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Los Días De Los Cuarteles Quemados
Los Días De Los Cuarteles Quemados
Los Días De Los Cuarteles Quemados
Libro electrónico530 páginas6 horas

Los Días De Los Cuarteles Quemados

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Los Das de los Cuarteles Quemados es una novela histrica que relata las vivencias de la familia Valdez, originaria de la ex-Hacienda Cartavio del valle Chicama, Trujillo-Per.
En los aos 1930, las luchas laborales de los pueblos azucareros originaron la convulsin poltica-militar en Trujillo, cuna del APRA. Entre 1950 y 1970, el Crculo de Amigos de Cristbal Valdez, nutridos por los cuentos de Doa Luchita, se desarrollaron en medio de la bonanza azucarera y la cultura trujillana. Sin embargo, la ineficaz reforma agraria del general Velasco, el terremoto del 70, y el naciente narcotrfico y terrorismo, modificaron sus conductas.

Durante el asalto a Radio Patrulla, Lima, 1975, algunos de ellos se encontraron en bandos diferentes: Mueca, militar de asalto, y Csar Augusto, detective estratega del primer golpe al Cartel de la droga y al terrorismo en la sierra y selva del norte peruano. Tambin estuvieron: Maximiliano, otrora militar jefe de la represin del APRA, y Federico, guardia celador de la escultural Magdalena, hija del Comisario de Cartavio, ante las pretensiones de Cristbal.
Finalmente, El Nio de 1987 reuni al Crculo de Amigos, en un arenal que devino frtil, donde se develaron secretos de familia, recordando a Doa Luchita, quien repeta: Cartavio renacer de las cenizas, ms densas que la de los cuarteles quemados.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento3 abr 2012
ISBN9781463323165
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    Los Días De Los Cuarteles Quemados - Roger L. Valdivieso

    Los días de

    los cuarteles

    quemados

    Roger L. Valdivieso

    Copyright © 2012 por Roger L. Valdivieso.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012904955

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

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    ventas@palibrio.com

    399202

    Contents

    Prólogo

    Capítulo I    Las balaceras

    Capítulo II    El destino se hace

    Capítulo III    Los amigos cartavinos

    Capítulo IV    Fuera de la Ley

    Capítulo V    Los premilitares y los militares

    Capítulo VI    Los parroquianos

    Capítulo VII    Las orejas de la tienda.

    Capítulo VIII    Las calamidades

    Capítulo IX    Los líderes

    Capítulo X    Sombras y luces

    A mis hijos Heidy, Jessica y Roger F, y a mi esposa Nérida.

    A las lumbreras de mi vida: Luz y Francisca.

    Prólogo

    Esta es una historia producto de relatos de boca a oreja y de experiencias. Se han respetado los nombres de los personajes históricos y la mayor parte de los hechos, de los lugares y del tiempo. Los nombres de los otros personajes de la historia contada han sido cambiados y algunos personajes son ficticios. Toda semejanza a personas existentes o que hayan existido sería pura coincidencia.

    Rovalpa68

    El Charco – Santiago de Cao, Perú.

    Verano, 1987

    El incesante murmullo del mar silenciaba el chapoteo del caminante sobre la arena gris bañada por las olas moribundas. Olas que lavaban sus pies del fango de los cuarteles inundados de Cartavio, del polvo seco de Santiago de Cao y de la tierra salitrosa del entonces fantasmal balneario El Charco. Eran las cinco de la mañana. Las huellas efímeras de Cristóbal se dirigían hacia La Bocana, dejando atrás el balneario de pocas y cortas calles, de fachadas y techos derruidos por el salitre y la brisa marina. Las calles tenían como únicos habitantes, lagartijas zigzagueantes y algunos perros, hueso y pellejo, enceguecidos por los faros de la Nissan Pick-up verde, estacionado al pie de la terraza de la casa de sus recuerdos, sobre una colina frente al mar.

    Él se alejaba de El Charco, y a una centena de metros volvió la mirada atrás como respondiendo a un llamado del resplandor de los puntiformes faroles de su motorizado, suspendido en la bruma que cubría el pequeño balneario. Ese resplandor binocular se expandía dorando sus recuerdos plateados: María Magdalena apoyada en la baranda de la terraza, sus cabellos castaños y su vestido amplio floreado, ondeando al viento fresco de la noche, disfrutando el mar espejado por la luna llena del verano.

    Hacía veinte años, él partía de Trujillo por la noche en su camioneta GMC celeste, atravesando el desierto de La Cumbre y los pueblos de Chiquitoy y Santiago de Cao, para llegar a la playa concurrida por los cartavinos en sus tardes ardientes. Ella lo esperaba para escuchar sus cuentos, tendidos en el borde costero del pacífico mar, cubiertos por un tenue halo expirado por la luna. Lejos de las miradas y la algarabía rimbombante de los fiesteros alrededor de fogatas nocturnas, ellos se refrescaban allí donde las olas espumantes desaparecían a múltiples burbujas en la sedienta arena, sin preocuparse de los carreteros grises alrededor, curioseando sus movimientos llenos de pasión. Sobretodo, ellos estaban muy lejos de la vigilante mirada del guardia Federico, lugarteniente del comisario de la Policía de Cartavio.

    Luego de la refrescante caminata, Cristóbal, en la treintena, llegó a La Bocana, donde el río Chicama vaciaba sus aguas color chicha de Jora, llenas de malezas extirpadas por el torrente generado por ‘El Niño’, intentando decolorar el verde marino del océano. Allí, llegaría el joven Julio Pascual, quien se hospedaba en casa de sus abuelos Blas, en una chacra entre Nepén y la rivera del río.

    El joven de dieciocho años llegó a las seis de la mañana, intrigado por el misterio que generaba la hora y el lugar del encuentro.

    black.jpg Hola Julio Pascual, cómo fue el viaje?

    black.jpg El Perú Express no es como antes, decía mi papá.

    Ramos Blas, su difunto padre, oficial de la policía en Lima, siempre le había hablado del ómnibus plateado con asientos reclinables y el suave desplazamiento sobre la Panamericana, atravesando los áridos desiertos costeros con sus siluetas de líneas rectas y curvas, de cerros y dunas, apenas visibles por la noche sin luna resplandeciente. El oficial, sabiendo que su hijo escribía sobre pequeñas historias de la vida real, había deseado que él aprendiera de labios de su sobrino Cristóbal Valdez, la historia del valle Chicama y la contrastante realidad entre los pueblos azucareros del valle y el pueblo de Santiago de Cao.

    black.jpg Mira, La Bocana,… esas terminaciones divergentes del río parecen las fauces de un gran ofidio que baja zigzagueando desde los Andes hacia la costa, generando vida en los pueblos que irriga.

    black.jpg ¿Tú también escribes?, preguntó el muchachito.

    black.jpg No, aunque yo hacía algunos apuntes sobre el reverso de las letras de cobranza de aquellos clientes del valle que no podían honorar sus deudas.

    black.jpg Cuéntame sobre las haciendas azucareras del valle Chicama, en especial de Cartavio, que mi papá decía, tiene una interesante historia.

    black.jpg Sé específico.

    black.jpg Él me hablaba sobre los días de los cuarteles quemados y el problema de las aguas en el valle, y alguna vez confesó su temor de morir en un cuartel en llamas.

    black.jpg Mira, La Bocana pareciera contar muchas historias al mar, incluyendo ésta, mi versión de historias no registradas,… y el mar pareciera reaccionar eufórico, arguyendo con sus olas,… interminablemente:

    "En una pequeña fracción de 1957, en el pueblo azucarero de Cartavio, mi abuela sentada en una silla de madera frente a mí, al borde de mi cama, intentaba sin pensarlo, mantener uno de los innombrables ciclos encadenados de la vida.

    black.jpg ¡Es así, hijito!, decía la anciana de ojos gris claro y sonrisa honesta, que irradiaban una vida llena de logros.

    Sus arrugas bien definidas sobre su piel satinada conjugaban bien con sus cabellos plateados. Ella estaba en los sesenta y muchos caminos recorridos, más que mis seis años y mis pocos caminos vírgenes.

    black.jpg Es así como la historia se conoce, recordándola y contándola, mi querido Cristóbal,… pero estoy segura que tú la vas a contar un poco diferente a quienes te escuchen, afirmaba la grande señora Luz María García, disfrutando pequeños sorbos del café negro humeante.

    Ella colocó delicadamente la gran taza de porcelana, decorada con una rosa finamente grabada, sobre el pequeño velador teniendo cuidado de no derramarla sobre el tapete blanco inmaculado, tejido a croché por ella misma. Enseguida, ella encendió un cirio con decoraciones a colores, iluminando el pequeño cuadro de la Virgen de la Puerta, que vigilaba el sueño de mis hermanos. Ella se levantó y apagó la luz del pequeño dormitorio con tres catres de una plaza, colchones de paja, sábanas blancas y frazadas atigradas. Al retornar a su silla, ella retomó la conversación que yo esperaba impacientemente.

    black.jpg Jamás voy a hacerlo, aseguré.

    black.jpg No te preocupes. Puedes hacerlo, pero siempre, mantén… ¡lo esencial!

    black.jpg ¿Pero, de qué se trata, abuela?

    black.jpg ¡Abrázame!

    Ella se me acercó permitiendo que mis pequeños brazos entornen su espalda, y en reciprocidad, ella me abrazó fuerte y me besó con el amor más grande que se pueda imaginar.

    black.jpg ¡Esto es lo esencial!

    Yo la miré y comprendí que era ése, el flujo vital que llenaba el alma, garantizando la veracidad de la historia. De pronto, me cogió del mentón delicadamente, fijando mi cabeza entre sus manos suaves y tibias, mirándome directo a los ojos.

    black.jpg Tú tienes los mismos ojos chinos de tu abuelo.

    black.jpg Háblame un poco de él.

    Ella se concentró haciendo un gesto de reflexión, apoyando su mentón sobre su pulgar e índice que formaban una horquilla.

    black.jpg Siéntate bien, es mejor que te cuente desde el comienzo. Pero, espera, ¿cuándo comienza todo? Hm… ¿cuando nos conocimos?… ¡no,… el pasado es más grande que eso y tiene muchos puntos de partida!

    Eran innumerables los recuerdos que ella escrutaba, mirando por el pequeño tragaluz del techo de madera y caña brava. El cielo estaba negro, destacando el débil resplandor del Cuarto Creciente lunar, acompañado de su fiel Venus, que también destellaba apenas. Los cuerpos celestes desaparecían temporalmente detrás de amorfas nubes blancas que se acercaban entre sí para formar siluetas enigmáticas descifradas por su imaginación. En esos momentos, el cirio de la Virgen atraía mi atención para mostrarme los diferentes colores de su llama ondulante: el rojo, el naranja y el amarillo al centro; el verde y el azul, claros evanescentes, en el aire circundante. Mi hermana mayor, Bertha, y mis hermanos pequeños, Leonardo y Benjamín, todos con un año de diferencia, estaban en los brazos de Morfeo, el dios de los sueños.

    black.jpg Tu abuelo Nicolás Pérez y yo, así como el padre y la madre de tu papá, hemos bajado desde la sierra a Cartavio, así como el río, ‘enganchados’, para trabajar a destajo en los campos de caña de azúcar y a jornal en la fábrica.

    Al mismo tiempo, en la entrada de nuestro domicilio, mis padres, Constantino Valdez Blas y Francisca Pérez García, los dos en los treinta, conversaban sentados en el ‘poyo’ – banca de adobe (ladrillo de barro secado al sol) arrimado a la pared – al costado derecho de la puerta principal. La casa se encontraba en la calle Lucas León del vecindario El Ingenio, detrás de la fábrica. Ellos disfrutaban del ‘fresco’ ligeramente dulce de la noche en medio de la estridencia continua de los grillos armonizando con el canto de las ranas, la sonería metálica y soplidos de la fábrica exhalando humo, que diseñaban mechones blancos en la oscuridad del cielo.

    Cada uno a su turno, contaba sus experiencias que marcaban su vida.

    black.jpg Tu mamá Rosa está orgullosa de ti, todo un sastre,… y de tu primo Ramos, quien ha sido admitido en la Escuela de la Policía en Lima, dijo Francisca, quien sostenía una aguja ensartada con hilo gris claro, reforzando los botones del piyama de satén gris plata que yo esperaba en el dormitorio.

    black.jpg Pero sabes, la vida de un policía, así como la de un militar, es muy dura, porque existen muchos riesgos. Yo no quisiera que algún día mis hijos lleguen a ser ni policía, ni militar, ni mucho menos, ¡un político!

    black.jpg Yo sé lo que quieres decir, que todos ellos son manipulados como marionetas por fuerzas contantes y sonantes. Sin embargo, puedo afirmar que eso depende de la personalidad forjada en el seno familiar. Además, todos los trabajos son dignos, mismo los más humildes,… como barrer las calles.

    black.jpg Hablando de barrenderos, ¿sabes tú quién fue el padre del joven Cigala, quien hoy temprano ‘asustó’ a Leonardo, en el puente?

    black.jpg No exactamente, pero creo que mi madre Luz María conoce bien su historia, y según ella, de él emana un aura positiva no obstante que él sea un… retrasado.

    De pronto, se escuchó un ´¡mmmbouuhhh…♪!´, un fuerte y grave pito musical que resonaba en todo el pueblo, obligando a una pausa en sus conversaciones. Esa sonería recordaba a los trabajadores, las ocho de la noche, la hora del cambio de turno. Era el excedente de vapor de los calderos a alta presión, escapando por la glotis metálica de las chimeneas del gigante de fierro que tragaba toneladas de caña Saccharum officinarum L, para luego producir el azúcar rubia y blanca, embalados en sacos de ochenta kilos y etiquetados… CARTAVIO.

    SKU-000558057_TEXT.pdf

    Mi abuela Luz María aprovechó esa interrupción para cambiar de tema y hablar en adelante de su tierra adoptiva.

    black.jpg Nuestra fábrica la podemos ver desde La Cumbre en la ruta Panamericana, a mitad de camino hacia Trujillo.

    En efecto, desde lo alto de los arenales, se distinguía una ‘cajita acerada’ de techo a dos aguas y dos chimeneas a su costado, como ‘cigarrillos encendidos’ en posición vertical. Esa pequeña caja, es el corazón latiendo de Cartavio, al centro de una gran alfombra de todos los verdes tapizando el valle Chicama, atravesado por el río que desemboca aquí, en La Bocana.

    Se vivían tiempos de transformación industrial. La maquinaria se modernizaba, el parque automotor remplazaba poco a poco la locomotora y sus vagones. La cosecha de las cañas se volvía mecánica. Cartavio corría así con el tiempo, pero los días de los cuarteles quemados, denudando las cañas de sus hojas cortantes e inflorescencias, persisten a través del tiempo como un ritual de la sociedad azucarera.

    En Cartavio se respiraba progreso, pero no así en Santiago de Cao. Allí se respiraba el polvo del olvido. Ese pequeño pueblo de campesinos, capital de distrito bajo la administración gubernamental, era el lunar negro del valle. Sus residentes de piel bronceada por el sol y la brisa del mar, originarios de la región desde siempre, parecían estar en una época detenida en el tiempo. El corredor de pasaje obligatorio hacia la playa El Charco, daban un poco de vida a ese lugar olvidado por Dios, sin perspectiva de un futuro prometedor.

    Sin embargo, su más grande hijo, Manuel Arévalo, donaba prestancia al lugar que alguna vez había sido importante con sus plantaciones de maíz, trigo y cebada, mucho antes que los complejos azucareros se instalaran más arriba, al este del valle, aprovechando mejor las aguas que vienen de la sierra. Antaño, cuando el revolucionario Don Manuel Arévalo observaba la sequía ‘artificial’ de los terrenos de sus paisanos, decía con voz alta que los ‘gringos’, patrones del azúcar, inundaban sus cuarteles, incluso sus caminos y sus rieles, disminuyendo el agua para su pueblo.

    Mi madre, luego de entregarme mi piyama, regresó a la puerta para llamar a mi padre, el sastre formado por su tío Mario Blas en Chimbote.

    black.jpg Constantino, entra, vamos a acostarnos temprano, mañana se casa tu hermana Eva.

    black.jpg En un momento. ¿Sabes?,… lo que me preocupa es que mi mamá no está muy contenta del matrimonio con el santiaguero.

    black.jpg Pero, Vicente es un joven emprendedor.

    black.jpg Ella dice que sus padres se habían codeado con Don Manuel Arévalo y cree que pueden haber problemas por eso.

    black.jpg No creo. Él ya no está, y aprovecho para preguntarte: ¿Por qué Don Manuel inició los reclamos laborales en Casagrande y no aquí en Cartavio?

    black.jpg Porque Casagrande tenía las mayores extensiones cultivables y aprovechaba abusivamente las aguas del río Chicama. Además, el trato a su población no era bueno.

    black.jpg Si tú lo admiras, entonces ¿por qué no eres aprista, como él?

    black.jpg Nadie sabe lo de nadie. Él quería agua para su Santiago de Cao,… y con respecto al partido, si te contara, no me creerías. Yo sé que Doña Luchita es aprista hasta el hueso. Ella abriga la esperanza que algún día mejore la situación dentro de ese partido.

    black.jpg Quieres decir que si él hubiera seguido con nosotros, otros serían los logros del partido?

    Constantino no contestó y se levantó del ‘poyo’, porque comenzaba a enervarse, y Francisca, de corazón aprista, sabiendo que él no iba a cambiar como camaleón, terminó:

    black.jpg Bueno, bueno, ojalá que todo vaya bien con tu hermana.

    Aquello que me apasionaba, era cuando la abuela Luz María agregaba la cereza al final de sus cuentos: Todo parece pequeño cuando uno se aleja,… nuestro pueblo parece estático, y solamente las chimeneas humeantes indican que allí existe movimiento,… sin embargo, los cartavinos se mueven dentro de la fábrica, en los campos, en las calles y dentro de sus casas.

    En resumen, si bien el urbanismo del pueblo de Cartavio – los peones del campo, en su mayoría, en cuadras de adobe; los operarios y obreros de la fábrica en casas de material noble; y los administrativos en casas individuales rodeadas de jardines – parecía discriminatorio para algunos, organizacional para otros, se vivía en gran comunidad. El trabajo organizado y la tranquilidad del pueblo, era, sin duda, consecuencia de los diálogos entre la gerencia de la empresa agroindustrial y el sindicato de sus trabajadores, evitando enfrentamientos violentos que en los primeros tiempos fueron necesarios. Sin embargo, periódicamente, fuerzas de fuera, siguen amenazando la estabilidad y progreso del pueblo azucarero. En cuanto a Santiago de Cao,… sigue inmutable en el tiempo. "

    Julio Pascual lo observaba embelesado por la historia animada en la escenografía marina. El susurro del mar inquieto y el canto agudo de las gaviotas desafiando el rompimiento de sus olas, proporcionaban el verbo a los personajes que desfilaban en la atmósfera fresca de La Bocana.

    Capítulo I

    Las balaceras

    1

    Cartavio

    Verano, 1931

    Las campanas de la iglesia San José de Cartavio indicaban las cinco de la tarde de un día triste. Un cortejo fúnebre avanzaba lentamente por la calle Real hacia la iglesia, al son de una banda de música de un solo hombre, danzando alegremente bajo el efecto de un cañazo – licor destilado del jugo fermentado de la caña de azúcar –, con su flauta de manguera agujereada y su tambor de piel de oveja sobre su vientre, haciendo menos lúgubre el cortejo. En el cementerio se encontraba Nicolás Pérez, quien dedicaba su tiempo libre a recitar el responso en lengua de los eclesiásticos, rociando agua bendita durante las exequias por el reposo de las almas cartavinas que ‘pasaban a buena vida’, de aquellas almas con quienes el cura no se codeaba. Él terminaba en un tono solemne:

    black.jpg «¡Memento, hommo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. In saecula saeculorum… Requiescat in pace!» (¡Recuerda hombre, que polvo eres y al polvo volverás. En los siglos de los siglos… Reposa en paz!).

    Él era de pequeña talla, de espalda amplia y brazos de intelectual. Su cara seria, bronceada por el fuerte sol del valle, escondía la gentileza de un cartavino dispuesto a la ayuda. Sus ojos achinados de mirada atenta, su cabellera fina despeinada al menor viento, y sus rezos en latín, eran recordados por aquellos sumergidos en el duelo de sus parientes, luto en negro que duraba más de un año. Él era operario en el taller de mecánica, y en su tiempo libre, ayudante en el correo, priorizando la correspondencia de la gerencia de la Hacienda Cartavio, propiedad de la empresa angloamericana Grace & Co desde 1782. Él era considerado como un intelectual autodidacta que había frecuentado el Real Seminario de San Carlos y San Marcelo de Trujillo, que abandonó luego, por razones de compatibilidad con los sacerdotes franceses, quienes regentaban ese centro escolarizado.

    Nicolás Pérez se casó con Luz María García, diez años después de su llegada a Cartavio. Los dos adolescentes eran originarios de la tierra de César Vallejo: Santiago de Chuco. En los primeros ocho años de cohabitación, ella no vio regla alguna, puesto que daba a luz durante todos esos años. Francisca, su primera hija, fue la única sobreviviente de cinco niños, quienes, desgraciadamente, morían antes de cumplir los tres años de vida. Ella tenía siete años en la época que vivió en carne propia aquello que contaba con pasión:

    "Era una tarde de cenizas de los cuarteles quemados. Mi madre y yo esperábamos la llegada de mi papá Nicolás, sentadas en la puerta de nuestra casa enfrente del hospital, en la calle Real. En el momento que ella limpiaba el trigo en una olla antes de tostarlo, un silencio anunciador se adueñó de la calle obligándola a mirar por todos lados. Algunos segundos después, un débil ruido alejado que parecía un tamborileo redoblado, aumentaba de intensidad segundo a segundo. Levanté mis ojos en dirección de la entrada de Cartavio, al pie del horizonte naranja rojizo que escrutaba mi mirada, y una nube de polvo se elevaba por encima de los cuarteles de caña de azúcar. Eran caballos a galope los que se acercaban.

    black.jpg ¡Son los caballos que la Casa-Hacienda ha comprado!, se escuchaba.

    Todo el mundo salió a las calles. La felicidad de grandes y pequeños, los sombreros lanzados al aire para poner su alegría en lo alto. Sin embargo, haciendo una visera con la mano para contrarrestar la fuerte luz solar, uno se percataba a lo lejos y en primer plano, un jinete que se acercaba galopando, dejando una nube polvorienta más pequeña que aquella que se avistaba en segundo plano. Él era un caporal de cuarteles de caña a caballo, entrando a la hacienda como un rayo, pálido y asustado, gritando:

    black.jpg ¡Son las tropas de la armada!

    Ellos venían del Cuartel regional del ejército de Chocope por orden del dictador militar Sánchez Cerro, para liquidar a los líderes del APRA – Alianza Popular Revolucionaria Americana. Los apristas denunciaban un fraude electoral a favor del militar, elegido con menos votos que Don Víctor Raúl, impidiendo así al ‘partido del pueblo’ gobernar el Perú. Se corría el rumor que Manuel Arévalo, un líder aprista muy importante, se escondía en Cartavio. Él era un joven obrero proclive al sindicalismo de los trabajadores de las haciendas azucareras.

    Los jinetes en uniformes kaki, poco numerosos pero con la orden de abrir fuego, entraron por la calle Real determinados a sofocar los focos sospechosos de pertenecer al APRA. Al comienzo, la balacera era dirigida al aire para luego apuntar directamente contra aquellos que les enfrentaban. Los cartavinos tocados por las balas, cayeron por tierra siendo pisoteados por las pezuñas de los caballos o golpeados con la culata de los fusiles.

    La polvareda y las cenizas que caían del cielo, disminuían la visibilidad. Las balas silbando, atravesaban con fuerza el aire denso. Las gruesas puertas de los domicilios fueron atrancadas con palos y todo tipo de mueble. Las balas se incrustaban en las puertas pintadas de verde y en las fachadas de adobe, desprendiendo el yeso pintado de amarillo. Los niños lloraban asustados por los gritos, los relinches, los ladridos y los maullidos. El pánico era general en medio de esa bulla infernal. Un infierno en ese día de los cuarteles quemados. Los cartavinos intentaban esconderse y escapar de la balacera, porque ellos no tenían nada con qué defenderse.

    Nicolás, quien venía de su trabajo, comenzó a correr, dejando caer de una mano, los documentos y las cartas de correspondencia, pero cogiendo fuerte con la otra, la cruz y la Biblia. En esos momentos difíciles, él decidió ayudar a dos obreros que estaban lejos de sus casas y a un transeúnte que buscaba refugio.

    black.jpg ¡Es mejor entrar al hospital!, sugirió él, pensando que allí ellos serían protegidos por las religiosas enfermeras.

    Cuando subían las escaleras de cemento hacia la inmensa puerta principal de madera del hospital, él reconoció a Manuel Arévalo y lo condujo a una de las grandes salas de techos terriblemente altos. Las religiosas escondieron a Nicolás y a los otros tres, disfrazándolos de pacientes hospitalizados reposando en sus camas. Los sueros simulaban estar instalados en las venas de sus brazos.

    black.jpg ¡Abran la puerta!

    Era la orden del capitán Maximiliano Ocampo, quien estaba al comando de la Brigada de Caballería del Ejército Peruano de la Región Militar del Centro de Lima, asignada por el dictador militar al Cuartel del ejército de Chocope de la provincia de Trujillo.

    Él golpeaba la puerta a culatazos, vociferando groserías. Sin embargo, la gran puerta no se abría a su demanda, y enrabiado, hizo una señal para que sus soldados rompan las grandes ventanas de madera y vidrios que se extendían desde cerca del piso hasta un metro antes del techo. Después de estallar los vidrios en mil pedazos, ellos se introdujeron con sus fusiles a brazo tendido, empujando a las religiosas que intentaban impedir su entrada.

    black.jpg ¡Por piedad, no disparen a los enfermos!, rogaban ellas.

    Los soldados jalaban los cubrecamas para identificar aquellos que no parecían enfermos. Cuando ellos se acercaban al lecho de Manuel, el puritano Nicolás se levantó bruscamente de su cama de enfermo para evitar la requisa sangrienta, arrodillándose para rezar en latín: Flat voluntas tua (Que se haga tu voluntad). Un soldado sorprendido por esa movida súbita, disparó su fusil dos veces y las balas penetraron su brazo y su pierna, izquierdos. Inmediatamente, Nicolás se desmoronó sobre el piso sin soltar ni la cruz ni la Biblia.

    black.jpg ¡Es él!, dijo el soldado.

    Enseguida, el capitán EP Maximiliano Ocampo, se lanzó al lugar del caído, juzgando a las madres enfermeras:

    black.jpg ¡Mentirosas!,.. ¿y dicen ser Uds. las hijas de Dios?

    Él las obligó curar al herido para llevarlo al Cuartel de Chocope. Él había creído también que el detenido era Manuel Arévalo, por su porte intelectual, con muchos papeles bajo el brazo pareciendo propaganda subversiva y hablaba además otra lengua.

    Nicolás fue acostado sobre la mesa de operaciones para extraerle los dos plomos, en manos del médico de guardia. Pero, después de revisar sus documentos de identidad, el capitán abandonó todo y salió furioso del hospital. Él montó su caballo mascullando su frustración y ordenó a sus uniformados tiznados por las cenizas:

    black.jpg ¡Retirada!

    Ese asalto fue un fracaso militar, puesto que el objetivo no fue logrado. Manuel Arévalo, aprovechando la confusión de Maximiliano, había evadido el lugar para luego esconderse en una de las casas de la calle Real, que tenía una puerta de servicio posterior hacia la calle Bazar, ideal en caso que los militares invadieran el domicilio.

    Y en cuanto a mi padre Nicolás, él quedó desde ese momento minusválido, limitando sus actividades durante las sepulturas de sus paisanos".

    Luz María y su hija Francisca, como la mayor parte de la gente del valle, se identificaban con el aprismo de puro corazón, por dos razones: la primera, las experiencias violentas y tristes vividas en ese tiempo, y la segunda, por las palabras edulcoradas del carismático Don Víctor Raúl Haya de la Torre, quien siempre inflamaba aquellos que no eran ni ‘nobles’ ni eclesiásticos ni militares, aunque algunos afirmaban que los últimos eran también tocados con su verbo profundo, pero preferían mostrarse imperturbables para evitar el qué dirán.

    2

    Chan Chan (Trujillo)

    1932

    Constantino Valdez, quien en ese tiempo habitaba en Chiclín, aprendía de su padre José un poco de política. Él decía siempre: Hijo mío, del dicho al hecho, hay mucho trecho,… cuidado con los políticos de ‘pico dulce’. Él estaba decepcionado porque el jefe de los apristas había traicionado sus principios políticos originarios, aliándose con aquellos que anteriormente él estaba en contra.

    Desde entonces, Constantino no simpatizaba con el ‘Partido del Pueblo’, sin embargo, él conocía los siguientes hechos ocurridos cuando tenía ocho años, hechos que habían inflamado su muy joven espíritu:

    "Un año después del asalto a Cartavio, el gobierno militar de Sánchez Cerro, envió tropas mixtas de Infantería y Caballería a nuestra región para liquidar la expansión del movimiento político aprista con focos de lucha en nuestros centros azucareros. Centenas de peones y obreros de Cartavio y Casagrande, del valle Chicama, así como los de Laredo del valle Santa Catalina, fueron detenidos bajo la menor sospecha de ser partidarios del APRA y por el hecho de portar armas blancas – machetes, picos y palanas – que aparte de utilizarlas para luchar contra los ejércitos de deshojadas varas azucaradas después de la quema de los cuarteles, podrían ser una amenaza contra los cuarteles del ejército.

    Se decía que los apristas eran ‘comunistas’, pero su líder Don Víctor Raúl lo negaba diciendo que el comunismo no tenía lugar aquí, porque el contexto peruano era diferente. Por otro lado, él estaba contra la derecha que oprimía la clase trabajadora, especialmente los campesinos. El movimiento aprista estaba entonces entre dos fuegos: la derecha y la izquierda. Esa coyuntura política fue aprovechada por los militares para dar golpes de Estado.

    Nuestros paisanos del valle bajo sospecha fueron perseguidos, encarcelados y torturados para obtener información sobre los escondites de los líderes. Desgraciadamente, muchos fueron traicionados por aquellos arribistas que querían seguir en este mundo, no importando su dignidad desvalorizada.

    La estrategia represiva del gobierno desencadenó una revuelta en Trujillo durante tres días. El ‘búfalo’ Barreto – un ‘compañero’ grande y fuerte, barbudo como el Búfalo Bill, dispuesto a donar la vida por el APRA – y un puñado de otros bravos apristas de Laredo, habían urdido un asalto al Cuartel de artillería del Ejército Peruano, Ricardo O’Donovan de Trujillo, con el objetivo de apoderarse del armamento.

    El asalto al Cuartel se efectuó el 7 de julio de 1932. El ataque civil a un cuartel militar, así como la ejecución de policías y militares, provocó la respuesta furiosa del gobierno militar convocando a un Agrupamiento combinado del Ejército y de la Guardia Civil, con el apoyo del Cuerpo de Aviación del Perú y de la Marina de Guerra del Perú, para recuperar Trujillo tomado por su pueblo alzado en armas, y para masacrar a los apristas. En esos tres días de la Revolución Popular de Trujillo, murieron treintaiséis integrantes de la Guardia Civil y del Cuerpo de Seguridad y catorce del Ejército. La muerte de esos militares amenaza con perdurar como un sentimiento de venganza contra el partido por muchísimos años a venir.

    Al anochecer de uno de esos días de barbarie, todos los prisioneros fueron transportados en camiones hacia las ruinas de Chan Chan – ‘la ciudad de barro la más grande del mundo’, adonde hacía centenas de años había florecido el imperio Chimú, antes del tiempo de los Incas. Allí, los prisioneros fueron obligados a cavar sus propias tumbas, sobre los salones mortuorios llenos de esqueletos en proceso de desintegración.

    Todos fueron ordenados de pararse en fila al borde de esas grandes fosas comunes. Uno o dos de ellos portaban antorchas para alumbrar su última morada. Todos cantaban la Marsellesa aprista – música de la Marsellesa francesa pero con lírica alusiva al Partido Aprista – agitando sus pañuelos blancos, símbolo del partido.

    black.jpg ¡Soldados!… ¡Preparen armas!… ¡Apunten!… ¡Fuego!, ordenaba el teniente Ejército Peruano, Marcial Ocampo, a su pelotón de ejecución.

    El teniente EP Marcial, un joven de 21 años nativo de Arequipa, al sur del país, era el hijo de Maximiliano Ocampo, aquel capitán EP al mando de la balacera en Cartavio. El joven, hijo de un matrimonio formal, fue criado en diferentes provincias del país debido a las transferencias de su padre a diferentes regiones militares, siguiendo los procedimientos obligatorios propios al personal militar. Finalmente, él siguió los estudios en Lima para ser un militar de carrera como su abuelo, quien había participado en la guerra con Chile en 1879-1884.

    En esa noche, todos los apristas y aquellos sospechados de serlo, fueron ejecutados sumariamente, cayendo al fondo de las fosas. Los más fuertes gritaron con voz fuerte y altiva, conscientes de su participación histórica: Víctor Raúl! Víctor Raúl!. Uno de ellos, cojeando, recitaba en latín: ¡Acta est fabula… Gloria victis! (¡La obra está jugada… Gloria a los vencidos!), como una campanada de logro existencial.

    Más de 1,000 sospechados de ser apristas fueron abatidos, y entre ellos centenas de campesinos de Casagrande, Cartavio y Laredo. Ellos fueron enterrados bajo tierra en las ruinas de Chan Chan, pero sus almas permanecerán de pie como las cañas de los cuarteles quemados.

    No obstante, algunos de los detenidos lograron huir, siguiendo el lecho del Río Seco de ‘La Cumbre’, escalando entre los cerros del lugar para luego internarse detrás de ellos, hacia la sierra de esa región, la tierra de sus ancestros.

    El teniente EP Marcial Ocampo y sus soldados, atravesaron también esas montañas en su búsqueda, pero al poco tiempo retornaron al no haber logrado su objetivo".

    3

    Mansiche (Trujillo)

    1937

    black.jpg ¡Está muerto! ¡Él ha sido asesinado!

    Era la mala noticia a mediados de febrero, el mes más caliente del verano norteño. Los trujillanos corrían en dirección del jirón Pizarro hacia la Casa del Pueblo, aun cuando ésta estaba clausurada por orden de la dictadura militar desde la Revolución Popular de Trujillo en 1932.

    La pequeña Francisca, quien había dejado algunos años atrás su obstinación infantil, achacando a Manuel Arévalo responsabilidad primaria de la muerte de su padre Nicolás, solicitó a su madre más información sobre el perseguido y entonces asesinado, originario de Santiago de Cao.

    Meses después, Luz María, según informaciones recogidas de algunos amigos que estuvieron cerca de él, le contó una de las versiones sobre un hombre que no solamente se sentaba a devorar libros, sino que pasaba a la acción fructífera.

    "Conocí a Edelmira, su mujer,… adolescentes éramos. Ella y él, pasaban siempre por aquí (Cartavio) en dirección a Santiago de Cao, para entregar algo de dinero a sus padres y a sus numerosos hermanos sumidos en la pobreza como todos sus paisanos. Tú sabes,… como la mayoría de niños de esta parte oeste del valle, él había estudiado solamente hasta el segundo año de primaria. De los cuadernos pasó a la palana y al machete en nuestros cañaverales y a las herramientas de mecánica en la fábrica.

    Él, un muchacho inteligente y trabajador, tenía en su corazón el deseo de recuperar el derecho de su pueblo así como de los propietarios rurales no azucareros, a las aguas del río Chicama. Esas ideas de cambio lo llevaron entonces al este del valle, la Hacienda Roma, de propiedad de los Larco. Allí, él había participado en la lucha obrera de 1919, machete en mano, hacia la conquista de la ‘jornada de las ocho horas’. Al pasar los años, y en su tiempo libre, él actuaba como un periodista amateur en forma clandestina, con sus ideas libres al viento, siempre con propaganda bajo el brazo.

    Cuando los Larco transfirieron la Hacienda Roma a Casa Grande en 1927, Don Manuel pasó a trabajar para los alemanes Gildemeister, en donde fue considerado un ‘agitador’. No obstante, él, sin miedo alguno, entregaba el pliego de reclamos directamente en las manos del patrón, mirándole a los ojos. En el pliego, estaban incluidos los bajos salarios y los abusos del sistema de enganche de braceros – cortadores de caña.

    Él fue apresado muchas veces, no obstante, él perseveraba con la lucha obrera. Luego fue acogido en las filas del Partido Aprista,… incluso, yo podría decir que Don Víctor Raúl se habría inspirado en las luchas obreras en las haciendas azucareras.

    A comienzos de 1932, el régimen militar de Sánchez Cerro decretó la expulsión de los apristas del país, Don Manuel incluido. Una vez que estalló la Revolución Popular de Trujillo, él ingresó cruzando la frontera de Ecuador, para vivir luego en la clandestinidad, escondido en diferentes chacras de amigos, siempre cerca de su casa en el sector de la ‘Portada de Mansiche’, la salida oeste de Trujillo que cruza las ruinas de Chan Chan.

    A los cuatro años de búsqueda sin éxito, la ‘Soplonería’ –

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