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Jacobo Fandiño es un jugador de fútbol que acaba de fichar por un gran equipo pero no va sobrado de confianza. Bruna Vila es una periodista deportiva que lo borda con sus crónicas en un mundo atestado de señoros y clickbait. Vicente Parrado es un aficionado que se agarra a los viejos tiempos mientras cuida de su padre enfermo. Aunque cada uno trate de hacer su camino, los tres solo contemplan un destino: cuando llegue el verano, irán al Mundial.
IdiomaEspañol
EditorialPanenka
Fecha de lanzamiento1 nov 2023
ISBN9788412741124
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    Moneda al aire - Sergio V. Jodar

    Quedan 330 días

    Ni siquiera soy el peor jugador de la historia. Si escribís en YouTube presentaciones ridículas fútbol, la mía sale de las primeras. Hay un vídeo de un ranking con las más ridículas y yo ocupo el cuarto puesto. No, el cuarto no, el tercero. Os vais a reír, pero os digo en serio que el día de la presentación con el Atlético Mediterráneo no había empezado bien porque salí de casa sin cagar. Normalmente, mis días comenzaban a las ocho y un minuto de la mañana con la canción esa de Rocky a todo volumen. Posponía la alarma once minutos, los mejores del día, para qué nos vamos a engañar. Me levantaba, comía un plátano, bebía un vaso de agua caliente, tomaba un café sin azúcar y lo acompañaba con dos tostadas, una con aceite y la otra con aguacate. A los dieciocho minutos el cuerpo me pedía ir al baño con puntualidad británica o suiza o donde sea que lleguen a tiempo. Ni que comiera relojes. No me fío de la gente que sale de casa sin evacuar. Están locos. Si el día es una temporada con victorias y derrotas, cumplir las rutinas matutinas es ganar el trofeo veraniego: no es definitivo, pero lo encaras todo de buen humor.

    Cualquier novedad alteraba toda esa liturgia. La noche antes de la presentación, sin ir más lejos, en la cama me puse boca arriba, después boca abajo, después para un lado y después para el otro. Me dio una rampa en el gemelo. Miré el móvil a las 00:08, a las 02:22, a las 04:18 y a las 5:50. Por la mañana, desayuné un café y medio plátano y me senté en el váter. Tenía el sistema digestivo parado y sabía que se pondría en marcha, como siempre, en el peor momento. Durante toda mi carrera deportiva había conocido a muchos jugadores que querían salir los últimos al campo por una especie de ritual esotérico. El fútbol de condicionales, que yo también conjugaba, se escuchaba por todos los rincones de España. Si salgo al campo el último, me irá bien. Si entro con el pie derecho, meteré tres goles. Si llevo los guantes rosas, no me marcarán. Yo estaba en la gama alta de jugadores supersticiosos. Me santiguaba al entrar al campo por si acaso, no porque fuera creyente. Pero si salía el último del vestuario era por una razón fisiológica: apurar al máximo en el baño. Mi abuela decía una frase que no entendí hasta los 9 años, y eso que parecía que la habían inventado para mí: "O que ten cu, ten medo".

    En el trayecto en taxi desde mi nueva casa, en Castelldefels, hasta el estadio, primero sentí un pinchazo en la barriga cada cinco minutos, luego cada tres y al final fue casi continuo. Necesitaba liberar aire sí o sí. Los asientos traseros del taxi eran de piel negra, o al menos de lo que quedaba de ella. ¿Iba a sonar? Bajé la ventanilla. Afuera tronaba pero no llovía. En la radio sonaba una canción de rumba y me separaba un cristal con el taxista, que acompañaba con la percusión al volante. Había que jugársela. Me moví hacia un lado y fui tan delicado como al abrir una botella de Coca-Cola que se acaba de caer al suelo. Nada. Dos calles después, el conductor aprovechó un semáforo en rojo, detuvo el taxímetro, pagué con tarjeta, incluidos dos euros de propina, y cuando iba a salir del coche me preguntó si era Jacobo Fandiño. Qué va, qué va, dicen que me parezco mucho, contesté antes de dar un portazo.

    Lo primero que vi de mi nuevo estadio fue un cartel gigantesco y luminoso con el nombre: el Nuevo Malecón. Parecía un centro comercial. Había leído que antes estaba en el barrio de Poblenou, cerca del mar que inspiraba el nombre del equipo. Pero el ya antiguo Malecón se trasladó a la zona rica de Barcelona, a los pies de Vallvidrera, lejos de su gente y lejos del agua, donde pescadores inmigrantes de toda España habían fundado el equipo hacía más de cien años. También me había informado de que el estadio, en el que empezaría a jugar el Atlético Mediterráneo esa temporada, explicaba los problemas económicos del club. Había comenzado a construirse cinco o seis años atrás para ser el más grande del mundo gracias a sus 120.000 asientos. Pero con la construcción también había desencadenado un círculo vicioso: menos dinero para fichajes; menos títulos, y por lo tanto menos dinero; menos ilusión y menos público, y por lo tanto menos dinero. Al final, todo siempre se resume en el dinero. Yo había costado veinte millones de euros, mucho para ser yo, poco en comparación con una megaestrella. Supongo que por eso me había fichado el Mediterráneo y por eso estaba en el aparcamiento del Nuevo Malecón, donde me esperaban el director deportivo, Liarte, que tenía unas gotas de sudor en el bigote, y el vicepresidente del equipo, que me dijo su nombre pero no me enteré. Me pasa a menudo con las presentaciones. No es que me olvide del nombre, es que no lo escucho.

    Mientras me enseñaban las estatuas de exfutbolistas del club, los jardines y los accesos al estadio, Liarte me gastaba bromas y me daba con el codito. Era el máximo responsable de mi fichaje, que la prensa había catalogado como arriesgado. Me contó que a la plantilla aún le quedaban algunos días de vacaciones y que el presidente no se pasaba por allí desde hacía cuatro meses. Me preguntó si conocía Primera plana, el periódico de referencia. Le dije que mi padre era suscriptor, aunque solo había visto el diario por casa algún domingo. Según había publicado Primera plana, Eugeni Cabestany, el presidente, había defraudado a Hacienda tres millones y medio de euros. Cabestany había dado una rueda de prensa para desmentir todo lo ocurrido, que en este mundillo ya sabéis que suele significar que la información es cierta. Desde entonces, no había vuelto a aparecer por las oficinas. Y no creo que lo haga, apostilló el vicepresidente como si escribiera un punto y aparte. Según decían en las tertulias, se quería presentar a las próximas elecciones del club.

    Entramos al estadio, ellos con su moreno ibicenco, yo con mi blanco roto. Caminaban sin prisa y se reían a menudo. De vez en cuando aprovechaba para quedarme rezagado y ponerme la mano en la tripa. Los apretones son como las eliminatorias de Champions: siempre hay partido de vuelta. Hablaron de julio, su mes favorito. La Eurocopa, que no se había podido celebrar el año anterior por una huelga de árbitros, estaba en juego. Eso provocó que Eurocopa y Mundial se disputaran en dos años seguidos. Pocos prestaban atención a los nuevos fichajes. Era un buen momento para presentarme a mí, un mediapunta de 25 años, joven pero no tanto, ya en la edad de cumplir las promesas. Venía del Ínsula, un equipo que había descendido antes de marcharme, aunque es verdad que había sido el mejor jugador de la temporada con diferencia. De todas formas, no os voy a mentir, el Atlético Mediterráneo había pagado por mí más de lo que yo había demostrado hasta el momento. Lo sabían Liarte y el vicepresidente, lo sabían los aficionados y lo sabían hasta en mi casa.

    Me enseñaron la sala de trofeos. Había como treinta o cuarenta, aunque el último lo habían ganado hacía más de cinco años. Al salir del museo, me interesé por los baños.

    —¿Quieres ir? —me preguntó Liarte frunciendo el ceño.

    —No, no —dije queriendo decir que sí—. Que cómo son los baños.

    Se rieron. Tuve una segunda oportunidad antes de llegar a la sala de prensa. ¿No os pasa a vosotros, que en las segundas oportunidades casi siempre acertáis? Ojalá siempre hubiera tenido una segunda oportunidad. Hubiera sido uno de los mejores futbolistas del mundo.

    A la segunda dije que necesitaba ir al baño. Liarte levantó un poco el brazo y lo estiró para que la manga de la camisa se le echara hacia atrás. Miró el reloj y torció la cabeza. Prometí que serían menos de dos minutos. En ese tiempo en el baño apenas conseguí quitarme la americana, desabrocharme el cinturón y remangarme la camisa. Para responder a mi pregunta, el lavabo estaba impoluto. Olía a ambientador de limón. Era casi perfecto, solo le faltaba un colgador. Me senté en la taza, que estaba helada, con la americana por encima del hombro. El pantalón tocaba el suelo y la corbata me rozaba el pene. Mientras los intestinos iban a lo suyo, entré a la página web de Primera plana. Fui directo a la sección de deportes y encontré la noticia de mi fichaje: Jacobo Fandiño, una moneda al aire. Qué perros. Navegué un poco más y en la sección Rumores cliqué en un titular que me lo pedía. Este entrenador de fútbol ha criticado a su nuevo fichaje. La noticia, que estaba sin firmar, explicaba que Segarra, mi nuevo entrenador, había valorado mi llegada con su círculo cercano: Pedí unas natillas y me han traído un flan. Me lavé la cara, me sequé las manos en la pared y salí al pasillo, donde Liarte continuaba mirando el reloj.

    Entramos a la sala de prensa. Tres periodistas desafiaban el aforo de sesenta personas. El resto, me tranquilizó Liarte por lo bajini, estaban cubriendo la Eurocopa, la Copa América o de vacaciones. El periodista más joven se quedó de pie en una esquina. No debía de superar los 20 años. Los otros dos, a los que delataban sus micrófonos, hablaron entre ellos en la segunda fila hasta que el director deportivo rogó silencio igual que si pidiera un cigarro. Me restregué por el cuello una botella de agua fría, me desajusté la corbata y acerqué la silla a la mesa. Sentía que flotaba. Fue como si me viera por televisión desde el sofá de casa.

    Liarte tomó la palabra. Comentó los detalles de la operación. Nos aportará el plus de calidad que nos faltó la temporada pasada, afirmó convencido. Reprodujeron un vídeo con mis mejores jugadas. Qué bueno era en los highlights. Mientras duraba el vídeo, pensé en dar un discurso solemne. La presentación más importante de mi carrera era el escenario ideal. De pequeño me entrevistaba a mí mismo después de un partido. Hacía de periodista y de futbolista.

    —Bueno, aquí estamos con Jacobo Fandiño, capitán de la selección… —decía yo.

    —He marcado un golazo y soy el mejor —decía también yo.

    Odiaba los tópicos de los futbolistas. Esto es fútbol. Se han impuesto las defensas. No tuvimos suerte de cara a portería. El partido lo han marcado los detalles. El que ha cometido menos errores se ha llevado el encuentro. El gol antes del descanso ha sido psicológico. Tuvimos nuestras oportunidades y no las aprovechamos. Nos ha faltado intensidad. Vamos a seguir intentándolo hasta el final. No bajaremos los brazos. De todos los tópicos, uno se lleva la palma: El fútbol es así. Cuando Liarte me pasó el micrófono, dije con la voz temblorosa: Es el equipo de mi vida, una oportunidad que no podía dejar escapar. Estoy deseando conocer a mis compañeros y entrenar para ganarme un puesto. La verdad, nunca había tenido simpatía por el Atlético Mediterráneo, sobre todo por las rayas amarillas de la camiseta. Además, era un club inestable. Con tantos terremotos, era muy difícil caer de pie. Siempre me ha costado hablar con gente a la que acabo de conocer, no me gustaba demasiado entrenar y, entre nosotros, esperaba no tener que competir mucho por el puesto. Lo que más me apetecía en ese momento era salir de la sala de prensa y darme una buena ducha. Pero qué iba a decir. Aún tenía que contestar a las preguntas de los tres periodistas, que pidieron turno con las cejas.

    —¿Cómo te defines como jugador?

    Sí, bueno, la verdad es que…. Y me costó continuar. Odiaba esa pregunta. ¿Acaso no están los periodistas para poner palabras a lo que ven? No tenía ni idea del tipo de futbolista que era. Solía jugar detrás del delantero y mi función era surtirle de balones. En mi carrera tuve muchos entrenadores que me dieron órdenes contradictorias. Varios me habían dicho que lo más importante era esforzarse y defender, cosa que para mí era difícil, porque no me tiraba al suelo salvo contadísimas excepciones. Algunos me habían colocado en la banda, primero en la izquierda y luego en la derecha. ¿Dónde salió peor el experimento? Otros incluso se habían atrevido a ponerme de delantero centro para acercarme a la portería, pero en casi todos los partidos me veía obligado a pelearme con centrales que me sacaban dos cabezas. Disfrutaba cuando conducía la pelota en tres cuartos, con libertad, avanzaba al trote, con la cabeza levantada, y asistía al delantero. Los goles de los compañeros, si daba yo el pase, los celebraba más que los míos. La única división en el fútbol, y si me apuráis en la vida, es si quieres evitar goles, regalarlos o marcarlos. No supe bien cómo explicar todo esto y destaqué tres cualidades y tres defectos, lo primero que se me pasó por la cabeza.

    —¿Quién es el mejor jugador del mundo?

    Bueno, yo creo que…. Alerta. Peligro. Pregunta trampa. En el Atlético Mediterráneo jugaba Alonso Valenzuela, delantero chileno al que muchos consideraban el mejor del mundo. Tenía cinco Balones de Oro, los mismos que el alemán Fritz Hoffman, que jugaba en el Club Capital, nuestro gran rival y claro favorito al título de liga. El empate entre los dos jugadores podía deshacerse en unos días. España y Alemania iban a disputar la final de la Eurocopa, y Argentina y Chile, la de la Copa América. Entre Valenzuela y Hoffman existía una rivalidad cinematográfica: dos delanteros con una voracidad inagotable, favorecidos por un enfrentamiento legendario entre clubes y por un cara a cara constante patrocinado por los medios. A los dos se les caían los goles del bolsillo, pero Valenzuela era menudo y rápido, un jugador escurridizo que gambeteaba hasta llegar a la portería con frescura. Hoffman, en cambio, era un cíborg, un oficinista del gol que acampaba los noventa minutos en el área rival. Casi siempre marcaba al primer toque. Cuanto menos pensaba, más bueno era. Uno lo fiaba todo al trabajo; el otro, al talento. Si el fútbol fuera una tabla de Excel, ahí estaba Hoffman. Si el fútbol fuera un poema, ahí estaba Valenzuela.

    Yo consumía mucho fútbol y como espectador nunca había tenido dudas. Valenzuela era mucho mejor. Eso sí, como futbolista sabía que lo tendría más fácil para adaptarme al juego de Hoffman. Se desmarcaba a la perfección y lo remataba todo. La prensa había publicado que el alemán entrenaba con melones, cocos y sandías. Tiene más definiciones que un diccionario, llegaron a decir de él. Valenzuela, para mi desgracia, era autónomo y bajaba mucho a recibir. Por todo eso no veía claro lo de jugar con Valenzuela, del que dije que era el mejor jugador del mundo y posiblemente de la historia. Ni siquiera nombré a Hoffman. En esos pasillos era el anticristo.

    —¿Has hablado con el entrenador?

    Bebí agua y cuando apoyé la botella aún no tenía la respuesta. La verdad era que no había hablado con él, solo sabía que Segarra era un técnico de la antigua escuela y bastante defensivo. En fin, que si decía que había hablado con él, estaba mintiendo. A lo mejor era una falacia innecesaria que podía ser desmentida al instante por Liarte o por el entrenador en unos pocos días. ¿Y si el míster odiaba las mentiras y estaba firmando mi sentencia de muerte antes de vestirme de corto? No solo le traían un flan, además era un flan mentiroso. Pero es que si decía que no había hablado con el entrenador, evidenciaría falta de comunicación. Tenía las de perder, así que respondí con mi afirmación favorita: una pregunta. Al periodista, que estaba enrollando el cable del micrófono, le valió la respuesta y la rueda de prensa por fin terminó sin que nadie me preguntara si tenía nivel para jugar en el Atlético Mediterráneo. No hubiera sabido qué carallo responder.

    Ya solo quedaba la presentación en el césped. En el vestuario, después de atarme las botas, desbloqueé la pantalla con el 1410, mis dos dorsales favoritos. Hay números que acompañan toda una vida, como el día de nacimiento. Otros se adoptan con los años, por el inicio de una relación o la noche en la que salió redondo un partido. El 21 que iba a lucir yo en la camiseta era, como casi todos, un número más.

    Entré en Twitter, donde tenía una cuenta falsa, por si las declaraciones habían causado revuelo. De momento, nada. Leí los tres wasaps que tenía. Uno era de mi nuevo representante, que me preguntaba qué día era la presentación. El segundo, con un escueto suerte, era de mamá, que disimulaba su enfado por haberle prohibido acompañarme. El último, de Antía, era un párrafo de insultos con punto final. Sin responder a nadie, guardé el móvil en la taquilla y desdoblé la camiseta, tan fea como por televisión, con esas rayas horizontales negras y amarillas por las que al Atlético Mediterráneo se le llamaba el Taxi o equipo ‘taxista’. Lo peor de la camiseta estaba por detrás. En lugar de Fandiño, ponía Fandinho. No dije nada de la equivocación y salí al césped.

    ¿Estuvisteis en la presentación? No creo, porque había menos de treinta personas. Por suerte, porque vaya tela. Quizás tendría que haber avisado de que no era muy hábil con los toques. No sé, de pequeño siempre alguien vacilaba y se ponía a dar toques. Yo prefería hacer otras cosas con la pelota. Por supuesto, en ese momento les hubiera pagado lo que hiciera falta para que dieran toques por mí.

    El corazón me late muy rápido. Respiro hondo. Elevo la pelota y comienzo con los toques. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y la pelota al suelo. Otra vez. Uno, dos, tres, y la pelota al suelo. Venga que ahora sí. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, y la pelota al suelo. Lo vuelvo a intentar. No llego a diez. Cambio de virguería. Aún estoy a tiempo de arreglarlo. Intento una lambretta. Se me queda la pelota en el culo. El ridículo continúa. ¿Me voy? ¿Finjo una lesión? ¿Un apretón? La mirada fija de Liarte me obliga a seguir. Se me queda la pelota unos metros por delante. La ataco para hacer una elástica. Mido mal. Al tocar la bola con la bota izquierda, me resbalo. Me quedo en el suelo. Tumbado unos segundos. Boca arriba. Quiero que se abra un socavón en el campo. Me levanto y cojo la pelota con las dos manos. Miro a la grada. La mitad tiene las manos en la cabeza. La otra mitad se ríe. La tercera presentación más ridícula de la historia. Ni siquiera es la peor. A vuestro alcance en YouTube.

    Para compensar, besé el escudo sin que nadie me lo reclamara y le pedí a Liarte un rotulador para firmar camisetas. Era la única forma de solucionar aquello. Pero en el ridículo siempre hay un piso más abajo. No tuve ni que destapar el rotulador. Se lo quise devolver a Liarte mientras con la otra mano me despedía de los pocos que quedaban en las gradas.

    —Quédatelo, vas a firmar muchas camisetas. El peor día de un futbolista es el de la presentación. Eres bueno, solo tienes que creértelo —dijo Liarte, pellizcándome el moflete.

    Volví al baño donde había comenzado el desastre. La americana en la espalda. La corbata en el pene. Una moneda al aire. Me llegó un aviso al móvil: Liébana dejará de ser el seleccionador tras la Eurocopa y Gaztambide será su sucesor. ¿Gaztambide? Había sido mi entrenador años atrás y sacó lo mejor de mí. Habíamos mantenido una gran relación y aún nos mensajeábamos de vez en cuando. Destapé el rotulador. Su olor fue la segunda mejor noticia del día. Escribí en la puerta del baño. No tenía mucha tinta, así que tuve que apretar bastante y repasar varias veces la misma frase: VOY A IR AL MUNDIAL. Dudé en añadirle un interrogante, pero me acordé de lo que me acababa de decir Liarte y firmé como nunca lo había hecho. Con todas las letras de mi nombre completo. Jacobo Fandiño Roibás.

    Quedan 330 días

    Primero estampé el despertador y después me cagué en la puta, o al revés. La cosa es que era prontísimo, y yo a esas horas no sé ni que me llamo Bruna Vila Barón. Suena raro de narices, pero ya me había cargado unos cuantos despertadores, aunque a mi favor diré que hacía años que no me pasaba. Me había acostumbrado a levantarme temprano para llevar a Júnior al colegio, lo que no quiere decir que siempre que madrugaba tuviera mejor cara que una zombi. Los que me conocen bien (intento

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