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Nos parece mejor: Historia deportista
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La meritoria historia del Deportivo de La Coruña.

El libro cuenta la meritoria historia del Deportivo de La Coruña, el equipo de fútbol que en los años noventa se ganó el cariño de los aficionados españoles por sus heroicas gestas en la Liga y en la Copa del Rey. El equipo, gracias a la ambiciosa gestión de su presidente, incluso llegó a codearse con la realeza del fútbol europeo. Sin embargo, aquellos años gloriosos escondían una gestión económica completamente alocada, lo que condujo al equipo a una depresión de la que aún hoy no se ha recuperado.

La historia del Deportivo, analizada con la lupa de Nacho Carretero (autor de Fariña), se convierte en un estupendo crisol para comprender los despilfarros de la sociedad española en aquella época. Los años de penurias que siguieron al estallido de aquella burbuja futbolística, permite descubrir a Nacho Carretero que el amor por su equipo está por encima de momentos malos y de momentos buenos, y que la relación que estableció con el equipo de su ciudad durará para siempre. Porque, como afirma el propio libro, "hacerte de un equipo es como una conga: es muy fácil entrar, pero es muy difícil salir".

Descubren un libro que a través de la historia del Deportivo propone un estupendo crisol para comprender los despilfarros de la sociedad española en aquella época.

FRAGMENTO

A cambio, había dinero, oportunidades, centros comerciales. Yo iba al campo con mis amigos, no con mi viejo. Por entonces estaba estudiando y me quedaban un par de años para empezar mis prácticas (que me llevarían al Marca y a conocer a Jabo). Hubo un gol de cabeza de Donato en un córner y otro de Roy Makaay tras un pase de Manuel Pablo con pelo. No hubo penaltis fatales en el último minuto. Solo alegría, jugadores con experiencia y finales felices. Vencimos 2-0, se desató la ciudad.
Cuando el árbitro pitó el final, mi amigo Jacobo y yo saltamos la valla de Riazor y corrimos por el césped sin dirección, solo para expresar la felicidad que nos quemaba, como cuando un niño pequeño se pone nervioso y corre por el pasillo de casa.
Éramos campeones, campeones de liga, aunque en ese momento no lo comprendíamos en su totalidad. Tuvieron que pasar incluso años para que lo hiciéramos. En aquel momento solo corríamos. Y en plena carrera, sin querer, como si me encontrase a un familiar lejano en un pasillo de El Corte Inglés, me topé con Fran, que sonreía con los brazos levantados.

EL AUTOR

Nacho Carretero (A Coruña, 1981). Empezó en redacciones y después huyó para ser freelance. Ha publicado en todo medio escrito que se le ponía a tiro, desde Jot Down al XL Semanal pasando por Gatopardo o El Mundo. Escribió sobre el genocidio de Ruanda, sobre el ébola en África, sobre Siria, sobre su tía Chus y hasta sobre su amado Deportivo de La Coruña. Contar la historia del narcotráfico gallego era un sueño periodístico enquistado en su cerebro desde que era un neno. En verano de 2015 juró fidelidad como reportero a El Español.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 sept 2018
ISBN9788416001996
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    Nos parece mejor - Nacho Carretero

    Djukic.

    1. Abuelo

    Me encanta ver a mi abuelo en su butaca, frente a la televisión, explotar por un mal control de un jugador del Dépor: «¡Imbécil!». Mi abuela le riñe si anda cerca (algo que generalmente ocurre: está sentada en la butaca de al lado). También mi madre, si pasa por ahí, le pide con gesto cansado que haga el favor de no gritar. Así que mi abuelo se contiene.

    Ocurre entonces que, aunque en apariencia mi abuelo resiste sus deseos de crítica feroz, empieza a rumiar su enfado en silencio. Como un globo inflándose con lentitud. Y, claro, es una cuestión de tiempo. Finalmente, el estallido llega por lo más nimio, por un delantero que cae en fuera de juego, un centro que se va largo o un exceso de pases en el medio campo.

    «¡Las entregas! ¡Mierda de entregas!», dice (llama entregas a los pases). Si el enfado de mi abuelo te pilla cerca, es probable que no descifres por qué un error del montón puede provocar tanta indignación. Solo unos pocos sabemos que protesta por la acumulación. Y, claro, mi abuela le mira mal.

    Fue mi abuelo quien me mostró por primera vez al Dépor. La mayoría de mis amigos ya lo conocían de uno o dos años antes. Y a casi todos se lo habían descubierto sus padres. O su hermano mayor. En mi caso no tengo hermano mayor (sí hermana pequeña, Cris, a quien, años después, yo mismo le mostraría al Dépor y ella se lo está dando a probar ahora a sus hijos) y mi viejo es del Sporting de Gijón (y del Real Madrid, pero porque odia al Barça. Aunque en el fondo le da igual, mi viejo hace años que se quitó del fútbol y ahora solo se dedica a verlo en silencio y a decir que los jugadores son unos blandos). Así que el asunto me lo propuso mi abuelo con siete años. Y me gustó.

    En la temporada 89-90 nació nuestra sonora pasión compartida. El Dépor jugó aquel curso la promoción de ascenso a Primera contra el Tenerife. Ese día, mi abuelo me dejó gritar por la ventana de su casa, un noveno: «¡Aúpa, Deportivo!». Tampoco grité con toda mi alma: era yo un niño algo reservado y no quería importunar a nadie. De aquel partido también recuerdo un palo de madera con una tela blanquiazul. Y también que mi madre me compró un gorro. Mis gritos, mi amago de bandera y mi gorro no causaron ningún efecto. Perdimos. 0-1. Nos quedamos en Segunda.

    Primer disgusto. Qué bien hubiera hecho en abandonar aquello en ese momento. Debí haber captado la señal: ahórratelo. No te metas en esto. A la larga, te hará daño. Pero al año siguiente nos encontramos en la misma situación: el Dépor jugándose el ascenso y yo a los pies del sillón de mi abuelo, bandera, gorro y gritos por la ventana. Hacerte de un equipo es como una conga: es muy fácil entrar, pero muy difícil salir.

    2. Lume

    Hay humo en Preferencia, la grada lateral del estadio de Riazor. «Sí, es humo», confirma una voz en el rebosante salón de casa de mis abuelos, no menos lleno de humo: el de mis tíos fumándose, cigarro a cigarro, el posible ascenso a Primera. Sí, es un incendio. El partido está a punto de empezar y hay un incendio en el estadio. El equipo al que le pasan cosas montando una de sus performances.

    La Televisión de Galicia emite un primer plano de la inesperada llama. La gente baja al césped huyendo de la tos. Saltan la valla de la grada con torpeza: hay padres con hijos en brazos, hay gente mayor con cara de «yo solo venía a ver un partido»… Los jugadores esperan en el vestuario.

    Alguien en la tercera fila del salón de casa de mis abuelos hace el comentario que pide el cuerpo y que devendrá en eslogan de aquel episodio: «Hay que quemar el meigallo». Porque, todos lo sabemos, habelas, hainas.

    Llegan los bomberos, por fin. El padre de Martín Gallardo, un compañero que se sienta en el pupitre de atrás en mi clase de 4º de EGB, está ahí, ayudando. En ese momento no lo sé, pero durante los días y semanas siguientes, Martín Gallardo, en clase, se encargará de recordarnos con frecuencia cíclica que su padre estaba sobre el terreno, codo con codo con los bomberos. Algo que le valdrá varios puntos en el escalafón social del colegio.

    Todavía sentimos fresca la decepción del año pasado en la promoción de ascenso contra el Tenerife, pero ahora, ante el Murcia, tenemos otra oportunidad. Antes del partido, camino por la calle con el gorro de la temporada pasada, un plumífero gris y negro y unas zapatillas Aiwa (imitación de Avia). Qué paisaje.

    Los coches hacen sonar el claxon. Hay petardos, cánticos, gritos, aglomeraciones. Pasa un tipo en un Seiscientos pintado de azul y blanco, asomando medio cuerpo por la ventanilla y sosteniendo en la mano una ristra de ajos. Acabará la ristra, como cada partido, en el córner. No por nada, pero por si acaso.

    Se apaga el fuego y empieza el partido. Que no ocurra lo del Tenerife. Recuerdos borrosos: las áreas pequeñas no tienen hierba. Pienso en si a los porteros no se les pelarán las rodillas al tirarse, como a Javier Anzizu, de 3º A, cuando nos dejaban jugar en el campo de hierba grande. Su portero lleva gorra blanca, otro clásico de la época que restaba fiereza a los porteros, como si no fueran más que simples veraneantes en Benidorm buscando un hueco donde plantar la sombrilla.

    Las gradas están a reventar, con ese aspecto multicolor de los tardíos ochenta, cuando nadie vestía la camiseta de su equipo

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