginas1 hora

Hijos malditos

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La protagonista y narradora de este libro nos cuenta en retazos de vida reencontrada pasajes entrelazados de pasado y presente. Desde los infiernos acaecidos en su familia durante la nunca suficientemente superada guerra civil española, hasta las pequeñas y grandes tragedias que asuelan sus días de hoy, consecuencia en buena parte de lo sucedido en el pasado siglo.
Con un arrebatador estilo poético que bebe del surrealismo pero también de la poesía de la experiencia, Juana Inés Sánchez Bonilla consigue adentrarse paulatina y certeramente en los cimientos emocionales de los edificios de nuestra identidad, consiguiendo que se tambaleen al ritmo de sus frases y de sus certezas, así como de las incertidumbres y de la afilada y apasionada crítica social que desprenden.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 jul 2015
ISBN9788416341733
Hijos malditos

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    Hijos malditos - Juana Inés Sánchez

    La protagonista y narradora de este libro nos cuenta en retazos de vida reencontrada pasajes entrelazados de pasado y presente. Desde los infiernos acaecidos en su familia durante la nunca suficientemente superada guerra civil española, hasta las pequeñas y grandes tragedias que asuelan sus días de hoy, consecuencia en buena parte de lo sucedido en el pasado siglo.

    Con un arrebatador estilo poético que bebe del surrealismo pero también de la poesía de la experiencia, Juana Inés Sánchez Bonilla consigue adentrarse paulatina y certeramente en los cimientos emocionales de los edificios de nuestra identidad, consiguiendo que se tambaleen al ritmo de sus frases y de sus certezas, así como de las incertidumbres y de la afilada y apasionada crítica social que desprenden.

    Hijos malditos

    Juana Inés Sánchez

    www.edicionesoblicuas.com

    Hijos malditos

    © 2015, Juana Inés Sánchez

    © 2015, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-16341-73-3

    ISBN edición papel: 978-84-16341-72-6

    Primera edición: junio de 2015

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    A mis Danieles, dos Mieles.

    A mi Saúl, al que espero acariciar algún día.

    A mi León, eterno rugiente.

    Y a mi Padre, a quien Diógenes por fin encontró.

    El posesivo ancla a la realidad a quienes nos hemos visto tentados a abandonarla.

    La inhóspita presencia alzaba el vuelo, quebrantando la humilde paz del estúpido; aquella en la que parece estar sumergido para no oler su mierda y no soportar sus noches de vigilia fraudulenta, de aridez eterna, de muerte entre cadáveres, de música musitada por focas inmundas esperando un amanecer nunca lejano, nunca cercano…

    Y mi padre muerto, muerto antes de que pudiera olerle y saberle; respeto póstumo, dolor indecible. Adiós, Padre antes del hola; adiós, Amor Mío sin haber dedicado un momento a amarte.

    Tantos calificativos en tan poco espacio, tantas pasiones anhelándolos.

    Nunca tuve madre, fue una mujer dadora del Mundo. ¡Peligro! Responde con creces, niña, a lo concedido, que es mucho, la vida, los ojos, el sustento y los brazos para tu hijo. Los brazos para mi hijo, los brazos para mi hijo...

    Y el hijo no tuvo padre ni madre, sólo abuelos, todos mansos, todos buenos. Me dejaron sin Mi Niño.

    Andrés (1927-1985). Mi padre

    La fiera tarde invitaba al recogimiento, a la sombra, a la huida, al olvido de uno mismo en una siesta memorable de la que se vuelve otro, pero las vísceras de Andrés se recogían en un puño y la náusea lo invadía con espasmos que recordaban torturas de lejanas épocas de Inquisición y cobardía.

    La antropofagia se había instalado en el pueblo como cortina de humo tiznada al sol de mediodía, haciendo imprecisos los contornos del mal. La guerra, excretora de pensamientos putrefactos, se adueñaba de la voluntad de los vecinos, recaudando cuerpos desmembrados en la impunidad de la noche. El enemigo podía despuntar en la fingida cordialidad de un pariente, en el hombre del carrito de melones o, incluso, en un listo de pueblo disfrazado de tonto de pueblo. Nadie confiaba en nadie, y cualquier descuido podía ser objeto de delación y desolación. Una afilada hoja de afeitar pendía del cuello de cualquier campesino, de cualquier panadero, de cualquier persona que aún no estuviera muerta.

    A los que habían sido dominados por una vida de servidumbre, señoritos déspotas, hambre atrasada, tierras de otros y palizas clandestinas, se unían los famélicos envidiosos y los de siempre, los uncidos al Poder del signo imperante engalanados con la careta correspondiente.

    Andrés, el valiente, acababa de nacer, tan solo diez años atrás surgiría de un lugar por determinar a este otro mundo de ideas enconadas. Era avezado en fiebres de las que volvía aún más seco; dadas por bien empleadas, pues en esos momentos de contiendas establecidas contra la enfermedad disponía de una gran aliada, su madre, que le devolvía la conciencia a base de caricias diestras. Hubiera deseado indisponerse doce horas al día para acapararla. Mujer morena, madre de muchos, capaz de parir en el olivar para traer a casa un retoño esponjoso. Trabajaba con la celeridad congénita impresa en las personas activas y aborrecía a los vagos, seres nefastos allí donde su plaga prosperara. Padre, hermanas y hermanos se apiñaban en torno a este lar de los olivares de Jaén. ¿Cómo renegar de tan buena fortuna, Andrés, si además tienes por amigo a un perro?

    Y un día de cartas endemoniadas llegó la guerra.

    —¡Los rojos, que vienen los rojos! —dijeron en casa. Hasta aquel momento nunca le habían atemorizado los colores. Pero tal como había sido pronunciado, helaría la sangre al mismísimo Goliat.

    La propiedad de un terreno puede convertirse en solivianto de aquellos que tan solo buscan transferir la misma a sus propias arcas de cobardía. El pánico atenaza a aquel que se sabe espiado en su prosperidad.

    Pero los rojos no fueron una amenaza cierta hasta el preciso instante en que un bando fue publicado: Todos los perros debían ser sacrificados porque transmitían no recuerdo qué imprudente infección y Andrés ya no está aquí para contármelo.

    Su madre le conminó: Si escondes al perro, tarde o temprano lo encontrarán y nos arriesgas a los demás, hijo.

    —Sí, madre —le contestó él, queriendo sumergirse en ese sitio del que venía y que no lograba recordar, y así, ahogar su memoria y no a su mascota.

    El chucho saltaba entre los olivos celebrando la fiesta de la vida, ignorando la sentencia. Cuerpecillo alborotador, enredado en espinos, en piernas amadas. Sonrisa lista anclada en los ojos, futura carroña, porque nadie lo indultó. El chiquillo amaba al perro como a sus propias manos, pies, ojos. Nudos de sangre coagulada se congregaron en su garganta angustiándolo hasta el paroxismo. ¿Qué clase de profeta era él para que le exigieran este sacrificio? ¿Era acaso Abraham? ¿Y qué clase de dioses eran esos rojos para obligarle a matar a su amado amigo?

    Y, mientras, el cosmos era tragado por un agujero negro nacido de las entrañas del Hades; el mundo se heló y enmudeció en un grito de espanto; los olivos se tornaron fantasmas imposibles ansiando sangre de justos; el arroyo, su arroyo, hirvió en clamores de muerte negra; y Andrés hundió el cuerpecillo de su amigo en esa negrura que había atascado el horizonte. Los

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