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El trueno dorado
El trueno dorado
El trueno dorado
Libro electrónico78 páginas50 minutos

El trueno dorado

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En El trueno dorado, Ramón María del Valle-Inclán relata un supuesto asesinato cometido por jóvenes aristócratas durante el período de gobierno de la Reina Isabel II antes de la revolución "La Gloriosa" en 1868. Publicada por entregas en el diario madrileño Ahora, la historia se mueve entre el costumbrismo y la trama de intriga.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento6 ago 2021
ISBN9788726495898
El trueno dorado

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    El trueno dorado - Ramón María del Valle-Inclán

    El trueno dorado

    Copyright © 1936, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726495898

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    I

    La Taurina, de Pepe Garabato, fue famosa en los tiempos isabelinos. Era un colmado de estilo andaluz, donde nunca faltaban niñas, guitarra y cante. Aquella noche reunía a lo más florido del trueno madrileño. El Barón de Bonifaz, Gonzalón Torre-Mellada, Perico el Maño y otros perdis llegaban en tropel, después de un escándalo en Los Bufos. Venían huyendo de los guardias, y con alborozada rechifla, estrujándose por la escalera, se acogieron a un reservado de cortinillas verdes. Batiendo palmas pidieron manzanilla a un chaval con jubón y mandil. Entraron dos niñas ceceosas, y a la cola, con la guitarra al brazo, Paco el Feo.

    II

    Comenzó la juerga. Las niñas batían palmas con estruendo, y el chaval entraba y salía toreando los repelones de Luisa la Malagueña. La daifa, harta de aquel juego saltó sobre la mesa y, haciendo cachizas, comenzó a cimbrearse con un taconeo:

    —¡Olé!

    Se recogía la falda, enseñando el lazo de las ligas. Era menuda y morocha, el pelo endrino, la lengua de tarabilla y una falsa truculencia, un arrebato sin objeto, en palabras y acciones. Se hacía la loca con una absurda obstinación completamente inconsciente. En aquel alarde de risas, timos manolos y frases toreras advertíase la amanerada repetición de un tema. La otra daifa, fea y fondona, con chuscadas de ley y mirar de fuego, había bailado en tablados andaluces, antes de venir a Madrid, con Frasquito el Ceña, puntillero en la cuadrilla de Cayetano. Asomó cauteloso el Pollo de los Brillantes. Esparcía una ráfaga de cosmético que a las daifas del trato seducía casi al igual que las luces de anillos, cadenas y mancuernas. Susurró en la oreja de Adolfito:

    —¡Estate alerta! A Paquiro le han echado el guante los guindas y vendrán a buscaros. Ahora quedan en el Suizo.

    Interrogó Bonifaz en el mismo tono:

    —Paquiro ¿se ha berreado?

    —No se habrá berreado más que a medias, pues ha metido el trapo a los guindas, llevándolos al Suizo.

    Adolfito vació una caña.

    —¡Bueno! Aquí los espero.

    —¿Crees que no vengan?

    —¡Y si vienen!…

    Acabó la frase con un gesto de valentón. Luisa la Malagueña se tiró sobre la mesa, sollozando con mucho hipo. Saltó la otra paloma:

    —¡Ya le ha entrado la tarántula!

    Gritó Adolfito Bonifaz:

    —Luisa, deja la pelma o sales por la ventana a tomar el aire.

    Los amigos sujetaban a la daifa, que, arañada la greña y suspirando, miraba al chaval de jubón y mandil andar a gatas recogiendo la cachiza de cristales. La Malagueña se envolvía una mano cortada en el pañuelo perfumado de Don Joselito. Entró Garabato con gesto misterioso:

    —Caballeros, abajo están los guindas; van a subir. No quiero compromisos en mi casa. Si andan ustedes vivos, creo que pueden pulirse por la calle de la Gorguera.

    III

    Resonaban pasos en el corredor. Asomaron los bigotes de un guardia: —¿Dan ustedes su permiso?

    El guardia, detenido en la puerta, miró a las daifas, al chaval del mandilón y a Garabato. Le inspiraban un sentimiento familiar en su calidad de pueblo, y mirándolos consolaba su aturdimiento. Toñete Bringas y el Pollo de los Brillantes probaron la captación del guardia y lo torearon al alimón, como ellos decían:

    —Guardia, no haga usted caso de borrachos.

    —Guardia, no se quede usted en la puerta.

    —Beba usted una caña, guardia.

    Repuso, excusándose, el guardia:

    —Caballero, si no lo toma usted a falta…

    Adolfito, montado en una silla, con mueca que le torcía la boca, miraba al guardia:

    —Pase usted, beba una caña y diga lo que desea.

    Pepe Garabato le empujó amistoso:

    —No

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