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La cultura, querido Robinson: Crónicas y miradas periodísticas
La cultura, querido Robinson: Crónicas y miradas periodísticas
La cultura, querido Robinson: Crónicas y miradas periodísticas
Libro electrónico413 páginas6 horas

La cultura, querido Robinson: Crónicas y miradas periodísticas

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PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO CULTURAL 2021

En este ecosistema de rutina y realismo estricto en el que se han convertido nuestras vidas, la cultura es, para muchos de nosotros, robinsones náufragos de tantas pérdidas, una verdadera tabla de salvación, esa isla del tesoro que nos da refugio y nos permite sobrevivir al temporal, la única en la que la imaginación y el conocimiento echan raíces. El ruido y la saturación mediática nos incapacitan día a día a entender lo que nombran las palabras, lo que dicen las imágenes, lo que nos proponen la literatura, el cine, el arte o la música, todo aquello que sucede en una ciudad de la que sólo somos cicatrices y ecos. Frente a ello, la cultura no sólo nos aísla en el disfrute, el conocimiento y el reencuentro con nosotros mismos: también nos libera de la alienación del mundo-pantalla de cuyo laberinto de superficialidades, violencias y abismos somos rehenes.

La cultura es un detective que interroga lo que se esconde detrás de las apariencias de lo real, e indaga en los pasillos por los que siempre se escapa la imaginación. De su luz aprendemos a crear palabras nuevas, a construir imágenes distintas, a existir de otra forma más enriquecedora, del otro lado del espejo. La cultura es el lugar desde el que mirar el mundo con sentido crítico, y el estilo con el que lo vivimos de forma más auténtica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jul 2021
ISBN9788417425760
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    La cultura, querido Robinson - Guillermo Busutil

    Mapamundis de la palabra

    El hechizo de la lectura

    Los libros son los tatuajes de la memoria. En su corteza y tálamo nos dibujan emociones y huellas de una experiencia, de un empeño, de un conjuro sobre el que ser. Cada uno tiene un trazo, un estilo, un significado. Lo mismo que pueden leerse sobre la piel que ornamentan para saber acerca de la persona que los ostenta, la estela de su cicatriz revelaría nuestro espíritu si fuese posible exhibir el cuerpo de nuestra memoria con las lecturas que fuimos y nos siguen permitiendo ser otros, muchos, diferentes entre sí y un solo ADN: la literatura. Porque todos somos Stevenson, Cortázar, Borges, Poe, Flaubert, Faulkner, Camus, Kafka, Scott Fitzgerald, Henry Miller, Virginia Woolf, Mary Shelley, Simone de Beauvoir, Anaïs Nin, María Zambrano, Stefan Zweig, John Cheever, Alice Munro. Una interminable lista de nombres en los que reconocernos en sus personajes, en sus aventuras y en sus ideales, tatuados en tinta negra, azul cobalto o verde cromo. A los libros les debemos la capacidad de explorar nuevas realidades, de entender la que a diario nos exige compromiso y batalla, y el diálogo con la parte secreta de lo que somos. También la manera en la que leemos a quienes nos despiertan el deseo, la pasión, el miedo, la curiosidad de descifrar su misterio. Cada libro es un mapa único y a la vez una brújula abriéndonos un mundo por el que se viaja con los ojos de los labios. Los que miran y pronuncian hacia dentro la letra de la voz con la que la escritura relata. Los que silabean la lectura de la piel que uno se aventura a leer, al mismo tiempo que escribe sobre ella. No hay susurro más hermoso que el de la unión de los labios con los que nos contamos lo que el libro nos cuenta, y el de los cuerpos que se narran el uno al otro. Lo que convierte la lectura en un acto de amor, en una actitud de conquista y de placer.

    «Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado. Recuerdo con nitidez esa magia de traducir las palabras en imágenes.» Lo dijo Vargas Llosa, uno de nuestros escritores Nobel. Comparto ese mismo deslumbramiento. No me olvido tampoco del que produce la magia para un niño de traducir las imágenes en palabras. De ver y nombrar, de nombrar, aprehender e idear otras imágenes a las que delinearle una figura. Su caligrafía lenta, suave, con el lápiz en voz baja sobre el papel. Mamá, mimar, casa, árbol, montaña, felicidad. Iguales en el sonido de la lectura deletreada despacio, moldeando el eco de lo fonético entre el paladar, la lengua y las consonantes labiales; diferentes en la mirada que las imagina lo mismo que en la escritura con la que expresamos los significados con los que nombrar nuestro mundo, y el recinto de los afectos. Cada uno tiene su propia representación de la madre, de sus mimos, de la casa, de un árbol, de una montaña o de la felicidad. Las palabras comunes y a la vez únicas son la prestidigitación de un contorno con sonido en el que sucede el presagio de lo que se nombra. Sus tonos, su intensidad o su flexión crean cromatismos y música, y hacen que las palabras sean responsables de lo que dicen y de la forma en como lo dicen. Ése es el poder de su embrujo, contagiado a través de su naturaleza escrita y de su lectura, y cuyo botín es la ventana que nos abre en la mente o en el corazón. En lo real y en lo imaginado. Allí donde conversamos acerca de miedos o emprendemos esperanzas. Es profunda la huella de la emoción de ese primer momento en el que sentimos y comprendemos lo que significa un libro y la forma en la que lo hacemos nuestro, y después intercambiamos con los otros. Es triste pensar que el hechizo de ese asombroso descubrimiento de nuestra infancia, y de la primera identidad que pensamos para ser en el mundo –pirata, princesa, soldado, bailarina, arponero o capitana– se adormezca muchas veces en la adolescencia de lo rebelde y nunca más otro libro lo despierte. Ni siquiera se le da la oportunidad de que nos bese.

    Nadie nace lector, lector hay que hacerse. Libro a libro aprendemos a leer, a degustar, a exigir al lenguaje, la manera en la que funciona la historia y resuelve su conflicto, su enigma, la vida impresa de los personajes entre los que caminamos. Igual que lo hacemos con Muñoz Molina en su penúltima novela, ensayo y moleskine, Un andar solitario entre la gente, en la que nos propone la celebración del flâneur y del instante espontáneo, una reflexión acerca de los residuos cotidianos del consumo, una aventura sobre ser náufrago en la calle, y la polifonía de la ciudad que se puede escuchar con la mirada. La lectura apasiona porque, como defiende Pere Gimferrer –poeta del amor para salir del coto cerrado de uno mismo, lo hace en su último libro Las llamas–, el texto en pos de otro texto y, a través de él, en pos del autor nos proporciona que en esta búsqueda todos podamos reconocernos. Esto es lo que distingue un libro de otros, el que nos enseña el pulso de las palabras y se asoma dentro de nosotros, de los que al terminar se convierten en humo.

    La lectura es uno de los ejes fundamentales que expresan el progreso económico, moral y crítico de una sociedad. En España se lee poco. Los informes de la Federación del Gremio de Editores cuantifican un 50 por ciento de ciudadanos sin rubor en afirmar que nunca lee, y otra mitad que lo hace por ocio. Las cifras pueden operarse en función de intereses, la realidad no. Así que no importa el peso de la estadística y sí la gravedad de la escasa respuesta de los ciudadanos ante la falta de ética que exhiben los políticos en casos de corrupción, de violencia, de supremacía, de incapacidad para gestionar divergencias y confrontaciones. No hacerlo supone aceptar la realidad que se nos imponga, y su lenguaje de la posverdad, sus reglas de la moral en justicia y convivencia. Leer es pensar. La mejor fórmula para defendernos de sectarismos, desafiar lo trillado, luchar desde la ética del coraje y la inteligencia audaz. De viajar a través de los ámbitos de lo fantástico. ¿Se enseñan estas aptitudes y bienes en la educación cuando se invita a la lectura? ¿Se despierta el entusiasmo de los jóvenes lectores desde la pasión lectora de la docencia? ¿Leer ha dejado de ser una herramienta eficaz para enriquecer el sentido de las cosas y el mundo? ¿Hemos convertido los libros en objetos de anticuario, y la lectura en una exigencia inservible?

    Nadie se atreve a hacer un diagnóstico concluyente ni a buscar un medicamento que abra el apetito de leer y contribuya a mejorar la salud del sector del libro y a favorecer su calidad de prestaciones. Ninguna televisión apuesta en serio por la promoción de la cultura ni por la importancia de leer más allá del entretenimiento. Todo queda en la fiesta de rosas de mañana en Barcelona, esperemos que con la misma celebración de siempre, y con las ferias del libro que empiezan a florecer en muchas ciudades. Aunque en otras es más bien una verbena de barrio.

    Lo he reivindicado muchas veces. Leer en presente es un indicativo de cultura. Yo leo, tú lees, él lee, nosotros leemos, vosotros leéis, ellos leen. En los autobuses, los metros, los trenes, los aviones, los barcos, los parques, las bibliotecas, las salas de espera, las cafeterías, las playas, en las casas de hoy y del mañana que celebramos libro adentro. Y también libro afuera, porque cada calle es una página de la ciudad por la que transitamos como palabras sueltas de un lenguaje que nos va escribiendo sin que nos demos cuenta, convirtiéndonos en personajes de una historia sobre el amor, el tiempo, la muerte. En un relato que encaja en los otros. Por eso cada día, y mañana más, dejo que un libro me bese.

    Héroes de la frontera

    Un escritor no se titula en la Universidad. Licenciarse en escribir es imposible. La escritura nunca deja de examinarse a sí misma. En cada libro y en su voz, en el viaje por la piel y el interior de lo que se quiere contar, en el proceso de otorgar carnalidad a los personajes en los que se busca y a cuyo retrato uno se va pareciendo. Lo mismo que ellos se van pareciendo a él. El único título del escritor es el de fugitivo de la realidad. Su única especialidad es la frontera. De la primera deserta y escapa, y en la segunda acomoda la identidad en su refugio. El verdadero escritor siempre tendrá la asignatura pendiente de la inseguridad. Esa que precisamente le ayuda a retarse con el lenguaje, con el tiempo sucesivo de su mirada sobre lo que despierta su imaginación en la realidad y sus desequilibrios. También con el tiempo de permanencia en las zonas oscuras de su memoria, donde residen las amenazas que cuelgan como estalactitas. Igual que en los jardines botánicos donde la vida tiene sus pájaros de lo cotidiano, los árboles del bosque a los que encontrarles sus vuelos y sus esquinas.

    Es difícil enseñar la manera en la que el rigor de la realidad y las posibilidades de la ficción se ahorman entre sí. Lo mismo que las puede ahormar en su trabajo el escritor. En los estudios académicos, además de la excelencia de los clásicos en su lectura, como mucho se puede encontrar la suerte un profesor que enseñe a mirar, a interrogar, a cruzar por dentro del lenguaje con pasión y honestidad, ambición y humildad. A sacudirse lo accesorio y ajustar el toque de plasticidad.

    Escribir no es una disciplina cum laude. Al contrario, es un trabajo cognitivo y sensible que obliga permanentemente a perseverar. Aun así, de vez en cuando, un escritor entra en la Universidad porque sus doctores reconocen la trayectoria y singularidad de una mirada, los territorios de una voz y un lenguaje como mundo y como bisturí de la sociedad. Fue el caso, merecidísimo, de Antonio Soler, gaudeamus igitur por «la trasmutación de un espacio extraído de Málaga y convertido en un universo literario con identidad propia, que en su globalidad conforma una sola y poliédrica obra», como lo apadrinó el profesor Hipólito Esteban. E igualmente asintieron en el acto los doctores en su lectura, amigos y compañeros de la tribu. Admiradores también de su capacidad para administrar la temperatura de la escritura y de la historia su reloj; su habilidad para la asistencia decisiva del lenguaje.

    Hace muchos años que conocí a Soler, aunque el nombre que ahora digo también respondía entonces al de Solé Vera. Fue en una estación de tren a la que habíamos llegado tarde o tal vez demasiado temprano. En la ciudad había una feria. Le hacían un homenaje. Alguien debía llegar a recogerlo pero no esperaba nadie. Nadie en la hora que pasó de largo. En ese tiempo, no hablamos demasiado. Él es de los que prefiere observar, de cerca o de lejos. Cuando habla, sabe medir las palabras, pie chico, pie largo. Saborea los silencios y las sombras que suceden en una frase. Pienso que así fumaba Solé Vera, las caladas al cigarro que daba a solas en la nieve o en la memoria, ese barrio al que uno siempre regresa solo a ajustar cuentas con sus sueños y sus derrotas. Palabras cortas, intensas, sin ningún escarceo, moviéndose a contraluz, como el humo del cigarrillo en primer plano americano. Igual que en la pantalla del cine Cayri al que iba Soler, sesión de tarde, estreno de El sueño del caimán, aquel invierno donde cada uno de la pandilla ponía color al pelo de la mujer que sería su modelo de pasión.

    El humo sí, hipnotizado por una música de fondo desenvolviendo en blanco y negro el rostro de Serena Vergara, las voces de Miguelito Dávila, de Murphy, de la Pegaso, de Paco el Textil, de Róvira el fotógrafo, hablando entre ellos de las bailarinas muertas en el cabaret Biltmore. El local al que nunca regresó desde la muerte del mago Rafael. Su amigo y maestro. Otro que, al igual que Solé Vera, es una de sus criaturas de sombra y hueso en la delgada línea roja que separa la realidad de la ficción, prófugos que entran y salen de su memoria, marcando a navaja en las páginas de los libros las iniciales de los rebeldes. Soler nunca les pregunta por qué llegan a esas horas, de dónde vienen o si esconden sus jirones de niebla y sueños en la pensión Ríos España, donde no importa qué noches esperan sus regresos para empezar de nuevo.

    Lo supe enseguida. Sé leer entre las palabras de un hombre y los silencios por los que huye. Cada uno de esos seres fronterizos –sus amigos– son las esquirlas de frío y de culpa que lleva dentro, un naipe en la bocamanga de su partida contra el miedo, las dudas, la muerte a la que un día, en Lausana, soñó como una máquina de coser que cargaba sobre los hombros. Uno siempre carga con algo, generalmente con su pasado. Y también con el destino, al que a veces le falta el dedo de una mano. De la pérdida lo que importa es la manera de contarla. Se lo explicó Marsé, en un taller de relojería en el camino de los ingleses. Lo mismo que Faulkner le enseñó a sudar la furia del lenguaje; Conrad a sacudirse las nieblas del corazón y Onetti que todo es ficticio, hasta uno mismo. El viejo Baroja le dijo que ninguna aventura llega lejos sin unas buenas botas que corran sobre el barro, que se hundan en la hierba. De cada uno de ellos me contó despacio Soler o Solé Vera aquella noche en la que él parecía redondear las palabras con sus manos, dándole forma a una esfera que resultó ser su barrio, el mundo del que un día se marchó Gustavo Sintora en busca de Soledad Rubí.

    Cada escritor corta la literatura a su medida. Es como ajustar el asiento del coche y el volante, antes de empezar lo que realmente importa: la manera de conducir y el viaje. La travesía y su espíritu, aquello que la nutre y la certifica por encima de qué son el éxito, la fama, el fracaso, el grado de justicia o de injusticia con que se valora a un escritor. Ese tipo que en su tarea con las palabras se interroga a sí mismo y a sus obsesiones, a los ruidos y quemaduras de la realidad, al mundo que lo empuja nunca se sabe a qué destino. En la trama de la vida y en la cicatriz de su memoria, en la cultura, en los libros y en la prensa, en la calle y en las batallas. Ésas son las fronteras a las que siempre vuelve, aunque de tarde en tarde el santuario de la Universidad lo reconozca como un profesor en lo de ser a veces conciencia y siempre fugitivo.

    Igual que Solé Vera, eterno niño Salgari al abordaje del horizonte por el que apareció, entre los destellos de unos faros, una voz femenina. Serio, sin prisa, agitó una mano hacia el automóvil de la literatura y me tendió la otra, antes de alejarse. De perfil el rostro, erguida la gabardina, un instante de soslayo en el que me pareció un espiritista melancólico.

    Así es como recuerdo aquella noche del escritor y sus novelas sobre las que les he contado.

    Un plato para Cunqueiro

    Hoy es la nochecena. Esa cita en la que se reúnen, una vez al año, la buenaventura de la familia, y sus fieras agazapadas, y el recuerdo de afectos que andan fugitivos. En la mía también se les pone servicio a aquellos fantasmas a los que se les tienta educadamente el placer del apetito. Unos platos vacíos al extremo de la mesa, donde en cualquier brazo estirado de aire es posible que aparezca y se siente un marinero manchado de espuma recién llegada; un extraviado peregrino de sombra azul; incluso el mismo destino con rosto extranjero. Los imprevistos comensales a los que sólo se les exige empuñar las palabras y contar una historia de viajes, de amores o de caminos. Lo hago desde no hace tanto tiempo de un diciembre frío en el que cené invitado en una taberna de Finisterre. Abierta la noche a un mar que regresaba de un naufragio a lo lejos, y cálida la madera de una mesa de doce con un cubierto en blanco por si aparecía Cunqueiro. Hacía niebla tierra adentro, y el menú del anfitrión lo conjuraba: ensalada de jureles en escabeche templado, flores de entroido (sen ovo), salmón monógamo, merluza de sirena negra, y hojas de limón de postre. No faltaba el ribeiro, alentador y comunicativo, eficaz para desatar la nostalgia del corazón y de lengua obsequiosa con la que narrar como quien vuela bien una cometa. Todo lo preciso y de su agrado en aquel bodegón gallego para celebrar la estrella de nieve de esa noche, junto con el mago que había nacido en Mondoñedo, «entre los suecos y los relámpagos, en un diciembre de cuarenta y siete días después del primer aeroplano».

    Nunca antes pensé que de verdad Merlín existía. Y al igual que todos los que me hermanaban a su cena de familia y de ánimas esperé un golpe de viento seco llamando a la puerta, y enseguida su estatura de negro con una gran bufanda colorada, sus lentes para la bruma y el aroma a hierbas que decían envolver al que robó pócimas en el bazar del diablo, y por ello fue condenado a encadenar su lenguaje entre cíceros, corondeles y medianiles con exigencia de prisa de prensa. El mismo que, en muchas infancias de los niños gallegos, se hacía pasar por un viejo Simbad que hacía barcas con gajos de naranja sobre un balde azul y trazaba rumbos de relatos y de cicatrices, de prodigios, hechizos y trasiegos mecidos por el poder de vocación, la memoria deformante, el envés de la imaginación, y sus dedos liando tabaco picado que luego sería silencios de humo blanco.

    Así era Álvaro Cunqueiro y Mora de Montenegro. Hay nombres que en sí mismos son alcurnia de personaje literario trazado para el drama o la aventura, aunque en este caso fue la rúbrica de cuna del fabulador empedernido del norte cuya voz ancha y cordial no se posó sobre mi hombro en aquella cena, a la que tampoco se presentó el hombre que se parecía a Orestes. A pesar de su ausencia, todo lo que de él me relataron me condujo a escucharla escénica y oral, poética y soñadora, dentro de Las mocedades de Ulises, de Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca, de Las crónicas del Sochantre y de La bella del dragón. Lecturas sobre lo doméstico y lo maravilloso, la sabiduría de lo popular y el magisterio de la cultura, las aldeas y los mapas de universos encantados que desgranaba en un sherezade encajamiento sucesivo de un cuento enhebrado dentro de otro, permitiendo hablar por encima y por dentro de la historia a sus personajes, desvelados en sus contradicciones y circunstancias. Una característica de su imaginación cunqueiriana a la que le gustaba añadir que por debajo de cada historia se escuchase el susurro del mar en el corazón de una caracola, el canto melancólico de una sirena dentro de una botella con nombre femenino de Ginebra, o que un avión sobrevolase el horizonte de Ítaca.

    Es lo que tiene ser un escritor bilingüe –falar lo real igual que lo fantástico– que pensaba que las lenguas tienen que saber a pan, y que la mitad del hombre es sueño. Mucho de Borges encontré en Cunqueiro al mismo tiempo y en diferentes lecturas, en aquellos años donde los libros eran conjuros que, según él afirmaba, se leían con todo lo que uno es y la lectura nos despierta. El primero tenía el aleph en la ceguera; en su Galicia lo encontró el segundo. Sentado en su biblioteca el argentino y a su escritorio el gallego leyeron ambos el Talmud, se fascinaron por los bestiarios, las eruditas biografías apócrifas, y por el interior de los laberintos y su misterio. Austero Borges en su huidiza soledad de los espejos y concentrado Cunqueiro en las manzanas rojas de Mondoñedo –esferas de la imaginación y de Escher– cuyo aroma redondeaba en su mano antes de trazar su narrativa de reflexiones áureas sobre el difícil aprendizaje del oficio del hombre –como señaló acerca de sus letras José María Merino.

    Escribir para imaginar fue la consigna de este narrador de siete vidas al que el falangismo le retiró el carnet de periodista en 1944, sin saber que entonces su destino sería fundar el realismo mágico aunque él siempre lo atribuyó a El viaje del joven Tobías de Torrente Ballester. Ramas los dos, en candelabro, flexuosas, casi rectas, de la carballeira del roble con raíz en Wenceslao Fernández Flores, y que desde ellos extiende las rojizas y nudosas de Antón Castro y Golpes de mar, de Manuel Rivas y El último día de Terranova, narradores de climas, brotes y foliación de esa maravillosa literatura con la que Cunqueiro mezcló lo onírico, las leyendas, el escepticismo irónico, los mitos, los prerrafaelitas y el juego experimental admirado por tantos y otros como Álvaro Mutis, Claudio Magris o Gabriel García Márquez.

    Ha llovido mucho, o poco para lo que hoy va de año, en esa Galicia de las letras sobre la que casi nadie lee a sus hijos predilectos. No buscan los poetas en Rosalía de Castro la doble voz de la tristeza ni su pionero y actual pensamiento femenino sobre la independencia. Tampoco exploran la prosa de goces, sombras y humor de Torrente, y mantienen en un olvido desmadejado entre la política y la ignorancia educativa los nombres y las obras de Wenceslao Fernández Flores y de Álvaro Cunqueiro. Hemos dejado absurda e incomprensiblemente de leer y de saber acerca de excelentes autores, de Historia sabia, de Filosofía ética y de cosas importantes. No estaría mal que La Biblioteca de Castro –que anda editando las Obras Completas de Valle-Inclán y ya ha publicado dos volúmenes de las Obras literarias de Álvaro Cunqueiro– rescatase además a Fernández Flores. Estos espléndidos narradores convierten al lector en un caballero andante entre las páginas de historias en las que el envés de lo real es un sueño posible. Sin ellos es más difícil entender la fábula y los signos de la tierra, y la tierra como cosmovisión y un modo de contar. No están de moda, lo sé. Pero en este diciembre en el que nació, celebro en especial al Merlín de Mondoñedo del que aprendí que la conciencia es la imaginación del hombre libre; que ser dueño de las palabras es ser dueño del mundo. Que mago es quien sabe leer el anverso por el reverso.

    No es otra cosa la que me ha movido hoy a reservar mesa en La taberna de Galiana a la que esta nochecena acudirán Nemo, que comparecerá con bogavante y vieiras; Poe y Fitzgerald encargados del vino y del licor para el brindis de después; Hemingway con el pez espada que ha pescado en compañía del viejo; Stevenson cargado de fruta tropical, y Cortázar que trae su música de jazz. He invitado también a Ava Gardner, por su cumpleaños, y en la esquina hay un plato para Cunqueiro, por si la magia sucede. Y entonces que la noche sea buena del todo.

    Verne que te quiero Verne

    Un capitán azul como Nemo o un correo Strogoff ciego al galope sobre la nieve. Los dos fueron, junto a Ulises, los patrones del héroe en los que convertirme en la infancia de mis aventuras. Libre, solo, la caligrafía de la identidad a través de la lectura y su influjo en las palabras, en el lenguaje que te enseña a vivir entre la mirada y las imágenes, las ideas y las cosas, en la frontera entre tus pasos y tus deseos. Muchas noches, frente a mi cama, en las sombras de la imaginación sobre la pared de mi sueño, aquellos personajes con mi yo de fondo cruzaron la profundidad de un océano, y el ancho cielo interminable sobre 5.500 kilómetros siberianos. El príncipe indio huía de los naufragios de la guerra a bordo de una biblioteca de 12.000 libros de ciencia, de moral y de literatura en multitud de lenguas. El ruso cabalgaba con una carta en el pecho con la que evitar que la traición de los tártaros tomase la ciudad de Irkutsk. En secreto, como sus sentimientos y la razón de sus viajes, los iba acompañando hasta que el susurro de la luz, de perfil casi alfil desde la ventana, terminaba rindiéndome la imaginación. Ser un héroe no es una empresa fácil. Cansan las exigencias del coraje y del corazón, la fuerza y la constancia a través de los peligros y los contratiempos que te conducen más allá de ti mismo. Es necesario cerrar los ojos y escurrirse del todo hacia el fondo de esas dos narcóticas horas en las que toda la energía se ocupa de recargar nuestras baterías: los riñones limpian la sangre, los órganos se desintoxican, las células son reemplazadas, las heridas se curan, los recuerdos se consolidan. Strogoff y Nemo esperándote en la orilla a la que regresas con los ojos abiertos y ávidos. Sus voces en la tuya emergiendo a veces si en la ascensión desde el vientre perfecto del sueño se encendían un instante las cuerdas vocales, los músculos y la boca materializando las palabras que suceden dentro de la aventura onírica que no cesaba su viaje.

    Es lo que tienen las historias de Verne. Se te quedan dentro y contigo crecen. Sucede con los primeros ídolos impresos en los que uno se refleja curioso, decidido a convertirse al menos en uno de los hijos del Capitán Grant. Otro tronco de las novelas geográficas del escritor del que todos, como dijo Ray Bradbury, de un modo o de otro somos herederos. Una metáfora relacionada con su literatura de anticipación en el tiempo, entre la fabulación y el rigor documental de los avances científicos, porque si lo fuese en la realidad de un árbol de genealogía sucesoria hace tiempo que hubiese reclamado el globo terráqueo sobre el que imaginaba los itinerarios de sus personajes. El mapamundi de 1881 con sus más de ochenta mundos, y en el que permanece la huella del trazo a mano de los viajes que relató en sus libros. Los mismos que ayer reencontraba en la parte más alta de mi biblioteca, que no es de palisandro negro con incrustaciones de cobre como la suya. Tampoco mis volúmenes responden, igual que aquéllos, a la propuesta de Proudhon: «La libertad es la madre del orden», esencia del anarquismo positivo que él procesaba y por tanto Nemo, el capitán con rostro de James Mason y de Omar Sharif, por el que siempre albergué el deseo de que alguna vez volviese, igual que ahora al tener abierto su océano entre mis manos, para dejarme formar parte del Nautilus. Cuánto Verne en lo alto de mi camarote de libros custodiándome como brújula polar la navegación por los vértigos de la imaginación y la senda de los abismos de la realidad. El centro de la Tierra; la ingrávida piel desértica de lava galáctica y rotas estrellas blancas; el pasado y el futuro de una isla o de cualquier territorio de naturaleza enigmática. A contra reloj de la aventura subido en un globo, a bordo de un submarino o de una nave espacial, descritos con precisión y echados al monte y a la luna de la literatura en una época en la que la gente y los héroes sólo montaban a caballo o en trenes con penacho de humo. Una obra en casa y la obligación de salvaguardar los enseres de su borrasca de polvo me ha devuelto por unos instantes a la infancia recuperada, qué hermoso libro de Fernando Savater, en la que Verne se soñó a sí mismo y a cada uno de nosotros con el nombre de Phileas Fogg.

    Se cumplieron ciento noventa años del nacimiento de este gran contador de historias en Nantes, el puerto del que partían y al que arribaban destinos exóticos con nombre de barcos. La Coralie se llamaba el que tenía su rumbo en las Indias y en cuyo puente quiso enrolarse a los once años para conquistarle el corazón a su prima con un collar de coral. No tuvo suerte entonces el contemporáneo de Tolstói y de Dickens, al que admiraba tanto, considerados escritores muy por encima del autor de peripecias fantasiosas para la juventud. Existe, aunque no siempre ni en el momento oportuno, la justicia literaria y a Verne se le adjudicó un lugar de honor en ese gabinete de clásicos que es la prestigiosa Biblioteca de la Pléiade fundada por Jacques Schiffrin en 1931 y que tiene a Hugues Pradier como su último director. No sólo por su asombroso poder de predicción –el alumbrado eléctrico de París, los helicópteros, los cohetes espaciales, la máquina de fax y hasta las imágenes en movimiento antes de que los hermanos Lumière creasen el cine– sino también por su hipnótico lenguaje narrativo y la creación de un fabuloso universo cargado de pedagogía, ciencia y exploración de las posibilidades de la imaginación que confieren a su literatura un carácter iniciático. De hecho, sus novelas respondieron en su momento a un perfecto plan educativo diseñado por su editor, el sansimoniano Pierre-Jules Hetzel, destinado a despertar el interés por la ciencia, divulgar los conocimientos de la misma y formar a los dirigentes de la sociedad del futuro. No se equivocaron ni su editor al promover sus Viajes extraordinarios ni Alejandro Dumas que lo impulsó de joven a escribir nómada desde una biblioteca y una mesa en la que iba dibujando el mapa de La isla misteriosa conforme la iba escribiendo. El almirante Richard Byrd dijo que si no hubiese sido por Verne no habría ido nunca al Polo Sur, en 1925. También Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio en 1961 a bordo de la Vostok 1, declaró que no habría decidido ser astronauta si no lo hubiese leído.

    No tiene hoy Verne ese mismo valor pero sus más de doscientos cincuenta textos, entre novelas, cuentos, ensayos, artículos y libros geográficos, continúan siendo un importante tesoro literario. Una parte del mismo pude disfrutarlo en la exposición que le dedicó la Fundación Telefónica en 2015 recreando su gabinete y mostrando los libros del militar Julio Cervera sobre la Expedición Río de Oro, o las treinta fotografías de Walter Evans acerca de los lugares recorridos en tiempo de Fogg. Cuánto ajuar mitómano entre el que escoger, igual que si del mejor diamante se tratase, las páginas manuscritas de Miguel Strogoff o De la Tierra a la Luna, y que él dividía verticalmente en dos hemisferios: el izquierdo donde iba desenvolviendo la historia con letra menuda y apretada, y el derecho plagado de anotaciones y correcciones del original.

    Volver a Verne. Qué inesperado regalo que me ha hecho pensar si una historia nace de imaginar de pronto un fogonazo, de la revelación de una metáfora o si de sentarse a moldear la realidad igual que una arcilla que revela el hallazgo en el que puede convertirse. Si la clave es la fluidez del lenguaje hacia la historia o si reside en la fluidez de la historia armándose a través de un lenguaje espontáneo. Hay lecturas que te tatúan, te mantienen niño y te incitan a seguir frente a una pantalla en blanco conjurando las tierras desconocidas de la escritura

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