Algo temporal
Por Paula Carrasco
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Rebeca, la hija de ambos, rápidamente entabla una complicidad y siente deseos por Vicente, un sobrino de Ana que nació en París, durante el exilio de su familia tras el golpe militar, y que está en Chile por primera vez. Separados por el silencio y el secreto, la familia no volvió a tener contacto desde 1973. La visita del joven restituye el contacto, pero esconde, a la vez, una amenaza que podría desestabilizar a Ana y todo su mundo. También ella se ve envuelta en una relación ambigua con Vicente: el miedo y la fascinación van creciendo con el paso de las horas.
Historia de la fractura y la diáspora, Algo temporal adhiere a la mejor tradición de la novela psicológica, indagando en los deseos y ansiedades de sus personajes, y lo hace con un estilo transparente y bellamente doloroso. De pronto, sugiere Paula Carrasco, cualquier noción de orden, estructura o pasado puede derrumbarse debido a un temporal que amenaza con destruir el relato que hemos construido de nosotros mismos. Algunos los llaman traumas; otros, recuerdos.
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Algo temporal - Paula Carrasco
Algo temporal
Paula Carrasco
© Editorial Hueders
© Paula Carrasco
Primera edición: marzo de 2023
Registro de propiedad intelectual N° 2023-A-2543
ISBN edición impresa 978-956-365-279-6
ISBN edición digital 978-956-365-283-3
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida
sin la autorización de los editores.
Diseño de portada: Constanza Diez
Diagramación digital: Luis Henríquez
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Santiago de chile
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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info@ebookspatagonia.com
portaA Gonzalo, siempre.
A Maga y a Joaquín, mis compañeros.
A P., por contarme su historia y permitirme replicarla en estas páginas.
Se dice que los bambúes del mismo tronco florecen el mismo día y mueren el mismo día, por lejanos que sean los lugares del mundo en que los planten.
Pascal Quignard
Vuelve mañana, realidad. Basta por hoy.
Fernando Pessoa
1
Oigo mi propio silencio. Es como el sonido blanco previo al estallido de la música; el momento de máxima tensión. De pronto, arco y cuerda hacen contacto y el cello empieza a sonar. Ese primer acorde es el golpe eléctrico que sacude mi memoria. Logro recordar. La vibración se apodera de mi pulso y me dejo arrastrar por su compás hasta completar la escena. Las imágenes se materializan, sigilosas. Mi tiempo vuelve a su cauce; comprendo. No es mi conciencia la que comprende, es la totalidad. El paisaje está claro, ha dejado de llover.
Fue el temporal lo que desató la locura. Un aguacero que duró cinco noches con sus cinco días. Todo se detuvo, se cortaron los caminos, la ciudad y sus alrededores quedaron en pausa. Al segundo día se cayó el tendido eléctrico y nos cortaron el agua, porque las represas se habían contaminado con los desechos que escurrían desde las cumbres. Las inmensas cornisas de piedra de la cordillera habían desaparecido, borradas por la bruma que levanta la lluvia. El viento soplaba desenfrenado. Estaba oscuro. Hasta las mañanas eran negras, solo las iluminaban las tronaduras del cielo, que explotaban cada vez más cerca de nosotros.
Nuestra casa, encumbrada sobre un peñón, al borde de una quebrada, se sacudía con violencia. Adentro, nosotros cuatro apenas nos oíamos con el estrépito que bajaba desde las quebradas y el silbido que entraba por las grietas. Los postigos cerrados se azotaban contra los marcos de los cristales. Alejamos las camas de las ventanas ante la posibilidad de que se quebraran los vidrios.
Primero fue el agua que entró por debajo de las puertas, luego unos goterones intermitentes se desprendieron desde el cielo raso. Hubo que poner recipientes que contuvieran el derrame hasta que acabara el temporal. Cada vez había más tiestos sembrados por la casa, con sus tonalidades propias, sus ritmos y cadencias, sus timbres; debíamos vaciarlos con frecuencia.
Pedro se paseaba por la casa, inquieto, callado, con la mirada opaca. Sus pasos crujían sobre el parqué, se clavaban en la escalera de madera, se mezclaban con las ráfagas de agua que nos embestían sin piedad. Retumbaban en mi cráneo.
Recibíamos muy pocas noticias de lo que ocurría en la ciudad. La antena de celular más cercana se había dañado con el viento y no había otro modo de comunicarnos. Solo una vieja radio a pilas, que a ratos perdía la señal, daba cuenta de la destrucción que nos rodeaba. Se oían voces urgentes, discutían sobre el cambio climático, los desastres naturales, el riesgo de aluviones en la cordillera; advertían que no había que salir de las casas. La ciudad, allá abajo, se hundía. El país, desde Santiago hasta el sur del planeta, y tras una larguísima sequía, se sumergía en la tormenta.
Nosotros estábamos bien abastecidos, pero aislados. La vecina más cercana, Inés, psicóloga de nuestra hija, vivía tres kilómetros más abajo. Para llegar a su casa había que avanzar por un camino escarpado, difícil. Estaba sola y temíamos por su seguridad. Un día después de la explosión del cielo, Pedro intentó llegar hasta su casa en el jeep. No lo logró. La tierra parecía estar más inclinada que antes. El sendero se había vuelto un torrente de piedras y lodo que lo arrastraba todo. El agua que bajaba desde las alturas pasaba como río por los caminos, entre los arbustos, rodeando las escasas construcciones del lugar. Pedro regresó frustrado, furioso y embarrado. No había más alternativa que encerrarse a esperar. Y a oír sus pasos cada vez más pesados.
Solos, nosotros cuatro: Pedro, Rebeca, Vicente y yo, aguardábamos el final de la tormenta.
Por la ventana de la cocina se veía el enorme castaño de nuestro jardín doblarse hasta rozar el suelo con sus ramas. Los espinos que rodeaban la casa habían perdido sus hojas. Los árboles más nuevos se volaron, arrancados de cuajo. El agua que chocaba contra los cristales distorsionaba el paisaje, parecía un campo de guerra. Era un escenario desconocido, sin contornos, el que nos acechaba desde afuera.
En la tercera noche Pedro se instaló largo rato frente al ventanal de la cocina. Intentaba ver hacia el exterior mientras yo cocinaba algo para la cena. Tenía la mandíbula apretada, las pupilas dilatadas, el cuerpo alerta. Yo también me sentía inquieta.
—Basta —lo oí decir de pronto—. ¡Llevamos tres días así, esto no puede ser! —su voz estaba ronca.
—Pedro, esto ha pasado otras veces y la casa resiste bien. Quédate tranquilo —quise liberarlo de su preocupación.
No me miró, simuló no oírme. Miré hacia la sala y vi a Rebeca y Vicente sentados junto al fuego de la chimenea, rodeados de la luz de las velas. Él la miraba con intensidad, ella sonreía. Parecían no medir la magnitud del desastre. Como si se hubiesen acostumbrado al estruendo y al temblor del suelo y las paredes.
—¡Tengo que salir! —me sorprendió Pedro, tomando la chaqueta y la capa de agua.
Lo sostuve del brazo, sentí sus músculos latir fuerte bajo mi mano.
—¡¿Otra vez?! ¡Mira cómo está todo allá afuera! Por favor, no salgas, ya lo intentaste ayer. Es peligroso, no se ve nada... Quédate y esperemos. La lluvia tiene que parar en algún momento —dije, y contuve el aliento para ocultar mi ansiedad.
—Entonces me observó, atento, como si intentara reconocerme. Vi una sombra cruzar sus ojos y estrecharle el ceño.
No, Ana, aquí no estamos bien —me apartó, tomó con fuerza mis muñecas, me observó y moduló con cuidado cada palabra—. No entiendes. No te das cuenta de cómo está todo. ¡No te ves! —inhaló hondo y continuó—. Además, estamos encerrados con ese... desconocido —le costó encontrar el término preciso, miró hacia la sala. Lo observé. Su mirada volvió a retraerse. Tomó su linterna y salió dando un portazo. El sonido del golpe se lo tragó el viento. La luz se disolvió en la lluvia y la penumbra. Desapareció. No sentí nada.
2
Vicente, mi sobrino, llegó a nuestra casa un par de días antes del temporal. Yo no lo conocía. Nació en Francia y nunca había viajado a Chile. Sus abuelos (mis tíos) salieron del país en 1974, desterrados tras el golpe militar. 1973 fue el año de la muerte, de la diáspora, de la traición. El exilio fracturó a la familia. De niña imaginaba una grieta que se abre, un alejamiento lento y callado, algo así como la quebrazón de los viejos continentes, flotando a la deriva, distanciándose por una infinita masa de agua. Nunca regresaron, ni ellos ni su hijo ni su nieto: Vicente. Él creció allá, desarraigado, en un país que se me figuraba suspendido en el tiempo, envuelto por la densidad oceánica que nos separaba.
La familia perdió el contacto cuando yo aún era una niña. Para mí es una época de incidentes que apenas recuerdo, barrido por la bruma de un crecimiento acelerado. Sin embargo, a lo largo del tiempo, algunas noticias lograron atravesar el mar hasta alcanzarme. Me enteré de algunos hitos en sus vidas; supe de la partida heroica de mi tío Daniel, de las clases de filosofía que impartía mi primo Andrés en la universidad, supe del nacimiento de Vicente en París, hace 25 años. Me enteré de la muerte de mis tíos tras un accidente doméstico.
Ellos. Los otros. Los míos. La tribu perdida. El misterio.
A pesar del olvido, de tanto en tanto se activaba en mí algo cercano a un recuerdo, el asomo a una emoción primaria. Nunca se levantaron verdaderas imágenes en el telón. Era como el despertar exaltado de un sueño del que no se puede recuperar el contenido. Muchas veces me sorprendí divagando y pensando en ellos.
Cuando el ensueño se hacía frecuente intentaba alejarlos buscando alternativas razonables. Ensayaba teorías que me explicaran su ausencia persistente. Suponía que Chile les habría crecido a todos como una herida, un lugar mítico al que no había que mirar de frente para no quemarse, pero cuya añoranza permanecía intacta. Me decía que no se habrían animado a volver, que debían temerle al desencanto o al encanto, o a la absoluta constatación de no pertenecer a nada. Luego volvía a mi realidad y caía en cuenta de que no sabía ninguna cosa. Entonces los dejaba ir. Deseaba apartarme de ellos de una vez. Desechar cualquier indicio de remordimiento. Pero un día cualquiera, justo cuando mi memoria atravesaba la fase más honda del olvido, apareció Vicente. Recibí un correo electrónico pocos días antes de su llegada. Sus palabras, salpicadas de algunos chilenismos, daban cuenta de un perfecto español. Me pedía alojamiento por un par de noches; quería conversar un poco, conocerme, entender algunas cosas. "Luego quiero visitar el país y trabajar en lo mío, estoy desarrollando un projecto sociológico, un estudio para dar cuenta de la integración de los inmigrantes en Chile. Tengo tiempo a mi disposición", leí.
Mis tíos habían muerto, y yo suponía que su hijo y el hijo de su hijo habrían abandonado la idea del regreso. No obstante, Vicente, hijo de Andrés, hijo de mi tío Daniel, venía a Chile. Quizás todavía palpitaba en él, como en mí misma a veces, la inquietud de lo inconcluso. Al leer su correo me asaltó la idea de que quisiera completar los vacíos de su historia. Le temí a mi propia vergüenza, a la posibilidad de una confrontación. Nunca los busqué.
Intenté tranquilizarme con la idea de que él era casi un niño. No tendría la misma carga que llevábamos los adultos; solo venía a conocer el país de sus abuelos. Había sido muy claro en que el objetivo principal de su visita era su trabajo de investigación. Por supuesto, te esperamos, qué bueno conocerte, avísame a qué hora llegas para ir a buscarte al aeropuerto
, respondí.
Ese correo fue una rasgadura instantánea en la tela tan cuidadosamente hilada en el tiempo; lo que había sido un boceto, una coreografía inmóvil, comenzó a desplazarse en el escenario, acercándose peligrosamente a lo