Los disparos del cazador
Por Rafael Chirbes
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Un hombre pasa los últimos días de su vida en la casa en la que nunca quiso vivir y que está, sin embargo, cargada de recuerdos. Desde ahí busca construir el rompecabezas de su pasado. Recuerda sus modestos inicios, su ascenso económico y social en el Madrid de la inmediata posguerra, sus amantes y amigos. En algún lugar del trayecto se le perdió el alma y se le desvaneció el amor. Chirbes vuelve al espacio moral de sus anteriores novelas. Nos habla en un tono tenso de una generación que se reclama «inocente», pero que se ha construido sobre los cimientos que pusieron las «manos sucias» de otros.
Rafael Chirbes
Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949-2015) es autor de Mediterráneos, El novelista perplejo, El año que nevó en Valencia, El viajero sedentario, Por cuenta propia y las novelas Mimoun: «Hermosa e inquietante» (Carmen Martín Gaite); «Chirbes ha sabido inventar una nueva voz» (Álvaro Pombo); La buena letra: «Obra maestra» (Hamburger Abendblatt); Los disparos del cazador: «Entre los mejores novelistas contemporáneos» (M. Silber, Le Monde); La larga marcha: «Extraordinario» (Antonio Muñoz Molina); «El libro que necesitaba Europa» (Marcel Reich-Ranicki); La caída de Madrid (Premio de la Crítica Valenciana): «Gran novela» (J. E. Ayala-Dip, El País); «Acredita una maestría de escritor y un instinto idiomático que lo sitúan en un nivel artístico superior» (Ricardo Senabre, El Cultural); Los viejos amigos (Premio Cálamo): «Uno de los narradores españoles serios e importantes» (Santos Sanz Villanueva, El Mundo); Crematorio (Premio de la Crítica, Premio de la Crítica Valenciana, Premio Cálamo, Premio Dulce Chacón y con una adaptación televisiva de gran éxito): «Una novela excelente, la mejor de Chirbes y una de las mejores de la literatura española en lo que va de siglo» (Ángel Basanta, El Mundo); En la orilla (Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio de la Crítica Valenciana, Premio Francisco Umbral, Premio ICON al Pensamiento): «Poderosísima» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «El cronista moral de la realidad española reciente» (J. M. Pozuelo Yvancos, ABC); «Un autor imprescindible» (Ricardo Menéndez Salmón); y Paris-Austerlitz: «Soberbia... Chirbes se nos muestra en estado de gracia» (Carlos Zanón, El País).
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Portada
Los disparos del cazador
Nota
Créditos
Llamo a Ramón, mi criado, y le pido que me ayude a salir, y me abrazo a él, que me envuelve en una toalla y me habla en voz baja, repitiendo muchas veces las mismas palabras como si quisiera hipnotizarme. Las gotas de agua se quedan en el mármol del suelo, junto a la bañera, como restos de una belleza destruida.
Antes, cuando mi hijo traía a Roberto para que pasara con nosotros las tardes de domingo, encontraba en sus ojos infantiles destellos de esa belleza. Pensaba que dentro de él crecían los colores que luego habrían de perseguirlo para siempre. Mi propia mirada descubría las fuentes en las que bebía: el sol dibujando una telaraña en el jardín, el libro de los animales, las colecciones de cromos, la caja de metal en la que Eva guardaba golosinas que extraía con su mano deforme por la artrosis pero que a Roberto le parecía la de un mago, el cajón de las viejas fotografías. A veces, cuando lo sentía extasiado en mis brazos, deseaba su felicidad, su muerte.
Ramón me coge del brazo y me conduce a lo largo del pasillo desde el salón donde he permanecido oyendo la radio hasta mi cuarto. Se pone del lado derecho. Siempre es así. Avanzamos juntos por el pasillo, él flanqueándome el lado derecho. Sin saberlo, me evita contemplar, con el bulto de su cuerpo, el retrato de Eva con el collar de platino que le traje de Niza, y el cuadro de un húngaro llamado Czóbel que representa una esquina de la calle Vavin, y que adquirí en París hace una veintena de años, o no, bastantes más, porque Manuel aún estaba estudiando por entonces en el colegio de Rouen. Agradezco el cuerpo de Ramón ocultándome las dos imágenes de una memoria que no deseo. Mi rostro hundido en el cuello de Eva y en la lengua el sabor metálico del collar.
Cuando Eva murió, despedí a la cocinera, y tampoco vino más la muchacha que hacía la limpieza. No quise que ninguna mujer volviera a pisar la casa, no por susceptibilidad, ni porque me pareciese que cualquier mujer usurpaba el puesto de Eva, la sustituía, sino porque tenía conciencia de que entraba en la etapa de mi vejez, y un viejo toma actitudes, ofrece imágenes de sí mismo, de su propio cuerpo, que lo humillan ante cualquier mujer que no participe de cierta fascinación por él, que no haya sido seducida. Me pareció más conveniente buscar la presencia de un criado, la compañía varonil, e incluso la fuerza física que puede serme necesaria en momentos que, aunque indeseables, no descarto que en un futuro hayan de llegarme.
Ramón me ayuda a desnudarme, ha colaborado en desagradables tareas de enfermero cumpliendo instrucciones del médico; cargó con mi cuerpo y me acompañó durante los meses que duró mi recuperación de una rotura de cadera que me ha dejado la secuela de un trombo cuyo recorrido vigilan periódicamente los médicos y que para mí es como la firma al pie de ese certificado que todos recibimos al nacer y que se llama muerte. Ramón se ha convertido en mi mano derecha, o mejor sería decir en mis dos manos. Recoge el correo, hace la compra, cocina con mejor tino que cualquier mujer, mantiene limpia la vivienda, cambia las flores del jarrón que hay sobre el tocador de mi dormitorio, cuida del jardín –sólo periódicamente ayudado por algún jardinero provisional– y me sirve de chófer en las escasas ocasiones en que aún deseo volver a la casa de Misent.
Soporto mal la casa de Misent. La construí en el momento en que mi relación con Eva vislumbraba su mejor horizonte. Fue la caja que guardó la infancia de la pobre Julia, su instante de belleza y de bondad: las carreras por el jardín, las risas en la playa, las imágenes felices detenidas en viejas fotografías que aún me encuentro cuando registro los cajones buscando ordenar de otro modo las cosas, cambiarles en mi cabeza el curso que siguieron, reconstruirlas poniendo en pie de otro modo los montones de escombros a que todo ha quedado reducido.
Ya no está sola junto al mar. Ya no tiene el aura que le concedía la soledad de aquella costa pedregosa y atormentada en la que el fragor de los temporales lo llena todo, con su ruido de agua y viento, y el de los cantos que se arrastran en la orilla, y que fue para mí el símbolo de mi propia fuerza, de la fuerza de mi propia historia, hecha con la constancia de la voluntad, del cuidado, de las obligaciones aceptadas y cumplidas.
La casa nació para guardar una historia.
Fue diseñada pared a pared, ventana a ventana, con vocación de albergue para la familia que mis principios me habían llevado a fundar. Hoy permanece cerrada y, además, ha sido trivializada por la presencia en sus cercanías de decenas de otras construcciones, la mayoría de ellas carentes de toda voluntad de grandeza: simples apeaderos en los que cada verano se refugian los turistas ocasionales.
El espejo de la casa de Misent me devuelve la imagen de Eva cuidándose las manos. Es una imagen más íntima, que acompaña el rumor de las confidencias, de la apacible conversación. También la de otra Eva suntuosa, mientras se pone las joyas antes de una fiesta, de una salida nocturna. Es el espectáculo de toda su belleza. Es su cuello hermoso emergiendo del escote, el complicado dibujo de su peinado, el irresistible brillo de sus hombros, y mi cabeza que se hunde allí, en el ángulo del cuello con el hombro, desordenando su armonía, y mi boca que siente el suave calor de su piel y, sobre la lengua, el frío del collar de platino. Son instantes que están dentro del espejo y que surgen cuando lo miro.
Sólo un constructor, o un arquitecto que además me conociera perfectamente, conociera la historia de mis primeros años con Eva (es decir, sólo Ort), podría descubrir los matices, las sutilezas que encierran tanto la fábrica de la casa de Misent como su mobiliario. En ella busqué, sin traicionar el carácter mediterráneo, un equilibrio de luces y sombras, de espacios abiertos e intimidad, un envoltorio suave y perfecto para mi familia.
No era un chalet en la costa. ¿Quién emplea caoba y palosanto, mármol y pickman en un chalet de la costa? Era la gran casa familiar que seguiría siendo un refugio aun después de que la familia hubiese crecido e incluso se hubiera dispersado, el punto de referencia que le permite a uno no perderse nunca en la vida, la aguja del compás. Ahora permanece cerrada, con los muebles cubiertos por fundas y el jardín abandonado. Y nosotros nos hemos perdido, tal vez como pago de mi orgullosa ambición de orden. Él dispone y entre sus disposiciones está la de ponernos a prueba, la de tensar el arco de nuestras vidas para descubrir su resistencia.
Intento seguir poniendo orden en mis días. Ramón viene temprano a despertarme y me ayuda a lavarme y vestirme. No sé cómo se las arregla para, al mismo tiempo, preparar el desayuno y tenerlo a punto en el salón, junto a la ventana que da sobre el jardín. Es el mejor momento del día, ese frágil sol de invierno madrileño cayendo sobre la mesa y regando las ramas secas de los árboles parece llamarme y me lleva a salir a dar un paseo y a permanecer luego largo rato en un banco mientras