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La tercera muchacha
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Libro electrónico318 páginas4 horas

La tercera muchacha

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Información de este libro electrónico

Una muchacha desaparecida. Una sabuesa aficionada. Y muchos, muchísimos croissants

Conoce a Molly Sutton —recientemente divorciada y lista para una nueva vida— cuando se muda a la villa de Castillac, en Francia, para abrir un hospedaje. En busca de paz, masas finas y bellos jardines; una vida totalmente más tranquila que la que llevaba en Boston. Pero ya sabemos cuál es el dicho sobre las mejores intenciones…. 

Molly apenas ha conseguido superar el jet-lag cuando se entera de la desaparición de una estudiante local. Mientras va acomodando su destartalada casa e hincándole el diente a la cocina francesa, termina enredada en el caso junto con los gendarmes de Castillac. Y, a diferencia de los enigmas de Nancy Drew que tanto amaba de niña, este misterio es complejo, le revuelve algunas emociones que pensó que había dejado en el pasado y aterroriza a los queridos habitantes de su villa de adopción. 

La tercera muchacha es el primer libro de la serie de Misterios de Molly Sutton. Si te apasionan los cozy mysteries, los personajes reales que quisieras llegar a conocer y las descripciones de comidas suculentas que hacen agua la boca, amarás esta historia de crimen e intriga magníficamente contada por Nell Goddin.

IdiomaEspañol
EditorialCornelia
Fecha de lanzamiento15 ago 2018
ISBN9781547539079
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    Vista previa del libro

    La tercera muchacha - Nell Goddin

    Contenido

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 1

    2005

    Estaba siendo ridícula, sin ninguna duda. Sí, habían pasado años desde que había estudiado francés y no había sido exactamente una alumna modelo, pero seguramente podría arreglárselas lo suficientemente bien como para comprarse una masa fina para acompañar su café en la merienda. El propósito de las tiendas era vender su mercadería, no juzgar su acento; y con esa idea en mente Molly Sutton se encasquetó su sombrero de paja en sus rizos rebeldes (un flamante véritable Panamá, según prometía la etiqueta), recorrió a paso firme el corto camino de entrada de su casa y entró en la villa, decidida a conseguir su primer éclair, tras haberse mudado a Castillac hacía tan solo tres días.

    Tres días que no habían sido lo suficientemente largos como para que lograra aprender adónde la llevaban esas angostas calles o túneles de madriguera, pero Molly tenía un buen sentido de la orientación y estaba atravesando uno de esos momentos de entusiasmo que los expatriados experimentan a veces, cuando no están en las garras de la burocracia de su país de adopción o se dan cuenta de que han comido algo como un pastel de alondra. La dorada piedra caliza de los edificios era cálida y agradable. Era el final del verano, pero el aire no estaba fresco, y ella iba con paso acelerado, curioseando por las ventanas y patios traseros, llenándose de todo lo que la rodeaba. No tenía idea de dónde encontrar una pâtisserie, pero se dirigió hacia el centro de la villa.

    Es interesante como toda la gente parece colgar la totalidad de su ropa interior en el tendal... ¿no les queda dura como cartón cuando se seca?, se preguntó. Se detuvo en el patio trasero de una casa y miró la ropa tendida en la cuerda, que bailaba con cierta alegría en la brisa. Tuvo la tentación de saltar sobre la cerca y tocar un par de esas bombachas de aspecto caro para ver cómo eran de suaves, pero tal vez traspasar el límite de una propiedad para palpar cosas íntimas del vecino podía no causar la mejor primera impresión.

    Podía ver que la ropa interior era La Perla. Suave, bien cortada, très cher y, probablemente, valía cada centavo que costaba, reflexionó. Creo que si yo tuviera lencería tan linda no la colgaría bajo este sol abrasador. Como mínimo merece que se la lave a mano y tendría que secarse... no sé... con el batir de alas de colibríes o algo así.

    Molly se quedó parada en la cerca, mirando tres bombachas y una camiseta con breteles prolijamente sujetas con broches de madera. La callejuela estaba tan tranquila. No se oía más que el constante canto de las cigarras. Miró a su alrededor para ver si había alguien y, lentamente, se inclinó contra la cerca, estirando los dedos hacia una bombacha adornada con una cinta rosa que la rodeaba en la parte superior.

    Alguien gritó algo que Molly no logró entender. Quitó la mano de un tirón y miró a su alrededor para ver quién había hablado. El hombre de al lado había salido al patio de su casa y conversaba con su vecino por encima de la cerca.

    Bajó velozmente la cabeza y fue al trote hasta la siguiente esquina. Justo delante de ella se abría una calle comercial. Un mundo de gente iba de aquí para allá, haciendo sus mandados, tomándose un petit café de media mañana y conversando con los vecinos. Molly deambuló mirando las inusuales formas de los techos, los cartelitos en las ventanas, escuchando hablar francés pero sin entender ni una sola palabra; percibiendo un olorcito a pollo asado que era tan agradable que los ojos se le llenaron de lágrimas.

    Nada se parecía a lo que ella estaba acostumbrada y todo le encantaba, aunque fuera solo por eso.

    La calle doblaba hacia la derecha y, adelante, siguiendo en línea recta, había una gran fuente. Varios estudiantes de la escuela de arte estaban sentados sobre el borde con sus blocks de dibujo y una expresión seria mientras trazaban sus bocetos. Molly caminó hasta la fuente y también se sentó a mirar a la gente, hasta que recordó el éclair y salió en serio a buscar una pâtisserie. Tenía un montón de trabajo que hacer, la cabaña en su propiedad distaba mucho de estar lista para recibir huéspedes y las primeras reservas que tenía hechas eran para cuestión de días. Debería estar comprando sábanas y almohadas y restregando bien toda la casa en vez de andar deambulando en una cacería de cosas dulces para comer. Pero quería mimarse: tras el par de años que había tenido que atravesar, estaba en Francia, en busca de placer y calma. E iba a abandonarse al placer, saboreando cada delicioso momento.

    «Ah... Sí».

    Se encontró frente a una pequeña tienda con el exterior pintado de un rojo esmaltado y elaboradas letras doradas sobre la puerta de entrada que rezaban «Pâtisserie Bujold». El aroma a manteca y vainilla prácticamente la tomó de la camiseta y la empujó al interior.

    Bonjour, Madame —saludó un hombre pequeño tras el mostrador.

    Bonjour, Monsieur —respondió Molly, con los ojos grandes ante el espectáculo. Tras el cristal, fila tras fila de masas finas, tan hermosas que lucían como joyas. Deliciosas joyas que hacían agua la boca, dispuestas por un verdadero artista, con los colores bien combinados y una simetría digna de un parterre. ¿Iba a elegir las mille-feuille, con sus quichicientas capas de masa crocante intercaladas con crema pastelera y un espiral de glaseado por encima? Se inclinó hacia adelante, casi apoyando la nariz en el cristal. Las tartas de frutilla lucían increíbles, pero no era fruta de estación y probablemente no sabrían tan bien como se veían. El bollito al que se le escapaba la crema batida la llamaba. Pero ella había soñado tanto con un éclair....

    Madame?

    Molly despertó de algo así como un trance. Respiró profundamente y tomó coraje.

    —Las masas, ella linda —dijo, avergonzándose de su horrible francés.

    El hombre sonrió y dio la vuelta al mostrador. Sus ojos se posaron directamente en los pechos de Molly y se detuvieron allí. Molly suspiró.

    Entonces, tan velozmente que casi pudo resultar descortés, eligió, pagó y salió con una bolsita de papel manteca y una tonta sonrisa en la cara.

    Estaba en Castillac, su nuevo hogar, a punto de comer su primer éclair realmente francés en casi veinte años.

    «Al fin estoy aquí. Al fin en Francia, para siempre».

    —Sí, Mademoiselle, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó Thérèse Perrault, quien se había sumado a la fuerza de Castillac hacía unos pocos meses.

    —Es... Bien, estoy en Degas —dijo la joven, refiriéndose a la prestigiosa escuela de arte de la villa.

    Perrault esperó. Ya estaba tan harta de ocuparse nada más que de infracciones de tránsito y perros perdidos que difícilmente esperaba que esta llamada se convirtiera en algo más intrigante.

    —Mi compañera de cuarto está... Ha desaparecido. No la veo desde ayer y me estoy empezando a preocupar.

    —¿Su nombre, por favor?

    —Maribeth Donnelly.

    —¿Es estadounidense?

    —Sí.

    —¿Y el nombre de su compañera de cuarto?

    —Su nombre es Amy Bennett. Es británica. Y es la alumna más responsable de toda la escuela. Por eso estoy tan preocupada. Es imposible que se haya ido sin decirle nada a nadie.

    Perrault garrapateaba notas, tratando de registrar las frases de la estudiante con exactitud.

    —Entiendo. ¿Le ha dado aviso a alguien de la escuela?

    —Yo... se lo mencioné a uno de los profesores esta mañana, al Professeur Gallimard. Amy no apareció en su clase.

    —¿Y exactamente desde hace cuánto tiempo falta?

    —Cené con ella anoche. Luego yo salí con mi novio y ella volvió al estudio a trabajar en un dibujo que tenía que entregar. Nunca volvió al dormitorio y no la he visto en todo el día —dijo la joven, con la voz quebrándosele.

    —Todavía no han pasado ni veinticuatro horas —respondió Perrault, su tono para nada despectivo, sino compasivo—. Y me temo que la Gendarmerie solamente realiza búsquedas activas en casos de menores desaparecidos... ¿Cuántos años tiene Amy?

    —Diecinueve. Lo lamento —dijo Maribeth—. No sé cuáles son acá los procedimientos en casos de personas desaparecidas ni nada. Es solo que... No quiero que piense que soy rara, oficial... pero tengo... tengo un mal presentimiento.

    La oficial Perrault le dijo que casi siempre estas situaciones se resolvían solas satisfactoriamente. Le preguntó si Amy tenía novio, si tenía auto, si tenía acceso a dinero y, cuidadosamente, anotó las respuestas de Maribeth en su anotador.

    Antes de llamar a su superior, el jefe Dufort, a su celular, Thérèse Perrault se tomó un momento para repensar todo lo que Maribeth Donnelly le había contado y para fijar la voz de la joven en su cabeza. Era solo una impresión, y no tenía suficiente experiencia como para ser ya capaz de saber si sus impresiones tendían a ser correctas, pero Perrault confiaba en Maribeth Donnelly y no pensaba que fuera rara ni inestable, ni nada más que una amiga preocupada que tenía motivos legítimos para sentir preocupación. Luego, en rápida sucesión, sonrió y se reprimió, al sentirse emocionada porque finalmente algo hubiera sucedido en la villa de Castillac ahora que ella estaba en la fuerza y luego culpable por estar tan entusiasmada ante la potencial tragedia que afectaba a otra persona.

    Como todo el resto de la villa, Perrault sabía de las otras dos mujeres que habían desaparecido sin dejar huellas, pero esos casos habían ocurrido hacía varios años. La primera, Valérie Boutillier, había sido parte de la razón por la cual Perrault había iniciado su carrera en la fuerza. Tenía dieciocho años cuando Valérie desapareció y, si bien no la había conocido personalmente, tenía amigos que la habían conocido y familiares que conocían a la familia de Valérie de una u otra forma, tal como era de esperarse en Castillac. Perrault había seguido la investigación de cerca y trató de descifrar qué había sucedido; aún pensaba en eso de vez en cuando y se preguntaba si algún día aparecerían nuevas pruebas que fueran a posibilitar la identificación del raptor de la joven.

    Nunca se había encontrado un cuerpo, ni siquiera había pruebas que señalaran que se había cometido un delito, pero Thérèse no tenía dudas de que alguien había asesinado a Valérie Boutillier, no tenía ni la más mínima duda.

    Valérie no había sido la única. Y ahora había otra.

    Capítulo 2

    ––––––––

    Le había tomado un año a Molly encontrar su nuevo hogar, La Baraque. El día que tuvo su sentencia firme de divorcio, se le entregó un cheque por la mitad de los ingresos por la venta de su casa. El cheque era lo suficientemente grande como para que ella se pudiera comprar una casa propia y no había tenido ninguna duda de que esa casa tenía que estar en Francia. Había sido exageradamente feliz allí en su época de estudiante, pero, por una u otra razón, no había podido regresar desde entonces. Durante esa incómoda época posdivorcio, cuando su vida estaba colapsando a su alrededor y se sentía alternadamente taciturna y eufórica, todos los días pasaba horas mirando sitios web y leyendo sobre las diferentes regiones de Francia, aprendiendo sobre notaries, contratos y períodos de reflexión, deleitándose con impresionantes fotografías de antiguas fincas y casas construidas con piedra, e incluso de châteaux que estaban a la venta. Las interminables páginas brindaban detalles de las moradas más gloriosas que se habían construido sobre la tierra y, dependiendo de la ubicación, a veces resultaban más baratas que una casa estilo californiano en los suburbios en donde ella vivía. Era el mejor porno de casas que una podía ver.

    Luego de que una buena amiga fuera amenazada a punta de pistola y de que su prima casi fuera violada en la propia sala de estar de Molly, ella había aceptado que la vida allí en donde vivía —un lugar al cual hasta entonces no había considerado como un caldo de cultivo para el caos— se había vuelto peligrosa. Parte del encanto del porno de casas francés era imaginarse vivir en un lugar en el cual hubiera menos delincuencia y donde no le dispararan a alguien cada tres minutos. Podría quitar la pistola de gas pimienta que llevaba en su bolso de mano y tan solo relajarse. Obviamente, Francia no estaba libre de crímenes, ningún lugar lo está en estos días, pero creía que se iba a sentir más a salvo allí. Relajarse, ocuparse del jardín, comer algo magnífico. Comida francesa y dejar atrás su mal matrimonio y su vecindario peligroso en las afueras de Boston.

    Un nuevo comienzo en un lugar que adoraba. ¿Qué podía salir mal?

    Nunca se le ocurrió a Molly fijarse si podía encontrar estadísticas reales relativas a delitos correspondientes a los lugares que estaba considerando para mudarse. Era grotescamente ingenuo, se dio cuenta más tarde, pero simplemente supuso que una villa con una linda iglesia histórica, una feria sabatina donde los ancianos se sentaban en sillas plegables a vender hongos, donde se organizaban festivales varias veces por año en los cuales toda la gente del pueblo se reunía y se sentaba a comer... bueno, ella había asumido que todo ese encanto y espíritu comunitario se traducía en una completa seguridad. ¿Y de qué manera, se preguntó luego, cuando era demasiado tarde, puede una corregir una suposición falsa si ni siquiera se da cuenta de que la está haciendo?

    Pasó meses considerando la vasta gama de casas y lugares. Su cheque le alcanzaría para una casa poco más que modesta (por lo cual estaba en extremo agradecida), pero una casa grande la dejaría sin nada. En su nueva vida de divorciada de treinta y ocho años, Molly necesitaba una entrada económica y por eso buscaba lugares que tuvieran al menos una construcción separada que pudiera poner en alquiler. Si eso andaba bien, y si podía encontrar un lugar con una cantidad suficiente de viejos graneros y establos para reformar, podría expandirse y dirigir su propio imperio del turismo, con una multitud de gîtes (el equivalente francés más cercano a un B&B) esperando para colmarse de alegres viajeros.

    Bueno, un imperio podía ser exagerar un poquito. Pero esperaba que antes de que pasara mucho tiempo fuera capaz de pagar las cuentas. El truco era encontrar una casa que no hubieran renovado aún (demasiado costosa), restaurado (más que demasiado costosa) o en tal estado de ruina como para que se necesitara más dinero del que tenía para ponerla en funcionamiento.

    Si bien los brillantes sitios web tenían fotos increíbles, sospechaba que iba a encontrar algo que pudiera pagar si miraba con más atención en los rincones menos glamorosos de internet y, de hecho, un día encontró un listado en el solitario blog de un expatriado. El blog en sí era impreciso y se preguntó si el escritor siquiera vivía en Francia: la gramática era confusa, el diseño deficiente y las publicaciones sobre la vida francesa tenían un algo extrañamente rígido, como si fueran de quinta mano o posiblemente ficticias. Las fotografías de La Baraque eran borrosas, pero logró percibir la piedra caliza dorada por la cual la Dordoña es famosa. Pudo ver que en la propiedad abundaban las construcciones anexas, a pesar de que algunas, como el antiguo palomar, parecían derruidas. Pudo imaginarse allí, en el jardín, bebiendo kir y comiendo masas finas.

    Molly se enamoró de golpe. Y fue un duro golpe.

    Seis meses después iba a los tumbos en un taxi por el camino de entrada de La Baraque, luego de haber vendido todo lo que quedaba de su vieja vida, excepto un pequeño cajón que contenía sus herramientas de jardinería y sus utensilios de cocina más preciados. La venta se había desarrollado sin inconvenientes y, aunque lo que le quedaba de familia y la mayoría de sus amigos pensaban que estaba demente, despachó el cajón por adelantado y reservó un boleto de ida a Bordeaux sin mirar atrás.

    Castillac era un pueblo grande, con una feria semanal y una plaza muy animada. Tenía techos de tejados anaranjados, estrechas callecitas y antiguas construcciones de piedra que a ella le encantaban, pero ninguna atracción en particular, como, por ejemplo, un château o una catedral, así que, si bien algunos turistas eran atraídos por su tranquilo encanto, las calles no rebasaban de visitantes, algo que Molly pensaba que podía resultar cansador si uno vivía allí todo el año. El suroeste de Francia era conocido por sus cavernas, su pato y sus hongos, las trufas; el clima era templado, los precios de los inmuebles, bajos y las pâtisseries, abundantes. El lugar perfecto para recuperarse de un matrimonio que había salido mal.

    Meses antes de mudarse, había iniciado un sitio web y, casi inmediatamente, habían empezado a hacerle reservaciones. Cuando llegara a Castillac, Molly sabía que iba a tener dos días y medio para acomodar todo para sus primeros huéspedes, lo que no le iba a alcanzar ni remotamente (siendo que la gestión del tiempo no era uno de sus talentos especiales). Esos dos días y medio habían pasado como un frenesí en el que barrió y fregó y pintó hasta que recibió un mensaje de texto que decía que sus huéspedes iban a llegar en cuarenta y cinco minutos.

    Molly se las ingenió para que la cabaña luciera limpia y ordenada a tiempo, aunque casi no llegó. La antigua piedra era hermosa, pero parecía exudar polvo a tal velocidad que todo estaba polvoriento de nuevo antes de que ella alcanzara siquiera a guardar la aspiradora. Las ventanas eran pequeñas, y las frotó violentamente con papel de diario y una solución con vinagre a fin de que dejaran pasar toda la luz posible. Cuando hubo terminado, trató de alejarse y observar el lugar críticamente.

    Bueno pensó, espero que nadie me demande tras romperse la cabeza con esa viga. Pero todo está encantador, a su manera. Creo. Quizás.

    Salió tambaleándose con la mopa y el balde, sudorosa, sucia y anhelando poder darse una ducha y tomar algo antes de tener que recibir a nadie.

    Justo estaba vertiendo vino blanco en un poco de crème de cassis y admirando cómo el denso color púrpura se arremolinaba cuando escuchó que llegaba un auto tocando bocina.

    No era mujer de rezar mucho, no obstante, miró hacia el cielo y dijo para sí: «Por favor que no sea gente ruidosa. Ni insistente. Ni demasiado charlatana ni muy callada. Ni aterradora. Y... mm... por favor, no dejes que toda esta idea haya sido un tremendo error».

    Bonjour! — dijo Molly mientras la pareja se apeaba de un taxi de aspecto sucio. El taxista se bajó del automóvil y asintió sonriendo.

    —Soy Vincent —dijo con una amplia sonrisa—. ¡Sé inglés, Molly Sutton!

    Molly se quedó helada ante este extraño que sabía su nombre, pero se las arregló para decirle «Enchantée» y luego «¡Bienvenidos, Sr. y Sra. Lawler!» Estaba contenta de que fueran estadounidenses, así al menos esta primera vez no iba a tener que luchar por comunicarse. Además, iban a estar sufriendo el mismo jet-lag que ella aún sentía.

    El Sr. Lawler dio unas zancadas hacia donde estaba Molly y le estrechó la mano enérgicamente.

    —Estoy tan contento de estar aquí —exclamó—. Y, por favor, llámenos Mark y Lainie.

    Mark le dio la mano al taxista y le pagó.

    —Ahora ¡llévenos a hacer el gran tour! —le dijo a Molly.

    Molly sonrió y salió parloteando mientras les mostraba La Baraque y los ayudaba a instalarse. Pero tras su radiante expresión, se estaba preguntando qué pasaba con Lainie Lawler, quien no dijo ni una palabra en todo el tiempo del recorrido y que aparentemente tenía tanto bótox metido en la cara que parecía estar congelada en un estado de infantil perplejidad.

    No eres quién para juzgar, pensó Molly. Repítetelo sesenta mil veces. Y en verdad, esta es una buena forma de hacerse de un ingreso. Un poco de charla, estrechar manos... pan comido. Solo necesito conseguir bastantes reservaciones como para contratar a una mujer para que haga la limpieza y dejarle a ella todo el tema de la lucha contra el polvo.

    Un día. Podía significar todo. O nada.

    El jefe Benjamin Dufort, del personal de Gendarmería de tres miembros de Castillac, dio la vuelta alrededor de su escritorio y levantó el teléfono, luego volvió a colocarlo de nuevo en su sitio. Miró a Perrault y apretó los labios, sus pensamientos inescrutables.

    —¡Maron! —llamó, dirigiéndose al oficial de la habitación de al lado.

    Gilles Maron apareció en la puerta, con una expresión tranquila en la cara, aunque no le gustaba la manera en que Dufort le ladraba. Tenía ya casi treinta años, era un oficial experimentado que se había mudado a Castillac desde su primer destino en la banlieue de París. Dufort había estado complacido con su llegada y estaba conforme con su desempeño hasta el momento.

    Bonjour, Maron. Perrault tomó un llamado a las 3:00. Una estudiante de la escuela de arte

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