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La Ciénaga De La Muerte
La Ciénaga De La Muerte
La Ciénaga De La Muerte
Libro electrónico230 páginas3 horas

La Ciénaga De La Muerte

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Esta crnica novelada, publicada en 2013 bajo otro nombre a cargo de ABC Ediciones, ofrece la historia de una familia sumergida en un asentamiento cuyo nombre: La Cinaga de la Muerte, retrata el tipo de existencia que llevan sus habitantes, quienes expulsados del espacio del bienestar y el progreso que disfrutan otros, existen al margen del sistema socio-econmico. Aqu no se puede hablar de vida, sino de un estar muriendo. El caso de la familia que protagoniza la novela es el mismo de tantas otras que sufren marginacin, no solo en la regin que nos ocupa, sino en cualquier pas que padezca este flagelo.

Tanto por los personajes, como el entorno y el enfoque, La Cienaga de la Muerte no es una novela blanca, en el sentido de ser neutra, de rehuir al compromiso; por el contrario, el autor denuncia la realidad de sus personajes y, no conforme con eso, explica desde su ptica las causas histricas, sociales y econmicas generadoras de tal realidad. En la novela, adems, sin afn alarmante, advierte a la sociedad acerca del peligro de mantener a grandes grupos de la poblacin, en condiciones de abandono y pobreza extrema. Pero no todo es tristeza y denuncia, la novela tambin entretiene y, en algunos momentos, hace sonrer al lector.

En esta segunda edicin, la obra se ofrece con el mismo contenido; sin cambios significativos, de no ser por el ttulo y pequeas modificaciones que la hacen ms entendible al lector.

Enn Moreno
Escritor y acadmico guatemalteco.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 mar 2016
ISBN9781506512846
La Ciénaga De La Muerte
Autor

Arturo Vásquez-Vásquez

Arturo Vásquez-Vásquez es un guatemalteco estadounidense aficionado a la literatura. Nació en la jurisdicción de El Progreso, Guatemala, en 1951 y se trasladó a vivir a los Estados Unidos de América en su mejor etapa productiva, donde se hizo ciudadano y ha vivido más de la mitad de su vida. En su nuevo país, ha trabajado en puestos de dirección con la iniciativa privada y con el Estado de California. Estudio en la Facultad de Humanidades de la tricentenaria Universidad de San Carlos de Guatemala, donde se graduó de Profesor en Lengua y Literatura, y en el colegio de la comunidad, “Cuesta Collage”, en San Luis Obispo California, Estados Unidos. Ha escrito varios libros y publicado algunos: “Historias del campo guatemalteco” y “Los Marginados”, en Guatemala en 2013. “Odisea de un Gringo”, Rebeldía Montañés” y “La Ciénaga de la Muerte” en los Estados Unidos en 2015 y 2016 respectivamente. Y ahora nos ofrece “La Forja”, con su estilo característico… Y el arraigo a la cultura guatemalteca. Como parte de su dinamismo ha viajado a casi todo América, y visitado varios países y regiones de Europa, como: Grecia, Turquía, las islas griegas, Israel, España, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia y Suiza. Actualmente disfruta de su retiro en el condado de San Luis Obispo, California, dedicado a escribir y a la lectura.

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    La Ciénaga De La Muerte - Arturo Vásquez-Vásquez

    Biografía

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    Arturo Vásquez-Vásquez nació en 1951, en el municipio de San Agustín Acasaguastlán, El Progerso, Guatemala, Centro América. Por lo tanto, Arturo es guatemalteco de origen, de pensamiento y de corazón.

    Su niñez transcurrió en el campo y disfrutó de esa vida de libertad y contacto con la naturaleza. A los catorce años, sin embargo, devió trasladarse a la ciudad para continuar su formación escolar. En su país se graduó de Bachiller en Ciencias y Letras, y Maestro de Educación Urbana. También deambuló en varias facultades de la Universidad Nacional, pero sus mayores experiencias las adquirió en el extragero.

    Las circunstancias vitales le han permitido viajar por America y Europa, y en los últimos traita y dos años ha vivido en los Estados Unidos de América, país donde se hizo ciudadano. Actualmemte trabaja para una universidad de California.

    Introducción

    Esta obra literaria presenta la triste realidad de un pueblo marginado; realidad que, dicho sea de paso, se observa en toda sociedad donde los gobiernos, aunque se escuden en la llamada democracia, son impuestos por una minoría, razón por la que, consecuentemente, responden a los intereses y exigencias de esa élite.

    Para darle vidad a este texto narrativo fue necesario hacer algunas denuncias con carácter puramente simbólico, pues no se pretende responsablizar a nadie, en particular, de dicha situación, toda vez que la misma obedece a un fenómno social consolidado paso a paso, a través de hechos históricos que comienzan desde la llegada de los conquistadores y primeros colonos, hasta nuestros días; es más, si el perfil de individuales se viera reflejado en nuestros personajes, será, sin lugar a dudas, producto de la casualidad. Se quiere, eso sí, preguntar abiertamente a los que nos han gobernado, nos gobiernan y seguirán gobernando, qué se ha hecho, qué se está haciendo y qué se piensa hacer con esta realidad.

    El estrato de la sociedad representado en esta narración literaria, es indudablemente, semillero de posibles grupos delicuenciales, que no serían los únicos pero sí los más proclives, por vivir en una especie de reducto, en tierra de nadie, sin oportunidades económicas, sin ley y sin los mínimos servicios de saludd y educación. Se tratda de un mundo de miseria y evidente desigualdad. A esta población los críticos se refieren como Seres inadaptados, y sí que lo son, por haberse acostumbrado al abandono, al menos precio y, sobre todo, a ser vistos como extraños en un mundo que hace muchos años dejó de ser suyo. Hoy sufren, lloran y se arrastran por las migajas de sus opresores, pero en un futuro –talvez proximo– podrían justificar sus actos delictivos y de barbarie, por no haber sido escuchados en el momento histórico de su clamor.

    Pero más allá del estrato social reflejado y su dolorosa problemática, esta obra intenta ser amena. Contiene suficiente dinámica para entrenerse e incluye el lenguaje y los rasgos de los personajes, así como lo propio de su entorno, tratando de divujar no solo la tragedia, sino también lo autentico y hasta pintoresco de las sitiaciones.

    El autor

    1

    La densa bruma se elevaba con premura, como tratando de alejarse de aquel medio corrompido del que nadie quería saber nada. Allá abajo, donde el Sol no pasaba de promesa, roedores y aves de rapiña deambulaban entre cloacas disputándose los desperdicios y protegiendo su territorio de inmundicia. Las mugrientas barracas, hilvanadas por una misma desgracia, se apretaban en las partes sólidas de los barrancos saturados de residuos lanzados por quienes habitaban zonas aledañas. Callejones empachados de miseria se estiraban hacia un final incierto, esparciendo en sus entornos el lamento de un pueblo en el olvido, de un pueblo agonizando o acaso ya muerto.

    Los desagües a flor de tierra, la intemperie, el hambre y el llanto de los niños constituían el denominador común de aquella comunidad anclada al pie de los acantilados; muerta ya su esperanza por la indiferencia y el rechazo, ignorada y anulada por la sociedad.

    Los ancianos no temían el arribo de la muerte porque nunca conocieron la vida, los niños no querían crecer porque intuían que no irían muy lejos; las madres, desesperadas, de cuyos vientres caía gente para mezclarse con el fango, pedían al cielo, en su ingenuidad, la generosa intervención de su Dios, un dios inexistente, para que protegiese a su generación de lacra. La vida en las cloacas, al pie de los acantilados, era una grieta hacia la muerte o el medio de cultivo para crear fieras de violencia.

    – ¡Ay, mis hijos! ¡Qué tarde se hizo ya y su papá no viene! –dijo una madre, en su desesperación.

    – ¡Dios lo proteja, donde sea que esté…!

    – ¿Dónde anda mi papá a estas horas, sabiendo que es navidad, pues mamá?, –indagó una niña en estado agónico, después de escuchar a su madre.

    –Salió desde la mañana a cerrar un chapucito por ahí, pero me dijo que no tardaría; ojalá le haya ido bien y regrese pronto –contestó la mujer, con la vista fija en el inmundo callejón, a través de la improvisada puerta que conducía a la covacha.

    – ¿Pero llega antes del abrazo y de los regalos, vedá mamá?

    –Sí, hija, –aseguró la señora, aunque ella misma no estaba segura de que así fuera, atendiendo la hora que era y conociendo al resbaloso de su marido. Pero, realmente, a ella le preocupaba más la inquietud de la niña con respecto de los regalos, pues en su inocencia, ignoraba la miseria en que vivían.

    La niña, de cuyos ojos emergía, además de la ingenuidad, una ligera esperanza que terminaba por desvanecerse en sus anémicas pupilas, cual la última ilusión se esfuma en el corazón de los desposeídos, insistía en preguntar, sin retirar la mirada, al igual que su madre, de la puertecita por donde habría de entrar su padre, a quien esperaba impacientemente. Ella, como otros niños del asentamiento, a pesar de su desgracia abrigaba la esperanza de recibir un regalo en aquella navidad que ya olía a pólvora quemada.

    En cada familia, en cada barraca, en cada mísero hogar había una razón para llorar; un dolor, en lo más recóndito de sus entrañas, para retorcerse hasta caer lívido y sin un estímulo para salir del fango. El reproche diario por tener que seguir vivo, para vegetar en un mundo que dejó de ser suyo desde que la mano usurpadora desalojara a sus antepasados haciendo uso de sus más sucias maniobras; el eterno clamor, sin esperanza ni respuesta, de un pueblo en agonía.

    Al final del día los callejones se enmugrecían aún más con la aparición de ancianas harapientas tocando de puerta en puerta, apelando al espíritu solidario de sus compañeras de calvario como una última esperanza de llevar algo a su estómago vacío; o con la visita de la tendera quien, libreta bajo el brazo, se arriesgaba a cobrar a sus deudores en aquella comunidad sin más patrimonio que la miseria y su eterno desconsuelo.

    Todo cuanto se movía en el asentamiento infundía lástima, desconsuelo y a veces terror. Hasta los perros que, para su desgracia, pertenecían a aquel suburbio, se desplazaban malhumorados y rabiosos por los callejones, en busca de algún animal en descomposición para saciar el hambre, mientras a alguien del vecindario se le ocurriese envenenarlos. Y es que la vida en La Ciénaga era corta porque no había porqué vivir, pero extremadamente larga por tener que soportarla en constante incertidumbre.

    La horrible e inútil trayectoria de aquella barriada era cual no haber nacido, o nacido en el tiempo y lugar equivocados. Dramática verdad, mancha en la conciencia de sus creadores.

    –Mamá, ¿y mi hermana grande también va regresar con él? ¡Ah, sí!, han de haber pasado juntos a hacer compras antes de llegar, –reflexionó la chiquilla en su inocencia.

    –Quién sabe, hija… ¡Pobre muchacha! Lo mejor que puede hacer es no asomarse a esta miseria. –Esto último lo pronunció casi en secreto, como solo para ella; seguramente para restregárselo en el corazón o en su conciencia.

    Aquella ciénaga inmunda no era el estímulo a la vida, sino el agujero de la muerte. Por cualquier parte se miraba miseria, dolor, maltratos desesperados entre los mismos habitantes, vicios arraigados en lo más profundo de su idiosincrasia, prostitución en las mujeres jóvenes como único medio para subsistir, y grupos de macabras intenciones en contra de quienes los tenían allí. La población en general, sin embargo, cual una extraña paradoja, se arraigaba en su desgracia. Sus extremas necesidades se fundían para dar origen a cierto espíritu solidario y, en alguna medida, aunque bajo otro tipo de oportunismo y saqueo, compartían sus miserables pertenencias para seguir soportando el terror de estar vivos en aquella mazmorra, donde la vida misma apestaba a muerte.

    Su vida transcurría entre tinieblas, como esas plantas que nacen en las cavernas y nunca ven la luz del sol. Se enconchaban en su propio mundo, sobreviviendo de los desperdicios recogidos en los basureros o en los portones de las casas grandes de allá arriba, para no ser vistos como extraños y juzgados por su condición. Y lo peor del caso, es que ellos no eran los únicos. Aquel grupo de miserables era el ejemplo de la crueldad desmedida a que muchos pueblos son sometidos mediante la "explotación del hombre por el ombre"; era la realidad histórica del que no estuvo presente en la distribución de bienes.

    –Mamá, ¿mis zapatos nuevos me los voy a poner con mi estreno o hasta después del abrazo? Porque estos ya me tardaron el año, –insistía la niña, como una tortura inclemente en el cerebro de la pobre madre, quien cada minuto que pasaba veía más lejos el retorno de su marido, retorno que, dicho sea de paso, no traería ningún beneficio para la familia, pues el hombre, como ótros, deambulaba por distintos arrabales, con distintos fines pero la misma agonía, acaso en busca de la muerte.

    –Como quieras, criatura, pero cállate ya. Al nomás oscurecer nos acostamos a dormir y que tu papá nos hable cuando regrese.

    La chiquilla no dijo más y optó por acariciar a su hermanito, el último en venir a engrosar filas en aquella masa o larva humana sin identidad, con hambre y en constante incertidumbre por no tener a donde ir. El niño, mientras tanto, prendido del pellejo de su única fuente de energía, el pecho materno, miraba de reojo a la que le antecedía en su desgracia, como un maldito augurio de sus días venideros.

    La señora, estancada en sus creencias, como si no fuese suficiente su desgracia, rezaba y rezaba como único medio, según ella, para salir de aquella encrucijada pues, a su criterio, Dios los había abandonado temporalmente, pero en cualquier momento cambiaría de idea y les echaría su bendición. Son pruebas que Nuestro Señor nos pone –decía ella–, pero cuando él se da cuenta de nuestra humildad, temor y obediencia de nuevo se acuerda de nosotros, y con su mano santa nos abre el Paraíso para que disfrutemos de sus delicias.

    El sentir de la mujer era el mismo de la mayoría anclada involuntariamente en aquel charco, donde hasta la muerte andaba de puntillas para no embarrarse. Escenario de crueldad e injusticia, resabio de un recóndito pasado, huella vergonzosa del presente.

    – ¡Buenas tardes, doñita!, –saludó la dueña de la pulpería, que llegaba en ese momento en una de sus visitas rutinarias.

    La vieja era como todos los que se estaban engusanando en aquella especie de letrina abandonada, pero de alguna manera se las ingeniaba no solo para estar mejor que ellos, sino para despojarlos de sus centavitos, mendigados o mal habidos, a través de cierta basura que ella procesaba en su changarro para fiárselas. Era otra clase de parásito y delincuente: el típico carroñero que se nutre del cadáver putrefacto.

    – ¡Buenas tardes, doña Esperancita! ¿Qué milagro de verla por aquí?, –contestó la señora, viéndose forzada a atenderla.

    –Pues fíjese que… como ya pasaron varios días y usted no se ha acercado a mi tiendecita, yo me animé a visitarla; únicamente para recordarle lo de mis centavitos que, como usted se imaginará, me servirían mucho en estos días de puros gastos.

    – ¡Ay, doña Esperancita! Hoy sí me puede usted ahorcar que no tengo ni un centavo partido por la mitad… Si supiera que usted era mi única esperanza para darle algo de comer a mis criaturas a la media noche… Usted me comprende, ¡aunque sea su tamalito!, –se sinceró la pobre mujer, a tiempo que indirectamente apelaba a la voluntad de la vieja oportunista.

    – ¡Ay, qué casualidad! Viera que de verdad voy a pasar a sentirlo; no ve pue’ que todos los tengo ya apartados y pagados, si no, usted bien sabe que para mí no hay diferencias.

    – ¡Bueno, qué le vamos hacer!… Pero lo que sí le suplico es que me tenga un poquito más de paciencia con lo que le tengo pendiente, Dios no tardará en favorecerme y entonces nos arreglamos.

    La tendera sabía de sobra que sus deudores no tenían ninguna capacidad de pago, no obstante, les iba soltando poco a poco los desperdicios que transformaba para tenerlos sujetos a sus maniobras. Centavito que fueran reuniendo, de la manera que fuese, tenía que ir a parar al bolsillo de la vieja, ya que siempre estaban endeudados con ella. El estilo de aquella extraña mujer, para acorralar a quienes la rodeaban, era muy similar al que utilizaban en las fincas, en el pasado, para esclavizar y retener a los colonos mediante lo que se veían obligados a adquirir en la pulpería del patrón. Nunca podían cancelar su adeudo porque eran obligados a consumir, muchas veces, lo que no necesitaban, mas lo tomaban por ser al crédito.

    –Por lo de la deuda no se preocupe, pues si usted está peor que yo a ningún lugar vamos a llegar, –dijo la tendera, con ánimo de tranquilizar a la mujer. -Pero lo que’s pa’ la noche, algo debería hacer pa’ que su familia no se sienta tan abandona’ a.

    Doña Esperancita, llamada así por la ralea, no necesariamente por sus bondades o porque en su conciencia abrigase algún gesto compasivo hacia sus deudores, sino porque así eran ellos. Expresiones como esa y muchas otras, cual es sabido, van cargadas casi siempre de hipocresía y su espíritu es, precisamente, lo contrario; de ahí que por puras que parezcan, inconscientemente mantienen su equilibrio en el limbo de lo sarcástico. Para la tendera aquello no era nada nuevo, de sobra lo sabía, de ahí que no obligaba a nadie a comprar sus fritangas y otras cosas, generalmente recogidas en los basureros, ni tenía preferencia por ninguno; los veía simplemente como una partida de miserables en peores condiciones que ella. Ellos tampoco lo ignoraban ni trataban de encubrirlo, y seguían concurriendo a su trampita, como ella también la llamaba, por ser el único lugar donde podían entrar con todo y su hediondez, aunque ello los mantuviera subyugados y morosos de por vida.

    – ¿Por qué no empeña su plancha, doñita? –sugirió ésta, aparentemente con fines solidarios hacia la desdichada, mas su actitud mezquina y cruel iba más allá, porque entre sus maniobras abrigaba siempre el deseo de lucrar–. Dicen que don Cande –continuó–, le hace a uno el favor de agarrarle lo que le lleve, aunque sea por la décima parte del valor de las cositas, pero algo es algo. Según cuenta mi vecina, el viejo ese cobra el veinticinco por ciento a la semana; eso sí, si uno no saca en un mes lo que le dejó, él simplemente lo remata y ya… Y ni modo de alegar, si al recibir los centavitos hay que firmarle un montón de papeles, que según dice él la ley se los exige… y como cuando uno hace eso es porque ya está boqueando, ni alientos de contar las moneditas tiene, menos de averiguar si los papeles son legales.

    – ¡Ay, Dios!, si la planchita de qué tiempos la empeñé; y eso no es todo, no ve que se me pasaron las cuatro semanas y no tuve ni para los intereses pue… y ahora aquí me tiene que ni asomarme quiero. Y es que mi esperanza era que mi marido empezara a trabajar, pero por la edad que tiene nadie le quiere dar trabajo, y si consigue algo por ahí no tiene herramientas, porque todas las ha tenido que vender para apenas irla pasando.

    –Pero qué duro les ha pegado a ustedes la pobreza, ¿no cree?

    – ¡Sí, hombre! Hay momentos que uno ya no sabe qué hacer, –se lamentó, a tiempo que se enjugaba las lágrimas con un trapo viejo, tratando de encontrar eco en aquel ente ya sin alma.

    Mientras la tendera sostenía aquella conversación aparentemente amistosa con la infortunada, en su cerebro maquiavélico, al ver su desesperación, se empezó a gestar otra treta, pues ella, como parte de su quehacer diario, tenía la función de enajenar cada vez más a aquella masa de desclasados, y nada mejor que acorralándolos dentro del círculo de oportunistas al que pertenecía. Allí desfilaban usureros, padrotes y madrotas, brujos y curanderos, apostadores y reclutadores de sicarios;

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