Divinas palabras
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Divinas palabras - Ramón María del Valle-Inclán
En el ámbito de su Galicia natal, poéticamente recreada a través de la alquimia del recuerdo, sitúa Valle-Inclán Divinas palabras (1919). Escrita con plena libertad creadora, aunando una querencia medieval con las corrientes vanguardistas de la época, sobrepasa los límites del drama para ofrecer un texto de lectura imaginativa, sensorial y profunda. Una sucesión de retablos, protagonizados por seres marginados, en los que la avaricia y la lujuria desencadenan la trama: la pugna entre Marica del Reino y Mari-Gaila por la posesión de un enano lisiado que arrastran por ferias y romerías, y el adulterio de esta última con un farandul trashumante.
Supone la culminación del ciclo mítico, con una estética muy cercana a los esperpentos. La obra remite a situaciones de crueldad pero tratadas en tono de tragicomedia. Lo trágico y lo grotesco se aúnan en cuadros que remiten al Goya de los «disparates» y los «caprichos», en una auténtica sinfonía de colores interpretada por una galería de personajes sórdidos y miserables. Está habitada con imágenes ancestrales de muerte, de avaricia y lujuria… pero formalmente se sitúa en una vanguardia expresionista. Se trata de la obra más universal del autor gallego.
Ramón Mª del Valle-Inclán
Divinas palabras
Tragicomedia de aldea
DRAMATIS PERSONAE
LUCERO, QUE OTRAS VECES SE LLAMA SÉPTIMO MIAU Y COMPADRE MIAU.
POCA PENA, SU MANCEBA.
JUANA LA REINA Y EL HIJO IDIOTA.
PEDRO GAILO, SACRISTÁN DE SAN CLEMENTE; MARI-GAILA, SU MUJER, Y SIMONIÑA, NACIDA DE LOS DOS.
ROSA LA TATULA, VIEJA MENDIGA.
MIGUELÍN EL PADRONÉS, MOZO LEÑADOR.
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QUINTÍN PINTADO.
MILON DE LA ARNOYA.
COIMBRA, PERRO SABIO.
COLORÍN, PÁJARO ADIVINO.
EL TRASGO CABRÍO.
UN SAPO ANÓNIMO QUE CANTA EN LA NOCHE.
FINAL DE GRITOS Y ATURUJOS MOCERILES.
JORNADA PRIMERA
Escena primera
San Clemente, anejo de Viana del Prior. Iglesia de aldea sobre la cruz de dos caminos, en medio de una quintana con sepulturas y cipreses. PEDRO GAILO, el sacristán, apaga los cirios bajo el pórtico románico. Es un viejo fúnebre, amarillo de cara y manos, barbas mal rapadas, sotana y roquete. Sacude los dedos, sopla sobre las yemas renegridas, las rasca en las columnas del pórtico. Y es siempre a conversar consigo mismo, huraño el gesto, las oraciones deshilvanadas.
PEDRO GAILO:
… Aquéllos viniéronse a poner en el camino, mirando al altar. Éstos que andan por muchas tierras, torcida gente. La peor ley. Por donde van muestran sus malas artes. ¡Dónde aquéllos viniéronse a poner! ¡Todos de la uña! ¡Gente que no trabaja y corre caminos!…
PEDRO GAILO se pasa la mano por la frente, y los cuatro pelos quédanle de punta. Sus ojos con estrabismo miran hacia la carretera donde hacen huelgo dos farandules, pareja de hombre y mujer con un niño pequeño, flor de su mancebía. Ella, triste y esbelta, la falda corta, un toquillón azul, peines y rizos. El hombre, gorra de visera, la guitarra en la funda, y el perro sabio sujeto de un rojo cordón mugriento. Están sentados en la cuneta, de cara al pórtico de la iglesia. Habla el hombre, y la mujer escucha zarandeando al niño que llora. A esta mujer la conocen con diversos nombres, y, según cambian las tierras, es Julia, Rosina, Matilde, Pepa la Morena. El nombre del farandul es otro enigma, pero la mujer le dice LUCERO. Ella recibe de su coime el dictado de POCA PENA.
LUCERO:
:Tocante al crío, pasando de noche por alguna villa, convendría soltarlo.
POCA PENA:
¡Casta de mal padre!
LUCERO:
Pon que no lo sea.
POCA PENA:
Tú mismo eres a titularte de cabra.
LUCERO:
Pues titulándome padre del crío, considero que no debo legarle mi mala leche.
POCA PENA:
¿Qué estás ideando? ¡No te pido correspondencias para mí, te pido que tengas entrañas de padre!
LUCERO:
¡Porque las tengo!
POCA PENA:
Si el hijo me desaparece, o se me muere por tus malas artes, te hundo esta navaja en el costado, ¡Lucero, no me dejes sin hijo!
LUCERO:
Haremos otro.
POCA PENA:
¡Ten caridad, Lucero!
LUCERO:
Cambia la tocata.
POCA PENA:
¡Escapado de un presidio!
LUCERO hace un gesto desdeñoso, y con la mano vuelta pega en la boca de la coima, que, gimoteando, se pasa por los labios una punta del pañuelo. Mirando la sangre en el hilado, la coima se ahínca a llorar, y el hombre tose con sorna, al compás que saca chispas del yesquero. PEDRO GAILO, el sacristán, levanta los brazos entre las columnas del pórtico.
PEDRO GAILO:
¡A otro lugar era el iros con vuestros malos ejemplos, y no venir con ellos a delante de Dios!
LUCERO:
Dios no mira lo que hacemos. Tiene la cara vuelta.
PEDRO GAILO:
¡Descomulgado!
LUCERO:
¡A mucha honra! ¡Veinte años llevo sin entrar en la iglesia!
PEDRO GAILO:
¿Te titulas amigo del Diablo?
LUCERO:
Somos compadres.
PEDRO GAILO:
Ahora ríes enseñando los dientes, ya te llegará el rechinarlos.
LUCERO:
No temo esa hora.
POCA PENA:
Hasta las bestias del monte temen.
PEDRO GAILO:
Para toda conducta hay premio o castigo, enseña la doctrina de Nuestra Santa Madre la Iglesia.
LUCERO:
Cambie usted la tocata, amigo. Esa polca es muy antigua.
PEDRO GAILO:
Dios Nuestro Señor no baja su dedo porque yo calle.
LUCERO:
¡Bueno!
Una vieja, con mantilla de paño pardo sale al pórtico, después otra, más tarde otra. Salen deshiladas; portan agua bendita en el cuenco de las manos y la van regando sobre las sepulturas. La última tira de un dornajo con cuatro ruedas, camastro en donde bailotea adormecido un enano hidrocéfalo. JUANA LA REINA, sombra