Mágico González: El genio que quería divertirse
Por Marco Marsullo
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Mágico González - Marco Marsullo
XVIII
I
—Los goles son todos iguales y todos diferentes, pero nunca idénticos. Son como los copos de nieve: pueden encontrarse dos que se parezcan, pero que tengan idénticas características es imposible.
El taxista tiene una voz grave, rauca. Hace el turno de noche y el sonido de sus cuerdas vocales llena el habitáculo del taxi como lo haría un violín destartalado y desafinado.
La radio con el frontal extraíble está encendida, aunque con el volumen al mínimo. En el taxi se habla de fútbol.
—¿Está bien aquí? —añade el taxista tras un momento de silencio. Solo se oía el intermitente.
—¡Aquí está bien! —contesta en un castellano impecable, sin acento, el hombre que está sentado en la parte de atrás. Lleva unas grandes gafas de sol, aunque todavía quedan dos horas hasta el amanecer.
—Dígame una cosa… —añade.
El taxista apoya las manos sobre el volante, no las mueve, clava los ojos en el retrovisor. El pelo canoso es como hiedra que le cubre la frente hasta las cejas.
—¿Es usted?
Los ojos negros que se asoman de entre los rizos alborotados no se alteran.
—Quiero decir, ¿es usted de verdad?
Los dedos de la mano izquierda del taxista empiezan a tamborilear sobre el volante como si fuera un piano.
—Perdone si insisto, pero ¿es usted el Mago?
—Los magos hacen magia, yo conduzco un taxi.
—Ya, pero yo he leído su historia, y al parecer cuando dejó de jugar se hizo taxista aquí, en San Salvador.
—Tonterías.
—¿Cómo dice?
—Son veinte dólares.
Sus ojos negros, en ese momento, parecen colonias de hormigas capaces de levantar el mundo entero.
—Una pregunta, solo una, se lo ruego.
—La propina es opcional.
—Solo una.
—Es tarde, quisiera irme a dormir, este era mi último servicio.
—¿Por qué jugaba con el número once y no con el diez?
Al instante, los dedos del taxista dejan de tamborilear sobre el volante, en la radio dicen algo sobre la calle El Progreso, el intermitente, de repente, calla. Los ojos negros dispersan las hormigas amontonadas, abandonan el retrovisor, se detienen en una pegatina medio arrancada en el salpicadero. Se intuye el perfil de una Virgen, entre sus brazos el Niño, y, debajo, se lee a duras penas: «Señora del Rosario, Cádiz, España». El taxista gira ligeramente la cabeza, mira por la ventanilla, un gato callejero camina sobre un muro, anda con cuidado, no tiene prisa.
—¿Por qué jugaba con el número once y no con el diez? Las olas del mar de Cádiz rompen furiosas. El ruido del agua espumosa que estalla en las rocas es el latido de su corazón. Un mago nunca revela sus trucos.
Ni siquiera a sí mismo.
II
Los Ángeles, California, principios del verano de 1984. Todo el equipo estaba en el hall del hotel Hilton. Algunos tuvieron tiempo de ponerse los pantalones del chándal con el escudo del Barça bien visible en el muslo; otros seguían todavía en calzoncillos, en pijama o con una camisa desabrochada. Los españoles tenían caras de preocupación, los brasileños exhibían enormes crucifijos sobre el pecho y los argentinos mascullaban alguna que otra imprecación. La alarma de incendios había sonado de madrugada, las habitaciones se habían vaciado con la urgencia del pánico y, entre gritos, las escaleras se habían llenado de gente como las calles en los días de Navidad. Se rumoreaba que el segundo piso estaba en llamas, pero nadie lo sabía con certeza. Los futbolistas estaban mezclados con los otros clientes, que aprovechaban la situación para pedir un autógrafo, hacerse una foto o preguntar tonterías a las que los jugadores contesaban con respuestas que ya se sabían de memoria.
Todos los allí presentes esperaban con ansia su aparición. En cuanto llegó, esa montaña de cabello rizado, negro y frondoso como los bosques de los cuentos de hadas fue inmediatamente rodeada por una multitud de personas en albornoz y chanclas. Solo se veía la mata de pelo y, de vez en cuando, algún flash. Mientras tanto, la gente seguía agolpándose a su alrededor.
—¡Diego! ¡Diego! ¡Una foto, Diego!
A los demás jugadores se les acercaban después y les dedicaban menos tiempo. Incluso les hacían menos preguntas.
El entrenador, un inglés narigudo y con el peinado del típico actor que interpreta el papel del malo, estaba hasta los cojones. Odiaba el cambio de hora y la comida de los yanquis, y hubiera preferido no tener que ir hasta California solo para jugar unos partidos amistosos que no servían absolutamente para nada. Empezó a contar a los chicos con la ayuda de su segundo. Faltaba uno. Volvieron a contar. Faltaba él. El salvadoreño cabeza hueca al que ni siquiera querría haberse traído de gira con el equipo. Siempre dijo que era un inútil. Es más, que para la próxima temporada no lo quería ver ni en pintura.
—Where the fuck is González?
El entrenador, seguido por su segundo, se echó a correr escaleras arriba, y a cada escalón que subía su cólera se hacía más y más incontenible. Un empleado del hotel intentó detenerlo explicándole que no era posible volver a las habitaciones, que era necesario evacuar el edificio. Como si fuera fácil hacer entrar en razón a un inglés de noventa y dos kilos que solo piensa en pegarle un puñetazo a alguien.
Habitación 401, cuarto piso. Tres golpes, fuertes, en la puerta. Sin respuesta. Otros tres, y otros más, aún más fuertes. Fue entonces cuando el inglés sorprendió incluso a su segundo, quien, pese a ser también inglés, tenía un carácter mucho más tranquilo (la cosa más atrevida que hizo en su vida fue comer unas salchichas que llevaban seis días caducadas), y derrumbó la puerta de la habitación 401 con el hombro.
La escena, lo que el inglés vio con sus ojos occidentales llenos de amor por la reina y por el té de las cinco de la tarde, por Victoria Street y Margaret Thatcher, no le gustó en absoluto. Una blasfemia, con un fuerte acento de la periferia este de Londres, sonó con estridencia en el cuarto piso del hotel Hilton de Los Ángeles.
Jorge «Mágico» González, conocido por la gran mayoría como el Mago, había nacido en San Salvador veintiséis años antes y jugaba al fútbol en Europa desde hacía dos, en el Cádiz, equipo español de primera división. Estaba allí, en ese hotel de California, porque su excelente juego durante las dos últimas temporadas había llamado la atención del Barcelona, que lo invitó a participar en su gira de verano; una prueba, una manera de saber si valía la pena ficharlo y juntarlo al resto de grandes figuras que el club estaba reuniendo para dominar en España y en Europa. De esos días, en el otro extremo del planeta, pendía la cuerda sobre la que se balanceaba el futuro del Mago: se trataba de mantener el equilibro o de precipitarse al vacío.
Pero había un problema: dos años atrás, después del sorprendente Mundial que jugó en España con su selección, El Salvador, Jorge «Mágico» González había cortado aquella cuerda incluso antes de intentar caminar por ella. En Europa muchos