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Envenenando a Diego Armando Maradona
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Libro electrónico210 páginas2 horas

Envenenando a Diego Armando Maradona

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Dividido en tres partes: Los judíos en mi mundo, Nadie me habrá de tomar en serio y Narraciones provocadas por una teoría obsesionante, el libro consta de una serie de relatos que responden a cada una de estas categorías. Así, el autor comienza su libro cuando nos da cuenta de su relación con el mundo judío; la segunda sección, introduce al lector
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 nov 2020
Envenenando a Diego Armando Maradona
Autor

Marcelino Cereijido

Profesor emérito e investigador emérito en Fisiología Celular y Molecular. En el Cinvestav dicta las materias Selectividad y Evolución. En sus tiempos libres escribe ensayos y relatos.

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    Envenenando a Diego Armando Maradona - Marcelino Cereijido

    Envenenando a Diego Armando Maradona

    Marcelino Cereijido

    D.R. © Marcelino Cerejido, 2020

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2020.

    +52 (55) 52 54 38 52

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    A Fanny Blanck,

    aunque parezca increíble,

    es una mujer hecha cien por

    ciento de Nonita

    Índice

    Introducción

    Los judíos en mi mundo

    Crisol de razas: los rusos, los judíos, los romanos, los italianos y yo

    Industria argentina

    El llamado

    El día en que no fui Cohen

    Costa Rica, el yiddish y yo

    El Holocausto según Juan

    Nadie me habrá de tomar en serio

    La imagen virtual

    El realismo mágico y la realidad delirante

    Yo, amante de Borges

    Quiera Dios que usted me tome en serio

    Narrativas provocadas por una teoría obsesionante

    Envenenando a Diego Armando Maradona

    Gilles de Rais

    Vlad Tepes

    Hernán Cortés

    Cayetano Santos Godino: el Petiso Orejudo

    Kullervo

    El Mozart negro

    ¡Este Mario Vargas Llosa!

    Culos hay, lo que falta son capitales

    Funestos y fallutos funebreros (FFF)

    Periodistas mexicanos de investigación

    Introducción

    Nací en 1933, el año en que Alemania inauguró el nacional socialismo. Los nazis se hicieron cargo de todos y cada uno de los resortes germanos, y empezaron a vengarse de lo que Adolf Hitler llamaba Versailles Diktat, para dejar en claro que el Tratado de Versalles era un pacto exageradamente leonino, que con toda seguridad haría estallar otra guerra mundial... y que estalló nomás.

    Y cuando estaba todavía en edad escolar, ante el espanto de mi gente llegaron a Argentina fotos, libros, y películas documentales sobre campos de concentración, con barracas atestadas de espectros desnudos, hornos para incinerar personas, pilas de anteojos y cabello humano. Un tercio de los vecinos de mi calle eran judíos, proporción que se mantendría entre mis compañeros del colegio secundario y luego en la Facultad de Medicina, donde el tema del genocidio era de rigor en las conversaciones informales estuviera presente quien lo estuviera, así fuera el motivo celebrar un cumpleaños o bodas de (plata, oro diamante, perejil) fuéramos casaderos o añejos, por años y años habría de surgir el holocausto, y lo notable era que no se advertía punto de vista o recuerdo nuevo. Pronto, mi edípica tía materna Josefina Mattioli se casó con Salomón Lipman, y años después yo mismo lo hice con Fanny Blanck, ambos judíos, y desde entonces las conversaciones familiares sobre aquellos horrores fueron también frecuentes en mi ámbito doméstico. Tampoco ahí acabó mi compenetración con el judaísmo, pues ya casado y viviendo en mi propio hogar de Las Heras y Canning, tenía en el departamento de abajo a don Nisim Elnekavé, director del periódico sefaradí La Luz, que me tomaba examen discretamente con sólo interesarse en mi opinión sobre diversos puntos:

    –Dígame Pirincho (mi apodo) ¿se ha dado cuenta de que la Judea bíblica estaba atravesando lo que hoy llamamos Edad de Bronce Tardía?

    No menciono estas cosas para mostrarme autorizado a escribir sobre los judíos, sino por el contrario, resultaría artificioso, imposible e inaudito que los moishes, que es el plural de Moishe (Moisés), como lo pronunciaban ellos, no aparecieran por todos lados y a cada rato en aquella Argentina que era el segundo asentamiento de judíos del planeta, sólo detrás de Estados Unidos, porque Israel en aquel entonces no existía aún. Con todo, al seleccionar los viejos relatos que conformarían la primera parte de este libro, tuve que descartar unos cuantos, porque a mi esposa le afectaba que yo tocara ciertos temas.

    Nadie me habrá de tomar en serio

    Me encanta el ensayo por varias razones. En primer lugar, porque la realidad me resulta tan fascinante que no tengo para qué andar buscando fantasías traídas de los pelos. En segundo, porque muchas veces mi realidad me enfrenta a asuntos en que musito ¡Parece mentira!... y en lugar de decir mentira, podría decir un cuento de hadas, un cuento para niños o algo por el estilo. Pero cuando llego a un punto así, no me tomo el trabajo de fabricar una mentira, o cuento de hadas, sino que el relato deja de gustarme y con harta frecuencia va a parar a la basura o, para ponerme más técnico y moderno, tecleo delete, delete, delete.

    De ese modo, muchas veces me topé con imágenes virtuales realismos chiflados que me llevaron a recordar el Realismo Mágico de Gabriel García Márquez, o una Ficción de Borges. Y... así y todo, no pude evitar la admonición pesimista: Nadie me habrá de tomar en serio. Raro, muy raro, sobre todo porque, siendo un científico profesional, saben que me gano la vida buscando verdades, incluso muchas que ya maduraron y sería más propio llamarlas prepodridades.

    Cristal para mirar hijoputeces

    Como soy un profesional de la ciencia, vivo atrapado en el aborrecido publish-or-perish: tengo que escribir artículos originales en inglés (papers como los llamamos en la lingua franca de la ciencia moderna). Para que esa medida sea objetiva y exacta, las instituciones se exceden en acotarla, reglamentarla, y pormenorizarla: hay que escribir una introducción, poner los resultados en figuras con leyendas y tablas, discusión, bibliografía y hasta un acknowledgement agradeciendo a la institución que nos dio el dinero para llevar a cabo el estudio a tal punto, que la escritura de papers se asemeja a llenar formularios, esto es: con información pero sin conocimiento. T. S. Eliot se preguntaba: ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?

    Luego, en mis silenciosas horas libres –fuera de mi trabajo profesional– me encanta pensar, y escribir es mi manera preferida de hacerlo. Advierto que mis narraciones no-científicas están entre la ficción y el ensayo. Dado un tema que me interesa, hurgo en mi biblioteca de libros con párrafos profusamente resaltados y en la de libros extractados que produjo con ellos mi secretaria, copiando en las páginas marcadas con banderitas, los renglones que subrayé en rojo de los textos que me interesaron particularmente. Esos libros condensados pueden tener de tres a diez páginas. Yo puedo nutrirme de lo que me brindaron de diez a treinta libros en pocas horas.

    Todo eso lo transcribo en la hoja en que comenzaré el ensayo-ficción en cuestión, y lo combino con un educado guitarreo, es decir, una elaboración imaginativa y creativa que no incurra en esoterismos ni paranormalidades. De esta manera siento al ensayo-ficción como una prolongación del narrar a-la-científica, pero con tanta libertad como se me antoje. Varias veces en mi vida pude constatar la rotunda obviedad de la observación de don Ramón de Campoamor:

    En este mundo traidor

    nada es verdad o mentira.

    Todo es según el color

    del cristal con que se mira.

    Así pues, el primer cristal se instaló ante mis ojos cuando cursé la carrera de medicina. Para ir fijando en mi memoria los diversos síndromes, mientras los leía en los textos iba imaginando que yo los padecía: dolor en la boca del estómago... ahá... nauseas... ahá... vómitos... ahá.... vértigos... ahá. Con cada ahá iba fantaseando que los sufría, y así llegaba a dar cuenta del síndrome clínico de Fulano o el de Mengano. Una vez que constataba el conjunto, estaba listo para diagnosticar: Este paciente presenta el Síndrome de Zutano. Pero fue como si me hubieran brotado unos anteojos, pues una vez que los recordaba, cuando iba sentado en un ómnibus o en el subterráneo, miraba al pasaje y diagnosticaba calladamente:

    Aquel flaco tiene labio leporino, el rubio de saco marrón junto al pasillo tiene dedos en palillo de tambor, debe andar muy mal de los pulmones, y la chica pecosa del vestido azul sufre que en su cara un pigmentación oscura que parece un antifaz, tiene lupus eritematoso.

    Mi segundo cristal fue el marxista. Nunca faltaba el amigo comunista que trataba de catequizarme, explicándome a grandes rasgos la teoría de Marx, y yo acababa detectando quiénes eran los burgueses, escuchando las razones de mi compañero que nunca le daba limosna a una viejecita nonagenaria para no quitarle presión a la lucha de clases, y con ello retardar la revolución social, que me llevó a pensar... que debo ser burgués.

    Así como yo había decidido dedicarme a la fisiología, mi novia Fanny Blanck, hoy mi esposa, estudiaba psicoanálisis. Conversando con ella, fui aprendiendo la manera en que Sigmund Freud, Wilfred Bion, Melanie Klein, fueron creando ese enfoque tan profundo de la conducta humana. De modo que mi tercer cristal, fue el psicoanalítico, porque entonces me pude explicar la mente de alguien que se masturbaba en el baño mirando un sostén puesto a secar, pero no cortejaba a la prima, dueña de dicha prenda.

    En Buenos Aires, mi ciudad natal, llamábamos hijos de puta a los perversos que tratan mal a sus semejantes, roban, mienten o son inmisericordes ante un mendigo, y a aquellos que cuando detectan a una viejecita cegatona esperando que algún comedido se apiade, la tome de un brazo y le ayude a cruzar la calle, no se sienten movidos a ayudarla.

    Cuando ya era alumno universitario, sabía idiomas y tenía compañeros descendientes de italianos, belgas, checoslovacos, turcos y japoneses, me fui enterando de que en todos los idiomas llaman a los perversos hijos de puta, como hacíamos en Argentina. No podía ser casualidad. Aquella universalidad del insulto debía tener alguna razón. Aun con el pobre entrenamiento científico que llegué a acumular tempranamente, me puse a meditar y llegué a la conclusión de que debía haber alguna causa común que todos los pueblos de la Tierra habían advertido sobre los malvados. Si estaba en lo cierto, una universalidad tan absoluta debía tener alguna causa biológica común. Era como haber captado que todos los humanos dormimos cuando tenemos sueño, nos late más fuerte el corazón cuando nos dan un susto, lloramos cuando los sufrimientos son intensos. Y si el cine nos ha ido mostrando que frente a todos los dramas humanos, los amores, las guerras, los ataques de animales salvajes reaccionamos casi idénticamente, la hijoputez debía tener una causa universal, bases biológicas, y eso revela razones genéticas. Me percaté también de que algunos cometían perversidades con menos motivación que otros; y que otros más perdían los estribos, llegaban a los puñetazos o lloraban con más facilidad. Había vecinos que, como decían mis padres, eran un pedazo de pan, otros eran cascarrabias o por el contrario no se salían de sus casillas fácilmente y jamás insultaban groseramente.

    Las universalidades humanas (llanto, ira, sueño, risa, misericordia) revelan causas genéticas comunes, todos somos hijos de puta en potencia. Pero el hecho de que la susceptibilidad para expresar esa perversidad varía ampliamente de persona a persona, depende de las circunstancias. Fue cuando advertí que así, espontáneamente y sin saber bien a bien cómo fue sucediendo, se me había instalado un tercer cristal: el de ver hijoputeces por todas partes, actuales y en épocas pretéritas, y hasta descubrir que hay hijoputeces regulares, ficticias y aplicadas, de las cuales presento un puñado bastante heterogéneo.

    Y así, las narraciones entre la ficción y el ensayo que conforman la tercera parte de este libro fueron producto de que los azares de la vida me pusieran sobre mi arco nasal, los anteojos de ver hijoputeces regulares, ficticias y aplicadas. Tal vez las discrepancias con lo judío, y las irrealidades que me hacían ver los cristales correspondientes. Es que cuando se presentan hijoputeces, existe una enorme diferencia si éstas se cometen a terceros. Por ejemplo, leo en el periódico qué está sucediendo en Tierra Santa, o que entró otro niñito, metralleta en mano, a una escuela estadounidense, y el gobierno afirma que le es imposible prohibir la venta y tenencia libre de armas de guerra.

    Y aunque pareciera que sobre hijos de puta de la historia ya no queda mucho por decir, llegué a descubrir algo original, quiero decir que se me ocurrió a mí al escribir sobre ellas: ¡existen las hijoputeces aplicadas! Yo creo que a veces se pinta a Drácula, Barba Azul y Hernán Cortés más malos de lo que fueron en la realidad, para que el enemigo tomara debida nota de que no le convenía enfrentarlos, mucho menos atraer su ira.

    Las hijoputeces que más me gustan son las inesperadas, las que descubro cuando, con los anteojos de cristal correspondiente, veo algo que –todo el mundo sabe– se cometió a alguien real, de carne y hueso: Diego Armando Maradona para el caso.

    Aclaración que en un principio no creí necesaria, pero los comentarios me la requieren

    No frecuentemente, pero he llegado a oír lisonjas que vienen mezcladas con gruñes:

    –Cuando me hablaste del título de tu libro, di por sentado que versaría sobre el Pibe de Oro, pero cuando me hablaste de tu relato caí en la cuenta que te habías atrevido a usarlo de señuelo.

    No ¡no fue así! Un señuelo es algo falso. Ni Maradona ni lo que le hicieron fueron falsedades. Opté por el para muestra basta un botón. Si a un tipo tan admirado, querido, que por los siglos los siglos seguirá apareciendo en toda lista de genios deportivos lo torturaron y tuvieron al borde de la muerte y lo hundieron con difamaciones que siempre fueron injustas calumnias; si no dudaron en manchar a un Maradona con ponzoñas e ignominias, sin siquiera tener en cuenta que tenía mujeres e hijos que se dolerían cada vez que leyeran con qué llegaron a denigrarlo ¿por qué me iba a privar de usarlo para señalar que esa parte de mi libro giraría sobre ese tipo de hijoputez?

    –Sí Pirincho. Pero tené en cuenta que estás ¡invocando a Diego Armando en el título de un libro junto a, entre otras cosas, el negocio funerario!

    –Comprendo pero el que avisa no es traidor. ¿Acaso no te dice nada Envenenando a Diego Armando Maradona?

    –Bueno... no ganaste pero... seguí con tu libro.

    Los judíos en mi mundo

    Crisol de razas: los rusos, los judíos,

    los romanos, los italianos y yo

    Desde mi más temprana niñez, yo sabía que era argentino y vivía en Argentina. Cantitos, versos, noticieros de radio y en el cine, y temas de clases en mi escuelita lo repetían unas cuantas veces al día. Para más énfasis, yo muy rara vez salía de Buenos Aires, mi ciudad, y cuando mi tío Marcos me llevaba a pescar en algún riacho de por ahí, o mi tío Juan me paseaba con su motocicleta hasta alguna playa barrosa del Río de la Plata, aunque esos parajes ya no quedaran en la ciudad de Buenos Aires, seguían estando en Buenos Aires, porque este era también el nombre de toda la provincia.

    Desde entonces llamábamos rusos a los judíos, turcos a los árabes y tanos a los italianos. Para mayor dislocación entre el lugar donde uno nació, vive actualmente y la nacionalidad que le adjudican, a mí, a pesar de ser argentino como ya dije, me llamaban gallego, porque mi nombre es Marcelino Cereijido, y mi apellido lleva la terminación gallega ido, que equivale al descendiente de como el ez castellano en Pérez, González, Gómez.

    En aquel entonces y en aquel lugar resultaba más obvio que vivíamos en un país de inmigración, porque casi no había viejos nacidos en el suelo patrio. Todos eran europeos, pues incluso los árabes, quienes formalmente debían pertenecer a Asia Menor, por ser llamados turcos, pasaban de un golpe de Asia Menor a Turquía, en plena Europa. Hoy en día, por fin se

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