La piel de La Boca
Por Jorge Carrión
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Jorge Carrión
Jorge Carrión es Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, en cuyo Instituto de Educación Continua imparte clases de máster en creación literaria, teoría del viaje y periodismo cultural. Escribe regularmente en Cultura/s de La Vanguardia y en otros suplementos y revistas de España y América Latina. Es autor de –entre otros títulos– los libros de viaje La brújula (2006) y Australia. Un viaje (2008); la novela Los muertos (2010); y los ensayos Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W.G. Sebald (2009) y Teleshakespeare (2011). Sus crónicas sobre América Latina han sido recogidas en Norte es Sur (2009). Es autor del prólogo y la edición de Mejor que ficción. Crónicas ejemplares (Anagrama, 2012): “la antología definitiva de la crónica periodística de ahora en idioma español”(José Ángel González, Calle20).
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La piel de La Boca - Jorge Carrión
Jorge Carrión
La piel de La Boca
Imagen de tapa: Daniel Aguirre
©Libros del Zorzal, 2008
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Índice
Prólogo berlinés | 7
Uno
Martín otaño | 12
Dos
Maruja gondar | 25
Tres
Lito diosccia | 41
Cuatro
Daniel aguirre | 57
Cinco
Nora mouriño | 75
Fuentes consultadas | 91
Dedicado a Valentino, Nora y Martín.
"¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío
de trajes sin cabeza!"
Federico García Lorca, Poeta en Nueva York
Fuera de Philip Guedalla, todos los demás viajeros ilustres, de los que llevo leídos, que han legado a la posteridad las impresiones de su viaje por la Argentina, incurren en un disimulado o franco elogio que tendrá que rendirles las mejores voluntades.
Salvador Novo, Viajes y ensayos
"Milonga que estás pensando
qué es lo que vas a contar,
no me salgas con tristezas."
Alfredo Zitarrosa, El loco Antonio
Prólogo berlinés
En el Café Roma, en una esquina del barrio (porteño) de La Boca, hay un teatro de marionetas autómatas. Los muñecos toman café eternamente, mientras, en un espejo que hay tras la barra en miniatura, se ve a los clientes reales del Roma desayunando, charlando, leyendo el diario, como dobles (biológicos) de los auténticos habitantes del local (mecánicos).
La simultaneidad es lo inquietante.
La duplicación: la vida y la página, en paralelo, realidades complementarias.
Han pasado varios años y en una esquina de Berlín empiezo a escribir lo que sigue. Un prólogo, urbanamente desplazado. Que empieza un día. El mismo día en que me llegó la filmadora desde España, cuando salí a rodar mi documental. Allí [o aquí] la llamamos cámara de video. Había estado poco más de seis meses viviendo en el pasaje Zolezzi, a pocos metros de la cancha [el campo] de fútbol, en el corazón del barrio. Lo conocía como la palma de mi mano. Había regresado muchísimas veces a casa, caminando –incluso de madrugada–, y había cruzado un par de veces, solo, a Isla Maciel: nunca había tenido problemas. Soy bastante moreno y en muchos países paso por nativo. Supongo que en La Boca todo el mundo sospechaba que era de afuera; pero, si permanecía callado, nadie hubiera puesto la mano en el fuego por ello. No obstante aquella mañana, con mi cámara en la mano, registrando imágenes de los conventillos que había visto y que había fotografiado tantas veces, no tardó ni diez minutos en localizarme una pandilla de pibes chorros [delincuentes juveniles: si la traducción, en esta ocasión como en tantas otras, es ciertamente posible].
Primero: uno me vio y empezó a seguirme. Me percaté cuando silbó para alertar a un par de compinches: me giré y, efectivamente, me estaba señalando para que los otros dos me siguieran desde la otra vereda [acera]. Cerré la pantalla. Me di cuenta de que había sido un estúpido: no debería haber salido a filmar sin la compañía de Martín o de Lito. Aceleré el paso. Busco un plano en Google para situarme, para esforzar mi memoria. Estaba en la calle Pinzón (el primero con apellido que atisbó esta orilla del mundo). Torcí a la izquierda, por Martín Rodríguez, y en cuanto desaparecí de su vista, con el corazón desbocado, arranqué a correr. Me puse aún más nervioso al percatarme de que si hubiera ido hacia la derecha seguramente hubiera podido llegar a la comisaría, por cuya puerta pasaba cada noche de regreso del Goethe-Institut, pero en aquel momento irracional había creído –sin base alguna– que lo mejor era alcanzar la avenida Almirante Brown. Corría con la máquina en la mano y la mochila abierta y cinco pibes chorros detrás, a unos setenta metros, mucho más ágiles y veloces que yo. La máquina valía mil dólares. Doblé de nuevo a mano derecha. Pensé que me alcanzaban. Que estaba perdido.
Levanté la mirada.
Y apareció: el policía que permanentemente hace guardia frente a la puerta de Il Matterello.
–No te preocupés –me dijo–, no te van a hacer nada, pero parece mentira que vayas con eso en la mano…
Reconocí que era un inconsciente y me quedé a su lado, como un niño, hasta que los ladrones, que se habían parado en la esquina al verme acompañado, desaparecieron. Lo había visto cientos de veces, siempre a escasos metros de la puerta, vigilando los coches estacionados a la puerta de uno de los mejores restaurantes italianos de Buenos Aires, sin embargo nunca habíamos cruzado palabra. Tampoco entonces, con la excusa de la contingencia, me atreví a preguntarle si estaba a sueldo de los dueños de Il Matterello. En Argentina es corriente algo que en Europa resulta inimaginable: hay agentes de policía –o al menos guardas de seguridad con uniformes oficiales– patrullando ciertas calles o custodiando ciertos locales porque reciben dinero a cambio de ello. Yo tuve que pagar dos coimas [sobornos] durante mis viajes por el país. No conozco a nadie en España que haya tenido que hacerlo, aunque también es cierto que, de niño, me quedó grabada la imagen de los Guardias Civiles desayunando o tomándose una cerveza en un bar de Rocafonda, el barrio en que me crié, también uniformados: se iban siempre sin pagar. La casa invitaba siempre.
Le di las gracias y me fui al galpón del Grupo de Teatro Catalinas Sur. Estaba Nora cebando mate. Le conté lo que me había ocurrido.
–Mirá que sos boludo...
Pero ya había superado el miedo, así que seguí en mis trece con la idea del documental y la entrevisté. Hice muchas entrevistas en tres días. Y rodé por el barrio, acompañado por Lito Diosccia, el presidente de la Asociación de Comerciantes de La Boca, o por Martín, o por Daniel. Me pasé horas ante los cuadros de Quinquela Martín, creyendo que penetraba en sus pinceladas gruesas con mis píxeles y mis zooms. Retraté el conventillo donde vivía, pensando que mis planos eran correctos, que todo aquel material daría lugar a un buen documental [audiovisual] sobre la migración boquense.
Cuando al cabo de un año regresé finalmente a Mataró y pude visionar todas aquellas horas de cinta, me di cuenta de algo que, en el fondo, ya sabía: no era capaz de utilizar una cámara con solvencia. Mi mirada era demasiado trémula y caprichosa en aquellas imágenes; en cambio, era más firme, estaba mejor enfocada en mis apuntes escritos. Había visto muchas películas y había estudiado lenguaje audiovisual, pero eso no era suficiente para que mis tomas fueran aprovechables.
No obstante, con la ayuda de Javier Roldán, un amigo artista a quien conocí de niño en El Carrilet –la guardería de