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La Anunciación De Amaru Iii: Novela
La Anunciación De Amaru Iii: Novela
La Anunciación De Amaru Iii: Novela
Libro electrónico263 páginas4 horas

La Anunciación De Amaru Iii: Novela

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Información de este libro electrónico

A fines de los noventas, Chaska, hermosa y corajuda usta del
Cusco, lucha contra el ms conspicuo depredador de los
magnfi cos tesoros arqueolgicos incaicos, arriesgando su
dignidad y su propia vida.
Ungida princesa del secretamente suprstite reino de los Incas,
deber convertirse en el origen de la futura liberacin de su pueblo,
misin que asume con estoicismo provocando gran decepcin en
Willka, el amor de su vida, con quien suea compartir aquel destino
mesinico, sin imaginar los peligros a los que los expondr.
Paralelamente, el catedrtico Miguel Abanto y la museloga Regina
Olarte, su mejor ex alumna, mientras recorren los vaivenes de su
desesperanzado romance, interactan con los personajes centrales del
relato y contribuyen a una culminacin que oscila entre lo trgico y lo
sublime.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento27 abr 2012
ISBN9781463324636
La Anunciación De Amaru Iii: Novela

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    Vista previa del libro

    La Anunciación De Amaru Iii - Carlos Mavila

    Copyright © 2012 por Carlos Mavila.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012905967

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Foto del autor en la contraportada, por Edgar Soria

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    ventas@palibrio.com

    403521

    Contents

    NOTA DEL AUTOR

    UNO

    DOS

    TRES

    CUATRO

    CINCO

    SEIS

    SIETE

    Epílogo

    NOTAS Y REFERENCIAS

    NOTA DEL AUTOR

    En estas páginas hallarás un huerto de historias humanas en las que la codicia, el abuso y la lubricidad florecen junto con el amor, la pervivencia de lo ancestral y la dignidad humana, dando frutos amargos y fétidos como la intolerancia etnocéntrica y la corrupción, aún vigentes en nuestras sociedades, pero también dulces y fragantes como los sentimientos y las acciones nobles, lindantes con la abnegación y la epopeya. La Anunciación de Amaru III sugiere el principio de una serie, pero sus semillas aún deberán germinar. Una traducción de esta obra al inglés está en ciernes.

    Escribir esta novela fue un acto solitario que desembalsó en mi psique un torrente de experiencias íntimas sin parangón. Cuántas reflexiones, lágrimas sentidas y carcajadas de júbilo hallé agazapadas tras las vivencias de los personajes del pequeño mundo creado aquí. El haber vivido esto fue, de por sí, suficientemente gratificante y enriquecedor, y justificó por completo el trabajo que también hubo que hacer.

    Publicarla, en cambio, significa detener el crecimiento vital de esta ensoñación transformada en narración; pensar en quienes, luego, convivirán fugazmente con sus héroes y villanos, y los harán en cierta forma suyos con su peculiar manera de sentirlos y comprenderlos; intentar convertir una fantasía personal en una leyenda.

    No me queda sino reconocer a quienes me dieron desde un aliento imperceptible hasta un soporte tan firme que no hubiese sido posible esta publicación sin su concurso. Mi especial gratitud a Georgina y Francisco, mis padres, y a mi abuela Asunción por darme lo esencial; a mi maestro y amigo de muchos años, Walter Seminario Mogollón, por su inveterado aliento a mi osadía creativa. A Mariana Peterson, Juan Carlos Patto y Huáscar Cabanillas por creer en mi esfuerzo y brindarme su fiel colaboración. A Maribel Farfán y Edgar Soria por su gentil apoyo. A mis hijos, por hacerme vivir la ilusión de dejar en este trozo de vida algo más que a ellos mismos y un árbol sembrado. A Ana Cecilia, mi amada esposa, madre insuperable, fecunda poeta y bello ejemplo de constancia creativa. Y a ti, lector o lectora, porque eres el puerto de esta travesía.

    Stamford, primavera de 2012

    UNO

    Urgida por la desesperanza, Chaska llamó repetidas veces a Willka por su nombre, buscando despertarlo del desmayo en el que Diego Aragón lo había sumido con aquel cachazo que le había asestado, después de atarlo a una silla; pero él no reaccionaba. El ramalazo del miedo laceró su alma. Contuvo la respiración y lo miró con detenimiento: su pecho permanecía quieto, y de la herida en la frente había dejado de manar aquella sangre negruzca que había oscurecido sus ojos.

    En ese momento, recordó que nunca le había revelado el amor que le profesaba desde niña y temió que fuese demasiado tarde para intentarlo ahora. Cuántas veces le había confesado aquella pasión en sus sueños o mirándolo de lejos y sin dejar que su voz llegara a sus oídos o abrazándolo con toda su ternura, pero solo en su corazón.

    Ella misma yacía con las manos atadas, sujeta a otra silla, y no le quedaba otro destino que esperar que el bandido volviese para matarla, al igual que a su amado, sin piedad. A pesar de todo, quiso abrirle su corazón y susurrarle aquello que ahora ardía en su pecho, lo que sentía, ya sin esperanza, más por dejar que su alma se desembalsara que por tener el anhelo de ser oída.

    Willka querido, nunca te lo he dicho pero te amo tanto y desde hace tanto tiempo…

    Sentía su corazón encogido y doliente, pero su voz sonó nítida en medio de aquel crepúsculo silente. Las palabras que brotaron de su garganta parecían materializarse en una quimérica sierpe que saltara y entrara en la frente de su amado, agitando el cascabel en que terminara su cola. Conmovida por aquella alucinación, Chaska se estremeció y calló. Aguzó el oído para escuchar el murmullo que venía de la cara de su amado.

    Era su sonrisa. Vivía aún y tenía que haberla oído. Pero él no dijo nada hasta un momento después.

    Al retornar de aquel ensueño sin tiempo y despoblado de imágenes, la melodía que resonaba en los oídos de Willka era la dulce voz de Chaska, cuyo mensaje no había logrado comprender. La soga con la que sus manos estaban amarradas al respaldo de la silla volvió a hacerle sufrir aquel dolor insoportable. Con sus ojos empañados por la sangre que le latía en la herida abierta de su frente, miró a Chaska, atada como él a una silla, pálida y compungida, sin que su hermosura se hubiese eclipsado y sin haber perdido la dignidad de su linaje.

    Cuando volvió completamente en sí, comprendió que Diego Aragón iba a regresar para matarlos a sangre fría, una vez que entendiese que ellos no sabían nada sobre lo que estaba buscando con tantas ansias. En ese instante, Willka supo que estaba a punto de morir sin haberle dicho a Chaska lo que guardaba reprimido en su corazón. Después de este momento no habría otro.

    Los dos necesitaban abrir sus corazones y confesarse mutuamente lo que habían sentido el uno por el otro desde que eran niños y correteaban por los patios del palacio de la familia de ella, en la ciudad secreta de Hanan-Marka o en el solar que habitaban en el Cusco; pero ambos continuaron en silencio, atrapados en un callejón de aquel pasado, rememorando esos bellos días. Sus mentes se detuvieron en aquellos paisajes, y, claramente, uno y otro experimentaron la extraña sensación de que todo volvía a ocurrir.

    1. Soñémonos.

    Quince años antes, eran niños, dos cervatillos que correteaban por los andenes y las veredas de Machu-Pikchu¹. Recorrían las explanadas tapizadas del verdor de sus pastos. Sus miradas mariposeaban entre los velos de la neblina, que se elevaba desde las musgosas losas de las calzadas y los altos muros de piedras prodigiosamente esculpidas y engarzadas. Nunca se habían visto hasta hacía un par de días, pero un lazo invisible y fuerte los había hermanado de pronto y los mantenía alborozados.

    Era marzo de 1983, y terminaban casi las vacaciones escolares de verano. Chaska estaba feliz. Acababa de conocer a ese chico de ojos pardos, recién llegado de Huamanga, de quien le habían dicho que era su primo Willka. El padre de ella, el Kuraka² de Urkus, los había llevado a visitar la famosa ciudadela.

    Seguido por su prima, Willka subió las escalinatas que llevaban hacia una terraza alta y breve, donde se ubicaba quizá la única casa techada de la ciudadela. Entró allí, metió la cabeza en una de las ventanas trapezoidales y observó con profunda admiración la gran panorámica de la ciudadela. Luego sacó una tarjeta postal del bolsillo de su camisa, la miró con fruición y se la mostró a Chaska. Era una muy buena fotografía de Machu-Pikchu que él había comprado en una librería de Huamanga, pocos días antes de viajar al Cusco, en reemplazo del viejo recorte de una revista, que había guardado por muchos meses. Su fervor por esa imagen y su anhelo por estar en aquel lugar habían sido tan grandes a los ojos de su tío que este se había sentido muy motivado a darle aquella sorpresa.

    Cuando volvieron al lugar donde permanecía el Kuraka, este notó la fascinación en los ojos de Willka.

    —¿Habías visitado una ciudad así antes, sobrino?

    —No, tío, nunca. ¡Esto es único!

    El Kuraka sonrió. Había tanto que el primogénito de su prima-hermana ignoraba. Pero no dijo nada más. Pronto empezaría a hacer preguntas, y ese sería el momento para iniciarlo en el conocimiento de aquella realidad.

    —Se parece tanto a Hanan-Marka, papá —opinó Chaska, olvidando que tocaba un tema tabú—. Solo que aquí no vive nadie.

    El lugar era absolutamente imponente, rodeado de colosales montañas empinadas que, como inmensurables sépalos, protegían a aquella rosa pétrea que brillaba en su excelsitud arquitectónica. Su luminosa atmósfera palpitaba, dotada de un acompasado silencio, en el que alguien o algo musitaba una vibración única, una melodía lenta y profunda que conectaba a quienes la percibían con un mundo intuido pero nunca comprendido, otorgándoles aquella sensación de grandeza y plenitud que no podía encontrarse en otro lugar, excepto en Hanan-Marka.

    Abatido por aquella magnífica experiencia, Willka lloraba, inmóvil y silencioso, sintiendo su corazón henchido por ese vaho espiritual que brotaba de cada piedra y lo conectaba con los elementos y el conjunto de aquella ciudad. En su magín acababa de esculpirse una visión: Machu-Pikchu era un pájaro fabuloso cuyo vuelo no surcaba el espacio sino el tiempo.

    Pero lo que Chaska había observado era cierto: aquella ciudad no estaba habitada por nadie y se veía despojada de enlucidos de colores vivos, techumbres de maguey e ichu³, antorchas ardientes, jardines florecientes. Sus patios y explanadas lucían desiertos, a la par que sus chacras y andenes. En cambio, Hanan-Marka, rodeada de un entorno tan maravilloso como ese, era un lugar bullicioso y fresco, lleno de gente vestida a la usanza quechua prehispánica, donde cada cual tenía un lugar y una tarea. Allí había nacido ella, al igual que sus padres y abuelos.

    Hanan-Marka, aquel nombre recién pronunciado por Chaska resonó en la mente de Willka. Él quería saber.

    —Tío, ¿dónde queda Hanan-Marka?

    El Kuraka sonrió. Este chico ya tenía un atisbo en su alma y empezaría pronto a remover los suelos en busca de sus raíces.

    —Si a medio año veo que has tenido buenas notas en el colegio, acompañarás a tu prima en su visita a ese pueblo. Esa es mi primera promesa, sobrino.

    —Pero, ¿es verdad que es como esta ciudad?

    —Sí. Lo verás con tus propios ojos. Aunque ese pueblo y su nombre son cosas sobre las que guardarás silencio ante la gente que no es de nuestra familia. ¿Está bien?

    —Claro, tío —alcanzó a decir el muchacho antes de enmudecer ante los campanazos de la sorpresa.

    Cuatro meses después, en Hanan-Marka, bajo aquel cortinaje celeste de un añil infinito y moteado de nubes de sólido albor y resplandor violáceo, los dos niños jugaban a las escondidas en los patios y pasadizos del palacio, ante la mirada tierna y risueña de los padres de Chaska. Él tenía 12 años y ella, 10, y vivían por primera vez la experiencia de darse aquellas disimuladas miradas cuyo significado ignoraban.

    A excepción de hablar el idioma de los incas, el Runa-Simi⁴, y algunas nociones de la tradición familiar, los niños no sabían casi nada sobre sus propios orígenes, pero pronto serían educados por maestros de la cultura ancestral. Asistían, como todo niño, a la escuela en la ciudad del Cusco, donde la familia de Chaska poseía un solar, al que su primo Willka había sido invitado por el padre de ella a pasar un año.

    El chico había nacido y se había criado en Huamanga, Ayacucho, de manera que, al oír la forma en que hablaba el Runa Simi, Chaska y todos en su casa notaron que era algo diferente del que se hablaba en el Cusco, pero ello no impedía que se entendiesen perfectamente.

    La presencia del primo en casa no distrajo a Chaska de su pasión por modelar figurillas de arcilla, de madera o de pulpa de papel, arte que le era enseñado por su madre. Ambas pasaban unas horas, varias veces a la semana, en esta actividad. Otras de sus aficiones eran cantar y tocar instrumentos folclóricos, especialmente la quena. No era raro que, algunas tardes, la niña entonara bellas melodías con su voz y con la quena. Algunas de estas melodías se quedarían grabadas en la mente de Willka y serían, más tarde, el fondo sobre el cual brotaría tercamente y crecería, cual mala yerba, su añoranza de esta etapa de su vida.

    Willka no tenía mucho interés por las cosas del arte, salvo oír música y aprender las letras de ciertas canciones. Andaba más atento a los campeonatos de fútbol y no dejaba de patear la pelota durante los recreos en el colegio, bajo la disimulada mirada de Chaska. Él gozaba cuando metía un gol y notaba que su prima lo había visto y le sonreía, premiándolo así por su hazaña. A veces, de tanto mirarse y sonreírse, los amigos de él o las amigas de ella los pillaban y les hacían comentarios y bromas, hasta que ellos terminaban sonrojados.

    A poco de finalizar el año, a la salida de clases, Chaska subió al auto que esperaba frente al colegio. Luego, apareció Willka y subió también. El chofer arrancó, y partieron. Los niños se miraron con apenas el esbozo de una sonrisa. Muy orondo, él quiso dejar algo en claro.

    —Hoy hemos empezado los exámenes finales.

    —Sí, lo sé. Nosotros, recién la semana que viene.

    —Es que estás en primaria. Los de secundaria terminamos antes.

    Pensativa, Chaska guardó silencio, pero quería saber algo.

    —¿Es cierto que finalizando los exámenes te vas?

    —Sí. Regreso a Huamanga.

    Más miradas silenciosas. Pero Chaska quería saber más.

    —¿Y vas a volver el próximo año?

    —¿Cómo será? No sé.

    Chaska percibió que en su tierno pecho se gestaba un vacío encerrado en una pulsión áspera como el dolor. Era una sierpe que subía lentamente hacia su garganta, haciendo surgir en su corazón el deseo de decirle algo a su primo; pero no sospechaba lo que era, y se quedó mirándolo en silencio y ruborizada, esperando que él entendiera lo que le estaba pasando y que no fuese necesario expresarle en palabras aquello ignoto que ella, sin embargo, se sentía impulsada a decirle.

    A pesar de ser menos sensitivo y poco habituado a la cavilación, Willka también encontraba que algo dentro de sí se inquietaba hasta la turbación cada vez que pasaba un tiempo con su prima o la miraba, como ahora, advirtiendo a su vez la mirada de ella. Era como si estuviese aprendiendo un idioma nuevo, cuyo código no eran las palabras sino una onda que partía de los negros ojos de Chaska, lo que, por su parte, solo podía captar mirándola del mismo modo él también, aunque sin saber tampoco lo que él quería decirle con aquel mirar.

    Ya casi en el centro de la ciudad, el auto ingresó al solar familiar. Los niños salieron, se dijeron chao y se dirigieron a distintas partes de la casona. Antes del mutis, se miraron, entre sonrientes y serios, y se hicieron adiós con las manos. Era época de exámenes: iban a hacer primero sus tareas y estudiar, pero luego volverían a estar juntos para jugar.

    La madre de Chaska los vio desde una ventana y, captando lo que ocurría entre ellos, sonrió con un asomo de malicia y le dijo a su esposo:

    —Esos dos han empezado a mirarse.

    El Kuraka no se sorprendió. Ya lo había notado por su cuenta.

    —Ya está acabando el año —respondió él—. Willka vuelve a su tierra. Mi prima está reclamándolo.

    Una mañana, dos semanas después, el chofer salió con una maleta y la metió en una camioneta. Willka apareció con sus tíos y Chaska. La tía le puso un poncho de lana de vicuña y le dio un beso en la frente.

    Chaska le entregó una estatuilla de cerámica, obra suya. Él, a su vez, le regaló una cadena con un símbolo incaico forjado en plata por él mismo en los talleres del colegio. Se abrazaron brevemente, al tiempo que ella le susurró una palabra que se le quedó grabada en la mente: "Musqunakusun. Como si ello hubiese estado previamente establecido, él respondió: Ari⁶, musqunakusun." Luego, se miraron a los ojos, serios y absortos.

    El Kuraka se agachó, tomó a Willka por los hombros y le habló también en Runa-simi.

    —He sentido mucha alegría teniéndote en mi casa este año, sobrino —lo estrechó contra su pecho—. Que llegues bien a Huamanga. Abraza a tus padres.

    El niño subió a la camioneta, y esta partió. A punto de llorar, miró atrás, sin entender bien lo que pasaba en su alma ni tener claro en su mente si de verdad quería partir.

    Chaska lo miraba también. Le hizo adiós, y unas lágrimas cayeron de sus ojos. Algo le decía que nunca más volvería a ver a ese lindo Willka.

    Dos días después, ambos cayeron en una melancolía que nadie comprendió y que todos pensaron que era un simple arrebato, propio de la edad. Les duró unos días, y, luego, amanecieron sin los síntomas. Sin embargo, se volvieron taciturnos y fríos, reconcentrados en sí mismos, y nunca más aceptaron querer a nadie que no fuesen sus padres o sus hermanos, y, cada cual por su lado, se juró a sí mismo que, si volvían a encontrarse, cualquiera que fuese el lugar, el tiempo o las circunstancias, lo primero que harían sería decirle al otro aquello que no se habían dicho.

    2. Estoy enamorada de usted, profesor.

    Regina Olarte era la encarnación de los ideales más arquetípicos alguna vez imaginados por las mentes masculinas más calificadas de la Facultad de Estudios Generales-Letras de la Universidad Nacional de Lima: era bella, por donde se la mirara, y la más inteligente e informada de toda la promoción. Y lo más asombroso era que, siendo todo eso, tenía una personalidad afable y sencilla, como si ser como era fuese apenas casi nada, lo más normal en el mundo. Era amiga de todos y andaba siempre haciendo bromas. Su hablar era cálido y franco, a veces salpicado de frasecitas que había adoptado del inglés. Sus manos eran hermosas y muy expresivas, y sus dedos, largos y finos.

    En ese tiempo, tenía una amiga, Sue, que había sido su yunta desde el colegio. No tan brillante, aunque muy bonita, con una formación rígida y pacata y un temperamento arisco. Eran como hermanas siamesas porque siempre andaban juntas, hasta cuando no se hablaban por alguna desavenencia. Y se conocían demasiado porque se contaban hasta sus más veladas intimidades. Tenían 18 años y empezaban el segundo de Estudios Generales-Letras.

    Por esos días, al iniciarse las clases de 1990, estuvieron divirtiéndose con las caras, los atuendos y las maneras de los nuevos profesores o, para decirlo apropiadamente, de los profesores para los cuales ellas eran nuevas.

    Entre estos apareció uno que les rompió todos sus esquemas. Dictaba el curso de Historia del Arte Peruano. No era apuesto ni conspicuo en su fisonomía, pero poseía una apariencia de intelectual un tanto seductora y era sencillo en el vestir. Usaba anteojos de medida y no se dejaba barba ni bigote. Ni alto ni bajo, era delgado, aunque no esmirriado, y no mostraba mayor interés en su salud física. Era un típico sedentario urbano, motivo por el cual había encontrado en la investigación libresca su actividad principal. Su formación como investigador era tan completa que había llegado a aprender el idioma quechua, específicamente el dialecto cusqueño. Escribía bastante y hablaba con corrección. Dominaba sus temas y exponía con mucho calor, de modo que conseguía siempre la atención de su auditorio, pero no gustaba de hacer oratoria en sus clases, adonde siempre acudía premunido de materiales de trabajo de su autoría. Tenía muy buen humor y siempre una respuesta asertiva para todo, hasta para las situaciones enfadosas. Y era de los pocos que pasaban un tiempo en los patios o en su oficina, a disposición de los que quisieran hablarle. Se hacía amigo de sus alumnos, se

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