Del corazón a mis piernas
Por Milton Ramos
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Del corazón a mis piernas - Milton Ramos
Contraportada
1. Una infancia difícil sobre dos ruedas
1979. En Honduras se había decidido promover y fomentar una educación para el desarrollo rural y para Catacamas, el municipio en el que nací, donde había varias propuestas de acción que costó sacar adelante. Para finales de ese mismo año, no se había logrado progresar mucho que digamos, a pesar de que las iniciativas iban indicadas, sobre todo, a la comunidad rural.
En ese lugar, con ese panorama no demasiado halagüeño, nací yo un 12 de diciembre.
Catacamas es capital del departamento de Olancho, una de las regiones más extensas de Honduras. Pero allí pasé poco tiempo; a los tres años nos mudamos a El Porvenir, de donde era oriunda mi madre. Otro municipio, otro departamento; un pueblo no muy grande ni demasiado pequeño.
Por entonces era el menor de dos hermanos fruto del matrimonio de mis padres. Pero su unión no duró demasiado: justo antes de nacer yo mis padres se separaron y, aunque conozco a mi padre, el trato con él ha sido mínimo. Jamás he vivido con él. Y cuando nos trasladamos a El Porvenir fue porque toda la familia de mi madre residía allí. Desde entonces residiríamos con mis abuelos, los que han sido mi familia principal durante toda mi vida.
Más adelante nos trasladaríamos a Tegucigalpa, capital de Honduras, porque mi abuela decidiría separarse de mi abuelo —quien se había dado a la bebida y alcoholizado después de caer en una profunda depresión por haber perdido un ojo en una pelea—. Entonces es cuando mi abuela decide volcarse en sus hijos y busca un nuevo horizonte, esta vez en Tegucigalpa.
Siempre digo que mi abuela es mi ídolo, porque no volvería a casarse y en lugar de ello se entregó en cuerpo y alma a su familia. En Catacamas es donde mi madre conocería a mi futuro padrastro, con quien tendría a la que es mi hermana menor, y quien, esta vez sí, estará presente en mi vida hasta los 24 años. Pero antes de eso suceden muchas cosas en mi casa, donde el único que se interesaba por el deporte era yo. Nadie más; era la pata torcida de la mesa que baila, el patito feo que se interesaba por cosas extrañas y que no tenían razón de ser. Debían de pensar que ocultaba algo, porque usar bicicleta no era propio de una persona de bien por aquella época en aquellos lugares.
Crecí en uno de los barrios más conflictivos de la capital de Honduras, donde es complicado incluso llamar a un taxi a determinadas horas de la noche. Algunos ni te llevaban y otros te dejaban donde ellos creyeran que era seguro. A veces había que caminar durante varias manzanas, lo que aún entrañaba más peligro que ir en coche. La opción más inteligente era, por defecto, no salir de casa tras la puesta de sol, como si un toque de queda invisible se impusiera silenciosamente.
Sin embargo, eso contrasta con la mayoría de gente trabajadora, buena y noble residente en el barrio. Entre los nueve y diez años teníamos una pista cerca de casa que estaba habilitada para hacer salto en BMX-cross, bicicross y demás actividades en bicicleta. Yo iba a ver practicar y después volvía al barrio, a unas ocho o diez manzanas de distancia, corriendo tras ellos. Luego se sentaban en la acera frente a mi casa, donde me mandaban a comprar tabaco. Era lo que esperaba con ansia, porque a la vuelta el premio por el recado era dar una vuelta con sus bicis a lo ancho de la calle. Sí, a lo ancho, que no era mucho, pero era lo más seguro y, de todas formas, era mucho más que nada. Para mí, cualquier cosa, por poquito que fuera, era ya un motivo para disfrutar de la felicidad que me daba montar en bicicleta.
Y es que en Honduras el ciclismo tardó en ser reconocido como deporte; era algo de carteristas y maleantes, que utilizaban las bicicletas para tener un transporte rápido, versátil y útil para callejear entre las travesías y las viviendas. Nosotros teníamos un perro cuyo objetivo era cuidar la casa —hay muchos hogares en toda Latinoamérica en los que, para cuidar de la casa, tienen incluso alarma o vigilancia, pero siempre se ha tenido perro, era el vigilante más barato y eficaz—. Yo ni siquiera podía acariciarlo de tan arisco y bravo como era, pero claro, esa era su función. No obstante, yo tenía muy claro desde el principio lo que me gustaba, y por mal que estuviera visto yo no alcanzaba a comprender cómo el hecho de disfrutar sobre una bicicleta podía relacionarse con algo malo.
De hecho, la primera vez que salí en bicicleta —cuando al fin tuve una, ya adelantada la adolescencia— regresé tarde y a mi abuela se ve que no le cayó bien la noticia. Al día siguiente, cuando fui a por la bici temprano, serían como las siete de la mañana, comprobé que le había puesto un candado para que no pudiera salir. Tuve que pedirles una cizalla a los vecinos para cortarlo y ahí me vi envuelto en una oscura trama en la que los vecinos fueron cómplices porque, recordemos, salir en bicicleta era propio solo de la gente de mal.
Ahora lo recuerdo como una anécdota graciosa, pero por aquel entonces no era algo por lo que mi familia se riera demasiado. Y sin embargo, lo que son las cosas, la abuela, que era la primera en ponerme obstáculos para impedirme salir en bicicleta, se acabaría convirtiendo en mi fan número uno. Ahora estoy en España y ella en Honduras. Después, en mi época de ciclista más experto en Honduras, me acompañaba siempre; como fuera, ella tenía que estar.
De hecho, cuando ya se aceptó un poco más la situación, ella se movería en autobús y yo en bicicleta porque no había dinero para todos. La situación económica no era la mejor y que tuviera un vehículo con el que moverme al final supuso un pequeño alivio para los gastos familiares.
Porque aunque la bicicleta necesitaba recambios y arreglos, estos eran más bien rústicos, artesanales, por decirlo de algún modo, para tratar de ahorrar lo máximo posible. Recuerdo que en las bicicletas que alquilaba había que poner la zapatilla en la cubierta para frenar porque las bicicletas no tenían frenos. A veces incluso se desmontaban algunas piezas. Estaban hechas polvo, pero en el tiempo que pasaba montando era el niño más feliz que podía haber en aquel entorno hostil.
Empezar siempre es difícil
Siguiendo con la precariedad, a mis ocho años vivíamos en una cuartería —una nave larga con divisiones separadas, con una puerta y una ventana de unos doce o catorce metros cuadrados— donde teníamos la cocina, los dormitorios… un hogar, austero y minúsculo, pero un hogar al fin y al cabo. Por entonces yo salía a vender sandía ya troceada —la sandía era de una vecina— para poder ganar unas monedas con las que ayudar a la economía familiar.
Un día, un vecino de la cuartería me animó a ir a montar en bicicleta. Por entonces aún no tenía bici propia. Me dijo que íbamos a alquilar media hora de una bicicleta —lo que costaba unos cincuenta centavos de Lempira, diez céntimos de euro—. Me advirtió que teníamos solo media hora para que yo aprendiera a montar en bici. Con ocho o nueve años que tenía, le pregunté que cómo pretendía que aprendiera en media hora. «Es lo que hay», me dijo Wilmer, aquel amable niño —éramos unos niños los dos—.
Sin pretenderlo, Wilmer marcó un antes y un después en mi relación con las bicicletas, lo más bonito del mundo. Estas adversidades, lejos de poner trabas por las que rendirme, son las que hacían crecer mi pasión por la bicicleta.
Justo después de aquello empecé a buscar dónde trabajar como loco para ganarme unas monedas y así poder alquilar una bicicleta. En casa hacía mucha falta y, además, ya sabía cuánto costaba alquilar una bicicleta y aquello no podía quedar en una única anécdota.
Yo seguía siendo apenas un mocosillo de nueve años, pero había una ferretería en mi manzana que vendía materiales de construcción. Allí fue