Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La reina de Falcarragh
La reina de Falcarragh
La reina de Falcarragh
Libro electrónico334 páginas5 horas

La reina de Falcarragh

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Emocionante y profunda novela de descubrimiento de un autor de sensibilidad exacerbada. La llegada de un desconocido a la pensión Green Harp Hostel en Falcarragh, Irlanda, desatará una oleada de recuerdos en su propietaria, Fidelis Mundy. La vida y los escollos de Fidelis nos servirán de hilo conductor a la hora de conocer a un personaje fascinante con una personalidad arrebatadora. Una historia de mitología, leyendas, bucles temporales, desamor y memoria en la que nada es lo que parece.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento7 nov 2022
ISBN9788728396223
La reina de Falcarragh

Relacionado con La reina de Falcarragh

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La reina de Falcarragh

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La reina de Falcarragh - Daniel Sarasola

    La reina de Falcarragh

    Copyright © 2019, 2022 Daniel Sarasola and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728396223

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    Esta historia está dedicada especialmente a dos amigos muy queridos que a lo largo de los años me han distinguido con su amistad:

    A Deirdre Learmont, siempre inteligente, generosa y deliciosamente imprevisible, divertida y plural.

    A Mícheál Tierney, generoso y solidario, curioso de otras culturas y amante de las lenguas.

    Ambos se han esforzado en mantener el contacto conmigo durante más de veinte años desde que abandoné Irlanda. Y me han ayudado a conocerla y quererla, compartiendo conmigo experiencias inolvidables.

    Y también para Bridge y Ciàran Tierney,

    para Joe Wall y Céline,

    para Francis McCafferty y Ophelia Byrne,

    para Shane MacGrath y Amanda McIntosh,

    para Eunice y Gerry McKewon,

    para Sophie Guillemont,

    para Carmel Ní Bhriain,

    para Dorothy Ní Vigín,

    para David Décharte.

    Y también para Régis.

    Primera parte

    UN AMOR DE VERANO

    Para Deirdre Learmont y Carmel Ní Bhriain, que me

    hicieron redescubrir ese Donegal que ya había descrito.

    I

    Facarragh, finales de julio de 2005

    El viajero cruzó el umbral de madera de roble y observó el vestíbulo atestado de maceteros de terracota y flores de plástico en colores chillones. Resbaló la mirada por ocasos idílicos, playas gigantescas de arena blanca, olas verde esmeralda rompiendo en arrecifes solitarios. Las paredes, empapeladas de calendarios, vendían una imagen demasiado virginal de la verde Irlanda. El viajero echó un vistazo al tosco mostrador forrado en plástico granate de la recepción. La imagen de una mujer enjuta y bajita se recortó entonces en el umbral de la puerta del vestíbulo. El hombre observó su cabello ceniciento cortado a lo chico amarilleando en torno a las orejas, el flequilllo casi sólido, bajo el gorrito de lana tricolor que le cubría el cráneo como un solideo papal. No pudo sustraerse al embrujo ocre de sus ojos grises en un duro rostro de calavera emergente, hendido por los surcos del tiempo.

    —¿Qué va a ser? —Su voz fluyó como el gorgoteo del agua llenando un cántaro hueco.

    —¿Es usted Fidelis?

    Aquel nombre arrancó un frunce de labios inesperado que la mujer se apresuró a desterrar restaurando un gesto adusto y pétreo.

    —No. Ella está sirviendo en el bar ¿Qué se le ofrece?

    —Creo que tengo una habitación reservada para esta noche.

    —Dirá usted una litera. Aquí las habitaciones son compartidas, soltó ella sin mirarlo siquiera antes de sumergirse en un cuaderno de cantos gastados con guardas de cartón. El tipo se deshizo de la mochila y esperó. Un chaleco a rayas aplastaba los senos lacios de ella detenidos a la altura del ombligo bajo un grueso jersey de cuello vuelto.

    —Me dijeron por teléfono que había poca gente. Que por esta noche me meterían en una para mí solo.

    —Razón no le falta. Aquí está apuntado. Pero tendrá que averiguar cuál queda libre. Fidelis o Anton se lo harán saber.

    —¿Y cómo doy con ellos?

    —Por esa puerta de la derecha. Fidelis acostumbra a estar sirviendo tras la barra. Ya le digo, no tiene pérdida.

    —Fidelis, supongo.

    —La misma que viste y calza. Veo que se ha tomado usted el desvelo de indagar.

    —Un alma caritativa me puso al corriente.

    —La vieja Annie. Siempre la misma correveydile.

    La tal Fidelis resplandecía ahora en una sonrisa inimitable, la cabeza inclinada con sorna hacia el hombro derecho.

    —Tenía razón su madre cuando dijo que era usted inconfundible.

    —¿Mi madre? Me temo que exagera los lazos que nos unen. Bien se ve que no es usted de por aquí.

    La voz de Fidelis desembocó en una sorda risotada que se escurrió entre dientes antes de alcanzar la apoteosis. Iba a decirle al viajero la verdad, cuando uno de aquellos beodos que cabeceaban doblados sobre sus pintas se incorporó, asió a la mujer por la muñeca y la zarandeó con violencia mascullando algo obsceno. A Fidelis no le gustaban los tiempos muertos ni estaba acostumbrada a esperar refuerzos. Tan pronto sintió la zarpa del tipo apresando su mano derecha, le volvió a sentar de una bofetada. Luego vertió el resto de la pinta en su coronilla.

    —Decía que no es mi madre sino una amiga de toda la vida y usted el que hizo la reserva por teléfono. Imagino que quiere saber cuál es la habitación —dijo, sacándose una llave del bolsillo.

    El viajero tomó la llave de sus manos, como si de una reliquia se tratara, rezagando sus dedos en la palma abierta de ella. Fidelis volvió a iluminar su cara con una sonrisa franca y límpida.

    —Disponga de la 24 como si fuera una sencilla. Hasta que el sol no caliente un poco, nadie se dejará caer por aquí.

    La cola de caballo pelirroja se estremeció en el aire acariciando un hombro desnudo de Fidelis que se arrebujaba ahora con coquetería en su blusón verde hierba.

    —Es la primera puerta del segundo piso, según se entra por el corredor a mano izquerda. La llave hay que girarla en sentido contrario al de las agujas del reloj. Supongo que sabrá usted meterla.

    II

    Falcarragh, agosto de 2005

    —No quiero parecerte banal. Pero me gustaría saber tu nombre.

    —Digamos que me llamo Lazslo.

    —Prometo creérmelo de momento.

    El cuerpo de Fidelis se hurtó con limpieza a una promesa de caricia. La mano del viajero quedó semiextendida en el vacío, desairada y sin objeto. Tras la cabriola que la había conducido a rebuscar en el armario algo con lo que ocultar su carne a los ojos del tal Lazslo, llegó el mutismo, la cortina de hielo para frenar preguntas. Ya había tenido suficiente con responder a las más inevitables. Nada de recuerdos, el pasado debía quedar atrás.

    —Perdona la precipitación pero tengo que bajar a echar una mano a Anton con el pub. Siempre hay algún idiota que aprovecha mi ausencia para robar a un chico de dieciséis años.

    —¿Robar? No tenéis trazas de nadar en dólares ninguno de los dos.

    —Me refiero a ahuecar el ala sin pagar la pinta. A la tercera pierden de improviso la memoria. Es preciso un testigo mudo con- sagrado por entero a llevar la cuenta para refrescársela cuando se tercie.

    —Pues el chico no tiene cara de indefenso.

    —No lo es, créeme. Pero cuando está solo, la barra se llena de babosos que se confabulan con un guiño en un ataque de sed repentina. Y se ponen a pedir a la vez para aturullar y ganar tragos de extranjis.

    —Ya. Tu papel es crucial.

    Fidelis se congeló un segundo justo en el marco de la puerta. La túnica de cuello vuelto alisaba contornos, dejando un rastro de pliegues de lana nervuda color marengo, alimentaba el halo amarillento de sus ojos.

    —¿Sí?

    —Si quieres un bocado, cenamos a las siete...

    Fidelis cerró la puerta muy despacio al salir y bajó la escalera con un temblor nuevo entre los pechos. Por unos instantes, un canturreo pianísimo afloró a sus labios

    Blanca montaña, nieve severa,

    la belleza de Fidelis en el mar reverbera.

    Nube de lluvia, amago de ventisca,

    de sus ojos la galerna

    y el deshielo de su risa.

    Cruzas el umbral de la cocina y te topas con el pasado, agazapado en algún pliegue del aire que desplazas. Sobre el fregadero, el cristal empañado de la ventana te devuelve ahora una imagen más atolondrada de ti misma. Dejas que tus párpados se deslicen hacia abajo muy despacio a medida que tus pies se detienen. El aire se espesa voluptuoso en derredor tuyo e impide que tu cuerpo avance. Permites que tu pulso se mitigue y que tu respiración se haga clandestina. I am who I am. Ese ha sido tu lema durante años. Llegas al vestíbulo y observas a la vieja Annie garabateando en el cuaderno de cantos gastados.

    —Vas a dejarte la vista entre esas páginas amarillentas.

    —Y tú el corazón hecho jirones en brazos de ese extranjero buscavidas.

    Lo ha dicho sin levantar cabeza del libro de cuentas. Sonríes generosa y te acercas al mostrador. Besas en la frente a la mujer y te diriges a la puerta del pub.

    —Escucha lo que te digo, niña. Te dejará como los otros.

    —Amar a alguien significa hacerle libre.

    —Te dejará como los otros y de nada te valdrán filosofías.

    Entonces te vuelves hacia ella y sonríes de nuevo. Ahora levanta la vista del cuaderno de cantos gastados y te escruta con una mirada serena pero indagadora. Sus pupilas permanecen inmóviles, diminutas tras los cristales de los anteojos que cabalgan la nariz ganchuda. Hay una sombra tenue de duda enturbiando aquellos ojos.

    —Si me deja, él se lo pierde —le dices con tu mejor sonrisa mientras te apoyas sobre la puerta con las manos a la espalda asiendo el pomo.

    —Mira que te noto bien entretenida en sus carantoñas —responde ella.

    Sabes que tiene razón pero siempre calibra mal tu resistencia. No se lo vas a repetir por enésima vez. No sientes necesidad alguna de hacerlo.

    —Su presencia me alegra el día —aseguras.

    —Sólo espero que su ausencia no te lo malogre —replica ella muy despacio.

    —Estoy acostumbrada —sentencias con la misma solemnidad. Pero sin borrar del todo la sonrisa de tus labios. Luego abres la puerta muy despacio y entras directamente tras la barra. Observas el humo fluyendo de algunas cabezas combadas sobre pintas de Guinness y caes en la cuenta de que ya sólo quedan cuatro. No es la multitud que habías previsto. Al fondo, en el otro extremo, tu hijo tira cerveza del grifo muy despacio.

    —¿Te manejas? — preguntas acercándote casi sigilosa por detrás.

    —Sin problemas —responde. Los mismos ojos grandes y oceánicos, te dices. Su sonrisa gana terreno muy despacio. Igual que la tuya cuando se ofrece por entregas para impresionar, demorando el esplendor final. Milagros de la genética.

    —Entonces te dejo solo. Voy a preparar la cena —le susurras al oído sin esperar que esta vez se vuelva para mirarte. Mejor así. Cada uno a lo suyo sin interferir demasiado. Deshaces el camino andado y cierras la puerta al salir. Abandonas el vestíbulo no sin antes posar los ojos por un instante en un cuadrito donde una golondrina aletea hacia el sol naciente, surcando un mar esmeralda. Una acuarela pintada por ti con una leyenda en la parte inferior del marco: If you love somebody, set them free. ¹

    De nuevo abres la puerta de la cocina y te instalas junto al fregadero. Unas judías verdes aguardan en el escurridor de metal abollado. Nada es retenible, murmuras, no más que el remolino que se cuela ahora por el sumidero de metal con un estertor. Un cuchillito recién afilado te ayuda a cortar las puntas a entresacar el hilo lateral para partir después la vaina en dos. Así una por una. Y la rutina se instala entre tus dedos, te proporciona el sosiego necesario para adentrarte en las imágenes de estos días de caricias y hot whiskey al amor de la lumbre. Piensas en Laszlo, en su cabello castaño. En las canas que le cubren la sienes, en la expresión melancólica de sus ojos pardos. Sabe estrechar con brazos poderosos y propinar besos largos y profundos pero oculto en algún lugar de sus pupilas se agazapa el punto de fuga del que nunca quiere echar amarras. Lo has percibido desde el primer día y tú también vas a nadar y a guardar la ropa. Sin renunciar a entregarte en cuerpo y alma, a vivir el momento. Algo ha hablado Laszlo de su infancia en Praga, de sus estudios de medicina en los Estados Unidos que consumieron cuatro años de su vida, de una mujer pequeña y morena que le robó la primera promesa no cumplida. Pero tú resbalaste la mirada por el cristal de la ventana, deslizándote con el derrotero de las gotas de lluvia hasta el alféizar, protegida en su golpeteo incesante. Todo menos diferenciar nombres de lugares y personas que pudieras recordar. Fuera señas de identidad, te dijiste el primer día al descubrir su entrega furibunda diluyéndose de pronto en camaradería sincera y distanciada. Aunque se empeñe en hablar de las maravillas que orillan el Danubio, vas a hacer oídos sordos. No has hablado de ti misma en ningún momento, sólo has dejado que largue como un disco olvidado en un viejo gramófono.

    —No me escuchas y estás como ausente —había dicho.

    —Perdona. Estaba pensando en qué hacer de cena —mentiste con naturalidad.

    —Sabes que estoy de paso...— había iniciado Laszlo otra tarde de siesta veraniega en la alcoba.

    —Lo sé divinamente —le cortaste, antes de hurtarte a un abrazo en un brinco que te sacó de la cama. Te negaste en redondo a continuar aquella conversación. Nada de retorcerse de antemano en un dolor todavía por venir. Que a lo mejor ni siquiera era cierto que sobrevendría.

    —Un día u otro, tendré que regresar —continuó él, inasequible al desaliento. Rostro con expresión solemne, preparatoria de clima trascendente. .

    —Claro. Avísame con uno o dos días de antelación, si no es mucha molestia —respondiste lacónica y rápidamente antes de deslizarte en el baño y abrir la ducha.

    Habían transcurrido dos semanas desde aquel primer intento de notificación oficial. Dos semanas de rehuir posibles excusas, de taparle la boca con besos o diluir sus palabras en música. No querías saber. Preferías que se fuera de improviso. Sin avisar. Como había llegado.

    Deshilachas la última vaina para partirla en dos entre tus dedos, anhelas la vulnerabilidad de aquella otra Fidelis casi adolescente que se dejó la piel en un amor imposible. Te quedas inmóvil unos instantes y de nuevo te concentras. Sólo alzas la vista hacia la ventana y afinas para distinguir en el vaho del cristal la silueta metálica de la gasolinera.

    Dejas que tus párpados se deslicen hacia abajo y que tu respiración vuelva a hacerse clandestina. Tu mano derecha gira el grifo hasta que el agua se detiene. Silencio, necesitas silencio para sacar jugo al pasado. Ahora ya percibes las blancas paredes del viejo cottage familiar, la chimenea encendida en el centro de la pequeña sala de estar a la que se accede directamente desde la puerta principal. Puedes ver a padre arrellanado junto al fuego antes de cenar. Un rostro arrugado de ojos verdes con pupilas donde chisporrotean los bloques de turba que caldean la estancia. Su cabeza pelirroja clarea ya en el centro y las entradas de las sienes son ostensibles. La barba de dos días le da cierto aspecto vencido. De pronto, suena la campanilla de la puerta y entra Márie con la melena rubia recogida en un moño. Luce un impermeable verde. Tu hermana mayor destilaba vitalidad entonces. Observas sus mejillas sonrosadas por el viento gélido del invierno y te parece que sólo tenéis en común el óvalo de la cara. La ves dejar la cartera de libros sobre el aparador y colgar el impermeable en uno de los cuatro ganchos de la puerta. Pasa junto al sillón y besa maquinalmente la frente de padre, susurrando apenas un hola que se disipa al cruzar el umbral de la cocina. Ni siquiera ha reparado en ti. Te pasas la mano por la cara en un gesto reflejo. Estás sentada a la mesa, aguardando al fondo de la sala, junto al reloj de cuco de la abuela. Te acaricias las dos trenzas y piensas lo mucho que hubieras deseado que te felicitara por tu decimoctavo cumpleaños. Pero Márie es demasiado consciente de sí misma esa tarde de febrero de 1980 como para reparar en alguien más. Sólo madre consigue atraer su atención y sacarla de su ensimismamiento. Observas ahora la vieja vajilla de porcelana blanca con dibujos azules comprada en Waterford que hace sólo unos instantes acabas de poner en la mesa. Es el orgullo de madre. Antes la reservaba para los domingos y las ocasiones especiales. Ahora se utiliza a diario, como si cada cena familiar fuera ya un acontecimiento. Ha cambiado tanto desde que se le declaró el cáncer de pecho, te dices. Pero hoy cumples dieciocho años y no hay que ponerse triste. Creo que la cena ya debe estar lista, murmuras dirigiéndote a padre que se vuelve con la mirada suspendida. Sus ojos verdes se clavan en el reloj de cuco que, al ponerte en pie, tapas con la cabeza. De la cocina llega la risotada de Seán, la voz bulliciosa de Márie, su mami, mami, dile que no me haga tanta burla ni me imite. A pesar de haber cumplido los veinte, le encanta entregarse a juegos y quejas pueriles. Y a Seán chincharle como cuando eráis pequeños. Pero tú sabes que su vocecilla de tiple sólo es artimaña que disimula determinación a prueba de bomba. Ha tenido suerte y la enfermedad de madre le ha pillado ya trabajando en Raidió na Gaeltachta. Trae dinero fresco a casa sustituyendo el sueldo de maestra de madre. Tiene novio y planes de matrimonio pero por el momento, no puede cumplirlos. Por la forma de ignoraros a ti y a padre ese día de tu cumpleaños de 1980, has comprendido que nada ni nadie la detendrán. Sólo madre podría pararle los pies.

    —¿Mami saco ya el lomo?

    La voz chillona de Márie llega como una ráfaga desde la cocina.

    —¡Culo inquieto de muchacha! ¡No puede estar sentada dos segundos seguidos! —proclama Tyrone Mundy golpeando el borde de la mesa con la mano abierta.

    Había roto su silencio taciturno, frenando en seco la cucharada de sopa que se lleva a la boca. Fidelis hundió los ojos en el mantel blanco de hilo de Escocia, estudiando por unos instantes el fino diseño romboidal de uno de los bordados. Después se enfrentó con el rostro circunspecto de su hermano Seán que le mantuvo la mirada unos instantes antes de incorporarse.

    —Ya voy yo anunció, dejando la servilleta sobre la mesa.

    —Tú te quedas donde estás —ordenó su padre empuñando de nuevo la cuchara.

    —Alguien tiene que servir el segundo plato —comentó Maeve con las cejas muy arqueadas mientras se rebullía dentro del chal de lana azulada en un escalofrío. Pero Márie ya hacía su entrada con una fuente humeante entre sus manos.

    —¡Ya estoy aquí! ¡Asado de lomo de cerdo con judías blancas y colcannon! —anunció colocándola en el centro de la mesa.

    Maeve observó que se había soltado el pelo. La melena rubia le caía sobre la blusa rosa del diseño a rayas. La falda de pana con peto color vino, comprada con el primer sueldo, le hacía más delgada.

    —Esa no es ropa para andar en la cocina y servir la mesa —declaró la madre, probando el puré que cubría la carne con una cucharilla de postre. El tono desabrido se debía a una punzada de dolor en el pecho que le pilló a traición.

    —¿Cómo está? —preguntó Márie impaciente, detectando al vuelo un visaje furtivo en los rasgos de Maeve. Segura de que nadie, salvo ella, se había percatado.

    —Rico. Pero para alcanzar categoría de ambrosía, tendrías que haber echado más repollo y menos patata —aseguró la madre luchando con el gran cuchillo de sierra por partir el lomo en rodajas.

    —Ya lo hago yo —se ofreció Fidelis haciendo ademán de acercarse la fuente.

    —Todavía puedo manejarme —replicó Maeve en un exabrupto tratando de diluir la dureza del rostro en una amago de sonrisa.

    —Lo siento, cariño —musitó en su debate invisible por amainar la ira sorda que sentía en el pecho.

    —No importa —adujo Fidelis sin mirarla, más para su fuero interno. Se reclinó en el respaldo de la silla a cámara lenta, saboreando la palabra cariño ¿Había oído bien? Sí, había dicho cariño.

    —Propongo un brindis por Fidelis —se descolgó Seán precipitándose a llenar los vasos con vino francés Côtes de Rhone. Le guiñó un ojo y alzó el vaso.

    —¡Por Fidelis y su mayoría de edad!

    —¡Para que cumpla muchos más y nosotros lo veamos! ¡Sláinte²! —añadió Tyrone alzando el suyo y saliendo de improviso de su hosco silencio. Había un destello de desafío en su mirada.

    —¡Sláinte! —replicaron todos al unísono antes de apurar el vaso. Fidelis bebió a sorbitos cortos sin quitar ojo a su hermano. Sólo tenía dos años más pero ella sentía que era mucho mayor. Tal vez por su altura y corpulencia. O por el color negro del pelo, los ojos pardos y esa tez oscura, algo agitanada, que llamaba la atención entre tanta palidez desvaída. A padre le gustaba decir que se debía a un gen perdido. El de un tataratatarabuelo andaluz arribado a las costas de Galway en el siglo XVII, a bordo de uno de los buques que traían vino de España. Pero también le divertía picar a madre alegando que descendía de los primeros moradores de las islas Aran, quienes, en contra de la opinión general, eran descendientes directos de los soldados llegados con Cromwell para invadir Irlanda.

    —No te quejarás. Madre te ha hecho tus dos platos favoritos: sopa de marisco y lomo asado con colcannon —apuntó Márie con un tono de marisabidilla que terminó disolviéndose en afecto lejano. Lo había dicho pasándole el brazo a Maeve por el cuello muy despacio y atrayéndola hacia sí antes de propinarle un besito furtivo en la frente. Tyrone las miró incrédulo. Menuda desfachatez. Siempre conseguían robar protagonismo. Capitalizando en provecho propio el esfuerzo culinario y de logística, que era cierto que desplegaban, para desplazar al homenajeado, fuera quien fuera. Felicitar siempre era excusa para hablar de ellas mismas. Y en esto Márie se llevaba la palma. Porque madre se había aplacado después de la operación. Ahora veía más allá de las narices de su hija mayor.

    —No me quejo y se lo agradezco —replicó Fidelis.

    Y en el fondo era verdad. Desde que había vuelto de Dublín, donde le habían extirpado el pecho izquierdo, se había producido un cambio sensible en la actitud de Maeve. Aunque el interés por la situación y el porvenir de Fidelis parecía aún bastante forzado, era muy de agradecer que al menos existiera. Con Seán siempre había tenido una relación conflictiva por sus opiniones políticas pero besaba la tierra que pisaba. Y aunque a veces se enfrentaran brutalmente, le dejaba enorme margen de libertad. Confiaba en él y sabía que era fuerte. Desde los quince años le había considerado nada menos que todo un hombre. Hasta la relación con padre había mejorado. Ya no le llevaba la contraria en público ni le llamaba ignorante. Le hacía incluso mimos y carantoñas. Eso sí, elegía los momentos estratégicamente, de modo que pudiera ser observada por toda la familia. Y cierta sobreactuación impostada delataba que no era sincera por completo.

    —Está delicioso —declaró Seán conciliador, tras engullir un pedazo de lomo bien revolcado en colcannon. De nuevo guiñó un ojo a Fidelis. Esta vez con una maravillosa sonrisa que dejaba entrever una hilera de dientes blanquísimos.

    —Sí, esta vez te has superado a ti misma —abundó Fidelis, recogiendo el tono pacífico de su hermano. No tenía ganas de que nadie le aguara su fiesta, así que era mejor garantizar la concordia.

    —Tu hermana tiene buena mano para la cocina —sentenció Maeve.

    —Ha tenido buena maestra —se apresuró Seán a corroborar. Despacio, articulando bien cada palabra, clavándole la mirada con los ojos muy abiertos.

    —Gracias, hijo —susurró Maeve.

    Una oleada de sangre diluyó la blancura de sus mejillas. No por el cumplido inhabitual. Más bien por la expresión fija e insoslayable de Seán, por la vehemente pero cariñosa advertencia de obrar con tiento que un destello en sus pupilas delataba. Se miró en ellas por unos instantes, diminuta e indefensa, arrebujada en su chal de lana y puso su mano en el dorso de la del chico.

    —Todo es poco para festejar la mayoría de edad de nuestra pequeña —concedió Maeve en un halo de ternura.

    Fidelis dejó que su cuello se alargara hacia arriba como un cisne hurtándose a la blanca profundidad del mantel. Perpleja y ansiosa al tiempo, la emoción le propinaba aldabonazos en el pecho. Tal vez era el momento ideal. Con el camino allanado por Seán, la ocasión parecía propicia para manifestar su deseo de matricularse en la universidad. Llevaba años demorándolo porque sabía que el dinero no alcanzaba para todos. Había asumido las tareas domésticas sin rechistar. Cuidar de padre, escuchar de sus labios viejas leyendas plagadas de héroes sobrenaturales y dioses carcomidos por pasiones humanas, a medio camino entre la invención y la tradición oral, había constituido el mayor de sus últimos placeres. Pero también alimentado el prurito, celosamente guardado, de escarbar con método y disciplina en el marco histórico de aquellos relatos. Una vez que las trabas familiares parecían haberse disuelto, estalló la enfermedad de madre y sus planes se fueron al garete. Pero tal vez existiera alguna posibilidad. Tal vez si se organizaban bien, pudiera hacer realidad su sueño.

    —De rechupete —proclamó Tyrone Mundy limpiándose con la punta de la servilleta.

    Seán aprovechó para llenarle la copa de vino antes de hacer lo propio en la suya. Observó el color de sus mejillas, el gesto de satisfacción redondeando las aristas de su rostro y suspiró profundamente. Todo parecía colocarse en su sitio aquella noche de 1980.

    —¡Mami, mami! ¿Saco ya la tarta, verdad?

    La pregunta

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1