Sonata de estío
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Sonata de estío - Ramón María del Valle-Inclán
RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN
Sonata de estío
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1998
Primera edición electrónica, 2018
Fragmento de
Sonata de Estío. Memorias del marqués de Bradomín
Primera edición, 1904
Ilustración de portada: Patricia Mendoza González
D. R. © 1998, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:
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Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-5923-1 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN nació en la provincia gallega de Pontevedra el 28 de octubre de 1866 y murió en Santiago de Compostela el 5 de enero de 1936. En 1885 inició estudios de derecho en la Universidad de Santiago de Compostela. En 1891 abandona los estudios y se traslada a Madrid, donde inicia una larga colaboración en periódicos que posteriormente combina con su carrera de novelista y dramaturgo.
En 1892 realiza su primer viaje a México, que tuvo una pintoresca y fructífera influencia en su obra. Aunque en alguna ocasión comentó que deseaba conocer México porque se escribe con equis
, a Alfonso Reyes le confesó que: México me abrió los ojos y me hizo poeta
. Esa primera visita originó colaboraciones en periódicos y un célebre reto a duelo contra un insensato anónimo que había publicado una diatriba contra los españoles que vivían en México calificándoles de gachupines que son la basura que España continuamente arroja sobre nosotros
.
De regreso a Madrid, Valle-Inclán llevó una novelesca vida de café y tertulias, en donde se llevó a cabo el famoso episodio de la pérdida de su brazo izquierdo, según se dice, en célebre disputa con Manuel Bueno y en pleno Café de la Montaña. Durante estos años creció la fama de Valle-Inclán y se confirmó su popularidad como autor de obras teatrales.
En 1921, Valle-Inclán regresa a México a invitación del presidente Álvaro Obregón; entre mancos, Obregón le dedicó su libro Ocho mil kilómetros en campaña. Se sabe que en esos días pronunció una conferencia —perdida en la memoria de los archivos— en donde desglosó los orígenes de Sonata de estío, una de las partes del célebre cuarteto literario de Valle, dedicada y ambientada en México.
Valle-Inclán dejó una obra intemporal y deliciosa que merece constante relectura. En palabras de Antonio Machado, fue un santo de las letras, amigo querido, siempre maestro, que sacrificó su humanidad y la convirtió en buena literatura, la más excelente que pudo imaginar
. Estas páginas lo confirman.
Sonata de estío
Quería olvidar unos amores desgraciados, y pensé recorrer el mundo en romántica peregrinación. ¡Aún suspiro al recordarlo! Aquella mujer tiene en la historia de mi vida un recuerdo galante, cruel y glorioso, como lo tienen en la historia de los pueblos Thais la de Grecia y Ninon la de Francia, esas dos cortesanas menos bellas que su destino. ¡Acaso el único destino que merece ser envidiado! Yo hubiérale tenido igual, y quizá más grande, de haber nacido mujer. Entonces lograría lo que jamás pude lograr. A las mujeres, para ser felices les basta con no tener escrúpulos, y probablemente no los hubiera tenido esa quimérica marquesa de Bradomín. Dios mediante, haría como las gentiles marquesas de mi tiempo, que ahora se confiesan todos los viernes después de haber pecado todos los días. Por cierto que algunas se han arrepentido todavía bellas y tentadoras, olvidando que basta un punto de contrición al sentir cercana la vejez.
Por aquellos días de peregrinación sentimental era yo joven y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza. Creía de buena fe en muchas cosas que ahora pongo en duda, y libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz, con esa felicidad indefinible que da el poder amar a todas las mujeres. Sin ser un donjuanista, he vivido una juventud amorosa y apasionada, pero de amor juvenil y bullente, de pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos de la generación nueva no los he sentido jamás. Todavía hoy, después de haber pecado tanto, tengo las mañanas triunfantes, y no puedo menos de sonreír recordando que hubo una época lejana donde lloré por muerto a mi corazón: muerto de celos, de rabia y de amor.
Decidido a correr tierras, al principio dudé sin saber adónde dirigir mis pasos. Después, dejándome llevar de un impulso romántico, fui a México. Yo sentía levantarse en mi alma, como un canto homérico, la tradición aventurera de todo mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, había fundado en aquellas tierras el Reino de la Nueva Galicia; otro había sido inquisidor general, y todavía el marqués de Bradomín conservaba allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre legajos de un pleito. Sin meditarlo más, resolví atravesar los mares. Me atraía la leyenda mexicana con sus viejas dinastías y sus dioses crueles.
Embarqué en Londres, donde vivía emigrado desde la traición de Vergara, e hice el viaje a vela en aquella fragata La Dalila, que después naufragó en las costas de Yucatán. Como un aventurero de otros tiempos, iba a perderme en la vastedad del viejo imperio azteca, imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, entre restos ciclópeos que hablan de civilizaciones, de cultos, de razas que fueron y sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto Oriente.
Aun cuando toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo iba herido de mal de amores, apenas salía de mi camarote ni hablaba con nadie. Cierto que viajaba por olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía a ponerlas en olvido. En todo me ayudaba aquello de ser inglesa la fragata y componerse el pasaje de herejes y mercaderes. ¡Ojos perjuros y barbas de azafrán! La raza sajona es la más despreciable de la tierra. Yo, contemplando sus pugilatos grotescos y pueriles sobre la cubierta de la fragata, he sentido un nuevo matiz de la vergüenza: la vergüenza zoológica.
¡Cuán diferente había sido mi primer viaje a bordo de un navío genovés, que conducía viajeros de todas las partes del mundo! Recuerdo que al tercer día ya tuteaba a un príncipe napolitano, y no hubo entonces damisela mareada a cuya pálida y despeinada frente no sirviese mi mano de reclinatorio. Érame divertido entrar en los corros que se formaban sobre cubierta a la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear el italiano con los mercaderes griegos de rojo fez y fino bigote negro, y allá encender el