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Manual de fútbol: Un libro fuera de juego
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Manual de fútbol: Un libro fuera de juego

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El fútbol es para contar.No es un deporte, contra las evidencias, sino un relato.Jugarlo a secas, como si fuese un altercado de once tipos contra otros once tipos, limitados por el tiempo y el espacio, resulta del todo vulgar y efímero.
La belleza se escribe.
Ahí, en la crónica de lo que sucedió en el campo aquel día, cuando llovía como si hiciese sol, y la tristeza de los espectadores adquiría tintes de felicidad, es donde el fútbol se vuelve una leyenda, el asunto más importante que te traes entre manos en toda la semana.
Así nos lo cuenta Juan Tallón en este Manual de fútbol, pues, entre chascarrillos y anécdotas, Tallón nos divierte con todo aquello que debemos saber: aquel portero que se morreaba con la novia, la patada voladora de Eric Cantona, el estribillo "pisalo" de Bilardo, el penalti de Panenka o la filosofía que contienen los fueras de juego...
Porque el fútbol no es sólo fútbol, sino que es también literatura, y belleza, y recuerdo, y risas, y gritos, y amigos; porque hay dos maneras de ver el fútbol: como lo ve la gente y como lo ve Tallón, quien, con una habilidad prodigiosa para juntar ideas con palabras, aplasta con lógica tan genial como irracional todos los parámetros clásicos del deporte rey.
IdiomaEspañol
EditorialEDHASA
Fecha de lanzamiento9 ene 2017
ISBN9788435046374
Manual de fútbol: Un libro fuera de juego

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    Manual de fútbol - Juan Tallón

    EL BALÓN

    Un balón ni siquiera tiene que ser un balón. Puede ser un paquete de Chesterfield, o una naranja de mesa, o el papel de aluminio en el que iba envuelto el bocadillo de tortilla. Todo depende de tener unos pies capaces de convertir cualquier cosa andrajosa en un balón. A Maradona, en los calentamientos de los partidos, le lanzaban todo tipo de objetos desde la grada –incluido algún insulto– que a veces ni siquiera eran esféricos, para que interpretase con ellos la sinfonía Nº3 en Fa Mayor Op. 90 de Johannes Brahms. Maradona los recibía con el empeine o con el pecho, y con su habilidad ancestral y chamánica, ya glosada por Aristóteles, los trababa como un balón perfecto, pese a su irregularidad e imperfección. Los amansaba si eran indómitos, hasta acunarlos, y lentamente se dormían sobre su bota, igual que bebés, mientras sonaba la sinfonía de Brahms. «El placer nos usa», decía Baudelaire.

    En futbol es común incurrir en un error de apreciación: no advertir que el balón, para que corresponda, merece antes ser tratado de usted. Mr. Balón sería un trato acorde. Sinceramente, el tuteo a la pelota ha hecho mucho daño al fútbol. Para empezar, posibilitó la aparición del golpeo de puntera, o el pase de sesenta metros a boleo, no tanto para buscar un desmarque como para alejar un fantasma. Afortunadamente, a ojos de mi generación, Bernard Schuster proporcionó otro sentido a ese tipo de golpeos largos, que requerían complejos cálculos para los que el mediocampista alemán usaba mapas, compases, y utensilios de navegación clásica. Sólo así podía alcanzar semejante precisión en el pase largo.

    Schuster era un mundo aparte más, cuyo arte no era tanto acercar el balón a sí mismo para charlar de la filosofía patrística, como tal vez hacía Maradona, y avanzar juntos, como alejarlo. El amor al balón también se demuestra alejándose de él en un momento determinado, como cuando emigrabas para sostener a tu familia. Cada jugador empatiza con el balón a su manera. Coco Rossi, por ejemplo, no podía resistirse a tirar caños a los rivales a cualquier hora del día. Era un tic. Cuenta Héctor Bambino Veira que una vez fue a su casa y en el salón le hizo uno con una tortuga, pobrecita. Era como el fumador que, sin nada que fumar, porque era domingo y llovía como en la Biblia y no quería salir de casa, se fumaba un lápiz. El caso era que el gesto no se detuviese.

    No hay un manual de estilo para tratar el balón. En realidad, hay un sinfín de estilos, algunos de ellos esperando a que los descubran. Incluso hay estilos definidos por la falta de estilo, como esos defensas cuadrados, de piedra caliza, que, cuando el balón se acerca a su área tocando el silbato, como una locomotora, creen ver en él al muchacho del colegio que les robaba el almuerzo en los recreos. En los casos más críticos, el balón es el demonio. Lo abominan. Necesitan patearlo lejos, exiliarlo a la grada, romperlo. Nada de controlar. En un momento así, con tu pasado de visita, abrumado por viejos fantasmas, sólo deseas ahuyentar el trauma infantil de una patada. En esas circunstancias vertiginosas, el balón es la granada de mano que ha perdido la anilla, la misma que Maradona hubiese dormido con el empeine, hasta convencerla de que proclamase la paz. Nada de explosiones.

    Nunca como en esos instantes, camino a los anfiteatros, donde los mamuts no se han extinguido todavía por falta de tiempo, el balón se siente tan incomprendido. Nadie que no esté dispuesto a tratar a patadas un piano de cola, o el portarretratos con la foto de tu madre, debería golpear de ese modo un balón. Un balón hace música, y el día que tu madre no esté ese sonido te recordará a las tardes de la infancia en las que todavía la besabas a diario. Otra cosa es que el balón, con su «eterno silencio en los labios y la mirada», con el que Turguenev describía a un personaje, nunca se queje.

    Cuando queda franco, casi muerto, a los pies de ciertos futbolistas romos, incluso romanos, el balón es el protagonista denostado. De pronto, es ese alguien extrovertido, ameno, al que sus viejos compañeros le hacen el vacío y es despreciado, como un chicle cansado, sin sabor. Hay una secuencia en Tener o no tener, de Howard Hawks, que si la ves cuatro veces, o una en caso de ser un tipo avispado, acabas pensando que es uno de esos ensayos de antropología que te explican qué es el ser humano, y hasta dónde puede llegar el desprecio. Cito esa escena porque creo que nos puede ayudar a comprender cómo se siente a veces un balón en las manos equivocadas. Hay un momento, al comienzo de la película, en que Lauren Bacall irrumpe en una habitación, sosteniendo un cigarro apagado. Está tan arrebatadora como siempre, y busca fuego. En la estancia sólo está Humphrey Bogart, que la sigue con la mirada, expectante. Bacall, en la representación más bella y atroz del desprecio humano, pregunta, como si en la habitación hubiese una gran multitud y entre ella no se encontrase, precisamente, Humphrey Bogart: «¿Alguien tiene una cerilla?».

    Existe un tipo de fútbol que no va al encuentro del balón, salvo en un fugaz instante, que trata de hacer coincidir con esos pocos toques, rápidos, precisos, que requiere un contragolpe letal, que acaba en gol, y le da al equipo la victoria y el campeonato. Una tragedia. Es como si un día, en uno de los capítulos de Los Simpson, el actor secundario Bob, de una maldad implacable y fracasada, impusiera uno de sus planes malévolos y saliera victorioso, cobrándose la vida de Bart Simpson. Esas cosas horribles, que nunca ocurrirían en los dibujos animados, salvo en el caso de Bambi, a veces suceden en el fútbol, como el año en que Grecia ganó la Eurocopa.

    En el lado opuesto, donde da la luz todo el día, está el futbolista que ama el balón como a una madre. Qué digo, más que a una madre y a un padre juntos. Si aquellos que lo desprecian son un grupúsculo, si bien organizado y fanático, quienes lo veneran constituyen más bien una corriente de pensamiento, como el estructuralismo o el existencialismo. Se requiere una dura formación. Este tipo de fútbol, de hecho, goza entre sus filas de una importante presencia de filósofos. Naturalmente, hay que tener técnica, pasión por el juego vistoso y ofensivo, para demostrar consideración hacia el balón. Se trata, incluso en los lances más absurdos, de sacar de banda con las manos, de presentarle tus respetos como si fueses un lord o un jugador de cricket. O como si lo fuese él, y tú un simple alguacil, bien uniformado, afeitado y perfumado. Si hubiese lo que tiene que haber, y que naturalmente no hay, cuando el futbolista recibe de otro el esférico, debería saludarlo como José Luis López Vázquez en Atraco a las tres: «Aquí un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo». Pero antes de poner a prueba en el campo este tratamiento, hay un largo camino que recorrer, corto si se quiere. Detalles. Detalles teóricos. Filosofía, si quieren. Tal vez por eso, la declaración de amor más hermosa que yo he visto no ha brotado de una jugada de Di Stefano, o Maradona, o Messi, o Pelé, en la que sortean a media docena de rivales, con esa facilidad con la que pasas el plumero entre los libros y los portarretratos, y retiras el polvo. No. Todo transcurrió, en realidad, fuera del campo. El inolvidable Miguel Ors, institución del periodismo deportivo en Televisión Española, narraba un partido de fútbol para todo el país. Entonces, sólo existía la televisión pública. Era enero. También podía ser mayo, o noviembre, o marzo, qué más da. En un momento de la transmisión, el locutor se encontró con que en la pantalla aparecía sólo el balón, detenido en una banda, como un autoestopista que lo ha dado todo por perdido y se sienta en la cuneta a esperar la noche y la helada. Tal vez el regidor se había quedado dormido, y el cámara se recreaba en un plano corto, más artístico que periodístico. Ors, consciente de que el momento era un momento supremo, se dirigió a la audiencia e hizo una observación fausta, como el día que anunciaron que Franco había muerto: «Señores, el Balón». El trato de usted fue tan evidente, que algunos espectadores, en sus casas, se pusieron de pie e hicieron la señal de la cruz. No se podía estar más de acuerdo con las palabras de Ors. La suya quiso ser una presentación solemne, como el día que llegas a algo en la vida y tienes ocasión de codearte con gente importante. De

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