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Alma, corazón y fútbol: 100 años de osasunismo a través de 20 victorias, un empate y una derrota
Alma, corazón y fútbol: 100 años de osasunismo a través de 20 victorias, un empate y una derrota
Alma, corazón y fútbol: 100 años de osasunismo a través de 20 victorias, un empate y una derrota
Libro electrónico666 páginas10 horas

Alma, corazón y fútbol: 100 años de osasunismo a través de 20 victorias, un empate y una derrota

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Veintidós historias personales sobre cómo se vivieron y sintieron los mejores partidos de la centenaria historia de Osasuna.

Este libro está compuesto por veintidós relatos —igual número que una plantilla de fútbol— que narran los partidos más importantes de la historia de Osasuna. La rememoración de esos partidos egregios se hace a través de las miradas de personajes de ficción que encarnan a osasunistas de distinta época, edad y condición. La mezcla de la historia real de Osasuna y del testimonio de esos personajes muestra la memoria e intrahistoria del osasunismo.

En esa memoria de la afición osasunista están grabadas, entre otras, las victorias contra el Real Madrid de Di Stéfano, de Juanito y Santillana, de la Quinta del Buitre, de Zidane y los galácticos, y de Cristiano Ronaldo; los triunfos contra el Barça de Maradona, de Ronaldinho, de Iniesta y de Messi; los milagros de Martín Monreal; las eliminatorias europeas contra el Glasgow Rangers, contra el Sttutgart y contra el Girondins, el Bayer Leverkusen y el Sevilla. Junto a esos triunfos también se recuerda aquella inolvidable final de Copa que se escapó.

Este libro habla, en suma, del alma de Osasuna, del corazón con el que los osasunistas sienten a su equipo y de la vida que comparten el club y sus aficionados.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 may 2021
ISBN9788418608469
Alma, corazón y fútbol: 100 años de osasunismo a través de 20 victorias, un empate y una derrota
Autor

José Francisco Alenza García

Pamplonés, licenciado en Derecho y en Historia, doctor y Catedrático de Derecho, José Francisco Alenza García es, además, aficionado al fútbol. Voluntarioso jugador en equipos del colegio, del barrio, del Torneo Boscos y de los campeonatos universitarios, ahora se limita a ser espectador y lector de fútbol. Sus lecturas, una rigurosa documentación y su memoria futbolística, han dado forma a su primer libro de ficción. Su primer recuerdo osasunista es el gol de Rández en Murcia que escuchó a través de un transistor. De niño disfrutó con los “indios” del equipo de Alzate que atacaban por todas partes y que lograron vencer a los grandes. De adolescente asistió a la remontada contra el Rangers, se asombró con el ambicioso fútbol que proponía Michael Robinson y gozó de la época dorada de Zabalza, con aquel equipo liderado por Urban. En el inicio de la edad madura disfrutó de la exitosa etapa de Javier Aguirre (llegó al éxtasis con gol de Aloisi en la final de la Copa) y de la brillante trayectoria europea de la temporada siguiente. Conoció también las caídas al abismo y las resurrecciones del equipo unas veces milagrosas, otras veces mágicas, casi siempre épicas y en todos los casos, jubilosas y gozosas. Ahora, que ha recuperado la ilusión infantil con el ascenso de récord de Jagoba Arrasate y su exitoso retorno a Primera, se ha animado a escribir un libro para rememorar los mejores partidos de la centenaria vida de Osasuna.

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    Alma, corazón y fútbol - José Francisco Alenza García

    Alma, corazón

    y fútbol

    100 años de osasunismo

    a través de 20 victorias,

    un empate y una derrota

    José Francisco Alenza García

    Alma, corazón y fútbol

    100 años de osasunismo a través de 20 victorias, un empate y una derrota

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608957

    ISBN eBook: 9788418608469

    © del texto:

    José Francisco Alenza García

    © de imagen cubierta:

    María Morrás

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi padre,

    que cuando era niño me llevaba a El Sadar.

    A mi madre, que era la que hacía cola para comprar las entradas y quien tejió mi primera bufanda de Osasuna.

    A Josevi, Juanjo, Roberto, Luis, Iosu y Ángel, con quienes compartí muchas horas de fútbol —más bien, futbito—

    y gozamos y sufrimos con el Osasuna de los ochenta

    y de los noventa.

    A Iñaki R., Rafa, Ignacio, Juan Ramón, Iñaki Z., Esteban, Martín y Alberto, por las sustanciosas tertulias osasunistas

    que tenemos los fines de semana.

    A Amaya, José Javier y Beatriz,

    que generosamente soportan mis ausencias

    y ceden la tele cuando hay partido de Osasuna.

    A Santiago, a quien he llevado desde niño a El Sadar… y en quien confío para que me lleve en el futuro

    Y, por supuesto, al C. A. Osasuna y a todos los osasunistas.

    Presentación

    «El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes». Esta frase, de paternidad discutida —unos se la atribuyen a Arrigo Sacchi; y otros, los más, a Jorge Valdano—, encierra una verdad evidente para las personas racionales. Sin embargo, el fan o hincha futbolístico, que suele desprenderse de la razón en lo relativo a su club, rechazará incluir al fútbol entre las cosas menos importantes de la vida.

    Bill Shankly, el entrenador que encumbró al Liverpool, decía: «Algunos piensan que el fútbol es una cuestión de vida o muerte. Te lo aseguro, es mucho más importante que eso».

    Esa importancia vital —incluso más que vital— del fútbol no afecta exclusivamente a los profesionales o a los más fanáticos seguidores de un club. Son muchos los que se reconocen en las célebres palabras de Albert Camus con las que confesó que todo lo que sabía sobre la moral y sobre la vida se lo debía al fútbol.

    Más allá del siempre relativo y circunstancial ámbito personal o individual, es indudable la trascendencia colectiva que ha adquirido el fútbol. Arthur Hopcraft ha afirmado que se trata del fenómeno más importante para la sociedad del siglo

    xx

    . El experto periodista inglés decía que el fútbol estaba absolutamente incrustado en la psique urbana: «No es un fenómeno, sino un asunto cotidiano. Es más excéntrico ignorarlo a propósito que dedicarle la vida».

    Decía esto a finales de los sesenta del siglo pasado. Hoy en día, merced a la televisión y a la globalización, ha incrementado su radio de acción hasta el punto de que el fútbol ya no solo está incrustado en la psique de algunas ciudades, sino prácticamente en la de toda la humanidad.

    Los clubes más imbricados con su entorno próximo —como sucede con Osasuna— tienen una repercusión social e individual mucho más intensa. Si alguien en Navarra ignorara a Osasuna, se le tendría por alguien notablemente excéntrico. Incluso sería considerado como un mal navarro, independientemente del concepto de identidad navarra que cada uno tenga.

    Estamos viviendo un momento cumbre del osasunismo. La conversión del Club Atlético Osasuna en un club centenario ha coincidido con otra serie de factores que ha hecho crecer la efervescencia osasunista. El principal ha sido la recuperación por el equipo del espíritu de Osasuna. Un espíritu consagrado a la lucha, a la garra, al juego de equipo y a la valentía. Ese ADN que exige y propicia que Osasuna ataque como «los indios» y que defienda como kamikazes. Un equipo que batió récords en su temporada de ascenso a primera, y que ha maravillado en su reingreso en la categoría máxima por su juego y sus resultados. Con un Sadar que ha recuperado —incluso sin público— su aureola de fortín inexpugnable y con un coraje y un atrevimiento que, en la última temporada, le ha llevado a obtener históricas victorias fuera de él como la de San Mamés o la del Nou Camp.

    Todo estaba previsto para que la celebración se produjera en el renovado estadio de El Sadar. Jamás un club centenario habrá tenido un estadio tan nuevo que, al mismo tiempo, conserve el reconfortante sabor de lo antiguo.

    Desgraciadamente, la pandemia coronavírica ha congelado las ilusiones puestas en la celebración del centenario. El aniversario deberá ser celebrado en la distancia. Tiempo habrá para que se celebre una fiesta de conmemoración por todo lo alto con la afición y el equipo en el espacio mágico del nuevo Sadar.

    Un aniversario tan señalado es fecha idónea para rememorar la historia de Osasuna. A mí se me ocurrió que una manera de hacerlo era poniendo por escrito algunas de las mayores gestas de nuestro club. Porque el fútbol, como ha advertido García Cames, se detiene y sobrevive en la palabra. Sin el relato de los hechos, un partido está condenado a esfumarse en el olvido, mientras que mediante su narración se produce una renovación que le proporciona «una existencia más plena, más duradera».

    Quizá hubiera sido más interesante, desde el punto de vista dramático, relatar derrotas dolorosas. Además, los partidos perdidos reflejan mejor la cotidianidad de nuestro club frente a la excepcionalidad de las victorias. Porque como señaló Mario Benedetti: «los clubes grandes siempre tienen la obligación de ganar, y los chicos, en cambio, solo tienen la obligación de perder lo menos posible». Pero a mí no me interesaba el efecto dramático de las derrotas, ni reflejar la cotidianidad de las derrotas, sino rememorar las extraordinarias victorias de Osasuna para contribuir a su pervivencia en la memoria colectiva del osasunismo.

    Tenemos muchas victorias egregias en nuestra historia, aunque a veces las olvidemos. En el subconsciente osasunista hay un cierto derrotismo o conformismo congénito que tiende a difuminar los éxitos conseguidos. Algo parecido le sucede a don Quijote, quien suele ser recordado como un pobre loco derrotado por la cruda realidad. Sin embargo, como demostró Nabokov, las intervenciones exitosas del caballero andante y las fracasadas están igualadas, pues pudo identificar nada menos que veinte encuentros victoriosos, frente a otras veinte derrotas.

    Las victorias osasunistas —que tienen algo de quijotescas— no deben quedar, como las del ingenioso hidalgo, perdidas entre la bruma del olvido o ignoradas en los próximos cien años. Muchas veces me he visto contando a mi hijo —especialmente después de alguna dolorosa derrota— alguna de esas victorias épicas de Osasuna. Muchas otras veces he compartido con amigos los recuerdos que nos dejaron esas victorias. Porque Osasuna ha ganado a los equipos más grandes y a los jugadores más renombrados. No sucede todos los años, claro, pero no hay que olvidar nunca, por ejemplo, que en El Sadar sucumbió Messi, acompañado por sus compañeros del sextete, muchos de ellos campeones del mundo con España, como los Xavi, Iniesta, Villa, Busquets, Piqué o Puyol. También cayeron otros barcelonistas ilustres como Maradona, Schuster o Ronaldinho. Fueron derrotadas también las figuras del Real Madrid, como su gran estrella histórica Alfredo Di Stéfano. Este tuvo la «fortuna» de conocer el amargo sabor de la derrota doblemente y en nuestros dos estadios: perdió dos veces como jugador en San Juan —con aquel Real de las Copas de Europa en blanco y negro— y también fue derrotado como entrenador de El Sadar. Por supuesto que también saborearon el amargo aroma de la derrota en El Sadar otros grandes jugadores de su club, como Juanito y Santillana; como Hugo Sánchez, Butragueño y su quinta; como Casillas, Zidane y el resto de los galácticos; o como los portugueses Mourinho y Cristiano Ronaldo.

    Cómo no acordarse también de las eliminatorias europeas. Desde aquella noche mágica e irrepetible contra el Glasgow Rangers, hasta los memorables partidos contra el Girondins, el Bayer Leverkusen o el Sevilla.

    Una tras otra, se me iban acumulando en la memoria las victorias extraordinarias de Osasuna. La consulta en la web de los resultados históricos de nuestro club multiplicó los legendarios triunfos que merecían ser recordados. Emergió, de esta manera, un inesperado tsunami de gloriosos partidos que amenazó con ahogar el proyecto.

    Decidí hacer una selección rigurosa de las victorias realmente significativas que sirvieran para resumir los cien años de osasunismo. Primero me propuse que fueran diez, un número redondo. Luego añadí otra por aquello de completar una alineación. Me seguía resultando imposible descartar algunos maravillosos partidos, así que amplié la clasificación, primero a los dieciséis que conforman una convocatoria para un partido, y luego a los veintidós que se necesitan para integrar una plantilla completa.

    Finalmente, la selección incluyó veinte victorias, un empate —el de Sabadell, que supo a mucho más que a una victoria y que es el responsable de que el club haya podido cumplir cien años— y un partido perdido —el de la final de la Copa del Rey, del que, a pesar del resultado, no debemos recordarlo como una derrota—.

    Son todos los que están, pero no están todos los que son. Me ha costado desprenderme de algunos encuentros inolvidables. Como el partido con el Valencia que nos clasificó para la Champions, el del Recreativo de Huelva con el que ascendimos a primera, o alguna victoria contra la Quinta del Buitre. También echo en falta más partidos de las primeras temporadas en primera cuando se jugaba en el Campo de San Juan.

    Esto último se debe a que es un libro confeccionado con la memoria, con los recuerdos vivos —propios y ajenos— de esos partidos. He querido documentar esos partidos egregios de Osasuna a través de la mirada del aficionado, no a través de una crónica periodística o de un ensayo histórico. Es un libro de relatos de no ficción o testimoniales en los que se mezcla la historia real de Osasuna, los veintidós partidos, con el recuerdo o testimonio que ofrecen personajes de ficción.

    He procurado seguir, mutatis mutandis, el método de Irene Vallejo en su maravilloso junco infinito: rodear al «esqueleto de los datos con el músculo y la sangre de la imaginación». Para ello, he recubierto las frías estadísticas y los objetivos datos de los partidos con las vivencias, las emociones y los sentimientos de unos aficionados que, si bien son ficticios, están inspirados en osasunistas de carne y hueso que conozco bien.

    Son veintidós miradas de socios, aficionados y simpatizantes de Osasuna de toda época, edad y condición. Creo que es un enfoque apropiado para reflejar los cien años de Osasuna. Porque nuestro club es mucho más que sus plantillas históricas y sus directivos. Osasuna no se entiende sin los osasunistas. Decía Nick Hornby, con razón, que el club significa mucho más para el hincha que para los jugadores. La diferencia entre ambos es que el aficionado invierte más horas, más años y más décadas al club que la mayoría de los jugadores. «Soy parte del club –decía Hornby– tal y como el club es parte de mí, y lo digo a sabiendas de que el club me explota, de que no tiene en cuenta mi punto de vista, de que a veces me trata como un cero a la izquierda».

    Estos relatos pretenden sacar de esa posición marginal e irrelevante al osasunista —si alguna vez la ha tenido en el relato de la historia del club— y mostrar su punto de vista en esta síntesis de una historia centenaria. He procurado mostrar la intrahistoria de cómo se vivieron cada una de esas victorias. Creo que es mucho más trascendente esa memoria del aficionado que las estadísticas. Importa mucho más cómo se recuerdan esos partidos que los datos objetivos de los mismos.

    El filósofo Simon Critchley otorga una gran importancia a la memoria colectiva de un equipo. Cuenta que Klopp logró que el Liverpool superara una eliminatoria de Champions que se había puesto muy complicada recordando la histórica remontada de Estambul, con la que el club logró su quinta Copa de Europa levantando un 3-0 al Milan. Para Critchley la consciencia y rememoración de los momentos históricos de un club tiene un claro potencial para la creación de nuevos legados históricos. Por ello es especialmente importante la «memoria de los hinchas», que forma «un vasto depósito histórico al que se puede recurrir para empaparse de él» y extraer apoyos con los que intentar nuevos éxitos.

    Actualizar y perpetuar esa memoria de la afición osasunista es uno de los propósitos de este libro.

    No requiere mucha explicación el título que le he dado, aprovechando ese bolero universal que nos habla de lo mucho que se puede ofrecer por amor cuando es auténtico. Como el que sienten los osasunistas por su club y al que dedican su alma para identificarse con sus colores, su corazón para emocionarse con sus partidos y la vida entera para gozarla y sufrirla con él.

    Solo espero que los lectores de este libro, si los hubiera, revivan sus veintidós legendarios partidos y que los disfruten, al menos una mínima parte de lo mucho que yo me he regocijado rememorándolos.

    Una saeta cae en San Juan

    Liga. Temporada 1956-1957

    (30 de septiembre de 1956):

    Osasuna 2-Real Madrid 0

    —Tira Messiiiii… y gol, gol, gol, gol, goooooool de Messi al Madrid.

    —¡Buen tiro, Marcos! Vaya cañonazo.

    —Déjame la última falta.

    —No. Ya te he dejado tirar tres más de lo pactado. Tu abuela está esperándonos desde hace un rato. Y seguro que me la cargo yo.

    —Vaaale. Pero mañana volvemos.

    —Claro que sí. ¿Te apetece una Coca-Cola en el bar Danubio?

    —Sí. ¡Y un frito!

    Doblaron la esquina y allí estaba la abuela Elena, esperándoles.

    —Pero ¡qué sudado vienes, Marcos! A ver si te vas a enfriar.

    —Que no, abuela. Que estoy bien.

    —¿Y tú? —dijo girándose hacia su marido—. Eres más crío que tu nieto. Y, como siempre, llegáis tarde. Os llevo esperando aquí más de quince minutos.

    —No serán tantos —replicó Francisco—. Habíamos quedado a las ocho. Además, había que esperar a que Marcos «Messi» metiera la última falta.

    —Vaya golazo, abuela. Tendrías que haberlo visto.

    —Ya vi muchos goles de joven. Acompañando a tu abuelo al fútbol. Además, el campo de Osasuna estaba por aquí.

    —¿Qué campo, abuela?

    —El Campo de San Juan. Aquí jugaba Osasuna antes de que se construyera El Sadar.

    —¿En serio? Pero si aquí no cabe un campo de fútbol.

    —Hombre, Marcos —terció Francisco—, es que todas estas casas no existían.

    —¿Y veníais a ver a Osasuna?

    —Claro.

    —¿Tú también, abuelita?

    —Sí. No había entonces mucho que hacer en Pamplona y veníamos con los amigos. Luego cuando nació tu padre, y sobre todo cuando después llegó tu tía, dejé de venir. Pero tu abuelo no se perdía ningún partido.

    —¿En serio, abuelo? ¿No serías de Indar Gorri?

    —¿Qué dices, Marcos? Indar Gorri no existía. Aunque la verdad es que solía ir a la grada sur del viejo campo. Ese graderío y la grada lateral cubierta los construyeron cuando Osasuna subió por primera vez a primera división. Fue entonces cuando ya teníamos un campo presentable. Para jugar contra los mejores equipos.

    —¿Y logró mantenerse en primera?

    —¿Que si se mantuvo? Fue increíble. Ese primer año jugaron muy bien. Sobre todo, en casa. Así que no tuvieron problemas para mantenerse. Pero lo mejor vino al año siguiente: quedaron quintos.

    —¿Quintos? ¿Fueron a la UEFA League?

    —No. Todavía no existía. Había muy pocas competiciones internacionales. Solo las selecciones disputaban partidos internacionales de carácter oficial. Los equipos solo jugaban en el extranjero en torneos veraniegos y amistosos. Aunque justo en esa época se creó la Copa de Europa y la Copa de Ferias.

    —¿No había Champions?

    —No. Eso es un invento mucho más moderno. La Copa de Europa la jugaban solo los que habían ganado la liga el año anterior. No como ahora, que van tres o cuatro de algunos países. Y a la Copa de Ferias iban los siguientes clasificados. Ese año en que Osasuna quedó quinto estuvo a punto de clasificarse para jugar en Europa..

    —Vamos a sentarnos aquí, junto a la barra —ordenó Elena—. Nosotros tomaremos dos fritos de pimiento y dos crianzas. Y tú, Marcos, ¿qué frito quieres?

    —Ese que es como una bola y tiene mucho sabor.

    —El de jamón y queso. Por favor, camarero, pónganos una Coca-Cola, dos crianzas navarros, un frito de jamón y queso, y otros dos de pimiento.

    —Abuelo, para que Osasuna quedara tan bien seguro que los otros equipos eran muy malos.

    —Había de todo, claro. Pero Osasuna logró ganar al mejor equipo del mundo.

    —¿Cuál era?

    —El Real Madrid de las seis Copas de Europa.

    —¡Buah! ¿Seis Copas? ¿Tan bueno era?

    —Pues sí. Construyó un equipazo.

    —Pero no tenían a Messi.

    —No. Messi solo hay uno y es el mejor de la historia del fútbol. Pero tenían al que decían entonces que era el mejor del mundo. También era argentino, aunque se nacionalizó español: Alfredo Di Stéfano. El Barcelona ya había firmado el contrato con el River Plate y le había pagado parte del traspaso. Pero el Real Madrid se metió por medio. Como eran otros tiempos, maniobró lo necesario para que el Gobierno y hasta la FIFA se pusieran de su lado para que jugara en el Madrid.

    —¿Y era muy bueno?

    —Buenísimo. Jugaba muy bien, marcaba muchos goles y hacía jugar a todo el equipo. Aunque a mí me impresionaba más un delantero húngaro que se llamaba Puskás.

    —¡Qué gracia! Se llamaba igual que el premio que da la UEFA al mejor gol del año.

    —Claro, Marcos, es que se llama así por aquel jugador.

    —¡Ah, vale! —asintió comprensivo Marcos.

    —Era un tipo raro. Poco simpático. Venía de un país comunista en el que lo pasó muy mal. Pertenecía a una generación de grandes jugadores que casi logran que Hungría ganara un Mundial. Muchos clubes grandes querían fichar a los húngaros. Sin embargo, el comunismo que dirigía Hungría y el resto de los países del Este de Europa no les permitía jugar fuera de su país. Eran prisioneros en su propia patria. Aun así, muchos se la jugaron y escaparon buscando la libertad. Fueron acusados de traidores y tuvieron muchas dificultades para poder volver a jugar.

    —¿Por qué no les dejaban salir? ¿No era mejor para su país que jugaran como estrellas de otros equipos y que siguieran jugando con su selección?

    —Sí, pero aquellas dictaduras comunistas del Este no querían que se conociera la miseria y la falta de libertades en la que vivían sus pobres ciudadanos. Irse a Occidente era proclamar que el sistema comunista era un error absoluto. Por eso tuvieron que construir un muro en Berlín, porque el lado comunista se estaba vaciando.

    —No empieces con la política, Francisco —terció Elena.

    —No es política, es historia.

    —Lo mismo da. Vuelve al fútbol, anda —le aconsejó su mujer.

    —El caso es que Puskás estuvo varios años sin poder jugar cuando logró salir de su país. Así que cuando vino a jugar al Madrid era algo mayor y estaba gordo. Pero metía unos golazos impresionantes. Recuerdo que una vez aquí, en el Campo de San Juan, unos maleducados que estaban delante de mí se metían con él y le insultaban. Hubo una jugada que estuvo a punto de meter gol, pero no llegó a rematar por poco. Se quedó muy cerca de nuestra grada. Y le gritaron: «Húngaro, ¡qué malo eres!». Debió de oírlo, porque levantó su mirada hacia donde estábamos. Era una mirada de furia. Al siguiente ataque del Madrid, le llegó el balón y chutó con todo su voluminoso corpachón. El balón salió disparado como un misil. El portero se quedó clavado, sabedor de que no llegaría a alcanzarlo. El choque con el larguero fue brutal. Un sonido seco se propagó por todo el campo. Y puedo asegurarte que saltaron astillas de ese maltratado larguero. Porque entonces eran de madera. Desde ese momento ya no hubo insultos para el jugador magiar.

    —No sabía que Hungría había sido tan buena. Ahora no me sé ningún jugador de Hungría.

    —Pues había otro que me encantaba. Para mí era el mejor: Kubala.

    —¿Y Kubala ganó la Copa de Europa?

    —No. Ya te digo que fue el Madrid el que dominó en toda Europa. Aunque en Pamplona no dominaba tanto.

    —¿De verdad?

    —Sí. En Madrid nos metió alguna dolorosa goleada. Pero, en Pamplona, el mismo año del ascenso, Osasuna ganó 2-0 al campeón de Europa.

    —O sea que el Madrid ya había ganado la Champions.

    —Llámala como quieras, pero sí. La primera Copa de Europa la ganó remontando dos veces a un equipo francés. Fue en junio de 1956. Lo recuerdo bien porque fue cuando me ascendieron en la empresa y me dieron un despacho propio.

    —Y con la subida de sueldo tu abuelo me regaló un abrigo.

    —Esa final fue muy bonita porque se enfrentaban los dos jugadores más famosos del momento: Di Stéfano y Kopa, un delantero francés muy fino. El presidente Bernabéu fichó ese verano a Kopa y empezó a formar la delantera mítica del Madrid. Ahora se lleva el tridente: la MSN en el Barça; la BBC del Madrid; Salah, Mané y Firmino en el Liverpool. Pero entonces se jugaba con cinco delanteros.

    —¿Cinco? ¿Y cuántos defensas?

    —Tres.

    —¡Puff! Casi como en los futbolines, en los que hay cuatro delanteros por tres defensas.

    —Pues sí. Esa delantera del Madrid la componían Di Stéfano, Kopa, Rial, Puskás y Gento. En realidad, jugaron juntos muy poco. Una temporada. Pero marcaron la época dorada del Madrid en Europa.

    —Sí, pero Osasuna les ganó.

    —Eso es. El equipo que había ganado la primera Copa de Europa vino ya con cuatro delanteros. Faltaba Puskás, que se incorporó más tarde. La primera vez que jugaron juntos en el Bernabéu contra Osasuna nos metieron 8-0.

    —Vaya soba. Pero cuéntame cómo les ganamos.

    —Osasuna se había reforzado bien para su temporada en primera. Sobre todo, fichó a un porterazo: Iñaki Eizaguirre. Había sido internacional con España. También fichó a Sertucha, un defensa muy fuerte. Y teníamos la base del equipo de la temporada anterior con jugadores muy nuestros que forjaron ese espíritu de Osasuna de no rendirse nunca y de apretar a todos los equipos, también a los grandes, en Pamplona. Jugadores como Egaña, Glaría, Marañón o el gran Sabino.

    —Abuelo, sería muy difícil conseguir las entradas para ese partido, ¿no?

    —No tanto. Se podían conseguir en las oficinas de la plaza del Castillo. También en algunos bares a los que íbamos los aficionados. Como el Larrea. Era un bar que estaba muy cerca del campo. Yo solía ir al terminar los partidos y me juntaba con otros amigos para comentar las jugadas.

    —¿También cuando perdía Osasuna?

    —También. Recuerdo una vez que casi se arma una buena. Había jugado el Athletic y nos había ganado. Ya sabes que los de Bilbao son bastante arrogantes.

    —¿Arrogantes?

    —Sí, fantasmas como se dice ahora. Pues entraron cuatro tipos cantando y dando vivas al Athletic. Estuvieron brindando de manera ostentosa para remarcar su victoria. Hasta ahí vale. Pero entonces uno de ellos, hablando bien alto, se acercó a la barra y dijo que se querían despedir tomando agua de la Ría. El camarero le dijo que no le entendía. El bilbaíno en un tono más alto, medio riéndose, le explicó que quería celebrar la victoria con el agua de la Ría de Bilbao, que era como allí llamaban al champán. El camarero abrió una botella y les sirvió. El ambiente se estaba caldeando. El cacique de aquella cuadrilla le preguntó al camarero: ¿Qué se debe? Y el camarero le contestó: «Nada, en Pamplona el agua es gratis».

    —¡Qué grande! ¡Menudo zasca! Bueno, pero vuelve al partido del Real Madrid.

    —El Madrid salió con su equipo de gala. Jugaba Marquitos de central. En la delantera faltaban Kopa y Rial, pero estaban Di Stéfano y Gento. Este fue el que ganó seis Copas de Europa, porque era el más joven de aquel equipo.

    —¿Y era bueno?

    —Era rapidísimo. No ha habido un extremo tan rápido en España. Y, además de correr, sabía finalizar bien las jugadas.

    —Pero aquí no marcó.

    —No. Ese año no marcó ni él ni la Saeta Rubia.

    —¿Quién?

    —Di Stéfano. Le llamaban así por ser rápido y sorprendente como una saeta. Y porque antes de perder el pelo era rubio.

    —¿Qué es una saeta?

    —Una flecha —se adelantó a contestar Elena.

    —La figura del partido fue Vila Escuer —continuó Francisco su relato—. Un extremo catalán, pequeño y rápido. De joven había jugado en el Barcelona. No era un goleador, pero ese día hizo doblete.

    —¿Y el Madrid no marcó?

    —No. Ya te digo que teníamos un porterazo. Aunque era ya muy mayor. Vino con treinta y seis años. Había jugado muchos años en el Valencia y en la Real Sociedad. Había ganado tres ligas y dos trofeos Zamora. Llegó a jugar en el Mundial de Brasil en el que España quedó cuarta. Se retiró en Osasuna, y luego se quedó como entrenador.

    —¿Cómo fueron los goles?

    —El partido fue muy intenso. Estábamos admirando la calidad de la Saeta y lo fácil y bien que jugaba, cuando a los veinte minutos Vila marcó el primero. Un centro de Onaindia, que se había cambiado de su banda natural la izquierda a la derecha, fue rematado de cabeza por Vila. Fue increíble celebrar ese gol. A partir de ese momento solo quería que terminara el partido.

    —¿Y el Madrid atacó mucho?

    —Sí, claro. Dominaron el balón, pero no crearon tantas ocasiones. A Di Stéfano le marcó especialmente Alberto. Lo hizo tan bien que acabó retrasándose para recibir más balones. Pero desde allí no generaba peligro. En la segunda parte dominaron mucho, pero alejados de nuestra área. Mucho tacón y mucho pase corto, pero se adornaban tanto que permitían el repliegue de nuestros jugadores. Así que al intentar crear peligro se estrellaban contra nuestra defensa.

    —O sea que Di Stéfano no hizo nada.

    —Su toque era especial, pero ese día no hizo demasiado, no. Aunque casi nos marca en la segunda parte. Pitaron una falta a unos treinta metros de la portería. Parecía muy lejos. Tomó carrerilla y metió un balón por el sitio donde se había colocado un compañero suyo. Contuvimos la respiración hasta que vimos a Eizaguirre que rechazaba el durísimo disparo.

    —¿Y nosotros atacábamos?

    —Se hacía lo que se podía. Nuestro mejor delantero, Sabino, estuvo toda la tarde peleando con Marquitos, el mejor defensa del Madrid. Onaindia fue el que más veces logró superar a su defensor. Hizo un jugadón en la segunda parte, yéndose de todos y dejándosela a Marañón para que la empujara, pero se le fue alto. Poco a poco Osasuna llegaba al área del Madrid con más peligro, hasta que faltando diez minutos metimos el segundo. Fue gracias a una de las muchas faltas que tuvo que cometer Marquitos para parar a nuestro gran Sabino. La sacó Recalde para Marañón, y este la puso en el área pequeña donde, otra vez, Vila volvió a batir a Alonso.

    —Qué bueno Vila.

    —Sí, pero ya te digo que Sabino era mejor jugador y más goleador, aunque ese día no metió. Desde el 2-0 al final ya no sufrimos apenas y estuvimos celebrando esa victoria frente al campeón de Europa y el mejor jugador del mundo.

    —¿Y qué tal jugaron con otros equipos?

    —Fue una buena temporada. Osasuna quedó sexto. Empezó muy flojo al principio. Luego remontó el vuelo y estuvo casi toda la temporada a mitad de tabla. Y en el esprint final del campeonato logró ganar más partidos y alcanzó la sexta posición. La Liga la ganó el Madrid. Que también ganó ese año su segunda Copa de Europa. Recuerdo que eliminó al Manchester United en semifinales y a la Fiorentina en la final.

    —Supongo que la gente estaría contenta, ¿no?

    —Fue una alegría inmensa. Toda la ciudad lo celebró. Era la primera vez en la historia que Osasuna ganaba al Real Madrid. Y, además, a ese Real Madrid. Lo mejor fue que al año siguiente volvimos a repetir triunfo ante el Madrid. Esta vez fue más ajustado, se ganó 1-0 con gol de Marañón. Esa segunda victoria empezó a consolidar a Pamplona como un campo difícil para el Real Madrid. Que ganó su tercera Copa de Europa. Osasuna quedó quinto en lo que sería durante mucho tiempo su mejor clasificación histórica.

    —¿Y en la siguiente?

    —No fue tan buena, pero jugaron muy bien. Quedaron octavos.

    —Pero ¿volvieron a ganar al Madrid?

    —No, esa vez se impuso el Madrid con su delantera fantástica de Rial, Puskás, Kopa y Di Stéfano. Ganaron 1-2.

    —Claro, y ganarían otra vez la liga.

    —No. Curiosamente, ese año no lo lograron. La ganó el Barcelona de Kubala, que también ganó la Copa. Pero en Europa el Madrid volvió a lograr su cuarta Copa de Europa. Y ganaría también al año siguiente con la final con más goles: 7-3, con tres goles de Di Stéfano y cuatro de Puskás.

    —¡Cuatro goles en una final! ¡Qué pasada!

    —Sí. Y Di Stéfano, Balón de Oro. Pero recuerda que dos años seguidos perdió en Pamplona.

    —¿Y cuánto duró Osasuna en primera?

    —Cuatro años. Bajó inesperadamente en la 59-60. Justo el año que debutó uno de los más grandes jugadores navarros: Ignacio Zoco. Después de jugar en Osasuna tres temporadas, lo fichó el Madrid. Zoco ayudó a ganar la sexta Copa de Europa. Fíjate si era bueno Zoco que llegó a ser internacional debutando cuando jugaba con Osasuna en segunda división. Y ganó la Eurocopa de 1964.

    —Pero esa es otra historia —cortó Elena—. No te enrolles tanto, Francisco.

    —No, abuela, me gusta saber cosas de Osasuna. Me lo he pasado en grande. Mañana repetimos partido.

    —Vale —dijo Francisco—. ¿Volverás a hacer de Messi?

    —No. Seré la Saeta Rubia.

    —Bueno, pues yo me pido de portero a Iñaki Eizaguirre.

    —¡Eh, no! ¡Eso no vale! Que no te meteré ni uno.

    —Bueno, pues pídete a otro.

    —Prepárate. Mañana seré Sabino.

    Territorio comanche

    Liga. Temporada 1981-1982

    (19 de diciembre de 1982):

    Osasuna 2-Real Madrid 1

    Gloria miró a su marido, y este asintió en silencio.

    —Bueno, está bien, lo intentaremos. Pero no te hagas ilusiones porque ya sabes que está muy difícil y hay que hacer mucha cola.

    El niño salió corriendo por el pasillo y gritando:

    —¡¡¡Bieeeen!!! ¡¡¡Vamosss!!! ¡¡¡Tomaaa!!!

    Cuando se calmó un poco, entonó más afinadamente el clásico «oé, Osasuna, oé, oé» que brotaba habitualmente del graderío sur. Ese era su más soñado destino en el partido que dentro de dos semanas jugaría el todopoderoso Real Madrid en El Sadar.

    Aunque Fran no lo sabía, la decisión ya la habían acordado sus padres de antemano. Era Gloria la que más tuvo que insistir para vencer las reticencias de su marido. Le había ayudado que la situación había cambiado mucho en los últimos meses. La visita del Real Madrid a Pamplona en la anterior temporada había coincidido con el comienzo del juicio a los golpistas del 23-F y, sobre todo, con el agravamiento de una crisis económica que no parecía tener fondo. Ahora, con la abrumadora victoria del PSOE, se habían desvanecido las últimas sombras que amenazaban con hundir la recién estrenada democracia en los negros abismos de un revivido autoritarismo. También la terrible crisis económica empezaba a difuminarse. Todavía serían necesarios terribles esfuerzos —lo que dio en llamarse la «reconversión industrial»— para modernizar la economía española. Pero una ola de optimismo inundaba el país con el cambio de Gobierno.

    A ello no era ajena la familia de Gloria. Su marido había vivido el año anterior el cierre de la serrería en la que había trabajado durante los últimos veinte años. El fantasma del paro atenazó unos meses a la familia. Afortunadamente, el dueño de la empresa se preocupó por buscar empleo a los trabajadores que no podían jubilarse en ese momento. El marido de Gloria se colocó como conserje en uno de los nuevos bloques de viviendas que se estaban construyendo en la zona hospitalaria, al final de Pío XII, y que se encontraban justo enfrente de donde se ubicaba la serrería. Desde esta había visto con aprensión cómo el desarrollo económico que latía bajo esos nuevos desarrollos urbanos era contrario al futuro de su empresa. Ahora sonreía desde su portería al ver los terrenos donde languidecían los restos de la serrería y avanzaban rápidamente hacia un estado ruinoso, en lo que una década más tarde sería el parque de Yamaguchi.

    Afianzado en el nuevo trabajo, no había ya reparos económicos para comprar las entradas para el Real Madrid. No importaba que estas se encarecieran por ser uno de los partidos marcados como «medio día del club». En realidad, las reticencias del marido de Gloria eran puro teatro. A él le apetecía, casi tanto como a su hijo, ir al fútbol. Pero prefería que quedara claro que la decisión había sido cosa de Gloria.

    Cuando era un matrimonio joven y sin hijos, Gloria iba con su marido con bastante frecuencia a los partidos de Osasuna en el Campo de San Juan. Allí disfrutaron de los Sabino, Félix Ruiz, Zoco, Egaña, Fusté y demás glorias rojillas. Y allí se hicieron osasunistas. No eran osasunistas congénitos. No podían serlo porque, como tantos otros jóvenes de los años sesenta, habían venido a Navarra desde sus lugares de nacimiento a labrarse un futuro. En su caso, procedían de un pueblecito de la provincia de Pontevedra. Con el optimismo y la energía propios de la juventud, con mucho trabajo y con la solidaridad de aquella sociedad que empezaba un ilusionante desarrollo económico, fueron abriéndose paso y se integraron en la acogedora sociedad navarra. Y entre los escasísimos lujos que se concedían, se encontraba el de ir cada quince días al fútbol con los amigos. Inevitablemente, el virus osasunista se inoculó en sus venas para siempre y la afición que sentían por el Celta fue cediendo por el cariño y la admiración hacia los rojillos.

    Ese virus es muy contagioso y, casi siempre, hereditario. En el caso del pequeño Fran, el virus se inoculó, sobre todo, por el lado materno. A Gloria el fútbol, en realidad, no le había apasionado nunca. Cuando llegaron sus dos primeras hijas, dejó de acompañar a su marido al fútbol y apenas prestaba atención a los resultados. Era una época, además, poco gloriosa para Osasuna, que deambulaba por la segunda y la tercera división. Pero con Fran todo cambió.

    Fran tuvo una primera niñez complicada. Enfermizo y apocado, apenas se alejaba de las faldas de su madre para jugar en solitario. Leves pero continuas enfermedades le distanciaban de los juegos infantiles con otros niños. Gloria pensaba que su retraimiento se debía a la debilidad causada por los frecuentes tratamientos médicos que, en forma de inyecciones, martirizaban periódicamente su pequeño cuerpo. Pero había algo más. Una extraordinaria timidez que tenía que ver más con el carácter que con su enfermiza salud.

    Cuando Fran se aficionó a los cromos de fútbol, no había día en que Gloria no le comprara un par de sobres. Ver que su hijo era capaz de aproximarse a otros niños para intercambiar los cromos repetidos era para ella un pequeño éxito. Fran no usaba el álbum de los cromos. No era realmente un coleccionista. No le interesaba tener un álbum lleno de cromos. Para ver las caras de los jugadores de los distintos equipos ya tenía el Dinámico, que su padre compraba religiosamente todos los años. Él utilizaba los cromos para hacerlos jugar al fútbol. El grueso cartón con el que estaban fabricados permitía usarlos como propulsores de pequeños baloncitos de papel. Tomando el cromo por la parte de arriba, barría la superficie del campo donde se ubicaba el papelillo arrugado que hacía las veces de balón, propulsándolo hacia delante para dar pases a los jugadores del propio equipo o, si la distancia lo permitía, para chutar a puerta. Allí, en la portería, esperaba paciente el cromo del portero al que había doblado su extremo inferior para levantar una mínima porción de cartón con la que poder soportar la potencia de tiro de los rivales. Los partidos resultaban siempre apasionantes y de resultado incierto.

    En esas primeras colecciones de Fran, no podía contar con Osasuna, porque los jugadores de segunda división no se habían ganado el derecho de figurar en los cromos. Eso cambiaría en la colección de la Liga 80-81. Imposible olvidar el momento en el que, tras rasgar el sobre, una camiseta roja inundó su visión y casi temblando comprobó que era de un jugador de Osasuna. Allí estaba en cuclillas, con el brazo izquierdo estirado para que la punta de los dedos aportara una mayor estabilidad y elegancia, un siempre serio Clemente Iriarte. Medias negras con el ribete rojo, pantalón negro y una camiseta completamente roja, sin rayas, ni adornos innecesarios. No era su jugador preferido. A él le gustaban más los delanteros o los más jóvenes, como Lumbreras, Lecumberri o Rípodas. A Clemente lo veía como un señor mayor y serio, con poca emoción en su juego. Pero le tenía respeto porque todo el mundo decía que era el timón, el organizador y el director de juego de los rojillos.

    Que Osasuna apareciera en esa colección de cromos fue posible gracias al glorioso gol de Rández en Murcia. Ese gol era uno de los primeros recuerdos futbolísticos de Fran. Ese recuerdo no se gestó en un estadio, ni ante la televisión. Fue en un camino entre Orvina y Burlada cuando se enteró gracias a la radio del ascenso de Osasuna. Aquella tarde hacía calor. Sus padres y otros dos matrimonios amigos habían salido a dar un paseo que les llevó de la Chantrea a Burlada pasando por Orvina. Ese plan dominguero hubiera sido aburridísimo para Fran, si no fuera porque los acompañaba Juanjo, hijo de uno de los amigos de sus padres. Y porque su madre había permitido que llevara el balón de reglamento que le habían regalado por su cumpleaños.

    Todo el mundo en Pamplona sabía que Osasuna estaba cerca del ascenso. Para ello debía puntuar en el campo del líder de segunda, el Murcia. Un Murcia que ya había conseguido el ascenso en jornadas anteriores. Había una alegría contenida en el equipo y en la afición porque habían sido muchos años —más de quince— en segunda. Pero faltaba rematar el gran final de temporada para dar el salto a la primera división. Manolo era el más osasunista de los amigos de su padre y siempre que jugaba Osasuna portaba un pequeño transistor. Aquel día hasta le había cambiado las pilas para no perderse nada del trascendental partido. Cuando empezó el partido, Manolo se separó del grupo para que las conversaciones de sus amigos y de sus mujeres no entorpecieran la escucha. De repente, empezó a gritar el gol. Chuma Rández había conseguido adelantar a Osasuna. La alegría de todos era ahora incontenible. Pero había que esperar. Los minutos se hicieron eternos. Fran y Juanjo peloteaban sin atreverse a preguntar cómo iba el partido. Manolo había subido a tope el volumen del transistor, pero ellos solo oían una lejana letanía y veían la cara de tensión de Manolo. Sabido es que los niños no saben esperar. Trataban de exorcizar su miedo a la remontada murciana, golpeando el balón cada vez más fuerte y largo, lo que les permitía alejarse unos segundos del grupo de adultos y del aparato que podía transmitir las malas noticias. Manolo, de repente, alzó los brazos y se puso a bailar. Aquello solo podía significar que se había consumado el ascenso. Rández, el suplente del pichichi Iriguíbel, se convertía en el inesperado héroe del regreso de Osasuna a la historia de los grandes.

    Además de subvencionar los cromos de Fran y de patrocinar los balones que protagonizaron sus primeras patadas, Gloria también fomentó la pasión futbolera de su hijo con la permisividad que siempre mostró ante las demandas de juego hogareño de su hijo. El estrecho pasillo de casa, una vez cerradas todas las puertas, se convertía en una chancha magnífica. En ese minúsculo espacio se podían practicar regates imposibles, paredes —no metafóricas, sino reales— y ajustados tiros. Eso sí, solo admitía una pelota pequeña —con una normal sería imposible marcar gol— y un jugador por equipo. Generalmente, Fran jugaba contra Juanjo, o con Roberto, un vecino del portal. Pero si estos fallaban, Gloria no dudaba en jugar con su hijo. Fran también jugaba partidillos con su padre en la calle. Y, aunque solía ganarle, Fran sabía intuitivamente que su padre era invencible y que rebajaba su fuerza y su habilidad para permitir su victoria. Pero con su madre era distinto. Con ella siempre pensaba que le ganaba por sus valores futbolísticos. Porque a veces su madre demostraba insospechadas virtudes como portera. Ella decía que era tan buena como Miguel Ángel o como Arconada. Eso picaba a Fran, que ya no veía enfrente a su madre, sino al arquero donostiarra, con su camiseta bicolor —negro para los hombros y azul para el resto—. Redoblando sus esfuerzos y lanzando cañonazos increíbles, finalmente siempre lograba meter uno o dos goles con los que terminaba ganando el disputado partido domiciliario.

    Esa primera temporada de Osasuna en primera división resultó mucho mejor de lo esperado. Con un equipo repleto de jugadores de la casa y mínimos —aunque importantes— refuerzos —llegaron el portero Basauri y el defensa Castañeda—, sellaron para siempre las señas de identidad de Osasuna: lucha, entrega, compromiso, garra, valentía. La sobriedad de los porteros, la fortaleza física de los defensas —Mina, Lecumberri, Gabari, Macua, Esparza—, se complementaba con la brega de un centro del campo que combinaba la calidad y veteranía de Clemente Iriarte con la pujanza de los jóvenes Bayona, Lumbreras y Rípodas. La culminación del equipo llegaba con la perfecta combinación de tres atacantes distintos y complementarios: la mágica e indisoluble trinidad del clásico Echeverría, Iriguíbel y Martín.

    Fran se aprendió de memoria esa plantilla porque estuvo colgado de la pared de su habitación durante más de una década el póster que Diario de Navarra elaboró con la foto de todos sus integrantes. A su padre no le hizo gracia que colgara con chinchetas ese póster en el papel pintado de su habitación. Otra vez fue Gloria la indulgente. «Déjale. Es lo único que recuerda que es la habitación de un chico. En lo demás podría ser la habitación de su abuelo».

    Ese precedente resultó mucho más fértil de lo que podría imaginar su madre, pues alrededor del póster fueron germinando otras fotografías y recortes de prensa con las gestas rojillas… y con alguna otra proeza del equipo ciclista del Reynolds de Arroyo, de Laguía y de Perico Delgado. Pero todas las imágenes giraban en torno al vórtice del póster de aquel Osasuna 80-81.

    El equipo de Alzate se convirtió en el equipo revelación que, en sus primeras temporadas entre los grandes, logró colarse en la zona media de la tabla. En su debut en primera, entre otros, cayeron equipos como el Valencia, el Sevilla, y hasta el Athletic de Javier Clemente. Un Barcelona con hombres como Migueli, Asensi y Quini, que acompañaban a la pareja de extranjeros Schuster y Simonsen también perdió 1-0 en El Sadar. Es cierto que no era un Barça glorioso. Más bien, era un equipo que deambulaba errático por unas ligas que fueron ganadas por los equipos vascos, siendo el Madrid el aspirante a batir. Aun así, tenía mucho mérito derrotar a uno de los grandes.

    No tuvo mucha suerte Fran, porque en su ansiado bautizo en El Sadar no tuvo su noche su equipo del alma. Visitaba Pamplona el que en ese momento estaba más en forma: la Real Sociedad. Su padre pensó que era el partido más importante del año y que no podían perdérselo.

    Como regalo de Navidad, Fran recibió entusiasmado la noticia. Dos horas antes del comienzo, Fran y su padre llegaron a las puertas de graderío sur una fría noche de enero. Ya había unas colas inmensas, pues las entradas entonces no estaban numeradas y todo el mundo aspiraba a coger el mejor sitio posible. Cuando hora y media antes del comienzo del partido se abrieron las puertas, los empujones y avalanchas arrastraron literalmente por el aire al pequeño Fran, que apenas pudo mantener agarrada la mano de su padre. Una vez dentro, la escasa estatura de Fran le impedía ver completamente el terreno de juego, pues salvo en algunas privilegiadas partes del campo, no había butacas y el fútbol se veía —y se vivía— de pie. Fran tenía que ponerse de puntillas y oscilar constantemente entre los hombros de los aficionados que tenía enfrente para poder ver las jugadas. El ruido era atronador. El humo de los farias, asfixiante. El frío subía desde los pies hasta las orejas. Y Osasuna no carburaba en una aciaga noche en la que Peio Uralde marcó tres goles para una Real Sociedad que ganaría esa liga y la del año siguiente.

    Lógicamente, la dura derrota no mermó ni un ápice el osasunismo de Fran. Las gravosas condiciones de El Sadar tampoco. Fueron inesperadas y desagradables. Pero conforme pasaba el tiempo, el recuerdo de los empujones, de los cánticos, del humo, del frío y del resto de las incomodidades fueron generando un aura mística que le empujaba a volver. Porque aquel sitio rudo y violento, enjaulado y desapacible era un lugar para adultos. Para adultos que compartían pasiones y emociones que solo se percibían allí, sobre el cemento y entre el humo y la fría niebla. Un lugar al que quería pertenecer.

    Pero Fran tardaría en volver a ese lugar privilegiado de un campo que empezó a convertirse en un terreno hostil para los visitantes. La fortaleza del equipo en El Sadar comenzó a hacerse legendaria. Las leyendas necesitan alimentarse de épicas victorias y del reconocimiento de los enemigos. También necesitan de bellos relatos para perpetuarse. Uno de los más memorables nos lo regaló el entrenador del Valladolid tras perder claramente por 2-0. En la rueda de prensa, Paquito reconoció la superioridad rojilla, y para ilustrarla comparó al equipo con «una banda de indios que atacan por todos lados».

    Quizá otra afición y otro equipo se hubieran molestado con la comparación. Pero el osasunismo la tomó como un halago, y quedó encantado de aparecer como el molesto y austero enemigo que quiere ser eliminado por otros, que cuentan con más medios y con mejores especialistas, pero que sabe defender su territorio con las armas de la fiereza, la bravura y la lucha sin cuartel.

    Los indios necesitan caza mayor. Para que Pamplona fuera un auténtico territorio comanche era preciso cobrar la mayor pieza de todas: la del arrogante séptimo de caballería que encarnaba el Real Madrid.

    Fran había pedido a los Reyes Magos ver ese partido. Pero, a veces, hasta la magia de Oriente tiene sus límites. Recibió en lugar de las entradas un Mikasa de reglamento que recibió encantado. Y recibió también una bufanda de lana roja y azul que Gloria le había tricotado durante las tardes invernales. Fran nunca hubiera podido imaginar que lo que su madre hacía mientras él hacía la tarea del cole podía llegar a convertirse en una prenda tan longeva y especial. Tampoco percibió en aquel momento la preocupación de su padre por su precaria situación laboral. El caso es que con febrero llegó a Pamplona el séptimo de caballería. Fran tuvo que seguir el épico partido por la radio. Fue un partido para engrandecer la leyenda de El Sadar. El Real Madrid había conseguido remontar con rapidez el esperanzador gol de Martín. Pero en la segunda parte llegó el turno de los otros delanteros rojillos. Primero Iriguíbel y luego Echevarría materializaron una inesperada remontada. El Sadar se había convertido ya en territorio comanche.

    En los hechos relatados al inicio de este relato, dejábamos a un Fran ilusionado con su equipo y con muchas ganas de ver al Real Madrid. Y a un padre que aparentaba ofrecer una leve resistencia a ese deseo de Fran, poniéndole obstáculos que evitaran una posible desilusión.

    —¿Sabes cuántas veces había ganado Osasuna al Real Madrid antes del año pasado? Solo dos. ¿Sabes cuándo había sido la última vez? En 1958.

    —¿Y qué? —contestó desafiante Fran—. Podemos volver a ganarles.

    —¿Crees realmente que Osasuna puede ganar al Real Madrid dos temporadas seguidas y en el mismo año natural?

    —Bueno, puede que no —reconoció Fran—. Pero al menos quiero ver cómo pelean contra el Madrid —concluyó tercamente el chico.

    Su padre sonrió. Y dijo:

    —Bueno, pues si a tu madre no le parece mal y no le importa hacer una cola de dos horas por las entradas, podemos ir. Pero si pierden no te quedes enfadado, como el día de la Real Sociedad.

    Fran se giró hacia su madre, y antes de que pudiera hacerle la pregunta, esta asintió, limitándose a preguntar:

    —¿Cuándo hay que ir a por las entradas?

    —Desde el martes a las diez —contestó Fran.

    Las entradas se vendían anticipadamente en los bajos del edificio de la Caja Municipal. Allí se plantó Gloria desde las nueve y media. Las colas eran larguísimas. Y eran mayoritariamente femeninas, pues en esos horarios solo las mujeres que no trabajaban y los jubilados podían estar en ellas. Tardó dos horas y media en conseguir las dos entradas. Pero no se aburrió demasiado, porque las conversaciones entrecruzadas en las colas eran muy divertidas. Especialmente, cuando una mujer afirmó, en un tono más alto de lo que la prudencia aconsejaba, que ella estaba allí porque «quería ver a Juanito». Varias voces le recriminaron esa inesperada y traicionera devoción, y trataron de convencerla de que en Pamplona solo se debía apoyar a Osasuna. Pero la señora lo tenía muy claro. Dijo que a ella no le gustaba el Madrid. O, mejor dicho, que a ella solo le gustaba el Madrid por Juanito: «Es el único que da espectáculo. Me encanta su mala leche. Y su genialidad. El fútbol es muy aburrido cuando no está Juanito».

    Cuando Fran volvió del colegio, no tuvo ni que preguntárselo. Gloria le esperaba con las entradas en la mano. Eso sí, le advirtió que en el ambiente flotaba la amenaza de Juanito. Todo el mundo afirmaba que vendría con ganas de revancha y que podía armar una buena.

    El partido fue legendario. De los que robustecen el mito de El Sadar como fortín inexpugnable. Como terreno minado. Como territorio comanche. Aquel partido tuvo de todo. Tantas cosas pasaron que, si no fueran ciertas, podrían tenerse como una inverosímil ensoñación de un cronista hiperbólico y tendente a la fabulación.

    Generalmente, las crónicas engrandecen las gestas futbolísticas. Pero, en partidos como este, las palabras son ineficaces para transmitir las emociones que esa tarde invernal se vivieron.

    Fútbol lo que se dice fútbol no hubo. O, mejor dicho, fútbol bonito. El otro fútbol, el de la brega, la presión y el de la disputa de cada balón como si se fuera en ello la vida hubo a raudales. El Madrid empezó dominando. Por las dos bandas llegaba el peligro. Juanito aparecía por los lugares más insospechados. El medio del campo estaba dominado por el fino Ricardo Gallego y por el férreo Uli Stielike. Uno guiaba el balón siempre con la cabeza alta. El otro con su bigotuda cara de pocos amigos, rebañaba todos los balones divididos. Solo los puños de Basauri —por eso le apodaron Mazinger— y el desacierto blanco evitaron que el balón se alojara en las redes rojillas.

    En una jugada aislada, el imprevisible Martín centró al área. Echeverría recibió el balón tocándolo hacia atrás y abriéndose hacia el lado izquierdo del área. Allí recogió de nuevo el balón para

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