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Mientras haya bares
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Libro electrónico381 páginas8 horas

Mientras haya bares

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Mientras haya bares es la lógica transgresora alimentada por todos los libros que Juan Tallón ha subrayado a lo largo de su vida. Ningún estilo, autor o época le son ajenos y las huellas que han dejado sus lecturas se confunden con su propia existencia, con ese gusto de cultiva la frase lapidaria y la comparación desconcertante.
Por las páginas de Mientras haya bares discurren la literatura, el cine o las anécdotas de personajes insólitos contadas con el sarcarmo y la lucidez de una mirada acostumbrada a ver más allá de lo evidente. Un recorrido literario en el que Tallón  muestra el oficio de uno de los mejores escritores de su generación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 abr 2020
ISBN9788412039122
Mientras haya bares

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    Mientras haya bares - Juan Tallón

    Mientras haya bares

    De esta edición:

    © Círculo de Tiza, 2016, Madrid

    www.circulodetiza.es

    © del texto: Juan Tallón

    © de la fotografía: Marta Martes

    Primera edición: abril de 2016

    Diseño gráfico: Miguel Sánchez Lindo

    Corrección: Salvador Cobo Marcos

    Impreso en España por Imprenta Kadmos

    ISBN: 978-84-944340-6-8

    E-ISBN: 978-84-120391-2-2

    Depósito legal: M-1952-2016

    Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, físico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

    Nota sobre el autor y el libro

    En una época dorada de su vida, esta transcurrió entre los bares y la literatura. Leía y bebía, o bebía y escribía. Este libro es una película de esos días, y de cómo veía el mundo por entonces. Los textos son el jugo destilado de ese tiempo en el que el alcohol y los libros se mezclaban en días y en noches ininterrumpidamente. Son el rescate de esos lentos y a la vez vertiginosos días que se plasmaron a lo largo de los años en el hueco efímero de los periódicos El País, El Progreso y Jot Down, y en el océano insondable de internet, descartemoselrevolver.com. Puestos ahora uno detrás de otro, comprueba que forman algo así como las huellas de una vida. Por eso este libro.

    Nota del editor

    Publicar un libro de retazos, juntando textos publicados por un autor en distintos medios y formatos, puede parecer una labor sencilla. Un lector poco imaginativo podría pensar que todo se limita a recortar y pegar. Nada más lejos de la realidad. Los libros que recuperan la prosa inmediata y fugaz destinada a un periódico o un blog, que por su propia naturaleza son efímeros, es un trabajo minucioso, casi de orfebrería. Hay que buscar cada pieza y engarzarla en el lugar exacto, para que la lectura adquiera ritmo, cadencia, música. Y así, una vez completada la obra, ocurre el milagro de que el texto final ofrece un retrato completo de una voz y una mirada construidas a lo largo del tiempo, con el poso que deja el transcurso de una vida.

    Juan Tallón parece escribir como si respirara, con esa naturalidad que tienen los que lo han leído todo y han extractado la esencia primordial de la lectura, mezclándola con la vida que discurre con la lentitud de los que se toman la molestia de mantener vivo el asombro. Asomarse al momento en que las vidas aparentemente tranquilas comienzan a torcerse, o cómo ciertos elementos, al entrar en contacto con otros, se transforman en algo inesperado, casi siempre inquietante. Hay una heroicidad oculta en su aparente facilidad para construir historias. Relatos que se sumergen en el absurdo, en el desastre que nunca termina de llegar del todo, tal vez porque aprendimos a convivir con él, que indagan con humor y una elegante distancia acerca de la huida, el fracaso, la muerte, la incomunicación o los procesos creativos.

    Cada una de las páginas de este libro está atravesada de literatura, de cine, de música. Por ellas se pasean Onetti, Scott Fitzgerald, Pizarnik, Dostoievski, Cheever, Bunker, Pla, Fante, Cunqueiro, Bellow, Amis, Woody Allen, Auster.... disfrazados de Juan Tallón. Y bares, muchos bares, como una atalaya desde donde protegerse de los embates del destino o dejarse arrastrar por ellos. Cada historia contiene otras muchas, en un juego de espejos que multiplican las imágenes.

    Tallón es un gran escritor, de esa rara especie que hace fácil lo imposible: retratar la vida, parar el instante, transformar lo cotidiano en excepcional. En sus propias palabras: «Escribir es ese tipo de cosas que haces sin necesidad de saber por qué las haces».

    Expresamente no hemos incluido índice en esta edición porque cada texto fluye y enlaza con el siguiente, formando un cuadro que hay que observar en su totalidad. Esperamos que el lector se deje llevar por ellos, como si estuviera sumergido en un río de palabras cargadas de poesía.

    Mientras haya bares

    Los crímenes de la letra J

    Hace tres meses guardé un billete de cien euros dentro de un libro. En ese momento acababa de leer que Sergio Pitol, en los años que ejerció de diplomático en algunos países del este, usaba su biblioteca como caja fuerte. Tenía predilección por las obras de Molière. Me pareció un gesto tan hermoso y audaz, tan poético para estar hablando, en el fondo, de dinero, que quise imitarlo sin perder un minuto. Se daban las condiciones. Yo acababa de cobrar un premio de la lotería, y después de gastar cuarenta euros en los Diarios de John Cheever y en un disco de Bonnie «Prince» Billy, no sabía bien qué hacer con los cien restantes, así que los guardé dentro de una novela. No hago una mención explícita a la novela no para evitarle el aburrimiento de los detalles secundarios, o porque sea una novela de la que haya que abochornarse, sino porque simplemente no recuerdo el título. Ni al autor. Esa es la tragedia: no tengo ni una idea remota, ni siquiera una idea falsa, de en qué libro puede estar depositado el dinero. En algún momento, como Mark Twain, yo conseguía recordar incluso las cosas que no habían sucedido. Ya no.

    Entre los estados que no puedo disimular se encuentra la impaciencia. Ya transcurrieron dos días y una tarde desde que busco el billete, y me desespero. No es una cuestión de dinero, sino de minutos vacíos. Primero busqué en las páginas de los grandes títulos, por si en aquel momento, con la idea de Sergio Pitol en efervescencia, había pensado que cien euros merecían relajarse, como mínimo, entre el Ulises, Nuestro amigo común o Tristram Shandy. Nada. Revolví las páginas de Dostoievski, Melville, Kipling, Mann... con igual resultado: nada. Cambié la estrategia. Porque, ¿y si había metido los cien euros en un bodrio de novela? Tal vez, temeroso de que alguien encontrase el billete por una casualidad, había decidido guardarlo en alguna de esas bazofias que colecciono, ese tipo de libros que hay que estar muy desesperado para consultar. Evidentemente, corrí a mirar en mis novelas. Nada de nada. Y eso que son malas. Después miré en las de C. y P., a los que también tengo por extraordinarios malos novelistas. Y así hasta que llegué a una novela de Pérez-Reverte. Ni rastro del billete entre tanta bazofia.

    En mi biblioteca siempre gobernó el caos. No tanto por pereza —podría ser perfectamente— como por un extraño convencimiento. Trabajo con la teoría de que un libro representa lo contrario del orden, de modo que no tiene sentido clasificar una biblioteca. Nunca se me ocurrió disponer los volúmenes por autores, o por géneros, o por editoriales. Cuando necesito encontrar un libro me gusta viajar por los estantes desesperadamente, hasta que se produce el descubrimiento. Cualquier clase de orden facilitaría la localización, que no sería ya el fruto de un instante luminoso, sino el triste y aburrido resultado de sumar dos y dos, y comprobar que, en efecto, solo pueden ser cuatro.

    Me gusta que todos los libros estén fuera de su sitio, en posición de emboscada, pues ese es su lugar apropiado. Naturalmente, este desorden está detrás de la huida de los cien euros. Tal vez no los recupere nunca, pero tal vez eso sea lo más conveniente. Onetti contaba la historia de una muchacha de trece años que se presentó un día en su casa proponiéndose para ordenar su biblioteca. Después le recitó al escritor el abecedario de carrerilla, y este juzgó que eso era un mérito suficiente. Cuando la muchacha acabó el trabajo, Juan Carlos Onetti examinó aterrorizado el resultado: la letra J agrupaba a Joyce, Jiménez, le Carré, Valera, Cocteau, Rulfo, Swift, Cortázar, Steinbeck y Borges, entre otros muchos. El orden alfabético, inofensivo y suave, también puede ser criminal.

    La identidad de la ropa interior

    En mi primer viaje en el tren de alta velocidad entre Ourense y Santiago me tocó sentarme frente a un hombre con las iniciales de su nombre grabadas en la camisa. Esa gente siempre me ha resultado inquietante. Tanto o más incluso que la gente que lleva un peine en el bolsillo del pantalón, o que nunca sale de casa sin hacer antes la cama. No creo que haya que desconfiar de ella necesariamente, como sí hace falta hacer con la gente que no bebe. Pero procede tomar algunas precauciones. Nunca están de más. Cuando alguien exhibe su identidad hasta ese punto, para que repare en ella incluso el revisor del tren, en el fondo está ocultando algo. A veces pasar desapercibido exige cierto exhibicionismo. ¿Quién va a pensar que la luz provoca oscuridad? Aquel tipo era un profesional.

    Es cierto que no hace tanto tiempo, muchos llevábamos la ropa interior marcada con nuestro nombre. Gracias a eso sabíamos en todo momento quiénes éramos. No importaba cuánto habíamos bebido, ni con qué combinábamos la bebida. Bastaba acudir a la goma de los calzoncillos, donde las madres grababan nuestras iniciales, y las cosas volvían a su sitio. Pero aquello pasó, y mientras no pasó, se circunscribió a zonas relativamente discretas.

    Fuera de aquellas iniciales en la camisa, el viaje estaba resultando de lo más placentero. Ni un descarrilamiento. Lo que multiplicaba mis suspicacias. Las fuentes del placer son tan oscuras y tormentosas como las del sufrimiento. Pero las iniciales se hacían cada vez más grandes y más sospechosas. No quería verlas, pero cuanto menos lo deseaba, más inevitable resultaba clavarle la mirada.

    El recuerdo de Extraños en un tren vino a meter más presión en la caldera. Tenía fresca la adaptación cinematográfica de Hitchcock, que hacía dos meses habían pasado por La 2, y comencé a ver fantasmas. En nuestro caso, también el viaje comenzó por una inofensiva conversación. Él dijo «buenos días» y yo respondí «no sé si no lloverá». Imaginé que el fulano de las iniciales —y de zapatos impecables— me propondría de un momento a otro, con la mayor naturalidad, sin despeinarse, que yo matase a su padre y a cambio él liquidaría con gusto a mi esposa, o en su caso, a un familiar próximo, insoportable. Nunca escasean, francamente. Pero el caso es que después del intercambio de las primeras palabras, los dos nos precipitamos en el silencio. Tal vez él imaginó que yo había imaginado, y ya se sabe que no hay como la previsibilidad para que estas sugerencias caigan en saco roto. En esto, llegamos a la estación. Él dijo «buenos días» otra vez, y yo respondí «está lloviendo». Bajamos y, cuando vi cómo se alejaba, respiré más tranquilo. Matar, tengo que admitirlo, no se me da bien, aunque tengo entusiasmo...

    Instrucciones para dejar de leer un libro

    Cuando interrumpimos voluntariamente la lectura, hay gente a la que le basta alcanzar un simple cambio de página, aunque la frase y el párrafo continúen. Colocan el marcador, cierran el libro y hasta luego. En cambio, hay quien precisa cambiar de página y, además, encontrar a continuación un punto y aparte. En el mejor de los casos, un punto y seguido. Si subimos un escalón, encontraremos a ese otro tipo de lector estricto que no se detiene a menos que alcance el final de un capítulo. En estos ejemplos maniáticos es inevitable preguntarse cómo afrontan estos lectores novelas, por citar algo rápido, como Cristo versus Arizona, de Cela, en las que no hay capítulos, ni puntos y aparte ni áreas de descanso de ninguna clase.

    Si en lugar de ascender, descendemos tres o cuatro escalones, hallaremos a ese lector descamisado y tolerante que se da por satisfecho cuando alcanza un diálogo para detenerse y encender la televisión, o quedarse dormido, independientemente de que se produzca o no un cambio de página. Existen individuos tan cuidadosos e implacables en la elección del momento para interrumpir un libro, que este tiene que producirse a una hora en punto, por ejemplo la una de la madrugada, y que ese instante coincida con un descenso de la intensidad dramática de la novela, que a su vez debe armonizarse con el final de un capítulo. Esta intransigencia me hace pensar en el celo con el que Thomas Mann planificaba sus personajes antes de ponerse a escribir, hasta el extremo que imaginaba cómo sería su firma.

    Naturalmente, hay gente tan condescendiente con la lectura que cierra el libro repentinamente, harta, sin marcar la página, sin interés en recordar en qué punto de la historia se produce la espantada. Porque ese abandono es una huida, como una maniobra evasiva para escapar de un incendio. La trama o la estructura arden y ellos quieren ponerse a salvo. Tienen miedo. O, tal vez, simplemente no están preparados para soportar las temperaturas de la literatura.

    Hace años leí que Álvaro Mutis y Carlos Patiño escribieron un poemario titulado La balanza, cuya edición de 200 ejemplares se agotó en 25 minutos. Fueron a recoger la tirada a la imprenta y la dejaron repartida por las librerías de Bogotá. Entonces estalló el «bogotazo», revuelta popular en reacción al asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán. Hubo disturbios y muchas hogueras. Casi todas las librerías ardieron, y con ellas el libro de Mutis y Patiño.

    En el fondo, la literatura tiene mucho que ver con el fuego. El escritor escribe porque algo en él no anda bien, porque algo arde dentro, y el lector lee porque lejos de los libros hace mucho frío. En ocasiones, el fuego se descontrola y el lector inexperto salta por la ventana, con desorden. En cambio, el lector curtido sabe que conviene aguantar, porque la gracia de la literatura está precisamente en arder.

    El hombre que abrió los telediarios

    En mitad del trayecto, el pasajero que viaja a mi lado, de bigote y jersey de cuello redondo, abre la mochila que lleva entre las piernas y saca el primer volumen de los Relatos de John Cheever. En ese mismo instante es evidente que me ha jodido el resto del viaje. Y no hemos hecho más que salir de Ourense, es decir, quedan cuatro horas para llegar a Madrid. Se trata de una desgracia como otra cualquiera. Lamentablemente, no puedo actuar como si nada ante alguien que lee a John Cheever. Es como si llevase una carga de explosivos debajo del asiento. ¿Alguien alcanzaría un mínimo de sosiego en esas condiciones? A su manera, Cheever también es material explosivo bajo el asiento, y el lector de sus relatos, un pirotécnico. No estoy tranquilo con gente así en el mismo vagón que yo. No porque me produzca miedo sino porque me contagia una curiosidad que no sé controlar.

    ¿Quién será él? ¿A qué se dedica? ¿Cómo habrá recalado en Cheever? ¿Qué va buscando? Tengo tendencia a pensar que todo aquel que lleva esta clase de libros en la mochila es un pez gordo. Alguien importante. No tanto en el sentido de reconocido o influyente, como de enriquecedor para la gente que lo rodea. Hay lecturas que no pasan en vano, que son radiactivas, que cambian a los que están en su perímetro.

    Pasan las estaciones. A Gudiña. Puebla de Sanabria. Zamora. Medina del Campo. No se me quita de la cabeza que el fulano, bajo la lectura de Cheever, arrastra un gran enigma. En caso contrario, obviamente, estaría leyendo otra cosa, incluso dejando de leer. Una persona sin misterios es preferentemente una persona que no lee. Hace mucho tiempo que me obsesiona la vida de las personas desconocidas con las que comparto espacio durante cierto tiempo, ya en una comida, un viaje en tren o una espera en la sala de un hospital. No reconocerla no evita que piense que puede ser, en secreto, alguien relevante.

    En 2001, Eduardo Mendoza, Rodrigo Fresán, Andrés Neuman y Enrique Vila-Matas participaron en una mesa redonda en Budapest sobre narrativa hispánica. Los presentaba un escritor húngaro, que en la víspera había cogido por banda a Fresán y lo había aburrido a preguntas. El día de la mesa redonda, minutos antes de comenzar, Vila-Matas quiso conocer el nombre del moderador. Se llamaba Imre Kertész, y ese mismo año iba a recibir el Premio Nobel de Literatura. Entretanto, solo era un desconocido que moderaba una mesa redonda. Es más, Vila-Matas andaba a la busca de un nombre para un personaje chileno de origen judío, de cara a su próxima novela, y le puso Felipe Kertész, antes de que Imre Kertész recibiera el Nobel y se volviese célebre.

    Nunca acaba de saberse quién viaja al lado de uno. Por si acaso, cuando el acompañante abre una mochila y saca los Relatos de Cheever, conviene ponerse en guardia. Alguien así puede acabar abriendo un telediario. Cuando llegamos a Madrid, guarda el libro, nos despedimos en silencio, asintiendo con la cabeza, mientras trato de grabar su cara en la memoria.

    La droga linda

    En el portal de mi edificio hay un anuncio, elaborado con un procesador de textos, que publicita un servicio de «teleplancha» ultrarrápido. En el primer momento, me pareció algo nuevo. Pero la «teleplancha» solo es una versión casera de la tintorería, pasada por el embudo de la desesperación y la crisis. En cuanto a la velocidad a la que aseguraba prestarse el servicio, tampoco conviene extrañarse. La rapidez es un requisito indispensable para que las cosas sucedan, a secas. En los tiempos que corren, ¿quién puede estar interesado en que le ofrezcan un servicio lentamente? La paciencia ha pasado a la historia. Podemos soportar muchas cosas, pero en ningún caso la espera, que ocurran sin vértigo. Cada vez quedan menos empresas que se puedan hacer sin la presión de alguien para que estén concluidas. Tal vez el arte, la literatura... pero solo con muchos matices. Existen tantos intereses entre el acto creativo y la irrupción del mercado, que todo debe transcurrir a velocidad ultrarrápida.

    Estos días, en los que parece que Argentina e Inglaterra —quizás preocupadas por que la maquinaria de la guerra agarre óxido— escenifican la melancolía del belicismo que las unió, me acuerdo mucho de Rodolfo Fogwill y de su novela Los pichiciegos, una historia sobre soldados escondidos bajo la tierra en la que transcurre el conflicto de las Malvinas. Los «pichiciegos» son veinte soldados y suboficiales que desertaron, o a los que dieron por muertos, y que construyeron un refugio bajo tierra, muy cerca del frente, donde sobrevivieron negociando ilegalmente con las tropas de su país y haciendo trapicheos para los enemigos. Son fulanos que solo tenían miedo y deseaban sobrevivir.

    Fogwill contaba que había escrito este libro en menos de siete días, impulsado por veinte gramos de cocaína, según las distintas versiones que el propio autor fue dando a lo largo de los años. Hay cierto consenso, entre los distintos Fogwills, en que la obra se redactó del 11 al 17 de junio de 1982, antes de que hubiese acabado la guerra. En una de sus últimas entrevistas, antes de morir, admitía que la cocaína había sido el motor de aquella novela. «La droga linda, qué rica la droga, sí. Adelante». Ahí hacía algunas matizaciones sobre la cantidad. Fueron tres días vertiginosos. «Para empezar, solo fueron 12 gramos. Los compré a precio de oro. Calculo que tomaría tres gramos por cada uno de los tres días. Se acabó el material y aún faltaba la mitad del libro», decía. Esa velocidad de redacción, curiosamente, no se traslada al texto, donde nada es torrencial, ni atropellado, sino hipnótico, fantasmal, anestesiante.

    La historia de la literatura está llena de autores ultrarrápidos. Yo me quedo con Simenon. Dos días antes de ponerse a escribir, acudía a él una idea. En ese tiempo, tomaba una guía telefónica, para elegir los nombres, y un mapa de la ciudad, para situar los hechos. A continuación, decidía cuál sería el incidente para empujar a un hombre y a una mujer a una situación límite. Eso era lo más difícil. El resto solo era escribir, tarea en la que nunca podía emplear más de once días. Era el tiempo máximo durante el que podía soportar ser el protagonista de otra vida. Por eso sus novelas son tan cortas, porque después de ese tiempo, desfallecía. De hecho, antes de empezar a escribir acudía al médico. «Me toma la presión arterial, comprueba casi todo. Solo cuando él dice está bien, puedo empezar», explicaba Simenon.

    La velocidad forma parte de nuestro modo de ocupar la realidad. Da igual qué hagamos y la hora que sea. Escribir, planchar, follar, cruzar la calle... todo debe transcurrir en el menor plazo posible porque inmediatamente después habrá más cosas que hacer, que no es posible demorar. Así que voy a acabar aquí. Tengo prisa.

    Amor por la ferretería

    Hay pocos establecimientos que me fascinen tanto como un taller eléctrico. Ese caos de hierros, la deconstrucción de la maquinaria, el mesianismo del mecánico, la ocupación que las piezas sueltas hacen del espacio, la atmósfera asfixiante, la inexistencia de huecos... Ahora mismo cambiaría la capacidad para descomponer sintácticamente una oración subordinada, que nunca me sirvió de nada, o los conocimientos sobre los presocráticos que almacené en la facultad, por saber arreglar una esmeriladora o una motosierra averiadas. Cada tarde paso por delante del taller eléctrico Ramón, y me detengo durante un par de segundos a observar el interior. Soy tímido, y miro el esplendor desde la acera. Ojalá deje de funcionar el taladro un día de estos y tenga una buena excusa para entrar.

    Durante ese lapso de tiempo quedo atónito, como delante de un cuadro de Gustave Courbet, o frente a la Capilla Sixtina. También el taller eléctrico está plagado de detalles secretos. Creo que si el mecánico no pusiese mala cara, podría estar horas, semanas, años, estudiando las estanterías de las paredes, en las que se acopian miles de objetos de los que ignoro incluso el nombre.

    Hay algo de enfermedad en esta admiración por la mecánica eléctrica. Witold Gombrowicz tenía una fijación parecida, tal vez más acentuada, con las ferreterías de Buenos Aires. En 1939, como se sabe, fue invitado con una embajada de escritores polacos a Argentina. Entretanto, Alemania invadió Polonia, y Witold optó por quedarse en Buenos Aires hasta los años sesenta. En ese tiempo, obtuvo un trabajo en el Banco Polaco. Una vez a la semana, después de abandonar la entidad, se adentraba en una ferretería de la calle Corrientes. Allí pasaba una hora estudiando el género, infantilmente. Nunca faltó a la cita. Llegaba el día, salía del trabajo, se dirigía a la ferretería, estudiaba en silencio los artículos, como buscando algo que no existía, y se marchaba. Ocasionalmente, compraba un tornillo, una rosca, un manubrio... No era un hombre de muchas palabras.

    En una ocasión, un periodista, sabedor de esa contención expresiva, le preguntó si podría «definir en pocas palabras su filosofía, su actitud frente a los problemas del arte literario». Witold respondió: «Lo lamento. Tengo ocho volúmenes referentes a eso. Quien domine idiomas extranjeros no tendrá dificultad en conseguirlos. Además Ferdydurke, uno de mis libros más explícitos en ese sentido, puede encontrarse en las librerías de viejo de esta ciudad por el módico precio de cinco pesos».

    Existe el espécimen contrario. Tengo un amigo alérgico a las ferreterías. Mataría con gusto a un ferretero. Solo lo detiene que tendría que hacerse con una pistola, y odia las armerías. Cuando precisa algo, envía a algún pariente. Hace seis meses, por una casualidad, mi amigo encontró su título universitario. Ya no recordaba que era licenciado en Filología Clásica. Nadie, en la tintorería en la que trabajaba, le había pedido jamás que demostrase una cosa así. Inopinadamente, experimentó la necesidad urgente de ver el título colgado de una pared. Pero no encontró el martillo por ningún sitio. Y el hijo se había marchado de excursión con el colegio.

    No tuvo más remedio que acudir en persona a la ferretería. «Un martillo, por favor», pidió. Entonces descubrió que había martillos de mil familias. Él solo quería uno que empujase el clavo a través de una superficie dura, y se quedase quieto. Desgraciadamente, lo atendió un dependiente áspero, que había detectado su alergia a las ferreterías en cuanto entró por la puerta. Lo humilló con preguntas que no supo responder. Probablemente, si lo hubiese hecho, hoy sería juez. Cuando mi amigo confesó que solo quería colgar su título universitario, y no el Guernica, el dependiente le sugirió que se dejase de martillos y comprase un taladro, tacos y alcayatas. Mi colega tuvo la sensación fría y desagradable de que el ferretero sabía demasiado, y que no estaba tan interesado en venderle un martillo de mierda como en humillarlo. No compró nada. En cuanto llegó a casa, cogió un tornillo, y en la desesperación de no tener con qué golpearlo, tomó una figura que le había regalado su suegra, pensando que era de mármol. Pero era de Sargadelos... La historia acabó mal, y empeoró por la noche, cuando llegó su mujer a casa. En todo caso, esto es secundario. Quedémonos con la alergia y con que las ferreterías tienen amantes y detractores. Personalmente, elijo los talleres eléctricos.

    Prohibido tirar libros al retrete

    El lunes por la noche dejó de funcionar la cisterna. Naturalmente, se originó cierta psicosis en casa. Nunca es buen momento para una eventualidad así. Figúrese. Justo es el tipo de avería a la que más se teme en un hogar. Cualquiera preferiría quedarse sin agua caliente antes que descubrir, cuando ya es tarde, que tirar de la cadena no surte efecto. No sé por qué, pensé que podría repararla. En una maniobra elemental, retiré la tapadera. Si había sido capaz de escribir un libro, que posteriormente leyó medio centenar de personas, tal vez podía arreglar la cisterna, que en alguna medida también tenía que ver con la lectura.

    Hubo un caso célebre, que Ilyá Ehrenburg narra en sus memorias Gente, años, vida. El periodista soviético cuenta que llegó a Moscú desde la Guerra Civil española, donde estaba como corresponsal, y se asombró al encontrar en el ascensor de su casa un cartel que decía: «Prohibido tirar libros al retrete». Al parecer, la posesión de ciertos libros era peligrosa y, en ocasiones, había que deshacerse de ellos aunque fuese a costa de atascar las cañerías.

    Miré hacia aquel abismo desde arriba, y me pareció contemplar un complejo universo de tubos y palancas que solo Dios podía explicar. Me dio la impresión de que estaban rotos los topes de la válvula de descarga. No ocultaré que me puse algo nervioso, incluso me emocioné, como cuando adviertes que si mueves el alfil a f6, haces jaque mate. Me pareció demasiado fácil como para no sospechar que la facilidad debía ser una trampa de la cisterna para que me animase a sustituir la pieza personalmente, y luego provocar una avería mayor, irreversible. Tenía recientes algunas experiencias, como cuando intenté montar un mueble de Ikea con un martillo, pensando que avanzaría más y mejor que con la llave Allen. También recordaba cuando quise agujerear la pared para fijar un perchero, y empleé la broca equivocada. No necesitaba hurgar más en el pasado. La facilidad siempre es un señuelo, como ciertas luces de neón, o la música deliciosa de las tragaperras. Había aprendido la lección. Busqué en Google un fontanero, y llamé. Le expliqué que la cisterna bla bla y que, según una observación primaria del escenario, etcétera etcétera. «Mañana a primera hora estamos ahí», dijo rápidamente, como si tuviese prisa por llegar. «Sin falta», añadió. Apareció a la una de la tarde, el muy hijoputa. Entretanto, tuve que bajar dos veces al váter del bar Mundial 82.

    Cuando llamó a la puerta le abrí entusiasmado, ansioso, como si yo fuese Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, y el fontanero un miembro destacado de la comitiva americana que llega a Villar del Río. Lo estudié de arriba abajo. Medía un metro noventa. En una mano llevaba una llave inglesa y dos destornilladores. La otra la tenía metida en el bolsillo. «¿Dónde has dejado a tu socio?», pregunté, dando por sentado que alguien tendría que portar la caja

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