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Los veinte días del Paraíso
Los veinte días del Paraíso
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Libro electrónico320 páginas4 horas

Los veinte días del Paraíso

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Información de este libro electrónico

"Un niño secuestrado por la dictadura es puesto en manos de un sicario. Su infancia marcada por la pérdida y una vida atribulada por la violencia, le hacen descubrir el amor, y un deseo de venganza que lo empuja a querer formar parte de la guerra de Malvinas.
 
El autor, de manera cruda y sin rodeos, nos convierte en testigos directos de la mente atribulada del joven Alfonso. Una infancia marcada por la pérdida, una identidad forjada en el conflictivo contexto de una Argentina oscura de los años sesentas, setentas y principios de los ochenta.
 
Perón, el golpe del ´76, el Mundial ´78, la Guerra de Malvinas, son los mojones que el autor, eficazmente va dejando a lo largo de un relato apasionante, que te atrapa desde el inicio.
 
Es correcto señalar que Los veinte días del Paraíso es una novela que habla de la violencia, de la venganza y de la oscuridad, pero es, sobre todo, una novela de amor. Pero aquí el amor es para su protagonista, el único vestigio de donde aferrarse para continuar con vida, es como una especie de faro utópico, el refugio donde guarecerse de tanta tormenta" (Juan Luciano, licenciado en Psicomotricidad, docente y músico).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2020
ISBN9789878344355
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    Los veinte días del Paraíso - Eugenio Gómez Dzwinka

    Agradecimientos

    A mis lectores cero: Juan, Ariel y Belén.

    A Silvana, mi compañera de vida, y a Felipe León por iluminar mis días.

    A mi correctora personal, Paola Calabretta.

    A Ediciones Lillium, por su importante trabajo para hacer posible esta edición.

    A Víctor Heredia, por escribir la hermosa canción que inspiró esta historia.

    Y especialmente a los VGM, soldado clase 62 Esteban Tries, y al sargento Manuel Villegas, por abrirme sus puertas, y por su lucha por mantener viva la memoria.

    Nota preliminar

    Los veinte días del Paraíso es una novela relativamente breve, aunque su proceso de escritura fue extremadamente largo. Trece años me llevó darle forma y esencia a esta historia y fue, en primer lugar, una experiencia reveladora. Más allá de la creación inicial en mi cabeza, me sucedió que, a cada línea, sentía que la estaba leyendo más que escribiendo, y en más de una ocasión aparecían personajes que ni yo sabía que existían: los iba conociendo a medida que avanzaba la lapicera sobre las hojas de los cuadernos. O sucedía también que alguno que debía entrar más adelante, aparecía mucho antes y en otro lugar, y ahí se quedaba, creciendo en mi cabeza y dándole un giro inesperado a la historia.

    Pero hubo algo que fue más fuerte que cualquier otra cosa en este proceso, y fue meterme de lleno en el corazón de la guerra de Malvinas. Una investigación que creí me llevaría dos o tres meses, terminó siendo una pausa en la escritura que duró casi tres años, en los cuales emprendí un viaje íntimo y profundo, y sobre todo desgarrador; pero que a la misma vez me llevó a descubrir una grandeza inconmensurable, cuando tuve la oportunidad de sentarme a la mesa con excombatientes, hombres que sobrevivieron a las batallas más crueles que podamos imaginar. Esto me llevó a establecer algo muy importante en el relato, movido por un sentimiento de respeto hacia la historia de la última guerra que atravesó nuestro país. Si bien la vida de Torito es pura ficción, en los capítulos en donde se aborda la guerra me propuse respetar al máximo la mayor cantidad de datos reales, ya fuera los días y las horas exactas de cada batalla como las noches de bombardeos, y muchos más. Mi intención es lograr que el lector no sólo lea una novela, sino que también acerque su corazón lo más posible, a lo vivido por nuestros héroes en aquellas islas del sur.

    Los veinte días del Paraíso

    De pequeño yo tenía

    un marcado sentimiento armamentista:

    tanques de lata, de cromo y níquel

    y unos graciosos reservistas de plomo,

    a mano pintados, con morriones colorados,

    que eran toda una delicia para mi mente infantil.

    Yo me creía, como creía en el honor

    del paso del batallón dentro de mi habitación.

    Era todo un general, dirigiendo la batalla

    y el humo de la metralla acunaba mi pasión

    por los gloriosos soldados que, sable en mano,

    avanzaban sobre aquel cruel invasor

    que atacaba mi nación...

    Víctor Heredia, Aquellos soldaditos de plomo

    A los héroes

    Es octubre y siento frío. Abajo, las luces se mueven como luciérnagas furiosas.

    Me llamo Alfonso del Toro y estoy recluido en un sucio rincón, en esta bendita patria. El murmullo cercano del río me apacigua; y comienzo a recordar.

    I

    Génesis de la violencia

    En 1969, cumpliendo yo apenas cinco años de edad y con mi madre recién enviudada, recibimos en nuestra casa de Zárate, lugar en el que nací, la visita del tío Augusto. Su actitud de congoja era realmente creíble y esa misma noche se quedaron, hablando y llorando, hasta altas horas de la madrugada. Al día siguiente mi madre me comentó que el tío se quedaría algún tiempo en casa, hasta que pudiéramos reorganizarnos un poco.

    El tiempo transcurría sin mayores cambios: mi madre probando suerte con algunos trabajos, el tío con su taxi; y yo, de casa al jardín de infantes, del jardín a la tele, y de la tele a la cama. Él ayudaba en todo, en las cosas de la casa y en la economía también. Mi madre consiguió quedar efectiva en una fábrica y por las noches de mesera en un bar. Su ausencia comenzó a prolongarse casi hasta el punto de no verla algunos días; cuando ella despertaba yo aún dormía, y cuando regresaba por la noche nuevamente me encontraba dormido. Como el tío Augusto, con su taxi, disponía mejor de los horarios, él se encargaba de llevarme y traerme a la escuela. Me dejaba en la puerta y, con dos palmadas en el culo, me decía: Vaya, sobrino, vaya a conquistar chicas nomás.

    Mientras duró ese invierno, mi madre se encargaba de darme un baño cada tres o cuatro días; la casa era muy fría. Pero llegada la primavera de aquel año, comencé a tener mis primeras tardes en el río, pescando mojarras y arrojando piedras al agua. A veces nos llevaba el hermano mayor de Paco, un amigo que vivía a dos casas en la cuadra, y otras veces nos llevaba Augusto. Río, tierra y arbustos me dejaban en condiciones necesarias como para tener que darme un baño a diario. Como mi madre no siempre estaba, algunos de esos baños me los daba el tío. Recuerdo que después de pasarme la toalla por todo el cuerpo, me paraba frente al espejo: ¡Pero qué pito grande que tenés, varón!, me decía, mientras me lo zamarreaba con la mano y comenzaba a reír con su voz ronca y gastada. Yo sonreía, para retribuirle la gracia, y él me llevaba en andas hasta la pieza para ponerme el pijama. Cuando el baño me lo daba mi madre, todo era rápido y sin demasiadas vueltas; en cambio, los baños del tío cada vez se prolongaban más, y con más jugueteos. Cuando me paraba frente al espejo me hablaba, no paraba de hablarme; y me decía que no le contara nada a mi madre, que eso era cosa de hombres. Después me mandaba solo a la pieza y se encerraba en el baño, por algunos minutos. No necesito recordar más para saber cómo, después de un tiempo, esos jugueteos fueron mucho más allá.

    Cuando llegó el verano y se terminó la escuela, también llegó la despedida del tío. Fue una mañana de domingo. Después de una charla prolongada con mi madre, Augusto me dio un beso en la mejilla; me guiñó un ojo, con un dedo en la boca me incitó al silencio, y se marchó.

    Todo se había complicado. Algunos días los pasaba en casa de Paco, y otros en la fábrica con mi madre. Mi carácter había cambiado; los días que pasábamos en casa, yo vivía recluido en mis juguetes, a veces jugando con la mente perdida, sin sentido alguno. Ella pensaba que recién ahora yo comenzaba a somatizar la muerte de mi padre; pero, en realidad, no sabía que muchas noches –después de darme un baño– mis piernas se ponían rígidas y sólo podía dormir boca arriba, de manera que mi espalda sintiera la seguridad del colchón. No soportaba la cercanía de ningún hombre adulto. Sólo me resguardaban los brazos de mi madre, y, en época de clases, los de mi señorita Eliana. Más de una vez tenía que rescatarme de los rincones, proponiéndome algún juego o con alguna tarea. Ella sentía mis vibraciones y, por lo general, acababa por insistirme con preguntas que me anudaban aún más la garganta. Varias veces terminó mi madre teniendo extensas charlas en la escuela, donde le recalcaban el problema de mi aislamiento, pero ella no le daba mayor relevancia y aducía todo a la muerte de mi padre; y decía que el tiempo todo lo curaría.

    A principios de 1970 la economía hogareña se derrumbó definitivamente, y en marzo nos mudamos a Buenos Aires, a vivir en casa de mi abuela Nilda, en pleno corazón de San Telmo. Cuando llegamos, había para mí una habitación completamente refaccionada y decorada. De los muchos juguetes que ahí había, un pequeño ejército de plástico azul pasó a ser mi favorito. Con él pasaba largas tardes en el patio del viejo caserón. Un soldado atrincherado tras las patas de la maceta del helecho recibía el ataque sorpresivo de otros dos que, fusil en mano, le descargaban la ametrallada que mis labios emitían, con los dientes apretados. Y luego del fusilamiento de aquel maldito enemigo, se dejaban llevar por mis manos hasta la rejilla, donde se apostaban cuerpo a tierra, mientras un tanque que yo había escondido tras una pila de baldosas rotas los sorprendía con un bombazo que me hacía saltar la saliva de la boca. Y así, el genocidio de plástico iba cubriendo el tiempo de mis tardes porteñas. Ya no tenía el río, ni arbustos ni mojarras, pero la vida en la casa de la abuela Nilda se volvía cada vez más confortable y tranquila. Las galletas horneadas por las tardes y las horas de televisión y chocolate caliente, en un sillón apolillado pero robusto, poco a poco fueron relajando mi ánimo, y al tiempo comencé a dormir ya con más soltura.

    Comencé mi primer grado de escuela primaria con un mes de atraso, a causa de la mudanza, lo cual no me ayudó mucho. Ya no estaban los brazos de Eliana para rescatarme de los rincones. Mi carácter se cerraba día a día y la poca comunicación con el resto de mis compañeros armaba de a poco un oscuro entretejido, del cual escapaba solitariamente en el patio de mi abuela, armando ejércitos y batallas, fusilando miniaturas, como una premonición de los años que vendrían.

    Mi madre aún era joven. Las luces de la ciudad y la sangre bulliciosa de la facultad, a la cual había ingresado por aquellos tiempos, ahuyentaron los fantasmas de mi padre rápidamente. A mediados de 1972 conoció a Ángel, un barbudo estudiante de arquitectura. El amor de ellos fue creciendo, a medida que mis infantiles ideas de cielo e infierno iban tomando forma en mi cabeza. No me molestaba que mi madre se muriera de amor por Ángel, pero nunca respondí a los acercamientos que él, con toda la bondad que lo abundaba, intentaba cada día. Íntimamente apreciaba su presencia en la mesa del domingo, o sus ocurrencias nocturnas de buscar planetas entre las estrellas; pero no podía soportar que sus manos se me arrimaran, y mucho menos que me tomara por la cintura.

    En ningún momento mi madre se alejó de mí, ni descuidó mi educación; por el contrario, el espíritu de Ángel la movilizó a salir adelante. Cada tanto, a pesar de los refunfuños de mi abuela, la casa se llenaba de estudiantes. Hasta altas horas de la madrugada filosofaban, bebían y fumaban, embelesados por las ideas y el rock and roll de aquellos años. A pesar de que mi madre me resguardaba de aquellas reuniones, yo me mantenía despierto tratando de escuchar lo más posible aquellas filosofadas, colosales para mi precario entender de la vida. Y entre la política y los sueños, unos pocos que siempre se quedaban hasta lo último armaban los planes para el mundo nuevo.

    En el 74 cumplí diez años. Por mi cabeza comenzaban a sucederse otros razonamientos, aunque infantiles aún, cuando el enorme televisor en blanco y negro anunció la muerte del General Perón. Mi abuela, que para entonces tenía su salud muy deteriorada, rompió en llanto. Mientras yo le tomaba una mano, con la otra oprimía fuerte un pañuelo color té, regalo de la mismísima Evita. Una tarde entera lloró sin consuelo, mientras mi madre y Ángel conversaban en voz baja. Así estuvieron hasta entrada la noche, cuando salieron para regresar recién por la madrugada. Yo dormí toda la noche pegado a mi abuela, sintiendo en su respiración una profunda congoja. Diez días después de los funerales del General, mi abuela Nilda cerraba sus ojos para siempre, sentada en el viejo sillón en el que yo pasaba mis tardes mirando tele. La noche anterior, mientras cenábamos, tomó a mi madre de las manos y dijo: Ana, Ángel, cuídense, chicos, piensen en Alfonso.

    Poco tiempo después Ángel ya estaba viviendo con nosotros. Yo ya me movía solo, al menos para ir a la escuela, que quedaba a pocas cuadras. Así a mi madre se le hacía menos complicado llevar adelante el trabajo y el estudio. Mi relación con Ángel era mucho más abierta, pero sin acercamiento físico de mi parte. En varias ocasiones, intentó convencerme de que le contara el porqué de aquella oscuridad misteriosa que percibía en mí; pero entonces sólo lograba que en esos momentos me alejara más. El fantasma del tío Augusto regresaba a mi memoria, y aquellas noches volvía a dormir boca arriba y con las piernas tiesas.

    Con el correr de los meses, las reuniones en casa comenzaron a ser más frecuentes; pero ya sin música, sin risas, y a media luz. Poco tiempo después mi madre dejó la facultad. Excepto para el trabajo, el resto del día lo pasaba en casa. El teléfono sonaba mucho más que lo normal. Las conversaciones que mantenía con Ángel se teñían de una seriedad que me dejaba lleno de curiosidad. Me insistían en que volviera de la escuela sin hacer demasiada calle, algo a lo que yo venía tomándole el gusto poco a poco. Una noche, hacia fines de 1976, el llanto desgarrador de mi madre rompió el silencio; me levanté bruscamente y corrí hacia la puerta de mi cuarto, que estaba entreabierta.

    –A Silvia no, ¡hijos de puta! –gritaba–. ¡Hijos de puta, hijos de puta!

    Ángel la abrazaba para contenerla, y también para que sus gritos no llegaran más allá de nuestras paredes. Silvia era una de las principales asistentes a las reuniones que se hacían en casa. Me envolví con una frazada y corrí para ponerme a los pies de mi madre.

    –Tranquilo, Alfonso, tranquilo, a mamá no le pasa nada –me dijo ella, tomándome las mejillas con sus dedos todavía húmedos por las lágrimas–, seguí durmiendo que tengo que hablar con Ángel.

    Aquella mañana no fui a la escuela. Prefirieron tenerme todo el día en casa, armando y desarmando cosas con el Mekano y mirando tele. Cuando me harté de guinches y grúas y camiones, desarmé todo y me armé una enorme pistola ultraespacial, inspirado por la imagen televisiva de Ultra 7. Mis cachetes se inflaban y resoplaban disparos de rayos láser por toda la casa, mientras mi madre y Ángel, insistiendo en tener todas las ventanas cerradas, preparaban algunas valijas para partir a la mañana siguiente. Les pregunté dos o tres veces qué sucedía y se limitaron a responderme que no me preocupara por nada. Casi a última hora de aquel día me dijeron que pasaríamos algún tiempo en Zárate, pero un escuadrón irrumpió en casa esa misma noche.

    A Ángel y a mi madre los encapucharon entre dos, tirados en el piso, mientras otros dos revolvían la biblioteca y algunos muebles. Un quinto hombre me apartó y, sin mucha violencia, me vendó los ojos con una corbata; yo lloraba, convulsionado, pero completamente enmudecido y sin gritos. Escuché los gritos de mi madre hasta que cesaron, aparentemente por una mordaza. Todo fue muy rápido, en cuestión de segundos estábamos arriba de un auto. Mi madre y yo juntos, con alguien apretando nuestras cabezas hacia abajo; a Ángel, supuse, se lo llevaron por otro lado.

    –¿Y al pendejo para qué lo agarraste, boludo? –preguntó uno mientras viajábamos.

    –Ando necesitando un secretario, che –respondió otro, riéndose y zamarreándome los pelos–, este por ahí me sirve.

    El viaje fue largo, bastante. Aquella primera noche nos dejaron juntos, en una celda fría y terriblemente sucia. Ella me abrazó tiernamente, pidiendo perdón y prometiéndome que todo estaría bien en poco tiempo. Sentí su piel como nunca la había sentido; y nos dormimos abrazados, por última vez. Apenas clareó el día por una minúscula ventana que había en el techo, la puerta de la celda se abrió.

    Un milico desaliñado y con cara de dormido entró diciendo: Vamos, pibe, encontraste laburo.

    –¡No! A él no le hagan nada, a él no le hagan nada –gritó mi madre llorando, y aferrándose a mi brazo con una fuerza descomunal. El milico le metió una trompada y la desparramó en el suelo. Por favor, por favor, fueron las últimas palabras que escuché de ella.

    Así fue que me convertí en una especie de secretario del subteniente Onetto. Me pasaba el tiempo cebando mate y barriendo una oficina fría y con olor a papeles viejos y amarillentos. Por las noches me tiraban un colchón junto al escritorio, y ahí mismo fue donde pasé mis noches por más de dos años.

    Poco a poco me fui ganando la simpatía del subteniente y, al cabo de unos meses, ya me permitía andar de a ratos por los pasillos, bajo orden expresa de límites. Por las noches, cuando me echaba a dormir, desde diferentes lugares del edificio llegaba el sonido de radios a todo volumen, y hasta llegué a escuchar gritos que me sobresaltaban. Cuando las noches se volvían insoportables yo no hacía otra cosa más que pensar en mi madre y en Ángel. Por la mañana solía preguntarle por ellos a Onetto.

    –Tu vieja está bien, pendejo, está en otro lugar haciendo unos laburos importantes, vos no te preocupés –me decía–. Pero dale, boludo, comé las facturas que las traje para vos.

    Cierta noche en que el guardia que cuidaba la oficina se durmió profundamente, aproveché y me escabullí por los pasillos, la curiosidad me mataba. Todo era oscuro y frío a pesar de que estábamos en verano. Recorrí bastante aquella noche, y hasta llegué a bajar de piso. Paraba la oreja cuando me acercaba a alguna puerta detrás de la cual se oían música, gente y gritos. Mientras caminaba por uno de los pasillos del piso inferior, una puerta se abrió bruscamente cerca de mí; de un salto me oculté tras una columna de hormigón. Entre dos sacaron a una mujer a la rastra. Se la veía casi desmayada, balbuceaba cosas y sangraba. Giraron por la esquina del corredor y yo aproveché para volver, sigiloso, a la oficina. El guardia seguía dormido y, al pasar junto a él, descubrí una botella vacía al costado de su silla. Cuando Onetto llegó, muy de madrugada, y lo vio en ese estado deplorable, estalló en cólera.

    –¡Hijo de puta y la puta que lo parió, milico de mierda! –gritó, y de un sopapo lo tiró al suelo y le entró a dar patadas–. ¡Armendaris! ¡Armendaris, carajo! Venga para acá: me lo pone mínimo veinte días en el calabozo a este hijo de puta, vamos, vamos, vamos.

    Yo observaba la situación con un ojo apenas asomado por debajo de la manta. Onetto me vio, me clavó la mirada como sospechando algo, pero apenas los otros salieron él también se retiró dando un portazo y echando llave a la puerta. Recién en ese momento pude conciliar el sueño y me dormí profundo. Cuando desperté no tenía ni la más mínima idea de qué hora era, Onetto aún no había regresado. Me calenté una pava de agua y me tomé unos mates; por primera vez en soledad, en aquella oficina en donde mis días seguían pasando. Mientras husmeaba todos los rincones y las cosas que había ahí, comenzaron a brotar en mi cabeza cientos de pensamientos: mi madre, Ángel –dónde estarían en ese momento–, la escuela, mis compañeros; que si bien yo era un ermitaño para ellos, como extrañaba ahora sus voces y sus gritos. ¿Por qué yo, con apenas doce años, estaba recluido en ese lugar que ni siquiera sabía dónde estaba? ¿Por qué, a pesar del buen trato de Onetto, nadie me explicaba lo que sucedía? ¿Por qué mi miembro se ponía duro y una sensación, rara y nueva, me sorprendía en la mitad de las noches? Hacía más de un año que estaba ahí y, excepto la cara de mi madre, casi no tenía presente ya el rostro de ninguna mujer. En esos momentos el recuerdo de mi tío me invadía, y entonces mis piernas se ponían tiesas y terminaba durmiendo boca arriba. Onetto era el único que cada tanto me daba un abrazo, pero con él era diferente, sentía como algo protector, y lo apreciaba por eso. ¿Por qué no podía volver a casa? ¿Por qué ni siquiera tenía una tele para atravesar las largas horas?

    En medio de tantos pensamientos Onetto entró a la oficina, calmo y pensativo. Pude percibir en ese momento que algo iba a cambiar esa tarde, como si él hubiera estado escuchando mis cuestionamientos, como si hubiera percibido lo que rondaba en mi cabeza.

    –¿Cómo estás, pendejo, cómo pasaste la noche? –Onetto en realidad no conocía mi nombre, yo para él era el Pendejo.

    –Bien, subteniente –le respondí, apenas abriendo la boca.

    –Ya te dije, boludo, que me digas Gabriel, vos acá sos el único que me puede tutear, para eso te elegí como secretario. Vos no sos milico, ¿estamos?

    –Sí.

    –Sí, ¿qué?

    –Sí, Gabriel.

    –Ese es mi pendejo, carajo, así me gusta –me decía, mientras me zamarreaba el pelo–. Dale, boludo, comé facturas que las traje para vos.

    Se quedó en silencio unos minutos, mientras acomodaba unos papeles en los cajones, pero en realidad buscaba las palabras para lanzarse hacia mí con una conversación que despejara mi mente. Sé muy bien que las estaba buscando, lo veía en su cara, pero le gané de mano y di el puntapié inicial.

    –¿Por qué estoy acá, Gabriel, por qué no puedo volver a mi casa?

    Se quedó callado, pero no sorprendido. Respiró profundo.

    –Afuera hay una guerra, pibe, vos tenés suerte de estar acá.

    –¿Una guerra? –le pregunté, entre perplejo y emocionado. A mí la palabra guerra me remitía a mis ejércitos de plástico y a los campos de batalla.

    –Sí, pendejo, una guerra, pero es difícil que lo entiendas todavía.

    –Mi mamá y Ángel, ¿están en la guerra?

    –No, quedate tranquilo que ellos ya están mejor –me respondió.

    Nos quedamos callados un rato, él seguía acomodando papeles y yo tratando de imaginar esa guerra. Me preguntaba si Buenos Aires era acaso una ciudad en llamas, y yo recluido en ese edificio no me enteraba de nada. ¡Una guerra! ¿Contra quién?

    –¿Y vos peleás en esa guerra? –le pregunté.

    –Y... a veces sí.

    Tras esa respuesta, una emoción me abarcó por completo, y ya mi cabeza se perdió del todo y no pude evitar preguntárselo:

    –¿Y ya mataste a muchos?

    Onetto se quedó mudo y aprovechó la ocasión para hacer algo que borrara de mi mente cualquier otra pregunta, algo que cambiaría por completo los días por venir.

    –¿Alguna vez agarraste un chumbo de verdad, pendejo? –La pregunta fue un balde de agua fría: mi corazón empezó a latir acelerado, parecía golpearme el pecho por dentro mientras veía cómo él sacaba su arma dispuesto a enseñármela–. Vení, boludo, no tengas miedo que no pasa nada, está descargada –me dijo mientras colocaba el revólver en mi mano. Me dejó tocarla y mirarla un largo rato; la sentía pesada, fría, sobre todo fría–. ¿Querés aprender a usarla? –Y en ese momento casi se me detiene el corazón por la sorpresa.

    –¿En serio, Gabriel? –le pregunté, desbordado por la emoción.

    –Sí, pendejo, el puesto de secretario ya te queda chico, vos estás para más. –Y

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