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La NOCHE DE LAS LUMINARIAS
La NOCHE DE LAS LUMINARIAS
La NOCHE DE LAS LUMINARIAS
Libro electrónico296 páginas4 horas

La NOCHE DE LAS LUMINARIAS

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La noche de las luminarias es una novela cuya trama se sitúa en los años 30 del siglo XX, durante la Segunda República Española y posterior guerra civil, en Galicia y Asturias, pero también con escenarios episódicos en Salamanca, México y Zazuar (Burgos).
La obra, por la que desfilan monjas y masones, republicanos y falangistas, tiene como hilo conductor la historia de Andrés Vélez, un joven estudiante que durante la guerra, pero muy lejos del frente, trata de salvar la vida huyendo de sus perseguidores. Y en torno a ese eje argumental se habla de literatura, de las Misiones Pedagógicas, de política, de filosofía, de historia, de ciencia, de la importancia de la educación, y de la libertad.
La novela también se hace eco del proceso al Dr. Rafael de Vega Barrera, personaje real e histórico, precursor de la sanidad pública española.
El texto de Rodil se complementa con un anexo que incluye un plano y un mapa con los escenarios y el recorrido que sigue el protagonista, dibujados a mano por el premio Mingote, Neto García del Castillo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2021
ISBN9788494849558
La NOCHE DE LAS LUMINARIAS
Autor

José Francisco Rodil Lombardía

José Francisco Rodil Lombardía nació en Santa Eulalia de Oscos (Asturias). Ha vivido en Madrid, en Oviedo y en Santiago de Compostela, ciudad en la que reside actualmente. Periodista y escritor, es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Se inició en el periodismo en la agencia de información Mencheta. Trabajó como redactor en el diario Informaciones, en el departamento de prensa del Ministerio de Administración Territorial, en El Correo Gallego y en Televisión de Galicia, donde, entre otras responsabilidades, desempeñó el cargo de director gerente. Fue, asimismo, jefe de control de cadena de la Corporación Radio e Televisión de Galicia, director de La Voz de Asturias y delegado del Grupo Z en el Principado. En la actualidad, retirado del periodismo de batalla, es vocal de la Comisión de Garantías de la FAPE (Federación de Asociaciones de Periodistas de España). Como escritor, ha publicado Sin máscara: relatos del periodismo de camuflaje (Tris Tram, 1999), El señor del Senescal (Madú, 2003, y Ayuntamiento de Santa Eulalia de Oscos, 2016), Memorias del valle escondido: narraciones y leyendas de Santalla de Oscos (CH, 2008), La noche de las luminarias (Velasco, 2018) y Los prodigios de Gillingham (Velasco, 2021).

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    La NOCHE DE LAS LUMINARIAS - José Francisco Rodil Lombardía

    Primera edición: diciembre de 2018

    Segunda edición: junio de 2019

    Primera edición electrónica: marzo de 2021

    © José Francisco Rodil Lombardía, 2018

    © Del plano y del mapa: Neto García del Castillo, 2019

    © De esta edición:

        Velasco Ediciones, 2018, 2019

    info@velascoediciones.com

    www.velascoediciones.com

    Maquetación: Monchi Álvarez

    ISBN: 978-84-948495-5-8

    Publicado en España-Published in Spain

    Fotografía de portada:

    D. José Melón y sus alumnos

    Santa Eulalia de Oscos, ca. 1928-1929

    Archivo familiar de José F. Rodil

    Todos los derechos reservados.

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a

    cedro

    (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com y 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

    A Tania y Sara

    ¿Por qué se entristece la tierra

    cuando aparecen las violetas?

    Pablo Neruda: Libro de las preguntas, xiv

    SINOPSIS

    La noche de las luminarias es una novela cuya trama se sitúa en los años 30 del siglo XX, durante la Segunda República Española y posterior guerra civil, en Galicia y Asturias, pero también con escenarios episódicos en Salamanca y México.

    La obra, por la que desfilan monjas y masones, republicanos y falangistas, tiene como hilo conductor la historia de Andrés Vélez, un joven estudiante que durante la guerra, pero muy lejos del frente, trata de salvar la vida huyendo de sus perseguidores. Y en torno a ese eje argumental se habla de literatura, de las Misiones Pedagógicas, de política, de filosofía, de historia, de ciencia, de la importancia de la educación, y de la libertad. La novela también se hace eco del proceso al Dr. Rafael de Vega Barrera, personaje real e histórico, precursor de la sanidad pública española.

    El texto de Rodil se complementa con un anexo que incluye un plano y un mapa con los escenarios y el recorrido que sigue el protagonista, dibujados a mano por el premio Mingote, Neto García del Castillo.

    AUTOR

    José Francisco Rodil Lombardía, natural de Santa Eulalia de Oscos (Asturias, España), ha vivido también en Madrid, en Oviedo y en Santiago de Compostela, ciudad en la que reside actualmente. Periodista y escritor, es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.

    Se inició en el periodismo en la agencia de información Mencheta. Trabajó como redactor en el diario Informaciones, en el departamento de prensa del Ministerio de Administración Territorial, en El Correo Gallego y en Televisión de Galicia, de la que fue director gerente. Fue, asimismo, jefe de control de cadena de la Corporación Radio e Televisión de Galicia, director de La Voz de Asturias y delegado del Grupo Z en Asturias. En la actualidad, es vocal de la Comisión de Garantías de la FAPE (Federación de Asociación de Periodistas de España). Premio Galicia de Periodismo, dirigió y guionizó un buen número de programas y series documentales de televisión. De igual modo, como columnista de opinión, colabora en distintos periódicos y revistas.

    Como escritor, ha publicado Sin máscara: relatos del periodismo de camuflaje (Tris Tram, 1999), El señor del Senescal (Madú, 2003, y Ayuntamiento de Santa Eulalia de Oscos, 2016), Memorias del valle escondido: narraciones y leyendas de Santalla de Oscos (CH, 2008), y La noche de las luminarias (Velasco Ediciones, 2018, 2019 y 2021), novela esta última con la que ha cosechado un importante éxito de crítica y público.

    PRIMERA PARTE

    Desde hace algo más de dos semanas, mi mundo se reduce a una buhardilla minúscula, sin luz, y a un altillo de pocos metros. Un armario ropero, tan alto como el techo, oculta la trampilla que da acceso al desván donde paso la mayor parte del día. Sentado sobre una caja de cascos de gaseosas, bajo un exiguo tragaluz, mato el tiempo garabateando una libreta. Trato así de poner en orden mi cabeza después del miedo y la angustia que llevo soportando en los últimos meses.

    Hago inventario de mis recuerdos; los más lejanos —imágenes veladas, inconexas— desfilan por mi mente como fantasmas. Un rostro, un sonido, el timbre de una voz, un aroma, a veces un sabor o el tono cambiante de la luz basta para evocarlos. Prenden como chispazos y al instante se desvanecen y vuelven al impenetrable limbo del que han salido. Pero hay algo que me ha quedado grabado en la memoria y puedo recordar con todo detalle: lo que ocurrió la noche de las luminarias.

    1

    Dormía en un pequeño cuarto de tabiques de madera, en la parte trasera de la casa. Los postigos desvencijados de la única ventana dejaban entrar los sonidos del exterior: ladridos de perros, el ulular de la lechuza, los gañidos de los zorros que retozaban en los prados junto al río y, en las noches más crudas del invierno, el silbido de la ventisca, acompañado a veces de algún copo de nieve que filtraban los cristales rotos, o se colaba por las ranuras de los marcos, y venía a posarse en el suelo oscuro de castaño para mudar en una lágrima. Una noche noté que me levantaban de la cama. Me llevaban en volandas. Adormecido como estaba, podía oír el crujir de los pasos en las tablas, el chasquido de los cerrojos, el golpe de una puerta… Como un azote, sentí en la cara el aliento aterido de la noche. Escuché muy cerca la voz de tía Elena. Abrí los ojos, y entonces me di cuenta de que no soñaba.

    En medio del camino había un grupo de gente; adultos y algunos niños. Miraban a lo alto, en silencio. Nos unimos a ellos. Fluorescencias fantasmales iluminaban la escena. El cielo ardía en turbadoras llamaradas. ¡Qué extraña aquella tensa quietud que apagaba los sonidos de la noche! Una voz trémula, como un maullido, quebró el silencio: «¡Las señales!», gritó. De las sombras salió una sombra renqueante y deforme. Se apoyaba en un cayado. Avanzó hasta detenerse a unos pasos de donde nos encontrábamos.

    «¡Esas son las temidas señales!», gritó, señalando al cielo. Esta vez su exclamación, áspera, semejaba el graznido de un cuervo.

    —¿De qué señales hablas, vieja agorera? —la increpó alguien.

    —¿Acaso no reconocéis los resplandores de la muerte— Su voz sonó fluctuante, como un trémulo desafinado—. El viento de la locura barrerá la Tierra. Las noches se llenarán de alaridos y llantos… ¡Dios misericordioso! Apiádate de esta vieja. Cierra sus ojos para siempre antes de que le permitas ver tanto horror.

    La noche enseguida engulló su voz. Volvió el silencio, roto ahora por el llanto de una niña, a la que mi tía trató de tranquilizar. «No llores pequeña, no tengas miedo —le decía mientras le mesaba el pelo—. Los colores que ves son del arco iris de la noche». La niña calló por un instante. Se abrazó con fuerza al cuello de su madre. A intervalos, seguía exhalando gemidos espasmódicos. La vieja se desvaneció en las sombras. Bañados por aquella claridad turbia, reconocí entre el grupo a algunos compañeros de la escuela.

    Las luminarias cobraron intensidad. Franjas de vivos colores cambiantes surcaron el cielo. Por momentos, semejaban llamaradas que se hubieran quedado congeladas, para luego centellear, como aventadas por un viento imperceptible que soplara en las alturas. La bóveda quedó arada de pequeños surcos nebulosos, verdes, azafranados, de gasa transparente.

    Poco a poco el resplandor se fue apagando hasta no ser más que una tenue fluorescencia, que nos envolvió en una palidez cadavérica. Con la vista en lo alto, permanecimos inmóviles el tiempo que tardó en ennegrecer la noche y devolverle el brillo a las estrellas.

    Tía Elena me retornó a la cama. Estaba entumecido. Me dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba. Un temblor frío recorría todo mi cuerpo. Las luminarias continuaban grabadas en mi retina. Apreté los párpados con fuerza, intentando dormir. Temía abrir los ojos y encontrarme a los pies de la cama a la agorera huesuda, salida de las sombras. En mis oídos retumbaba aún su voz angulosa, lejana, semejante al ulular de la lechuza. Sus palabras, cuyo significado no logré entender, resonaban en mi cabeza. Como una estrambótica reencarnación que imaginaba del profeta Amós, la vieja agitaba, desafiante, la vara señalando al cielo. Una vara que se me antojaba la deforme y pavorosa prolongación de su brazo descarnado. Ni siquiera tapado bajo las sábanas era capaz de borrar de mi vista aquella turbadora luz que demudaba la faz de la tierra, teñía nuestras caras y nuestras ropas, dándonos una apariencia espectral que nos hacía irreconocibles. Pasaron horas, no sé cuántas, hasta que logré conciliar el sueño.

    Al día siguiente, en la escuela, comentamos lo acontecido. El maestro escribió en la pizarra, en letras mayúsculas, la aurora boreal. La lección versó sobre la formación del meteoro luminoso, un fenómeno que rara vez se muestra en estas latitudes. En nuestras pequeñas pizarras redactamos el espectáculo de la noche anterior. Después, cada alumno leyó su personal redacción, en voz alta y por turno.

    Eran los primeros días de abril. La primavera no acababa de despertar. El tiempo se obstinaba en permanecer frío y seco. Los mayores miraban al horizonte, y fruncían el ceño. «El tiempo no está en sazón», sentenciaban. Llegada la noche, se sentaban en torno al fuego y hablaban de la temperie impropia, decían, de aquellas fechas, y de lo mal que andaban las cosas en el país.

    Al calor de la lumbre, que atizaba mi abuela, pasaba las tardes con mi hermano Manuel. Jugábamos con carozos de maíz, uncidos por la parte más delgada, que imaginábamos un par de bueyes, amarillentos del humo y de tanto andar arrastras. Atábamos a los carozos un carro rústico, diminuto, de madera blanca de abedul que, a golpe de navaja, había tallado un viejo vagabundo llamado Mallín, infalible visitante del invierno. Mallín llegaba cada año por las mismas fechas, a finales de enero. A mi hermano y a mí nos gustaba escuchar sus historias; historias de reyes crueles y poderosos, y vasallos que se esforzaban por ganar el favor real. El viejo vestía ropas mugrientas, desparejas, hechas de burdos remiendos. Se sentaba en la solera de la puerta a comer caldo recaliente de un cuenco de madera. Dormía en el cobertizo, sobre una gavilla de paja, cubierto con una manta cuartelera que, al marchar, enrollaba a la espalda, en un hatillo. Tenía un caminar calmoso. De repente, un día, se levantaba como apremiado por una súbita urgencia y se marchaba. Se alejaba sin mirar atrás. Me quedé con la copla que mascullaba entre dientes y dejaba tras de sí como un rastro en el aire:

    Estas gentes mondongueras que viven en la montaña tienen tan buena entraña la, la, la, la, la…

    Después de aquella noche, que permaneció en la memoria de todos como la noche de las luminarias, nada volvió a ser igual. Cualquier ruido me sobresaltaba. Sufría pesadillas con frecuencia. Sentía pánico de pensar que aquellas luces, los resplandores de la muerte como las había llamado la vieja Escolástica, pudieran colarse por los resquicios de los postigos desencajados de la ventana, igual que se colaba el frío y los copos de nieve en las noches de ventisca. Del mismo modo que penetraban otros miedos nocturnos. También los sueños.

    Pasaron los días sin que nada extraordinario sucediera, excepto la lluvia, que fue bien recibida por los mayores. Una lluvia menuda, incesante, que entristeció las tardes y ablandó la severidad de las noches. La rutina volvió a gobernarlo todo.

    A primeros de mayo, el tiempo había mejorado. Una mañana, al abrir los postigos, la primavera inundó el cuarto de luz y aromas. El rosal, bajo la ventana, pintojo de flores menudas y delicadas, exhalaba el perfume de los días placenteros en que todo discurría sin sobresaltos. Los ajos reales amarilleaban en la cabecera del huerto. Un manto de margaritas blancas cubría las orillas de la carretera. En un macetero, a un lado de la puerta, el intenso azul púrpura de las violetas, que mi madre cuidada como oro en paño. La flor de la violeta aún hoy me despierta una extraña emoción que asocio con mi infancia, con mi madre, con aquellos días esplendorosos del mes de mayo.

    La luz ahuyentó los temores del invierno. Lejos quedaron angustias y pesadillas, como algo inocuo, olvidado. El sol brillante de los días grandes alumbró el rincón más oscuro de mis aprensiones, que desaparecieron con la llegada de la primavera.

    La segunda vez que contemplé semejantes luminarias nocturnas me encontraba lejos de casa. Tenía entonces diecinueve años. Iba maniatado en la trasera de una camioneta. Me llevaban a fusilar.

    2

    —La misma noche que embarcó, tu padre me entregó un cuaderno manuscrito. En varias ocasiones le había hablado yo de mi afición a escribir. «Como no tengo otras pertenencias —me dijo al despedirse— te dejo estos apuntes de recuerdos de mi vida. Dudo que sean para ti de alguna utilidad, pero es cuanto poseo». El cuaderno de tu padre, que leí con mucha curiosidad y emoción, me dio pie para recomponer estas memorias. Las primeras páginas y algunos episodios están transcritos tal cual de sus notas, sin que haya enmendado nada. Hace más de treinta años que las guardo en un cajón. Me complace releerlas de vez en cuando. ¡Qué le vamos a hacer! La nostalgia es el devaneo de los viejos.

    —¿Alguna vez pensó en publicarlas? —se interesó Evangelina.

    —No. Como decía tu padre, y yo soy de la misma opinión, ¿a quién pueden interesar nuestras peripecias?

    —Peripecias que tienen el valor de ser historia. Nadie mejor para contar la historia que sus mismos protagonistas.

    —Agua pasada no mueve molino. El tiempo todo lo devora. Quizá hay cosas que es mejor olvidar. Por suerte, hoy conocemos un mundo muy distinto.

    —Antes de morir, mi papá me había insistido en que viajara a España para conocerlo a usted. Él conservaba de su amigo y bienhechor un recuerdo muy cariñoso y agradecido. Mientras vivió el dictador, mi papá no se atrevió a escribirle por temor a comprometerlo. Después, ya no estaba en condiciones de hacerlo.

    Evangelina encendió un cigarro. Miró al mar, liso como una bandeja de plata. Exhaló una bocanada de humo como si tratara de desfogar por la boca el cansancio del largo viaje, y volvió lentamente la cabeza, hasta posar sus grandes ojos castaños sobre el rostro de su viejo acompañante. Claudio permanecía abstraído, la mirada perdida en el mar, el borrador de las memorias de su amigo apretado contra el pecho.

    —Las memorias de tu padre, con mis modestas aportaciones literarias, son ahora tuyas. —Claudio le entregó el manuscrito.

    —Lo leeré con verdadera devoción. Pero nada me gustaría más que seguir oyendo el relato de su propia voz..., si fuera tan amable —dijo devolviéndole el texto.

    Con parsimonia, Claudio Villamil se colocó de nuevo los lentes, abrió el libreto, que él mismo había encuadernado, y comenzó a leer:

    ... Notaba que Andrés tenía ganas de hablar. En el tiempo que permanecimos juntos me contó muchos episodios de su vida. Rumiaba, sin cesar, sus recuerdos. Pasábamos el día en el muelle. Hablábamos horas y horas. Al marchar, me dejó un ajado cuaderno de notas que llevaba oculto en el forro de la chaqueta. No era propiamente un diario. Solo apuntes biográficos sueltos, anécdotas, impresiones. Era evidente que habían sido escritos de forma compulsiva, sin duda para espantar la soledad, el miedo y aliviar la angustia de sentirse perseguido tantos meses como había pasado huyendo de la muerte.

    Andrés llegó al muelle en una carreta, oculto bajo una carga de aparejos de pesca. Era una mañana del mes de mayo de 1937. «La mar está tranquila», dije después de cerciorarme de que nadie nos observaba. Era la contraseña para que saliera de su escondrijo. Tardó un rato en rebullir. Al fin asomó debajo del marañal de cuerdas. Vestía un traje de pana, raído, y una camisa de lino. Calzaba zuecos de montañés. Al verse fuera del carro, enseguida se cubrió con una boina, que sacó del bolsillo de la chaqueta. Su aspecto era muy chocante. No pude evitar una sonrisa. Parecía un maestrillo de los que entonces contrataban, a escote, las gentes de las aldeas para dar clase de casa en casa. Entramos en la caseta. Le entregué unas ropas propias de marinero: una camisa sin mangas, un pantalón de mahón y unas alpargatas. Se cambió allí dentro. Sentados uno frente al otro, sobre unas cajas vacías, comenzamos a conocernos.

    —Mi nombre es Claudio —me presenté—, pero todos me conocen por Cabracho. Era el mote de mis años de escuela. Tú también puedes llamarme así.

    Intentaba ganarme su confianza. Abrí la fiambrera y le ofrecí arenques en escabeche, y un buen trozo de pan candeal. Me llamó la atención su mesurado modo de comer. Sabía que no había probado bocado desde el día anterior y, sin embargo, comía despacio, sin voracidad, con templanza de seminarista. Le animé a que apurase el contenido de la fiambrera. Yo había almorzado antes de su llegada.

    Andrés era un muchacho de mediana estatura, fuerte, de anchas espaldas y cuello grueso, ojos verdosos, el pelo claro y ondulado. Al hablar, a cada lado de la boca se le remarcaban dos surcos en media luna, que pronunciaban su curvatura las contadas veces que esbozaba una sonrisa.

    Claudio dejó de leer, y se paró a observar a su acompañante, por encima de los lentes.

    —Tienes un gran parecido con tu padre. El mismo color de ojos, la mirada limpia y franca —Evangelina sonrió—, y esas curvaturas a cada lado de la boca, cuando, como ahora, sonríes.

    ... Andrés terminó de comer. Me asomé a la puerta. El muelle estaba tranquilo. Salimos y recorrimos los pocos metros que separaban las casetas del malecón. Nos detuvimos casi en la punta del espigón, al abrigo del muro.

    —Allí es el lugar que describo. —Evangelina miró en la dirección que Claudio señalaba. Las casetas seguían en pie, para albergar ahora las traineras y los bateles del club de remo.

    ... Permanecimos agachados, simulando que preparábamos los aperos de pesca. Era preciso entretener la espera en ocupaciones propias de los marineros, si no queríamos levantar sospechas. Al abrigo del muro, Andrés se explayó conmigo. Teníamos toda la tarde por delante y había que matar el tiempo. Le animé a que me contara su vida con calma. Se atormentaba una y otra vez con la misma pregunta: «¿Qué delito he cometido para verme obligado a andar escondido y tener que abandonar mi patria?» Se remontó a los recuerdos de su infancia. Hablaba con enternecimiento, con la emoción de quien revive intensamente los hechos. Llamó mi atención la corrección con que se expresaba. «Propia de quien tiene estudios», pensé.

    El día antes, un enlace me había traído instrucciones del Pastor. Me haría cargo de Andrés hasta que vinieran a recogerlo, quizá aquella misma noche. Un bote lo llevaría hasta un lugar de la costa donde esperaba un barco. El rumbo podría ser Francia o Inglaterra. Nunca me facilitaban información ni del barco ni de su destino en prevención de que pudieran detenerme y obligarme a hablar. Todas las precauciones eran pocas. Había que andar con pies de plomo.

    Junto con la ropa de faena, le entregué un falso documento de identidad. En adelante, y hasta que estuviera a salvo, ya no sería Andrés Vélez Magadán, huido, condenado a muerte por un tribunal militar y en la lista de los que estaban en busca y captura, como llegué a saber tiempo después. Con los papeles que le entregaba, Andrés tomaba el falso nombre de Celso Trelles Monteavaro, un muchacho de Salave, desaparecido en la mar, algunos años antes, mientras faenaba en compañía de su padre. El suceso había tenido lugar a una milla de la costa, frente a la Boca de la Barra, que así se conoce la entrada de la ensenada.

    El Cantábrico es un mar traicionero. No había año en que no se cobrara alguna vida, que no engullera algún barco. A Celso Trelles se lo tragaron las olas una tarde de abril de 1929. Tenía entonces doce años, más o menos la misma edad que Andrés por esa fecha. El padre del muchacho apareció días después del naufragio en una pequeña cala. Encontraron su cuerpo desgarrado por las rocas cortantes de los acantilados.

    Entre siete y nueve días, dicen, es el tiempo que tarda la mar en devolver a sus víctimas. Pero del chico jamás se volvió a saber. No tenía madre ni hermanos, solo algún familiar lejano, emigrado, del que nadie conocía su paradero. Ocho años largos habían transcurrido desde aquel desdichado accidente. La guerra había añadido muertos a los muertos y calamidades a las calamidades. Los horrores de la guerra acabaron por borrar la memoria de cualquier otra desgracia anterior. Del naufragio del Amadora, que así se llamaba el barco de los Trelles, nadie se acordaba ya.

    Ninguno de los que colaborábamos con los huidos de la represión franquista conocíamos al Pastor. Ignorábamos quién era o el lugar desde el que operaba. Por medio de enlaces, el misterioso valedor nos hacía llegar sus instrucciones y algún dinero con que hacer frente a los gastos de manutención de aquellos que nos confiaba, los alondras, como denominábamos en nuestra jerga clandestina. Mi misión consistía en ocultarlos, entregarles documentación falsa, que también me llegaba a través de los enlaces, y facilitarles la escapada por mar.

    Los alondras me reconocían por una contraseña, siempre cambiante para mayor seguridad. Hablaba poco con ellos, lo imprescindible. La prudencia aconsejaba ser parcos en palabras. Ellos desconocían también la identidad de su valedor y la naturaleza de su altruismo. Era simplemente un camarada. Todos traían una historia parecida, tejida de penalidades, persecución y muerte. No solían sincerarse conmigo. Llegaban muy escamados.

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