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Fin de poema
Fin de poema
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Libro electrónico125 páginas1 hora

Fin de poema

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Una jornada en apariencia normal y corriente encierra las últimas horas con vida decuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater.Fin de poema registra, como una caja negra, los sutiles instantes que preceden a su muerte. Poco a poco, la pérdida de la palabra y el silencio lo van llenando todo, y cada poeta se desmorona a su manera. A partir de las situaciones personales, literarias, políticas e históricas de los cuatro protagonistas, esta novela abre las puertas de su mundo interior, su vida y su muerte, y el fuerte carácter de cada uno de ellos nos adentra en las profundidades de su genio y su desdicha, con alternancia, a lo largo del libro. Y esa combinación desentraña sus miedos, infiernos, adicciones y paranoias, hasta descender, de modo exquisito, alabismo, donde se descubre que la vida es la nada. Lejos de ser una narración sobre la muerte o el suicidio, cuestión que el autor incluso elude, Fin de poema recrea el poderoso incendio de cada poeta, al final del cual espera el porvenir vacío. Para entonces, ya no quedan poemas que escribir y solo seescuchan, en forma de promesa cumplida, "rumor de pasos y batir de alas".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 abr 2016
ISBN9788416328246
Fin de poema

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    Fin de poema - Juan Tallón

    Turín

    Cesare mira sin metafísica desde la ventana cómo se derrite la ciudad. Se derrite lentamente, igual que el sol de la infancia. Pasados unos segundos, que gasta en la prolongación de sus silencios, recorre descalzo el pasillo hasta la cocina, donde María enjuaga la ropa en el lavadero. Lleva un vestido de flores y el pelo suelto. Canta algo que él no identifica, oxidado y triste.

    «Buenos días, Cesare. ¿Café?», pregunta su hermana.

    Él mantiene el silencio, pensativo, como si el café condujese a la filosofía. Cuando despierta del ensimismamiento pide, por favor, una taza de café pero con «dos gotas de leche templada». A estas horas ya nota el aliento pegajoso de agosto. Nada más aparecer, el sol deja caer el calor a calderos.

    «¿Cómo has descansado?», pregunta María, que deja el café y una rebanada de pan con aceite sobre la mesa. A Cesare le llama la atención que esta mañana ella lleve la melena suelta en lugar de recogida, como es habitual cuando está en casa. En la otra esquina de la casa oye gritar a su sobrino mayor. No entiende lo que dice. Tampoco distingue la respuesta del otro sobrino.

    «Creo que bien», afirma distraído Cesare, masticando la mentira como si fuese de plástico. No le importa saberlo a ciencia cierta. Son detalles y, como detalles, forman parte de lo sutil y lo ínfimo en lo que tanta pereza le da reparar. Cómo está de cansado, en general, puede imaginarlo cualquiera que lo conozca, y por tanto María mejor que nadie. Se queda mirando más allá de la ventana, hacia el edificio de enfrente, donde la señora Martinella tiende unos pantalones en el balcón. También canta. Parece que la felicidad flote en el aire, con sus promesas de infelicidad. A Cesare le gusta el silencio de las mañanas, incluso los sonidos que rodean el silencio, como el de las canciones o el del café al inundar la taza, o el de la taza al posarse en la mesa, o el de la cuerda al correr el tendedero, o el de la garganta al abrir paso al café, o el de una pinza de la ropa al caer a la calle. La música de los objetos en la maniobra de hacer vida normal e invisible le provoca cierta relajación. Pero conviene tener cuidado con el silencio: es un vicio. Si por cualquier motivo se acumula demasiado, acaba apoderándose de uno y ya nunca más es posible interrumpirlo. Urde un muro que ningún discurso franquea. A veces, cuando ha querido romperlo para atajar una mentira, o una estupidez, ha sido incapaz. El silencio tiende a la dureza.

    «La editorial ha enviado a Julio con la correspondencia», dice María, secándose las manos con el bajo del vestido.

    Cesare asiente, aunque no añade nada. Está todo bien así, en silencio y quieto. Callar es nuestra virtud. / Algún antepasado nuestro debió de encontrarse muy solo / —un gran hombre entre idiotas o un pobre insensato— / para enseñar a los suyos tanto silencio.

    Esta noche, en el vendaval del insomnio, se le ha ocurrido que tal vez podría pasar algunos días en Santo Stefano Belbo. Le iría bien permanecer allí una semana. No sabe. Quizás no le vaya tan bien como cree. La desesperación de estos días a lo mejor encuentra sosiego en las vistas de las colinas de las mujeres perdidas. Ya no piensa que mientras haya nubes sobre Turín / será bella la vida. La vida pierde su belleza con el fin de la inocencia. Se convence de que allí aprovecharía la tranquilidad para trabajar más los últimos poemas —pero probablemente sea un engaño urdido por él mismo—, porque también se ha convencido de que tal vez vuelva a escribir. Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más. Cesare creía esos poemas concluidos, pero el final, a menudo, no es más que un tramo laberíntico del principio. Siempre estamos empezando. Uno no puede estar nunca conforme con sus textos. Nada es nunca lo suficientemente bueno. La insatisfacción es la única felicidad que le queda al poeta. Y la mayor desgracia. El texto siempre puede ser mejor. Cómo considerar un adjetivo definitivo, insustituible, sin echarse a temblar de frío. Natalia e Italo insisten en que están acabados, en que no se toquen, ni siquiera se miren, pero Cesare sabe que dicen eso porque ignoran qué tiene en su cabeza, y cómo la presencia insistente de Connie, o de sus cenizas, o sombras, lo obliga a perseverar en una mayor perfección; quiere que ella esté en el poema completamente, que cada verso la abarque y detalle su presencia como si fuese una imagen de mármol.

    «¿Qué vas a hacer hoy?» María le toca un hombro y lo expulsa del ensimismamiento. Duda. Sorbe el café. «Estaba pensando en irme una semana a Santo Stefano. ¿Qué te parece?» «Te vendrá bien. Vete.» «¿Tú crees?» Sorbe de nuevo el café. Inclina la taza. Apura lo poco que queda. Mira en el abismo del recipiente, buscando una fecha, o tal vez solo una hora. «¿Por qué no? Estos días hay pocas cosas que hacer aquí. Te sentarán bien otros aires. Tal vez ahuyentes de la cabeza algunas preocupaciones.»

    Cesare sabe que ella sabe que él convive con tempestades atroces que lo devoran en silencio, por eso evita mencionarlas. Hablar no sirve de nada; está todo dicho. A veces se hace una idea aproximada de lo sola que debe de sentirse María con alguien cuya presencia resulta difusa, fantasmal y harinosa. En esa medida, Cesare es consciente de que representa una carga, aunque María nunca haya dado muestra, siquiera con un gesto, o un silencio, de que puede ser así. Pero igualmente resulta evidente, de ese tipo de evidencias contrarias a la certidumbre. Sobre todo, Cesare es una carga para él. Se pesa. Cuando se cae, o se precipita hacia dentro, le cuesta semanas levantarse.

    Entre las cartas que ha traído Julio se encuentra, digna de destacar, una de Natalia Ginzburg, remitida desde Roma, donde pasa sus vacaciones con Elsa Morante. Cesare rasga el sobre. Extrae las dos hojas y lee:

    Querido Cesare. Me he acostumbrado con tanta naturalidad a que no respondas a mis cartas que creo saber en qué momento tu silencio me está pidiendo que te escriba. Estos días de descanso paso largas horas con Elsa en su casa de Via dell’Oca 27, donde tiene algunas habitaciones encima del piso que comparte con Alberto. Por las tardes voy a buscarla a Via Archimede 161, que es donde tiene su estudio. Elsa piensa en Via dell’Oca por las mañanas y escribe en Archimede por las tardes, rodeada de sus gatos siameses y persas y de sus discos de Mozart, Verdi y Pergolesi.

    Hemos llegado, finalmente, a un acuerdo para que Menzogna e sortilegio se traduzca al inglés y se publique el año próximo en Estados Unidos. Con este motivo, o más bien este pretexto, he vuelto a leer la novela. Despierta en mí tanta pasión la capacidad de Elsa para ser poseída con fatalidad por su escritura y provocar su metamorfosis... ¿Recuerdas, mi querido Cesare, cuando llegó a Einaudi el manuscrito? Había correcciones a mano, con tinta roja, un caos. Recuerdo con estupor que leí los títulos de los capítulos y me pareció una obra de otra época, pero la leí de una sentada y me maravilló, aunque solo pude intuir una parte de su grandeza. Las siguientes lecturas han ido revelándomela. La buena de Elsa, que te envía saludos que yo no soy partidaria de hacerte llegar, dado que no te los mereces, pergeña una nueva obra, para la que faltan todavía años de trabajo, que según me ha confesado será «la última novela posible, la última novela de la Tierra». Francamente, espero que fracase.

    Moravia, por su parte, ha tenido este domingo otro de esos episodios coléricos tan graciosos y ridículos al mismo tiempo. Aunque nunca, como hasta esta mañana, lo he visto llegar tan lejos por tan poca cosa. Nos hallábamos los tres leyendo en uno de los salones de la casa cuando, sin venir a cuento, se ha levantado de su butaca, se ha apoderado de él una violencia muda y ha destrozado el periódico en mil pedazos, poseído por los demonios. Le rechinaban los dientes mientras propinaba inexplicables patadas a los muebles. Cuando ha conseguido calmarse, después de que Elsa le trajese un vaso de agua y una pastilla, hemos sabido que todo se debía a la exasperación que le causaron las campanadas de una iglesia cercana.

    Si todo marcha según lo previsto y no ocurre nada fuera del programa, la semana próxima regreso a Turín, donde espero continuar el relato de mis vacaciones. Hasta entonces, te envío un fuerte beso.

    Natalia G.

    Dobla las hojas, las devuelve al interior del sobre, en una especie de escenificación de la muerte, y, junto al resto de cartas, que no se molesta en mirar, las va rompiendo en dos, en cuatro, en ocho trozos, y dejando caer los restos sobre la mesa, como en un día de nieve.

    Durante varios minutos permanece inmóvil, indeciso, desprovisto de un plan que seguir durante los próximos minutos de su vida, mirando por la ventana y escuchando cantar a su hermana. Esta paz que se construye con el silencio de Cesare y la melodía indescifrable de María se viene abajo cuando llaman a la puerta a puñetazo limpio, como un disparo en un callejón sin salida. El poeta se levanta, camina hasta la puerta con aire decidido, como en pos de un objetivo crucial, y, temiendo qué va a encontrarse, abre con resignación. Y cae abatido. Es Luca Chitarri. Su presencia se le hace extraña, pues hace al menos tres meses que

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