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Desde La Acera
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Libro electrónico126 páginas1 hora

Desde La Acera

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Información de este libro electrónico

Mitos y leyendas se conjuntan para transportarnos a lugares recnditos y exuberantes de Venezuela conformando el maravilloso escenario, donde los personajes de esta original historia, transitan del sueo a la realidad.

En esta novela, la autora rescata tradiciones y revive la atmsfera local aportndoles un enfoque actual a travs de temas universales que se plantean: la soledad y el dolor; las ilusiones y el desengao; son tratados de forma inusual y cautivadora por la sencillez de los protagonistas.

Cefina es una vendedora ambulante, y una maana, sentada en la acera al despuntar el da, nos lleva con ella en un recorrido rico de sensaciones, colores y emociones.

A partir de ese punto, el trayecto se representa atemporal y sin geografa, desencadenando el curso de la historia de un extremo a otro de un territorio lejano, a la vez que evoca el transcurrir profundo y emocional de los personajes, y en general, del lector...que guste de viajar, y de soar.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento14 mar 2011
ISBN9781617644962
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    Desde La Acera - Luisa Elena Urbaneja

    Copyright © 2011 por Luisa Elena Urbaneja.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso:  2010943301

    ISBN:                                Tapa Dura                        978-1-6176-4498-6

                                              Tapa Blanda                     978-1-6176-4497-9

                                               Libro Electrónico            978-1-6176-4496-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    329196

    Contents

    AGRADECIMIENTO

    CAPÍTULO UNO

    CAPÍTULO DOS

    CAPÍTULO TRES

    CAPÍTULO CUATRO

    CAPÍTULO CINCO

    CAPÍTULO SEIS

    CAPÍTULO SIETE

    CAPÍTULO OCHO

    CAPÍTULO NUEVE

    CAPÍTULO DIEZ

    CAPÍTULO ONCE

    CAPÍTULO DOCE

    CAPÍTULO TRECE

    Para Ibrahim, padre y amigo

    mente brillante y generoso corazón,

    quien me enseñó los paisajes de Venezuela

    y la increíble geografía de los sueños.

    Para Betty,

    madre y compañera de aventuras,

    en esta y otras vidas.

    AGRADECIMIENTO

    Extiendo un sincero agradecimiento a Norka Salas, por su apoyo entusiasta en la edición revisada de la novela. A mis profesores de creación literaria y renombrados escritores, Manuel Pereira, y a Santajuliana, por sus valiosas instrucciones y motivación; y al cuentista mexicano Agustín Monsreal por su amable lectura y sugerencias.

    El capítulo II, guarda recuerdos de intercambios con Yolanda Capriles, amiga entrañable, quien me transmitió un profundo respeto por las tradiciones locales y me compartió muchos de los detalles con humor y sabiduría; Yola, te extraño, y mucho.

    Y más que agradecimiento, a mi esposo Xavier, por acompañarme en la realización de mis sueños.

    CAPÍTULO UNO

    Los gallos despertaban a la barriada con el escándalo de siempre, ignorando que hacía mucho tiempo ya, los lugareños se levantaban sin prisas y sin ilusiones.

    Era un 21 de julio, y como siempre, la negra Cefina sacudió el catre y enjuagó la cafetera tras preparar el humeante guayoyo que tomaba por desayuno. Fiel a sus abigarradas creencias, vertió las primeras gotas del café en un pequeño plato de peltre en ofrenda a los santos de su devoción. Sorbió un poco de la taza haciendo una mueca de desagrado, tomó el cono ocre de papelón y raspándolo firmemente con la cucharilla, añadió algunos trozos para tomarlo meloso como le gustaba. Se asomó por la ventana del cuartucho y viendo el cielo que se despejaba en un lienzo de colores, susurró una oración a la India María Lionza, su santa protectora. Ay, mi santa, si no entra mucho la calor te pido me ayudes a vender mis cositas. Al terminar su café, se amarró de cualquier manera un pañuelo en la cabeza y con un trapo húmedo se limpió la cara, brillante azabache y sin arrugas a pesar de sus sesenta años. "Anda vieja, apúrate pa’ que no te quiten el puesto".

    Hablaba siempre sola porque así vivía desde que había dejado la selva y perdido a su único hijo. Tanto tiempo había pasado, que sólo el fiel dolor del recuerdo le era familiar y justificaba la costumbre de murmurarle una bendición al niño desconocido. Con los años, la miseria había transformado las vagas reminiscencias en un legado invaluable, algo que le aterrorizaba perder, así como las pepitas de colores que guardaba con tanto cuidado en una caja debajo del catre.

    Escuchó ruido en el cuarto de al lado; era doña Coro que estaba barriendo y seguramente ya tenía la masa lista para las arepas. "Los gallos cantan y los niños se levantan… ay mi niño, donde sea que estés, te bendigo. El sol sale de a poquito detrás de los manglares, si vieras, como se pone el mar de brillante y dorado." Suspiró hondo, como quien tiene un hueco en el pecho sin poder llenar y el aire no le es suficiente para vivir. Al ritmo de ahogadas sensaciones, la negra Cefina se aprestaba a una nueva jornada, "sí, ya va, ya va, aquí tengo todo: la mesa, el espejito, y el mantel", se decía mientras amarraba con una cuerda lo necesario para montar su negocio. Corrió el taburete bajo el tablón de la cocina que le servía de mesa y de repisa, y se acercó a la pared de donde colgaban dos ganchos de alambre torcidos que sujetaban ropa limpia y planchada, que por demás, le añadían al árido recinto un toque de desorden necesario para no convertirse en pocilga. Se cambió la bata por el vestido de flores sin mangas; el blanco con cuello bordado lo dejaba para el sábado cuando iba al templo y atendía el puesto hasta más tarde en la noche. Después de haber vivido desnuda durante su infancia, bien que le servían las dos prendas almidonadas para cubrir su vejez con dignidad.

    En realidad, lo que Cefina más atesoraba eran esas cuentas de colores que ensartadas daban luz a sus collares, y sentido a su vida.

    Las curiosas piedrecitas se las hacía llegar de muy lejos el Indio Bartolomé, curandero de su pueblo, quien no por amistad sino por miedo a los poderes de María Lionza, había hecho juramento de conseguírselas mientras estuviera vivo y con fuerzas; no podía ser de otra manera, pues él había sido el único confidente de Cefina luego de lo sucedido aquella aciaga noche, años atrás. Cosas del destino, porque el Indio Bartolomé, dado a los ensalmos y envuelto en las sierpes de humo del tabaco, trataba más con presencias de otros cielos que los que conoce el común de los mortales. De sus poderes y habilidades nadie dudaba aunque algún envalentonado comentaba, en voz baja en el patio mientras esperaba su sesión de consulta, que confundía los rostros de los recién nacidos que le llevaban para asignarles su orixá, el espíritu protector que daría el carácter y nombre de las criaturas. Temerosos de que tal conjetura llegara a los oídos del curandero, prontamente se desechaba y al osado le recriminarían Ay, muérdase la lengua mijo y cuidado le echan un mal de ojo, mire que el Indio Bartolomé parece ido, pero se entera de todo lo que pasa en este pueblo. Ya sabe que en ese cuarto tan encerrado y lleno de velas apenas si uno puede ver. Además mijito, cómo no se le van revolver los nombres, ¡si son tantos!.

    Cefina fue una de esas almas bendecidas en humaradas, salvo que un extraordinario acontecimiento dejó huella imborrable en la memoria del curandero y desde entonces le seguía el rastro. Hasta ahora, Bartolomé no había faltado a su promesa. Nadie supo ni sabría cómo, pero el curandero valiéndose de medios rudimentarios y algo misteriosos, mandaba la preciosa mercancía, que con los años, trazaba un mapa de caminos sibilantes y multicolores hasta alcanzar el paradero de la paciente mujer.

    En esta mañana Cefina se sentía más confiada, con el instinto a flor de piel y preparada para el pronóstico que anunciaba un día fresco y propicio para que la gente se animara a caminar por la avenida. Pronta a partir, ejecutaba un ritual propio convertido ya en mañas de vieja y que daba inicio levantando los brazos, luego en círculos, soplando las palmas de las manos en cuenco, seguido de una vigorosa sacudida de las muñecas pfss, pfss… sale, pa' fuera, muy segura que con estos gestos y con el viento que se levantaba desde la playa, se elevarían los rezos y promesas a las ánimas protectoras. No podría decirse que guardara enormes esperanzas a que de arriba la escucharan, sino más bien fuese cuestión de la disciplina que gana un alma sola y desamparada. Más efectiva para reconfortar el desasosiego que la acompañaba, le resultaba mirar y tocar la caja lustrosa que guardaba sus tesoros y en silencio le auguraba muchas noches de trabajo.

    En la soledad de la habitación, el recipiente de madera adquiría propiedades de Pandora revelando ante Cefina la cantidad de piezas necesarias para completar un collar o una pulsera, y prolongar la casualidad de su precaria subsistencia. Mi santa, sólo tú sabrás porqué… esta vieja, y mientras tenga estas pepitas, todas las noches va a tejer.

    Poco dinero le quedaba, y se decía qué buena precaución había tomado al pagar tres meses de renta por adelantado a Doña Coro, porque a fin de cuentas, durmiendo se embriaga el cansancio y se burla el hambre. El esfuerzo no pasó inadvertido, y convencida de que sus plegarias parecían poco a poco hacer eco en los cielos, aceptaba agradecida dos arepas redondas y gruesas que doña Coro le regalaba. La suave masa del maíz era un bálsamo de ambrosía para su paladar ya amargo por tantos años de carencias.

    Saboreaba cada bocado reteniéndolo con su lengua hasta desintegrarse. Salivando el placer, tragaba deseosa los sabores jugosos que encendían en su boca una oleada de lo que semejaba a un consuelo, le recorría el cuerpo, y apaciguaba la angustia por las ventas esperadas. Por lo menos un tiempito tengo mi techo asegurado, y aunque el cuerpo se canse mi santa, yo te rezaré y tengo fe en tus milagros.

    Le dolían las piernas, en parte por su propio peso y también por las horas que pasaba parada en la acera de la calle principal. Ay vieja, ya ni la pomada de tiburón sirve para aliviar estas piernas. Madrugaba para

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