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Egan Bernal y Los hijos de la cordillera: Viaje al país de los escarabajos
Egan Bernal y Los hijos de la cordillera: Viaje al país de los escarabajos
Egan Bernal y Los hijos de la cordillera: Viaje al país de los escarabajos
Libro electrónico314 páginas5 horas

Egan Bernal y Los hijos de la cordillera: Viaje al país de los escarabajos

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«Egan Bernal y los hijos de la cordillera. Viaje al país de los escarabajos» es un amplio recuento del desarrollo del ciclismo profesional en Colombia. Guy Roger, reportero desde hace más de treinta años en el diario deportivo francés «L’Équipe», ha viajado a nuestro país, donde la tragedia y las dificultades se entrelazan con los sueños y los triunfos. El amor por el ciclismo, en los escarabajos, surge entre las montañas y los valles colombianos, a lo largo de las laderas de los Andes, en un paisaje que se narra en presente para revivir cada carrera. En las historias de los principales corredores, a partir de la década de 1950, el autor resalta el valor de los esfuerzos colectivos que condujeron a la victoria de Egan Bernal en el Tour de Francia 2019 y que abren el camino para las futuras generaciones. Traductora, Katerina Sierra Fiodorova; prólogo de Carlos Vives. Coedición digital Luna Libros - Laguna Libros – eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento10 may 2021
ISBN9789588887357
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    Egan Bernal y Los hijos de la cordillera - Roger Guy

    Parte I

    La saga Bernal

    1.

    Zipaquirá para siempre

    Ese colegio era un castigo

    y esta ciudad helada, una injusticia.

    Gabriel García Márquez

    (interno en un colegio de Zipaquirá)

    El 7 de agosto de 2019, un helicóptero de las Fuerzas Armadas trajo de regreso como un héroe a Egan Arley Bernal a su casa, en Zipaquirá, en el corazón de la cordillera central, a unos 40 km de Bogotá. Él aún no lo percibe, pero al ganar el Tour de Francia su vida rompió la barrera del sonido, entró en otra dimensión. No hay nadie mejor en el ciclismo y tal vez en el deporte. Su vida anterior ya no existe. Colombia está a sus pies y el mundo entero se rinde ante su talento. Bernal es la quintaesencia del ciclismo colombiano de ayer y hoy. Tiene veintidós años y lo llaman de todas partes. Para filmar comerciales, asistir a programas televisados o a elegantes eventos oficiales. El 28 de julio de 2019, el día de su triunfo en los Campos Elíseos, París le rinde homenaje. «La torre Eiffel que se aburría tan sola en su rincón» sacó sus lentejuelas y brilló en amarillo, azul y rojo, los colores de Colombia. En todas, todas partes «y a d’la joie»[1], como también dice la canción de Trenet. Ese mismo día, varias asociaciones por la paz organizan una marcha blanca en Bogotá con su retrato encabezando el cortejo. El gabinete de la presidencia de la República le propuso celebrar su camiseta amarilla en el palacio de Nariño, en la capital colombiana. Pero en vez de las grandes ceremonias, él prefirió el ambiente de Zipaquirá, su ciudad, donde creció, allí donde los soldados españoles del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada se encontraron con la última resistencia indígena.

    Esa decisión tiene un sentido. Dudamos que sea político, incluso aunque el marco de la reunión haya sido la plaza de la Independencia. Familiar, seguramente. El lugar es cálido, festivo, casi íntimo. Las ocho mil personas presentes no son más que una, se retuercen, se agitan y murmuran ante cada frase de su caballero andante. Hacen pensar en los latidos de un enorme corazón que van subiendo al cielo. Fue en este lugar donde el joven Bernal, nacido un 13 de enero, como Marco Pantani, tuvo sus primeras emociones en la bicicleta de montaña, terminó su bachillerato en un colegio cercano donde otra celebridad, Gabriel García Márquez, cursó el suyo. Para este encuentro invitó a los Veteranos, que deben escribirse con V mayúscula por todo lo que le aportaron al ciclismo colombiano en las carreteras del Tour o en otras. Desde el más ilustre, Efraín «El Zipa» Forero, primer ganador de la Vuelta a Colombia en 1951, hasta Mauricio Soler, camiseta de puntos de mejor escalador en 2007, héroe desafortunado después, pasando por Martín Emilio Cochise Rodríguez —recordman de la Hora, elegido como el mayor deportista del siglo XX en Colombia—, Patrocinio Jiménez, Fabio Parra o Lucho Herrera, tres célebres representantes de la gran época «Café de Colombia» durante los años 1980. Fabio Rodríguez, su primer entrenador de ciclismo de montaña en la escuela municipal, antes profesional en el Mapei-Clas junto a Tony Rominger, también está presente y abraza la camiseta blanca de mejor joven del Tour 2019 que Egan le regaló. El cenáculo toma asiento en la primera fila. El joven laureado se dirige primero a ellos. Sabe lo que les debe. Sabe que es tan sólo el heredero de una larga historia donde la bicicleta y la cordillera, la bicicleta y el Tour, no han dejado nunca de engendrar personajes increíbles, héroes mucho más allá de la ficción. Bernal les agradece ampliamente, insiste sobre la importancia de su «papel pionero», sobre «los sueños y las vocaciones» que despertaron. No se olvida de nadie. Ante el micrófono, le dirige un saludo afectuoso a Nairo Quintana y a Rigoberto Urán, cada uno segundo en el Tour, que ese día se encuentran en otras latitudes y lo «guiaron, acompañaron y reconfortaron en [sus] inicios».

    Una ola de alegría recorre la ciudad. Frente al museo arqueológico, los que quieren tomarse una selfie delante de un mural de veinte metros de largo deben hacer fila. El campeón en camiseta amarilla sostiene un clavel rojo en la mano derecha, recuerdo de un tiempo en el que Flor, su madre, trabajaba en un vivero entre cultivos de claveles. A su derecha, un niño monta una pequeña bicicleta amarilla que curiosamente se parece a la vieja bicicleta con cables visibles de freno en la que él aprendió a pedalear. Alrededor, los artistas pintaron mariposas de color amarillo volando, como en Macondo, el famoso pueblo en el corazón de la trama de Cien años de soledad, la novela más conocida de García Márquez, la única obra contemporánea que puede competir con La odisea por su alcance cósmico y que narra la historia de ese pequeño pueblo del Caribe. Bernal lo soñaba pero estaba lejos de imaginarse que obtendría tan pronto, como su honorable predecesor, el «premio Nobel» de ciclismo. Y aunque al principio «Gabo» —al igual que Egan, de familia humilde— manifestó su alegría al ganarse una beca para terminar la secundaria: «fue como haber ganado un tigre en una rifa», muy pronto sus tres años de internado, entre los viejos muros de una edificación austera, lo volvieron muy malhumorado. «Ese colegio era un castigo y esta ciudad helada, una injusticia», se quejaba.

    Nada de todo esto en el campeón en ciernes, quien tuvo que hacer malabares entre su educación en la Institución Educativa Municipal de Cundinamarca y el ciclismo de montaña, además de triunfar, pues terminaría por obtener una beca e incorporarse a la Universidad de La Sabana. «Egan era un alumno sin precedentes», recuerda María Patricia Ochoa, rectora de la institución.

    Asiduo, discreto, tímido, pero terriblemente determinado. Siempre iba hasta el final de lo que decidía. Para completar su último año, junto con otros dos compañeros crearon y rentabilizaron una pequeña empresa, La Conejera Limitada[2], un criadero de conejos de Nueva Zelanda. Egan, Michael y César hacían todo ellos mismos, incluso las vacunas. Las etapas iban desde la reproducción hasta la venta, pasando por la maternidad, el engorde y el sacrificio. Luego empacaban la carne al vacío y el cliente tenía incluso la opción de hacer el pedido a domicilio. Me sorprendió mucho enterarme un día de que quería volverse periodista político.

    Habla de él con mucha gentileza y afecto. Pero Bernal ya no sigue siendo el muchacho discreto y silencioso que ella conoció. En la tarima, micrófono en mano, contando fragmentos de su Tour de Francia con humildad y respeto, con una voz dulce, da la impresión de estar sentado en la mesa familiar. El tono se vuelve más firme al evocar el veredicto de las tres semanas del Tour: «Al final, la carrera pone a cada uno en su sitio».

    La multitud alegre se dispersa. El hijo pródigo agradece por centésima vez: «es un honor para mí estar delante de ustedes», antes de dirigirse a nuevas entrevistas bajo el domo de la Catedral de Sal, construida una centena de metros bajo tierra, cerca a vestigios de antiguas minas de sal explotadas por los indígenas muiscas. Un monumento considerado hoy en día como patrimonio mundial de la humanidad. No existe un mejor cuadro para sellar un evento, para entrar en la Historia. Como un guiño al pasado, Germán, su papá, que lo acompaña, fue guardia de seguridad en este lugar durante años. Hace un año, Egan decidió que podía cubrir por sí mismo las necesidades de su familia y consideró que su padre había trabajado suficiente. Germán entregó su gorra y su uniforme de vigilancia. Por su parte, Flor, su madre, dejó de ser empleada doméstica en otras casas.

    En Zipaquirá, todo el mundo conoce la pequeña historia de esta banda de jóvenes que dos veces a la semana salían en bicicletas de montaña a la conquista de los senderos del Parque de la Sal, la colina bajo la cual está escondida la catedral. Egan tuvo su primera licencia a los ocho años. «No puedo decir que era más fuerte que los demás», afirma Fabio Rodríguez, que lo vio eclosionar. «Pero tal vez ya tenía una mentalidad que le permitió superar los obstáculos uno tras otro, a diferencia de los demás, más talentosos pero más frágiles. Era un niño muy disciplinado, atento a todo, con una buena lectura de la carrera y que siempre hacía más de lo que yo le pedía. No me acuerdo de haberle hecho nunca un solo reproche. Un muchacho muy encantador». Después de la generación Bernal, otros chinos —los muchachos de aquí— han seguido y siguen desafiando esos filos de pendientes al 20% entre los eucaliptos centenarios. Egan siempre había prometido echarle una mano al club que lo vio nacer. Mantuvo su palabra y convenció al gobernador de adquirir 2.500 bicicletas, de inmediato distribuidas a los niños de Zipaquirá. «Bicicletas de iniciación de la marca GW, pero de muy buena calidad», afirmó Fabio Rodríguez.

    No queda más que salirse del marco y hacerse a un lado. «El Zipa» Forero, que también fue el primero hace setenta años con su Vuelta a Colombia, es el más conmovedor: «Egan me ayudó a levantarme. A recobrar un poco de dignidad en las piernas, a las que les cuesta trabajo seguir». El regreso del héroe, o más bien de los héroes, es sublime.

    Tontamente al final, no se sabe por qué, uno tiene ganas de dar a su vecina un abrazo espontáneo y emocionante. Se habrá tenido que esperar treinta y seis años para que esa transición interminable entre la generación de Lucho Herrera y la de Egan Bernal conozca un epílogo en forma de reconocimiento, la conquista de la prestigiosa camiseta amarilla del Tour de Francia.

    [1] Abreviación de la expresión «Il y a de la joie», que traduce en español «Hay alegría». Es el título de una reconocida canción de Charles Trenet escrita en 1936. [N. de T.].

    [2] Existe una huella de La Conejera en Youtube. Las imágenes se pueden ver en el siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=0b648Lv67sE

    2.

    Por mucho tiempo, Germán,

    su padre, pisó el freno

    Déjalo que lo pase mal. Sufrir espabila, le va a ayudar a crecer y a forjarse el carácter.

    Fabio Rodríguez

    (su primer entrenador)

    Egan Bernal hizo la primera contrarreloj de su vida unas horas antes de nacer y de manera precipitada. Flor Marina, su madre, había ido como todos los días a trabajar, en un cultivo a 4 km de Zipaquirá. Pero en la tarde del 13 de enero de 1997, en Agrícola Guacarí, donde selecciona los claveles destinados a la exportación, el dichoso evento que estaba esperando desde hacía nueve meses se presentó sin previo aviso. Se dirige al hospital de Zipaquirá donde Germán, su marido, se reúne con ella. Son recibidos por piquetes de huelga y ninguna ambulancia acepta llevarlos hasta Bogotá. El tiempo apremia, las contracciones son más frecuentes y los futuros padres parten en taxi hacia la capital. Cuando por fin llegan a la clínica San Pedro Claver, son las ocho de la noche. Les tomó más de dos horas recorrer 40 km. El servicio nocturno está desbordado y, antes de ser examinada, Flor debe esperar otras dos horas en un corredor donde un médico considera que se le debe administrar una dosis de pitocin, una hormona utilizada para inducir los partos que implica riesgos cuando es mal dosificada. El bebé nace a las 11:55 p.m. pero la mamá termina en cuidados intensivos a causa de una violenta crisis de taquicardia.

    Germán, el papá, no vio nada, no pudo hacer nada. En la entrada de la clínica, donde las personas están sentadas en el piso, y se niegan a evacuar, un guardia de seguridad —un oficio que Germán conoce bien— le prohibió el acceso por medida sanitaria. Pero su hijo está bien. Saben desde hace mucho tiempo que será un niño, por el médico de la familia, José Bulla, amigo de toda la vida y quien le curó con frecuencia las heridas a Germán Bernal cuando usaba la camiseta del Ciclo Ases e iba a «fregar» en los turismeros, esas carreras de aficionado con piñón fijo, verdaderas batallas campales entre trescientos competidores. El día que diagnosticó el embarazo de Flor, el doctor Bulla, apasionado por la mitología y la etimología, asegura haber tenido un presentimiento y cuenta: «Le dije lo siguiente: ese niño te lo envía el cielo. Hará grandes cosas en la vida. Déjame escoger su nombre y concédeme el honor de ser su padrino». A Flor no le convence mucho Egan. No combina bien con Bernal. Pero el doctor insiste: «En griego antiguo, Egan es un triunfador, un hombre que emprende y jamás se rinde. Es también el que domina el fuego. Tiene su propia luz, tan luminosa, tan atrayente, que Afrodita se enamoró de él». Flor se rinde ante sus argumentos con una condición, ella decidirá sola un segundo nombre. En el registro civil, el nombre completo de su primer hijo es: Egan Arley Bernal Gómez. Dejando de lado la leyenda griega, eso no le impide al recién nacido padecer una severa neumonía a los seis meses, que les hace preguntarse a sus jóvenes padres si las «vibraciones» del doctor Bulla no serían producto de una fantasía.

    En el barrio Bolívar 83, la vida no es fácil para la pareja Bernal y su hijo. Con sus pocos ingresos consiguen una vivienda de interés social. El término «vivienda» es casi indecente. Su casa es una capa de cemento, cuatro muros de ladrillo y nada más. Toda la familia, cuñados, primos, amigos, deben ponerse manos a la obra para que Egan tenga un techo decente. Mientras tanto, el abuelo, Julio Bernal, los hospeda. Un recuerdo amargo: «Siempre había que contar la plata para ir a comprar arroz. Y cuando alcanzaba para la comida, no alcanzaba para nada más». Una realidad que el futuro ganador del Tour 2019 nunca escondió. En una entrevista concedida a la periodista Vicky Dávila, en W Radio, lo recuerda discretamente: «Mis padres pasaron por momentos difíciles. Se levantaban a las cuatro de la mañana. Mi madre tenía que cocinar para dejar hecho el almuerzo y con frecuencia volvía tarde en la noche porque trabajaba horas extra».

    En una familia en la que su padre, sus tíos, sus primos montan en bicicleta, Egan se lanza a los cinco años, sin las ruedas auxiliares, claro está. A los ocho, gana su primera carrera. El golpe de dados del destino. Es domingo, se pasea por las calles de Zipaquirá con su padre cuando se encuentra con un tumulto. Muchachitos de su edad chillan de la emoción. Dentro de un momento, montados en sus pequeñas bicicletas se lanzarán al abordaje del circuito trazado por el organizador, el Instituto Municipal de Cultura y Deporte de Zipaquirá. Egan quiere participar, pero se topa con una negativa categórica de su padre. Se necesita un casco, pagar cinco mil pesos para la inscripción y ellos no tienen ni lo uno ni lo otro. Egan insiste, encuentra un casco de adulto. Un amigo de la familia presta el dinero. A pesar del casco que se le baja hasta los ojos, se lo lleva todo: un año y medio de suscripción al club municipal, una camiseta, un pantalón corto de ciclismo, una lata de gaseosa ¡y un pollo asado! ¡Una suerte esa suscripción que sus padres jamás habrían podido pagarle! También la fortuna de haber dado con un amigo de su padre como entrenador: Fabio Rodríguez, doce temporadas como profesional hacia los años 1990 y quien también respaldó durante mucho tiempo a Tony Rominger en sus Vueltas a España bajo la camiseta del Mapei-Clas. En 1991, Fabio, el pequeño escalador de los Andes, se adjudicó el Clásico RCN y en 1993, la Vuelta a los Valles Mineros, antes de retirarse en 1996 y regresar a vivir en Zipaquirá. Hace tiempo, con Bernal padre usaron la misma camiseta en Ciclo Ases, uno de los mejores clubes de aficionados del país, y con frecuencia rodaron lado a lado entrenando en las estribaciones de Cogua o en el Alto de Las Margaritas. Es después, cuando los caminos se separan, cuando unos van hasta el final de sus sueños y otros llegan a la fábrica, que la vida puede parecer bella o injusta. Germán tenía cualidades y soñaba con volverse profesional. Incluso participó en un Tour de la Juventud, pero no escalaba lo suficiente. Sin embargo, no contaba los sacrificios ni las horas que pasaba en su bicicleta. Cuando Egan quiso participar en su primera carrera, su padre hizo todo lo posible por disuadirlo y mucho tiempo después seguiría pisando firme los frenos. «Quería evitarle que conociera las mismas desilusiones que yo tuve, la bicicleta es mucho sufrimiento». Para desanimarlo, organiza salidas demasiado duras, interminables. Su muchacho sufre el golpe y luego, una vez atrás el momento de desánimo, Egan vuelve a la carga: «¿Adónde iremos la próxima vez?». Fabio Rodríguez, testigo de ese sube y baja, le sugiere otra perspectiva: «Déjalo que lo pase mal», le susurra a Germán. «Sufrir espabila, le va a ayudar a crecer y a forjarse el carácter».

    En 2005, Egan se une a la veintena de licenciados bajo las órdenes de Fabio Rodríguez. Dos veces a la semana los lleva al bosque de eucaliptos del Parque de la Sal, la colina que domina la ciudad. Escalan y ruedan cuesta abajo. «Algunos días, una empresa de madera viene a talar eucaliptos y los corta aquí mismo. Pongo a los muchachos a cargar los troncos hasta el camión del aserradero. El ejercicio los entretiene. Para trabajar la resistencia, la respiración, te lo recomiendo». Por teléfono no dice nada más y la conversación se termina con una invitación abierta: «Lo mejor es que vengas aquí para ver cómo funcionamos. Desde hace diecisiete años cuando todo empezó hemos crecido, pero el fondo sigue siendo el mismo. El único cambio desde la época de Egan es el nombre del equipo. Ya no nos llamamos Instituto Municipal de Cultura y Deporte sino Parque de la Sal, el lugar más simbólico de Zipaquirá, encima de la Catedral de

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