Golondrinas
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Golondrinas - Teodoro Baró i Sureda
Golondrinas
Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686890
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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GOLONDRINAS
Después de los rigores del Invierno aparece sonriente la Primavera; la Naturaleza renueva sus esplendores, surgiendo la vida y la alegría tras los celajes, los fríos y tristezas.
Entonces las golondrinas invaden pueblos y ciudades, surcan el espacio con vigoroso aletéo, y anuncían la estación primaveral: llenan de nidos tejas y aleros, y enseñan prácticamente á los padres el amor con que cuidan, alimentan y defienden á sus hijos.
__________
El hombre acaba generalmente en el invierno de su vida, pero antes de entrar en él ve aparecer los hijos, preciadas golondrinas, nuncios también de alegría, de paz y de esperanzas en el seno de las familias, hijos que preparan nuevas generaciones, y prolongan el recuerdo de la labor y buenas obras de sus padres.
A las golondrinas la Naturaleza les provee de todo en sus materiales necesidades; á los niños no les basta con esto; necesitan quien dirija su alma hacia Dios y hacia el bien, y á ello tiende la lectura útil y agradable, que eleva su corazón y nutre su inteligencia.
__________
He aquí explicado el título de este libro: Golondrinas; su autor, D. Teodoro Baró, con su reconocida competencia, con su amor á la infancia, coopera á la obra paternal, cultivando por medio de cuentos amenos é interesantes, las facultades morales é intelectuales de los niños, haciéndolo dentro de cápsulas doradas, bonitas, atractivas, para que aquéllos encuentren en ellas el mismo placer que sienten paladeando bombones y golosinas.
A. J. B.
__________
¡Lo que Dios quiera!...
Lo que voy á contar ocurrió no lejos de Granada y á la vera del punto conocido por el Suspiro del moro. Supongo que sabeis, y por si acaso lo repetiré, con lo que nada se perderá, que cuando Boabdil el Chico, último soberano de Granada, hubo entregado la ciudad á los Reyes Católicos se retiró á Africa; y al llegar á un punto, traspuesto el cual ya no se veía á Granada, miró por última vez la ciudad que fué capital de su perdido reino, y lanzó triste suspiro, por lo que aquel lugar es conocido por el Suspiro del moro. Añadiré que las lágrimas rodaron por sus mejillas y que fué entonces cuando su madre, que le acompañaba, le dijo: — Razón es que llores como mujer, pues no fuiste para defenderla como hombre. — Esto es lo que cuentan las historias.
Vivía en aquellos lugares Nicolás, hombre cenceño, andaluz chapado, que de los treinta años pasaba, pero aún le faltaban algunos para llegar á los cuarenta; casado con Asunción, moza que fué garrida y en cuyo rostro aún se reflejaba la hermosura de otros tiempos. No había tenido fruto de bendición el matrimonio, que vivía con suma estrechez porque los tiempos lo eran de revolución, que se hizo para mejorar y acabó por empeorarlo todo; que es lo que suele suceder, por ser remedio tan violento, que en vez de aliviar, agrava la dolencia cuando no mata. En tiempo de paz iban tirando sin grande esfuerzo, mas sin holguras, Nicolás y su mujer; pero la bullanga perpetua, sazonada de gritos y con frecuencia entreverada de tiros, había obligado á emigrar á los que tenían medios para buscar la tranquilidad en otras partes, con lo que aumentó la penuria de la gente de pocos recursos, porque escaseaba el trabajo y nadie estaba dispuesto á gastar, temeroso del porvenir.
Nicolás se desesperaba porque eran muchos los días en que el gazpacho constituía su único alimento, con lo que, en vez de fortalecer el estómago, lo refrescaban. Templaba los furores de su marido Asunción, diciéndole:
— Todo sea por Dios, hijito: confórmate con su santa voluntad y recuerda que tras la lluvia luce el sol.
— Así lloviese, gritaba Nicolás, hasta convertir las ramblas en ríos que arrastrasen las casas de esos gritadores y á ellos los arrumbasen al mar donde sirvieran de pasto á los tiburones.
— ¡Jesús! exclamaba Asunción juntando las manos y levantando los ojos al cielo.
Las privaciones, en vez de disminuir, en aumento iban, pero si en la lucha con la miseria se dejaba abatir el marido, la mujer cobraba nuevas fuerzas y trabajaba cuanto podía, mientras que Nicolás se confesaba vencido, y sentándose á la puerta de su aislada casucha contemplaba el hermoso espectáculo que le ofrecía la vega de Granada; y haciendo bueno el refrán que dice que cuando el español canta ó rabia ó no tiene blanca, cogía la guitarra, hacía vibrar sus cuerdas y echaba por la boca jipios y cantos, que más bien parecían rugidos.
Cierto día su mujer, que se dedicaba á lavandera para ganar algunos cuartejos, lo que le obligaba á ir con frecuencia á la ciudad, á la que llevaba el lío de ropa lavada y que de ella volvía con el de ropa sucia, llegó á su casa muy agitada, y en cuanto vió á su marido exclamó:
— ¡Jesús, Nicolás!: eso es el fin del mundo. Figúrate tú que me he encontrado á mucha gente con armas; unos de la ciudad salían, otros á la ciudad iban, y todos gritaban diciendo furiosos que eso ha de acabar á tiros y que no se puede aguantar.
— Pues ellos son los que han de acabar, porque ya no hay quien les aguante.
Golpeó con el puño la guitarra para sacar sonidos de la caja, y luego, punteando las cuerdas, cantó:
¡Ay de mí, que triste estoy
y triste siempre estaré!
¡Yo nací para estar triste,
y triste me moriré!
— Mira tú, Nicolás, déjate de tristezas y no aumentes con ellas las penas, porque son el enemigo malo. Ciérrales la puerta de nuestra casa y ábrela á la alegría.
— ¿De qué hemos de alegrarnos mujer? ¿De los tiritos con qué nos amenaza esa jentuza?
— Ten paciencia y confianza. Yo me voy á preparar la cena.
—¿Qué hemos de cenar? Como no hagamos un asado de mosquitos, no sé qué vamos á comer.
— Allá verás, dijo la mujer.
Con unos mendrugos, unas gotas de aceite que quedaban y con un sofrito de cebolla, tomate, ajos y peregil, preparó unas sopas, sazonadas con pimentón, que á gloria supieron, mereciendo la cocinera grandes elogios de su marido, quien registrando los bolsillos logró reunir tabaco bastante para liar un cigarrillo, que fumó con verdadera fruición. Luego fueron á la cama, y antes de acostarse, preguntó Nicolás:
— ¿Y mañana?
— Dios dirá, contestó Asunción.
Antes de amanecer les despertó ruido de voces, que se fué acercando convirtiéndose en espantosa gritería.
— Ellos son, dijo Nicolás saltando de la cama; y dirigiéndose á un rincón donde tenía el retaco, lo cogió.
— ¡En nombre del cielo! exclamó su mujer apoderándose del arma. Al primer tiro quedarás indefenso.
— Volveré á cargar y á disparar y te aseguro que han de acordarse de Nicolás.
— Acabarán por matarte porque son muchos. Oye sus gritos que parecen tempestad. Ten prudencia. Se alejan.
En efecto, la intensidad del vocerío fué disminuyendo hasta perderse. Nicolás cerró los puños y, extendiendo los brazos, exclamó:
— ¡Malditos! Hasta ahora os habíais contentado con dejarnos sin comer, pero ya nos privais de dormir.
Volvieron á la cama, pero la agitación les tuvo despiertos; mas si hubiesen podido conciliar el sueño lo hubieran interrumpido unos tiros que se oyeron á lo lejos, á los que siguieron descargas cerradas y luego más disparos sueltos. Asunción rezaba y Nicolás murmuraba entre dientes:
— ¡Malditos! ¡malditos!
Les pareció que tardaba mucho en amanecer, y en cuanto salió el sol Asunción se levantó y cargada la cabeza con un lío de ropa lavada se fué á la ciudad. Al volver de ella con ropa sucia le pareció oir quejidos que partían de un altozano cubierto de frondosos árboles. Se detuvo, escuchó y se convenció de que aquellos gritos eran de una criatura. Miró, no vió á nadie, y movida por la curiosidad se dirigió al punto de donde venían los lloros; se internó en el bosque y al pie de un frondoso árbol vió una criatura. Le dió un salto el corazón; de una cabezada tiró al suelo el lío de ropa, y corriendo hacia la abandonada criatura, un niño, le cogió en brazos; y cubriéndole de besos, empezó á soltar cuantas exclamaciones, que son muchas, se le pueden ocurrir á una mujer andaluza para expresar con acento mimoso sus cariñosos sentimientos. La criatura cesó de llorar, acabó por sonreir; estendió los brazos y con sus manecitas acarició las mejillas de Asunción, que se sintió felíz.
Volvió á ponerse el lío sobre la cabeza, cogió en brazos á la criatura, y apresurando el paso, pues deseaba mostrar á Nicolás el hallazgo, se dirigió á la casucha, y en cuanto la vió, comenzó á gritar:
— ¡Nicolás!... ¡Nicolás!...
— ¿Qué te trae tan contenta, mujercita mía?
— Mira, gritó Asunción extendiendo los brazos con el niño.
Nicolás se quedó como clavado en el suelo, dilatados los ojos, abierta la boca, y cuando se